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Elogio del demonio

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Para Coral

Paganini cargó por encima de él a su hijo recién nacido. El niño lanzó un grito que se escuchó hasta más allá de las habitaciones reales. Favorito de la nobleza, no faltó quien le ofreciera habitación y servicios médicos dignos de un soberano. Paganini aceptó. Siempre estaba de acuerdo en recibir cualquier dádiva que proviniese de la clase encumbrada. Ganaba dinero a montones —con Liszt, era el intérprete mejor pagado de la historia, además de su propio empresario—, pero le gustaba extender la mano y apretarla con los billetes bien aferrados.

Ahora se encontraba en el palacio de la condesa Francesca de Fiutti, de quien varios se disputaban sus favores. Pero ella no veía a ningún otro más que a Niccolo Paganini. Precedido de una fama sólo comparable a la de Rossini, se contaban de Paganini atribuciones demoniacas. Que si había hecho un pacto con el diablo —había quien aseguraba haberlo visto ensayar sus famosos Caprichos con Satán deteniéndole el arco—; que si su enorme y desorbitada melena ocultaba dos cuernos nacientes; que si hablaba un idioma extraño e ininteligible, sólo para unos cuantos sectarios; que si un rabo le brotaba de la espalda.

Mientras su esposa (ella y la condesa se soportaban cordialmente) lo miraba subyugada —aunque nadie podría decir si por el violinista o por su bebé—, la mente de Paganini era un marasmo. Se preguntaba qué nombre ponerle al niño. En primer término, que hubiese sido varón ya era para él harto significativo. Él había sido un niño golpeado. Sin el menor ápice de piedad, su padre solía golpearlo cada vez que daba una nota falsa. Como había acontecido con otros padres de niños músicos, quería ver en su hijo a un Mozart, que encima de todo lo sacara de pobre. Su padre había sido así con él, pero él no lo sería con su hijo. Nunca. Y sin embargo, encontró un parecido notable entre su hijo y su violín. Si a los violines se les ponía nombre, por qué no a su hijo. Un nombre de violín.

Tenía al niño bien afianzado con sus largas y enflaquecidas manos. Lo admiraba como acostumbraba admirar un violín. Ningún detalle pasaba inadvertido para él. Lo mismo se detenía en el barniz que en el remate, en las efes que en la encordadura. Y entonces se ponía al hombro aquel instrumento y tocaba. Cuántos violines había mandado al diablo porque no correspondían al precio.

En tanto el recién nacido no dejaba de llorar, su vista recorría cada parte del cuerpo de su hijo: la hinchazón de sus rasgos por el esfuerzo al pasar por el canal de parto; lo escaso de su pelo, pegado a la cabecita; el aroma de su aliento; su lengua, perfecta y de color rosado; lo diminuto de su nariz, como un pellizquito sobre la cara; la perfección de sus rasgos a escala miniatura, y, sobre todo, lo inusitadamente largo y perfecto de sus dedos, una réplica exacta de los dedos adultos, desde luego con todo y uñas.

Mi hijo será violinista, se dijo. Tiene los dedos de violinista, y mi genio. Pero cómo se llamará. Podría ponerle “Ruiseñor”, como mi Guarnerius; o “Cañón”, como mi Stradivarius.

Entonces la voz femenina lo interrumpió. ¿Estás pensando qué nombre ponerle?, escuchó. Yo ya lo decidí. Es el nombre de un guerrero y de un artista. De un hombre que no conoció el miedo y que el valor fue la única pasión que movió su voluntad. De un héroe que desde su montaña distinguía entre la cobardía y la valentía.

—¿Qué nombre es ése? —preguntó Paganini, cegado por la curiosidad. —Aquiles —respondió la mujer. —Que ése sea su nombre. Aquiles Paganini, hijo digno de su padre.

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