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Introducción

Nuevo énfasis en la salud pública actual: enfrentar la fragilidad

DR. PEDRO PAULO MARÍN, DR. RUBÉN SOTO, DRA. MARCELA CARRASCO

Definición del concepto de fragilidad en las personas mayores

El término fragilidad es definido en el ámbito de la salud como “un estado de declinación y vulnerabilidad caracterizado por debilidad y disminución de la reserva fisiológica, generalmente vinculado al envejecimiento. Las personas mayores frágiles son menos capaces de adaptarse a distintos estresores tales como enfermedades agudas y trauma”. La presencia de fragilidad en una persona contribuye a un aumento en el riesgo de caídas, institucionalización, discapacidad y muerte (Clegg, Young Iliffe et al., 2013).

Las personas mayores frágiles representan un desafío para los clínicos, porque aunque puede ser asintomático, también pueden tener una alta carga de síntomas y, generalmente, son médicamente complejos; esto implica que son menos capaces de tolerar intervenciones de cualquier tipo. Por lo anterior, una identificación precoz de personas frágiles tiene el potencial de prevenir muchos resultados adversos relacionados con la salud. Sin embargo, aún no existe una definición clínica única aceptada ni puesta en marcha en la práctica clínica (Sternberg, Wershof Schwartz, Karunananthan et al., 2011).

Muchos factores explican la dificultad en la formulación de una definición de fragilidad (Hamerman, 1999). Las personas mayores son muy heterogéneas desde todo punto de vista, poseen una historia que afecta su desempeño en la edad adulta y los va caracterizando del punto de vista social, ambiental, educacional, funcional, médico y psicológico, lo que determina una variación considerable en su estatus basal.

La mayoría de las definiciones de fragilidad la describen como “un síndrome caracterizado por la pérdida de función, fuerza y reserva fisiológica, con un riesgo aumentado de morbimortalidad”. En el año 2004, la Sociedad Americana de Geriatría-AGS definió fragilidad en personas mayores como un “estado de vulnerabilidad aumentada a estresores producida por la declinación en las reservas fisiológicas de los sistemas neuromuscular, metabólico e inmunológico, relacionada con la edad” (Walston, Hadley, Ferrucci et al., 2006). Otras definiciones incluyen alteraciones en la movilidad, fuerza, resistencia, nutrición y actividad física (Fried, Tangen, Walston et al., 2001; Cigolle, Ofstedal, Tian y Blaum, 2009).

Por otro lado, la edad, comorbilidades crónicas y discapacidad generalmente se han asociado con fragilidad, pero existe evidencia de que esta puede existir independientemente de estos factores (Hamerman, 1999; Fried et al., 2001; Newman, Gottdiener, Mcburnie et al., 2001; Walston, 2004). Estas características no han sido, por lo tanto, integradas en la mayoría de las definiciones de fragilidad, y muchos consideran la discapacidad como un resultado más que un componente de esta.

La mayoría de las definiciones de fragilidad no incorporan la valoración cognitiva, lo que está actualmente en debate (Sternberg et al., 2011). El año 2011, una revisión sistemática de 22 artículos que evaluaron la definición de fragilidad encontró que los métodos de screening más comúnmente usados fueron la actividad física, velocidad de marcha y cognición. Así, la fragilidad física se relaciona con un riesgo aumentado de deterioro cognitivo leve y un aumento en la velocidad de declinación cognitiva con la edad (Boyle, Buchman, Wilson et al., 2010). Por su parte, la presencia de deterioro cognitivo aumenta la probabilidad de resultados de salud adversos en pacientes geriátricos que cumplen con la definición de fragilidad física.

Un estudio chileno realizado el año 2007 –en el cual se buscaron indicadores antropométricos y funcionales que mejor se correlacionen con la funcionalidad– tuvo como principal hallazgo la estrecha relación de la dinamometría con la funcionalidad y con la habilidad para efectuar actividades de movilidad. En los modelos de regresión múltiple que incluyeron edad y las variables antropométricas estudiadas, solo la dinamometría mantuvo una asociación significativa con la funcionalidad en ambos sexos, agregándose la edad como factor de riesgo en las mujeres. Aunque se observó una buena correlación de la fuerza de agarre con la masa magra, la asociación de la fuerza de agarre con funcionalidad fue mayor que la explicada solo por la diferencia en la masa muscular (Arroyo, Lera, Sánchez, Bunout, Santos y Albala, 2007).

La mayoría de los estudios relacionados con fragilidad han utilizado la definición del Cardiovascular Health Study (CHS), empleada ampliamente en protocolos de investigación y validada en más de 5.000 hombres y mujeres mayores de 65 años, y que define el fenotipo de fragilidad cuando se cumplen tres o más de los cinco criterios mencionados a continuación (Fried et al., 2001): pérdida de peso (> 5% de pérdida de peso en el último año); fatiga (respuesta positiva a preguntas relacionadas con el esfuerzo necesario para realizar una actividad); debilidad muscular (disminución de la fuerza de prehensión); disminución de la velocidad de marcha (> 6-7 segundos para caminar 15 pasos); y disminución de la actividad física (kilocalorías consumidas por semana).También se define prefragilidad cuando se cumplen uno o dos de estos criterios.

En un estudio longitudinal con un seguimiento a seis años realizado a 754 personas mayores de 70 años, inicialmente no discapacitadas y que vivían en la comunidad, tres de los criterios anteriormente mencionados (pérdida de peso, disminución de la velocidad de marcha y baja actividad física) junto con deterioro cognitivo fueron independientemente asociados con discapacidad, estadía a largo plazo en residencias y muerte (Rothman, Leo-Summers y Gill, 2008). En personas que se someten a cirugías, estos criterios también han demostrado predecir de forma independiente complicaciones posoperatorias, duración de estadía hospitalaria y egresos a unidades de cuidado ambulatorio (Makary, Segev, Pronovost et al., 2010).

Sin embargo, algunos de los criterios utilizados en la definición del CHS no son fáciles de aplicar en la práctica clínica, fuera del ámbito de investigación, por lo que se han diseñado otras herramientas de más fácil uso para evaluar fragilidad. Una de ellas es el índice de estudio de fracturas osteoporóticas, que define fragilidad como la presencia de al menos dos de los siguientes tres componentes: pérdida de peso de un 5% en el último año; incapacidad de levantarse de una silla cinco veces sin usar los brazos; y por último una respuesta “NO” a la pregunta ¿Se siente usted lleno de energía? (Enrusd, Ewing, Taylor et al., 2008).

Otra herramienta diseñada para evaluar fragilidad es el índice de Rock-wood de Canadá (Rockwood, Andrew y Mitnitski, 2007), que utiliza 70 variables que abarcan desde condiciones médicas a declinación funcional. A mayor puntuación, más frágil es el individuo. Este índice está especialmente bien diseñado para evaluar el riesgo de mortalidad utilizando información proveniente de registros médicos electrónicos. La utilidad de esta herramienta para estudios biológicos o desarrollo de intervenciones no ha sido evaluado.

Aunque actualmente no existe claridad sobre cuál de las herramientas mencionadas previamente es la mejor, numerosos estudios han utilizado mediciones de fragilidad no solo para evaluar el riesgo de mortalidad y otros resultados adversos, sino también para determinar la influencia que esta podría tener en intervenciones o enfermedades específicas. Por ejemplo, un estudio demostró que las personas frágiles tendrían una menor capacidad de respuesta inmune frente a la vacunación contra influenza (Yao, Hamilton, Weng et al., 2011) y mayor tasa de resultados adversos relacionados con transplante renal (Garonzik-Wang, Govindan, Grinnan et al., 2012), o que se benefician de distintas metas terapéuticas en el control de patologías crónicas.

Epidemiología

Una revisión sistemática encontró que los estudios reportan una amplia variación en prevalencias de fragilidad en la comunidad dependiendo de la definición utilizada (Collard, Boter, Schoevers y Oude Voshaar, 2012). Cuando la fragilidad es definida exclusivamente con base en hallazgos físicos, la prevalencia estimada proveniente de quince estudios con 44.894 participantes fue de un 9.9%; cuando se incluyen variables psicosociales esta aumenta a un 13,6% basado en ocho estudios con 24.072 participantes. La prevalencia de fragilidad aumenta entre individuos con discapacidades intelectuales, estimándose que una población con estas características entre 50 a 64 años presenta la misma prevalencia de fragilidad que la población general sobre 65 años (Evenhuis, Hermans, Hilgenkamp et al., 2012).Por su parte, la depresión y el uso de antidepresivos se asocia a un aumento en la incidencia de fragilidad (Lakey, LaCroix, Gray et al., 2012).

Por otro lado, en un estudio prospectivo bien diseñado realizado a personas mayores de la comunidad se determinó que la principal condición asociada a mortalidad fue fragilidad (27,9%), seguido de falla de órganos (21,4%), cáncer (19,3%) y demencia (13,8%) (Gill, Gahbauer, Han et al., 2010).

En Chile, según el censo 2012, 14% de la población tiene más de 60 años (INE, 2012); según proyecciones del INE en 2015 las personas sobre los 75 años de edad pueden alcanzar el 4% de la población total (INE, 2007). Este aumento de edad implica un mayor riesgo de discapacidad. La población total con limitación funcional para realizar una o más actividades de la vida diaria alcanza los 2.119.316; para el rango de 45 a 59 años, la cifra es de 530.088; y desde los 60 y más años aumenta a 889.720 (41,98%). La dificultad de movimiento en el mismo rango etario alcanza el 53,86% (INE, 2012). Los adultos mayores (AM) pueden tener alguna discapacidad que puede asociarse con la dependencia; y ambas se relacionan al fenómeno de fragilidad. En el estudio de dependencia en AM chilenos (EDPM, 2009) se encontró que la prevalencia aumenta con la edad llegando a 52,9% en los mayores de 80-84 años. Este valor difiere según el sexo: 45,0% para los hombres y 57,0% para las mujeres. Considerando que sobre los 80 años existen más mujeres es razonable esperar niveles de dependencia asociada a discapacidad y niveles de fragilidad.

Fisiopatología

Numerosos avances se han llevado a cabo en la identificación de factores biológicos y psicológicos que subyacen al síndrome de fragilidad. Así, la desregulación de múltiples sistemas fisiológicos, especialmente los relacionados con la respuesta al estrés, son una característica fundamental. Por su parte, la sarcopenia, definida como la pérdida de masa y fuerza muscular relacionada con la edad, es un componente fisiopatológico clave de la fragilidad, donde diversas alteraciones en el sistema endocrino e inmune acelerarían este proceso, entre las que se mencionan a continuación:

• Disminución de hormonas esteroidales que ocurre con la edad (Poehlman, Toth, Fishman et al., 1995; Travison, Nguyen, Naganathan et al., 2011).

• Bajos niveles de testosterona se asocian con disminución de la fuerza y actividad física.

• Bajos niveles de factor de crecimiento insulínico tipo 1 (IGF-1), una molécula que estimula la producción de hormona del crecimiento, se ha asociado con disminución de fuerza y movilidad disminuida en una cohorte de mujeres pertenecientes a la comunidad (Cappola, Xue, Ferrucci et al., 2003).

• El andrógeno dehidroepiandrosterona sulfato (DHEA-S), producido en la glándula suprarrenal, se ha encontrado disminuido de forma significativa en individuos frágiles en comparación a quienes no lo son (Leng, Cappola, Andersen et al., 2004). Esta hormona tiene un rol directo en la mantención de la masa muscular e indirectamente previene la activación de la cascada inflamatoria que contribuye a la declinación muscular (Schmidt, Naumann, Weidler et al., 2006).

• Los niveles de cortisol son mayores durante la tarde en personas frágiles comparadas con las no frágiles (Varadhan, Walston, Cappola et al., 2008). Esto es en parte explicado por aumento de los niveles circulantes del péptido liberador de corticotrofina (CRP). Lo anterior impacta en el músculo esquelético y sistema inmune, y, por lo tanto, contribuye a la fragilidad.

• Bajos niveles de vitamina D están fuertemente asociados con la fragilidad (Puts, Visser, Twisk et al., 2005). Su suplementación ha demostrado preservar la fuerza muscular y jugaría un rol en su prevención y tratamiento (Montero-Odasso y Duque, 2005).

• Niveles aumentados de citoquinas proinflamatorias (IL-6), proteína C reactiva (PCR), además de leucocitos y monocitos se han encontrado en individuos frágiles de la comunidad (Leng et al., 2004). IL-6 actuaría como un factor de transcripción que impacta de forma adversa el músculo esquelético, el apetito, la respuesta inmune adaptativa y la cognición (Schmidt et al., 2006). Además su elevación crónica contribuye al desarrollo de anemia (Ershler y Keller, 2000; Ershler, 2003).

• La activación del sistema inmune innato podría contribuir a gatillar la cascada de la coagulación. Una asociación entre fragilidad y factores procoagulantes (Factor VIII, fibrinógeno y Dimero D) ha sido demostrada (Walston, McBurnie, Newman et al., 2002).

• Otros factores relacionados con fragilidad y sarcopenia serían una desregulación del sistema nervioso autónomo, cambios en el sistema renina angiotensina y disfunción mitocrondrial (Varadhan, Chaves, Lipsitz et al., 2009; Burks, Andres-Mateos, Marx et al., 2011).


Intervenciones

Existe evidencia limitada de intervenciones específicamente diseñadas para mejorar resultados en pacientes con fragilidad. Es posible que otras intervenciones desarrolladas para personas mayores puedan ser aplicadas razonablemente a pacientes con fragilidad.

El ejercicio físico es la intervención más efectiva para mejorar la calidad de vida y funcionalidad de las personas mayores. Sus beneficios demostrados incluyen aumento de la movilidad, mejor rendimiento en actividades básicas de la vida diaria, fortalecimiento de la marcha, disminución de caídas, aumento de la densidad mineral ósea y masa muscular, y mejoría del bienestar general (Dailey y Spinks, 2000; Province, Hadley, Hornbrook et al., 1995). Diversos estudios sugieren que incluso pacientes frágiles de edad avanzada se beneficiarían con actividad física de cualquier intensidad que sea bien tolerada.

En relación con el tratamiento hormonal, se ha demostrado que la suplementación de testosterona combinado con ejercicio aumenta la masa y fuerza muscular en hombres eugonádicos e hipogonádicos, sin embargo puede producir alteraciones en el perfil lipídico y efectos impredecibles en la glándula prostática (Lamberts, Van den Beld y Van der Lely, 1997; Tenover, 1998). Por otro lado, la suplementación de hormona del crecimiento (GH) y DHEA-S no ha demostrado eficacia en este contexto (Lamberts, 2000; Morley, Kim y Haren, 2005).

Por su parte, la suplementación de vitamina D ha demostrado ser efectiva en la prevención de caídas y mejorar el balance. Además jugaría un rol en la mantención del tejido muscular y nervioso con el transcurso de los años, pero aún son necesarios más estudios.

Geriatría y modelos de sistemas de cuidados

La geriatría es la rama de la medicina especializada en el manejo médico de personas mayores; especialmente ha demostrado su eficacia en el manejo de personas frágiles.

El cuidado de personas mayores frágiles es un desafío clínico de la era actual. Atender a este grupo heterogéneo en cuanto a funcionalidad, carga de patologías crónicas, distintas necesidades sociales y riesgo de discapacidad aumentado entre otras, requiere un abordaje diferente y los sistemas de salud deben adaptarse a esta nueva realidad.

La población de personas mayores frágiles resulta ser la más beneficiada de intervenciones individualizadas y dirigidas a las necesidades identificadas luego de una evaluación geriátrica integral (Ko, 2011)

Un modelo conceptual de cuidado de las personas mayores ha sido esbozado por un grupo de gerontología, que propone una serie de cambios prácticos en comparación con el modelo de cuidados de salud tradicional (Ganz, Fung, Sinsky et al., 2008), entre las que se incluyen:

• Comanejo en el equipo de salud, involucrando a médicos especialistas, enfermeras, y personal de apoyo.

• Profesionales de apoyo (enfermeras, trabajadores sociales) con entrenamiento en gerontología, disponibles como consultantes.

• Acomodación de instalaciones: altímetros ajustables, espacios adecuados para maniobrar silla de ruedas, uso de micrófonos o auriculares para personas con déficit auditivo, andadores ajustables.

• Educación en comunicación con personas frágiles.

• Reuniones de equipo geriátrico para discutir pacientes complejos.

• Integración de registros electrónicos.

• Posible agendamiento en bloque con los profesionales del equipo, en intervalos definidos, para un mejor manejo del flujo de pacientes.

• Familiarización con recursos sociales en relación con vivienda, promoción de la salud y apoyo al cuidador.

• Unidades geriátricas de pacientes agudos bien definidas.

Por lo anterior resulta fundamental que una persona mayor enferma, sobre todo hospitalizada, tenga un geriatra como tratante y un equipo de profesionales capacitados para atenderlos. Los objetivos globales son: mejorar funciones físicas y psicológicas; optimizar la prescripción y uso de fármacos; disminuir la institucionalización, hospitalización y tasas de mortalidad; y mejorar la satisfacción del paciente y su familia. Incluye un equipo interdisciplinario que coordina la evaluación de una persona mayor y desarrolla un plan integral de cuidados agudos y/o ambulatorios (Urdangarin, 2000). El equipo generalmente consta de un geriatra, enfermera, trabajador social, quimicofarmacéutico, terapeuta ocupacional, nutricionista y kinesiólogo, entre otros.

A nivel ambulatorio, el paciente frágil se beneficiaría de un programa inclusivo de cuidados, llevado a cabo por un equipo interdisciplinario, que tenga como objetivos mejorar la funcionalidad, superar barreras ambientales y mantener a la persona mayor frágil en la comunidad, previniendo su institucionalización, lo que se traduciría en menores costos en salud comparado con el modelo tradicional de cuidados.

A nivel hospitalario también es necesario intervenir, por cuanto este puede ser una fuente de morbilidad para la persona mayor frágil. Cambios ambientales, polifarmacia e inmovilidad, demencia, combinados con una enfermedad aguda, pueden llevar a resultados devastadores en pacientes vulnerables. Generalmente, el nivel de declinación funcional que ocurre con la hospitalización persiste después del alta transformándose en uno de los lugares donde más se produce dependencia de los pacientes mayores (Palmer, Counsell y Landefeld, 1998; Sager, Franke, Inouye et al., 1996), además la estadía hospitalaria aumenta los riesgos de institucionalización y disminuye la calidad de vida. Por lo anterior, se ha diseñado un modelo de cuidados agudos de geriatría para personas mayores para prevenir o mejorar la declinación funcional si esta ocurre. En un estudio controlado randomizado de 1.531 adultos pertenecientes a la comunidad mayores de 70 años, este modelo demostró disminuir la probabilidad de declinación en actividades de la vida diaria o ingreso a hogares de ancianos tanto al momento del alta como a 12 meses, sin un aumento en la estadía ni costos hospitalarios (Counsell, Holder, Liebenauer et al., 2000).

Finalmente, es importante recalcar la individualización de cuidados a las necesidades de cada paciente vulnerable. Así, para pacientes mayores robustos se debieran tratar activamente tanto enfermedades crónicas como episodios agudos, asegurar un plan de tamizaje adecuado según edad, y focalizar en la prevención de cuidados. Por otro lado, en pacientes con fragilidad moderada a severa, generalmente “menos es más”. Screening agresivo o intervenciones para condiciones que no amenacen la vida pueden resultar en frecuentes complicaciones. Además, procedimientos u hospitalizaciones pueden ser un peso innecesario y disminuir la calidad de vida en un paciente con alta carga de morbimortalidad (Goldberg y Chavin, 1997; Walter y Covinsky, 2001), donde la atención debe centrarse en optimizar la calidad de vida y prevenir el deterioro o complicaciones asociadas.

Nuevo énfasis en la salud pública actual: enfrentar la fragilidad

Una vez conocida la importancia del síndrome de fragilidad en el grupo de personas mayores y sus implicancias, es necesario realizar la siguiente pregunta, que trataremos de responder a continuación: ¿Por qué la fragilidad no está entre las principales prioridades de la agenda pública de salud?

Una de las razones principales es que la fragilidad no es aún un diagnóstico clínico común, o al menos no es frecuentemente registrado en las fichas clínicas. Concordante con esto, la fragilidad no está registrada como uno de los diagnósticos principales de egreso hospitalario o en registros estadísticos, por lo que resulta “invisible” en la práctica a los ojos de la salud pública. Sin embargo, la fragilidad usualmente es la resultante de varias enfermedades que actúan conjuntamente (por ejemplo, insuficiencia cardíaca o respiratoria, cáncer, depresión, diabetes, etc.), y con frecuencia conducen a discapacidad, mortalidad y carga de enfermedad asignada a estos problemas de salud.

Existe consenso en el concepto de fragilidad, sin embargo, el hecho de que su definición conceptual descanse parcialmente más en sus consecuencias que en sus características ontológicas, y sumado a que existen variadas maneras para evidenciar disminución de las funciones fisiológicas, ha obstaculizado un acuerdo para una definición operacional única o herramienta diagnóstica. Todo lo anterior ha contribuido a la falta de adopción de la fragilidad como un diagnóstico clínico frecuente (Cerreta, Eichler y Rasi, 2012; Rodríguez-Mañas, Féart, Mann et al., 2013).

Ya se comentaron previamente las distintas aproximaciones para evaluar el proceso de fragilidad, sin embargo, ninguna de ellas es óptima. La primera aproximación desarrollada con base en el Estudio de Salud Cardiovascular (CHS) utiliza criterios de fragilidad que son los más ampliamente empleados en la literatura. Pero estos tienen dificultad técnica en su aplicación clínica, por cuanto requieren de un dinamómetro y un test de velocidad de marcha, y porque en algunos escenarios (por ejemplo, unidades de emergencia o cuidados intensivos) la condición clínica del paciente no permite realizar esta evaluación. Además, estos criterios están basados en normas derivadas de muestras de pacientes seleccionados, que pueden variar con la etnia. Se ha considerado también que estos criterios debieran ser modificados para considerar el ánimo y la cognición entre sus variables, ambos factores reconocidos de riesgo de dependencia y muerte.

La segunda aproximación a mencionar, desarrollada por el Estudio Canadiense de Envejecimiento Saludable, define fragilidad como el efecto acumulativo de déficits individuales en varios sistemas fisiológicos, manifestado por el número total de síntomas, signos, valores alterados de laboratorio, estado de enfermedad y discapacidad que componen en llamado Índice de Fragilidad (Rockwood, Song, MacKnight et al., 2005). Este índice mide otros dominios clínicos además de fragilidad, como la llamada edad biológica, e incluye discapacidad y condiciones invalidantes. En efecto, el Índice de Fragilidad es un buen predictor de muerte, pero es probablemente menos certero para predecir discapacidad. Además, aunque versiones abreviadas de este valor han sido desarrolladas, resulta impracticable en la mayoría de los escenarios porque incluye un gran número de variables.

Existen pocas herramientas de screening de fragilidad, como la escala FRAIL (que solo incluye información autorreportada) (Morley, Malmstrom y Miller, 2012), pero una herramienta diagnóstica simple, validada y ampliamente conocida para utilizar en atención primaria y hospitalaria aún es necesaria. Esta herramienta debiera ser capaz de discriminar entre pacientes que tienen riesgo aumentado de efectos adversos (por ejemplo, dependencia o muerte) resultantes de intervenciones médicas comunes, como procedimientos diagnósticos invasivos, tratamientos oncológicos o quirúrgicos. Un asunto clave a elucidar en el futuro es si una medición única de rendimiento, como la fuerza de prehensión o la velocidad de marcha, pueden ser suficientes para la detección de fragilidad o su diagnóstico, aunque investigaciones más recientes revelan que el síndrome en su conjunto tiene propiedades más robustas que alguno de sus componentes (Bouillon, Sabia, Jokela et al., 2013).

Otra razón por la cual la fragilidad aún no está en la agenda de la Salud Pública es la escasez de ensayos clínicos bien conducidos que evalúen a corto y largo plazo las intervenciones relacionadas con fragilidad. Programas de ejercicio, suplementos nutricionales y la reducción de la polifarmacia parecen tener alguna eficacia en el tratamiento de la fragilidad, pero en la mayoría de los ensayos clínicos no se utiliza un modelo validado o establecido para evaluar fragilidad basal y en el seguimiento. Por lo anterior, es dudoso si los efectos de estas intervenciones se aplican a la mayoría de las personas frágiles en la comunidad. Además en muchos casos los resultados de estos estudios corresponden a mejoría en capacidad funcional o reducción de caídas, pero no se han realizado evaluaciones exhaustivas para cada intervención relacionada con todos los resultados relevantes (que incluyen hospitalización, dependencia, institucionalización y muerte). Dado que la fragilidad puede ser causada por distintos tipos de enfermedades es incierto si algunos tipos de intervenciones encajan con todos los tipos de fragilidad y sus componentes (por ejemplo, pérdida de peso, velocidad de marcha, etc.).

Por último, muchas organizaciones científicas están de acuerdo en que todas las personas sobre 70 años y todos los individuos con pérdida de peso significativa debido a enfermedades crónicas debieran ser evaluados para fragilidad (Morley, Vellas, Van Kan et al., 2013). Esta recomendación fue basada en la efectividad de los tratamientos para los distintos componentes del síndrome de fragilidad, y en la presunción de que los test de screening producen más beneficios que resultados adversos. Mientras esto prueba ser cierto, la salud pública comunitaria requiere evidencia sólida de estudios clínicos de que un cierto método de screening y una intervención terapéutica producen mejores resultados que la no intervención. Además, el costo de la intervención debería compararse con otras alternativas y el impacto presupuestario debiese ser razonable.

Todo lo mencionado previamente explica por qué la fragilidad no es actualmente un tema prioritario en salud pública. Pero, por otro lado, muestra una necesidad urgente de mejorar nuestro conocimiento de la historia natural de la fragilidad y particularmente, de las herramientas diagnósticas más apropiadas y la efectividad y eficiencia de su tratamiento y procedimientos de screening. Así, el síndrome de fragilidad debiese ser ranqueado alto en la agenda investigativa. De hecho, en la Unión Europea la fragilidad ha emergido como una verdadera prioridad dentro de las políticas de salud pública, lo que podría potenciarse en la medida de que aumente la investigación en esta área.

Referencias

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