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VI

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A principios de noviembre seguía haciendo un calor como en agosto. Los aldeanos, ya bien acabados sus trabajos de las viñas y el acarreo de estiércol a las tierras, vagaban en una desesperación de ocio, para cuyo alivio últimamente no contaban con las fiestas de embriaguez tan de su agrado. Se habían bebido el vino. Sólo unos cuantos contumaces, que disponían de crédito o dinero, continuaban escanciándolo y jugando al mus en la taberna.

Unos íbanse por leña, con sus burros. Otros de caza, para cansarse de andar estérilmente, porque estaba cogido por grandes cotos el término rural, y en las viñas y barbechos juntábanse más hombres que liebres y perdices.

La mayor parte, al anochecer, acudían con el señor Porras al cerrillo del Cementerio, y contemplaban el cielo augustiadamente. Siempre azul. El aire inmóvil. El sol poníase en doradas agonías de su propia luz, sin una nube, áridas y tristes. Calma de ruina, de retraso de las siembras, de paralización de todas las tareas, de hambre y frío para el invierno, a seguir el tiempo así.

Esteban, viviendo una vida gris en este desolado limbo, compartíala con su Jacinta y sus enfermos.

Algunas tardes que al terminar la visita se fumaba con los aldeanos un cigarro en el cerrillo de San Blas, notábales sombríos, preocupadísimos, y menos irreverentes de lenguaje. Mostrábanse propicios a incluir en el presupuesto una partida para la compra de campanas, y ganosos de reanudar las amistades con el cura —según le saludaban de amable al verle cruzar con su jaula de perdiz y su escopeta; pero éste, que era un alto y cartonoso viejo de setenta años, tan llena de manchas su ropa como su cara de adustez, al darse cuenta de la gran tribulación en que la sequía iba poniendo a sus ariscos feligreses, tornábase cada vez más desdeñoso.

Pena daba mirar alrededor; el pueblo, el arrabal, el Cementerio, los cauces de los arroyos, que no mostraban en el fondo más que piedras... Aquello parecía un lento fin del mundo en la tórrida quietud y el polvo de los campos. Todo retostado por la paja y el calor del largo estío, la charca estaba seca, sin que al revolcarse en las resquebrajaduras de su fango pudiesen encontrar los cerdos ni vestigios de humedad. Las tierras, allá lejos cercadas por el contraste de los verdes encinares, tendíanse en una desolación de amarilla grama y de terrones, alternados con los secos sarmientos de las viñas.

—¡Agua, conchi, en menos de tres días! —gritaba uno de improviso.

—¿Por qué, Zurriago?

—¿Por qué?

—¿Por qué?

—¡Porque acaban de repuntearme los rumas de esta pata!

—¡Y a mí anoche en el ijar! ¡Reconchi!

—¡Y a mí los callos!

Pasaban los tres días, y seguía el viento tan en calma y el cielo con su misma serenidad desesperante.

—¡Agua, agua, coile, en esta semana mesma! ¡Y ahora sí que sí!

—¿Por qué, tío Cruz?

—Pues porque... ¿no oís? Ese es mi burro: siempre que rosna a estas horas, llueve.

Quedábanse escuchando el poderosísimo rebuzno que partía de unos corrales; quedábanse esperando en balde la prometida lluvia por lo demás de la semana, y así, desacreditados poco a poco los augurios, en la tertulia saltó una tarde el propósito de recurrir a la divina intercesión.

Fue el secretario quien deslizó, relamiéndose con su cara de conejo:

—Mecachi en Ronda... ¡si hiciésemos sacar a San Juan en rogativa!

Todos se miraron. La misma ansia, a la verdad, germinaba desde tiempo hacía en muchos corazones. Sin embargo, políticamente, el caso vendría a significar un triunfo para el cura y una feroz claudicación para estos conservadores descreídos.

No podía resolverlo sino el señor Vicente y oyéronle mofarse.

—¡Sí, que será lo mesmo que si a mí me arrascáis las pantorrillas!

Ante la risotada que estalló, quiso el secretario volver por sus famas y fueros de sacrílego. Burlóse de sí propio y de San Juan. El quería decir... «que pedirle el agua dándole detrás con una porra».

Dos semanas después, ya a 20 de noviembre, y con una calma y un horrible calor que más bien aumentaban, otro volvió a lanzar la idea del santo, por último recurso:

—Después de tó... que llueve, ¡bien!; que no llueve... ¿qué perdemos?

El señor Vicente consentía, alzándose de hombros:

—Bueno... por mí... ¡dir si queréis! ¡Arsa y decíselo al cura!,

Partieron cuatro, en comisión. Volvieron con un holgorio de risas y chacotas lastimeras, en que habría sido difícil distinguir qué correspondía a lo descortés de la respuesta o a la fe contrariada de ellos mismos.

—¡Coile! ¡bah!... ¡Mecachi en Reus!... ¡Don Roque dice que nos acordamos d'él porque hace farta, y que nos vayamos al ajo, y que ni que tampoco él ni que estuviá tonto pa sacá a San Juan sin una nube!

La indignación fue indescriptible. Durante un rato se habló alzarse al obispo en queja colectiva, por escrito, para echar de Palomas a un cura que de nada les servía.

Llevó a la otra tarde el secretario la queja redactada y un tintero de cuerno, para que empezasen a firmar. Pero a la otra nueva tarde, soplaba el viento y se puso el sol con grandes nubes; a la siguiente, éstas se aumentaron; y cuando olvidados de la queja la rompían, llegó a escape el monaguillo:

—Señó Vicente: de parte de don Roque, que si quién ostés pué salí San Juan mañana.

¡Hombre! ¡Lástima de gracia!... ¡A la vista de un tiempo que ya estaba chorreandito!

—Oye, Tomín —mandó el señor Vicente—: vaite y dí al cura de mi parte, que se meta a San Juan...

—¡Ejem! ¡Ejem!... —tosió fuerte el secretario, cortando, tratando de evitar que sonase el final de la blasfemia. Íntimamente, no le abandonaba la creencia de que iría a llover por haberse acordado de San Juan. Él, y acaso todos, aunque el año entero importábales un pito de los santos, le habían venido rezando en estas noches.

—¡Y atiende, mira, Tomín! —le gritó el señor Vicente al muchacho, que ya corría hacia el pueblo—. ¡Dile también que habíamos pensao comprale las campanas, y que si las quié ahora, que cuelgue de la torre el almirez!

Llovió, efectivamente, al otro día.

Tranquilo el viento, las nubes seguían uniformemente densas, con una calma de fanal. A las ocho de la mañana chispeaba. Arreció enseguida una pedrea mansa de gotas que sembró de lunares negros el polvo de las calles.

—¡Agua, Santa Bárbara bendita! —gritaban las mujeres, asomándose a las puertas.

Que llueva, que llueva,

la virgen de la Cueva,

el pajarillo canta,

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