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La Pietà

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Para TT

Antonio Lucio Vivaldi puso el violín en la gran mesa de caoba. Lo hizo con sumo cuidado, para que la madera no sufriera el menor rasguño. Se preparó para recibir a Anastasia Lido, su alumna estrella. Tocaba como un ángel —si es que los ángeles tocaban, porque más bien había que imaginárselos cantando.

Desde su niñez, Vivaldi había escuchado los epítetos más pronunciados por su genialidad indiscutible. “El dios de la música”, o bien, y que era su favorito: “Su Majestad el violín”. Que el vulgo le hubiera puesto esa corona en su cabeza a través de un sobrenombre, lo hacía sentirse orgulloso. No era fácil que eso ocurriera, y menos en una población donde la música era el pan de todos los días: Venecia. Porque musicalmente todos eran rivales de todos. Bastaba con salir a la calle, con acercarse a la Plaza San Marcos, con alquilar una góndola, para que la música colmara los oídos. Proveniente de todas partes, había que aguzar los oídos para disfrutarla. Los gondoleros se comunicaban entre sí cantando, y lo mismo hacían los mendigos para pedir limosna, o los marchantes para vender su fruta.

Sacerdote de formación, Il Prete Rosso —o el Cura Rojo, por su larga cabellera pelirroja y su condición sacerdotal—, sin embargo no estaba obligado a oficiar misa por padecimientos que lo eximían, como las crisis de asma. No era de lo más sencillo que las autoridades eclesiásticas hubieran estado de acuerdo en permitir esa libertad, pero en el caso de Vivaldi se sumaban las concesiones. Que si permiso para salir de la República de Venecia e ir a Roma, donde el arte del violín le correspondía a Arcangelo Corelli; que si batirse en un duelo violinístico con Giuseppe Tartini, quien además de magister violinista era filósofo, y director y profesor de su propia escuela de esgrima. Que si estrenar una ópera con la frecuencia que él disponía. Y a todo le decían que sí. Pero no nada más por sus dotes musicales, sino por ser el compositor que estaba al frente del Ospedale della Pietà para niñas abandonadas, y para hijas de buena familia cuyos progenitores valoraban como una bendición caída del cielo la mejor educación musical para ellas. Y que a los jerarcas de la iglesia les dejaba cantidades de fábula en liras, que iban a dar a sus arcas con exactitud geométrica.

Antonio Lucio Vivaldi extrajo el violín. Era un Stradivarius, que en buena lid, pues, le había ganado a Tartini. Se lo puso al cuello y dio una arcada con quietud pasmosa al tiempo de que el arco describía en el aire un semicírculo perfecto. Era esa arcada que identifica a los maestros cuando simplemente quieren constatar la afinación, pero que en manos de Vivaldi parecía el principio de una cadencia. Se permitió una arcada más. Como si el sonido proviniese desde la cúpula de la iglesia del convento donde se encontraba —el de la Pietà—, el sonido de las cuerdas dobles, tocadas con aplomo y dulzura a la vez, provocaba que el arco despidiera una nube de resina, que bajo el rayo de sol resplandecía como un polvo de oro. Sin quererlo, las notas articularon la melodía de L’Inverno de Le Quatro Stagioni, concierto primigenio de Il Cimento dell’Armonia e dell’Invenzione. Poco a poco le imprimió mayor velocidad a aquellos acordes que paulatinamente sonaron más telúricos a sus oídos. Como ingredientes de una mezcla diabólica —¿el día de mañana se tocaría su obra, lo había pensado siempre, como un mensaje del demonio, y no del gran Dios, como acotaban sus panegíricos?

Ya estaba en un franco delirio, con su larga cabellera al aire, su espada al cinto, regalo de Su Santidad, que se movía al ritmo de ese cuerpo delgado y consumido, cuando vio entrar a Anastasia Lido, con el violín bajo el brazo. Trece años tenía la infanta. A nadie había contemplado como a ella. De nadie se había asombrado tanto. De esa piel en la que parecía adivinarse el rubor de la Venus de Botticelli. De esa mirada que en mucho le recordaba la de Anna Giraud, su amante, la soprano que en exclusiva cantaba las óperas de él y que vivía en una casa contigua a la suya que se comunicaban por un pasadizo secreto. De esa gracia que semejaba extraída de la mujer veneciana por antonomasia, donde se daban la mano donaire y recato. De esa lubricidad de la que se jactaba la elite de las mujeres romanas.

Hizo una caravana delante del maestro y comenzó a tocar. L’Inverno de Le Quattro Stagioni.

Vivaldi se limitó a guardar silencio. Y contemplarla.

Elogio del demonio

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