Читать книгу El médico rural (texto completo, con índice activo) - Felipe Trigo - Страница 11

VII

Оглавление

Índice

Mas no quiso el destino que ni tal menguada dicha les durase.

Días aciagos volvieron para Esteban, colmados de crueldad. Estalló una epidemia de fiebres malignas, biliosas cuya térmica alcanzaba grande altura, y de las cuales tenía seis atacados, y sus dos crónicos enfermos, además, el muchacho escrofuloso que padecía un glaucoma en el ojo izquierdo y la anciana que sufría del corazón, agraváronse notablemente.

El muchacho, de la noche a la mañana, se vio aquejado de agudísimos dolores que nada podía calmar, y pasábase las horas en un grito. Al principio, cuando llegó Esteban a Palomas, este enfermo tenía el ojo hinchado, duro y casi blanco; pero veía con él los bultos, como detrás de una niebla, y aun el chico iba a la escuela y jugaba por las calles; luego había ido abultándosele, poniéndosele sensible y adquiriendo un color de ámbar y una tensión alarmantísima. Sin embargo, su martirio databa de unos días: tanto se le inflamó, que no podía cerrar los párpados, y al lado de la niña, borrada en la confusión de aquella masa lamentable, iniciábase una ampolla de pus, un absceso que dejó al médico aterrado.

No era especialista. Hacía falta operar, tal vez, o cuando menos medicinar con un acierto y con un completo conocimiento de que sus libros de estudio general no bastaban a ilustrarle. Los leía desesperadamente, buscándole una salvación al ojo del chiquillo y a la vida de la anciana, que asimismo tenía en zozobra a su familia, y pasábase los días enteros estudiando sin descansar un minuto —a no ser cuando con apremiantísimas llamadas hacíanle ir a ver a estos enfermos.

La anciana, la tía Justa la Espartera, aún se hallaba en situación más deplorable; Esteban temía que... se muriese... ¡que se muriese!... Y que se muriese... ¡sin que él ni supiera quizá lo que tenía!

Volvíase hidrópica, habíasele iniciado desde la última semana un ataque cerebral, con gran torpeza en ambas piernas, y venía acusando fiebre por las tardes. Guardó cama, y quedaba su pobre casa, destartalada y fría, en muy triste desamparo. Tres nietecitas suyas, de seis años la mayor, sin madre, y cuyo padre tenía que irse a las faenas de los campos, halláronse atenidas a la ajena caridad. No cesaban las vecinas de ir a prodigarlas sus cuidados, estableciendo turnos de guardia, en lo posible; pero se cansaban, al prolongarse aquella situación, y frecuentemente el médico encontraba a la enferma sola, sin sentido, en el camastro, y a las infelices criaturitas en un rincón llorando y tiritando acurrucadas.

—¡Ah, por Dios! ¿No tenéis lumbre?

Las mujeres que acudían explicaban que no querían dejársela encendida porque no se fuesen a quemar.

Esteban acercábase a tía Justa, la reconocía una y otra vez con gran detenimiento y sentábase después, mirándola y perdiéndose en hondas reflexiones. ¿De qué índole pudiera ser el ataque que ya teníala sin movimiento medio cuerpo, la boca desviada y los párpados inertes?... Se iban perdiendo los reflejos y el coma aumentaba sin cesar la paralización de la garganta. Meditaba, sí, meditaba el médico, allí sentado y contemplando a la infeliz como a una esfinge impenetrable.

Era que en algún libro acababa de estudiar cualquier dolencia entre cuyas complicaciones figuraban los ataques y espontáneamente venía estas veces por comprobar si conviniera con el cuadro presentado por la enferma. El diagnóstico se le negaba, se le escapaba, se le había escapado siempre, también, lo mismo que el del ojo del muchacho, danzando entre una complejidad de síntomas que parecían corresponder no a uno, sino a varios procesos morbosos en tremenda confusión.

Él había encontrado a esta mujer padeciendo desde mucho tiempo atrás, reumática y palúdica, y cuando la reconoció por vez primera creyó hallarla afectados el hígado, el corazón y acaso los riñones. Pero en la cadena de afectos, ¿cuál había sido y seguía siendo el principal, el primitivo, el que exigiera fundamentalmente la atención y del cual los otros dependiesen?... No había logrado saberlo, y menos fácil, aunque más urgente, aparecíasele empeño tal ahora que no iba quedando nada sano en el débil organismo que rendíase a la muerte poco a poco.

Las vecinas le veían absorto, sin osar interrumpirle; él levantábase de tiempo en tiempo a contar el pulso, a retirar el termómetro, a percutir de nuevo el bazo, el corazón... y partía con desaliento, con ira y vergüenza de sí mismo, con un exasperado afán de continuar estudiando en otros libros nuevas cosas.

Repetíanse las visitas al niño y a la anciana varias veces cada día, y durante muchos siguieron repitiéndose sin que el joven consiguiese disipar sus confusiones. ¿Qué había de verdad de realidad, para él desconocida, en el fondo del ojo de aquel chico y en el cuerpo todo de esta enferma? Llegaba a casa y reanudaba su lucha con los libros; llamábanle a comer y no comía —amargo el paladar y él ansioso únicamente de volver a encerrarse en el despacho. Daban las doce, la una, las tres de la madrugada, y en vano su mujer le invitaba desde el lecho a descansar.

Jacinta no dormía tampoco. Transíala la inquietud, la tétrica y como insensata excitación de su marido. Si allá al amanecer lograba al fin que se acostase, sentíale dar vueltas junto a ella y encender la luz, a lo mejor, para tornar a la áspera obsesión de los estudios. En ocasiones, llamándola a la alcoba durante el día, o despertándola de noche, hacíala desnudarse o la desarropaba y descubría para ir adquiriendo en ella misma prácticas de percusión y auscultación. Poníale al aire la zona del corazón, del hígado, y allí, inclinado sobre el blanco y palpitante cuerpo de amorosa, trataba de perfeccionar su conocimiento normal de aquellas vísceras, por ver si al día siguiente podía con más destreza utilizarlo en el diagnóstico de la vieja infeliz cuyos edemas estorbábanle el examen.

—¡Mora, Jacinta, no sé nada! ¡Nada! —acababa por confesarla, en una explosión de llanto—. ¡Se muere esa mujer, y no puedo ni saber de qué se muere!

Llorando ella a su vez, al verle en tan profundo desconsuelo, trataba de calmarle:

—Pero, hombre, ¡de reúma al corazón! ¿No me lo has dicho?... ¡Además, de tantos años como tiene, que de algo la gente ha de morir!

—¡No, Jacinta, no! ¡Un médico, un médico que lo fuese de verdad, quizá la salvaría... y yo la estoy matando!

—¡Por Dios, Esteban, por Dios!

Estrechaban el abrazo y seguían llorando largamente.

Así solían quedarse dormidos, o a mejor decir, amodorrados. Esteban, sobre todo, en unas horas demasiado breves para la acerbidad de su sufrir; por impío contraste, soñaba con plácidos recuerdos de otras épocas... —y al despertar, las moscas y mosquitos, que no faltaban ni en invierno, y el mezquino cuarto de baja bóveda, parecido a un panteón y lleno por los tufos de la vela y del tanto fumar en los insomnios, volvíale a la impresión de sus angustias.

Se levantaba y se iba a la visita.

Una mañana, cuando al curar al niño del glaucoma alegrábase de ir oyéndole a su madre que se le habían calmado los dolores; cuando él atribuía el milagro a la instilación de cocaína dispuesta en la tarde anterior..., en cuanto separó los apósitos sufrió un espanto que le hizo empalidecer como ante un crimen. El ojo habíase vaciado; llenas las vendas de pus, no quedaba entre los párpados hundidos más que una úlcera afrentosa. Temblaba. Aunque tanto temió que aquel absceso se rompiese, acarreando la pérdida del ojo, el hecho en sí, ya consumado, el hecho, con su bruta realidad, venía a presentarle al pobre médico la cruda acusación de su ineptitud para evitarlo. Sorprendidos los parientes del chiquillo, pero aún más sorprendido Esteban de verlos al poco conformarse, casi celebrar que el incidente pusiera término al penar de la criatura, «ya que el ojo de nada le servía»... no por esto, que habríale sido bien estúpida disculpa, partió de allí con menos desaliento.

Para su baldón, quedaría en Palomas el niño aquél, el tuerto aquél, cada vez que se lo tropezara por las calles, igual que el Coguta, a quien habíale dejado torcidas las narices... Y ¡ah!, ¡cómo lo grotesco de tal consideración hízole sonreír con un sarcasmo que se le hundía por las entrañas! ¡Tragedia cómica, la suya..., en un ridículo macabro, que quizá ni a su propia bonísima Jacinta podría inspirarla una piedad sin menosprecios!...

Marchaba como un borracho. Hacía un espléndido sol, y lo veía turbio, cual si la luz fuese filtrada en los espacios por lúgubres crespones.

Entró a visitar a dos palúdicos de aquellos que incluso sabían mejor que él administrarse la quinina, y al salir vio que venía buscándole Román el tuerto barberillo, todo en prisas, según por todas partes danzaba siempre, con el lío de las navajas en la mano.

—Don Esteban, váyase de contao a casa de Juan, que está dede va pa cinco días mu malo con la fiebre.

—¿Qué Juan? ¿Con qué fiebre?

—El albañil. El de la Cuesta de los Cojos. Con la fiebre que anda. Yo pasaba, ¿sabe usté?... Me dio por mirá por la ventana, al oí una juelga de borrachos, y alargáronme un vaso de seguía...; entré y le vi en la cama, y los borrachos alreó...; pero Odulia, su mujé, que lloraba en er pasillo, me hizo señas y ma pedío que vaya usté en secreto, pues no quiere el bestia del marío; ¡y condiós, que me espera pa afeitalo el tío Retumba!

Partió Román, y Esteban tomó hacia la Cuesta de los Cojos.

La mujer, que esperábale en la puerta, le enteró de que su hombre había pasado la noche horriblemente, con un calor que se abrasaba, cantando, delirando, pegándola hasta que accedió a llevarle morcilla y vino, y poniéndose después a dar por todo el cuarto vueltas de carnero. Le pasó al cuarto. Acompañaban ahora a Juan tres amigos de taberna, y uno de ellos, el ex caminero Pascasio, alegre viejecito de babosa boca y ojos oscilantes, hacía el juego, coreado por los demás, a las burlas insensatas del enfermo, las cuales no supo Esteban si atribuir a su embriaguez o a sus delirios. Borrachos todos, como cubas. Tenían dos jarras de vino, y empeñábanse en que el médico bebiera. Creían el mostagán la única medicina digna de tal nombre.

Mientras Esteban le reconocía, a grandes gritos cantaba el Himno del Riego el albañil. La lengua veíasele negra y seca; los ojos hundidos y amarillos; marcó el termómetro 35 grados, a pesar de que ardían las manos y la frente del enfermo entre sudores pegajosos, y aparecía, en fin, de extrema gravedad la situación. El joven, después de recetar, se creyó en el caso de advertírselo a los compadres, recomendándoles silencio, y ellos contestáronle con afables risotadas:

—¡Echese un trago!

—¡Qué grave ni qué nada, naide, mientras vea usté que empina el codo, don Esteban!

—¡Así mos curamos nosotros, y denguno estamos muertos!

Quedáronse bailando y jaraneando en torno de la cama.

Esteban, nuevamente en la calle, llegó a temer que hubiese pronunciado su pronóstico con harta ligereza. Si la situación del albañil debiérase a la borrachera más que al mal, quería decirse que el mal habría cedido y que el enfermo pudiera hallarse bueno por la tarde. Entonces se mofarían del médico los tres compadres, cuyo instinto no habría hecho esta mañana más que festejar la mejoría.

El aspecto bufo, pues, de sus médicas funciones, tanto por la falta propia de un sólido criterio, cuanto por la estupidez de clientes tales como Juan el albañil, seguía envolviéndole en ridículo; y reíase, él, reíase también de él mismo, con tristezas infinitas, de ante mano despreciándose más que nadie le pudiese despreciar...

¡Nada como semejante sensación hubiera nunca concebido de espantoso!

Pero en casa de tía Justa, la mala suerte, la implacable suerte, pudo retonarle aún a la dramática intensidad de su tormento. La anciana agonizaba. Fijos los opacos ojos en el techo, hervía en su boca inerte el estertor de un lúgubre agujero. Alrededor de la cama veíase a su hijo, a las vecinas y al barbero Potes —quizá para la urgencia llamado porque ya del médico desconfiara todo el mundo. El tío Potes, con las gafas puestas y con su ademán heroico, pulsaba a la enferma, reloj en mano; y al ver a Esteban, le hizo sitio y le indicó:

—Hijito, hijito... ¡Esto se va!

Bajó la voz, y díjole en la oreja, como un secreto de lata ciencia que sólo debiesen escuchar los iniciados:

—¡Fumaba en pipa y ha dejado de fumar con unos vexicantes!

—¿Qué? —tuvo que inquirir el joven.

—Que, ¡nada, que fumaba... y mira, mira hijito!

Por su borrachera, que hacíase sentimental en las desgracias, el tío Potes tuteaba a Esteban. Aludía a la soplante respiración del coma que la enferma había tenido, y a las cantáridas puestas en los pies.

El médico, consternadísimo, sin saber qué hacerse, pero resuelto a pelear por sus últimos prestigios con una comedia de relumbrón y de aparato, aplicó el termómetro, investigó la reacción de las pupilas a la luz, por medio de una lupa, y púsose a auscultar, últimamente. El fonendoscopio, con sus níqueles y sus rojos auditivos, causaba siempre efecto extraordinario.

—Hijito, hijito... —volvió a decirle solemnísimo el tío Potes—, ¿te parece a ti... le parece a usted... que le establezcamos a la enferma unas almorranas artísticas..., y la Unción, si le parece también a la familia?

—¿Qué? —tuvo nuevamente Esteban que indagar ante aquel sibilítico lenguaje.

Y hubiérase reído, a no impedirlo sus angustias. El tío Potes quería decir unas hemorroides artificiales, valiéndose del acíbar, y además los Santos Oleos.

Aceptó la idea de éstos, púsole a la enferma una inyección hipodérmica de éter, y se apresuró a alejarse de la estancia fúnebre en que un ignorantísimo barbero, y él, todavía más ignorante, así, con una tan risible como criminal impunidad, jugaban entre los incautos aldeanos a la muerte y a la vida.

Acabó de cualquier modo la visita, y fue a encerrarse en su despacho. No estudiaba... ¿a qué?... Sabíase vencido y agotado. A ratos lloraba; y en otros, al sentir a su mujer, que no cesaba de entrar a consolarle, quedábase en los éxtasis de una fija calma de locura.

—¡Vete, Jacinta, vete! ¡Dejame estudiar!

Abría el libro; y ella, con desolación tremenda, se recogía con Nora en la sala para rezar juntas el rosario, pidiéndole a Dios el término de tanto sufrimiento.

El murmullo del rezo iba creciendo en su fervor, y Esteban, a través de las puertas, escuchábalo como una oración fúnebre por todos. La ruina, sí, de su familia. El llanto o la vocecita del niño alguna vez, saltando sobre el clamor de la plegaria, clavábasele en el pecho como una inculpación de la inocencia. ¿Qué iba a ser del pobre ángel? ¿Por qué, incapaz él de sostenerla, creó esta vida de belleza y de candor?

Le echarían del pueblo. Iríanse a vivir o a morir como mendigos. Por la casa se tendían tétricas sombras según iba, allá en la suya, muriéndose la anciana.

Lo que predominaba en la desolación de Esteban era su áspera sensación de criminal cobarde, de hipócrita asesino. Tan cobarde, que se alegraba, al menos, de ver cómo iba transcurriendo el día, el día eterno, el día cruel, sin que le llamasen más, siquiera, para ver a aquella mujer que agonizaba. Tan hipócrita, que cuando noches atrás propúsole al hijo de ella una consulta, y éste se excusó por su confianza en él y su falta de recursos, no supo decidirse a pagarla de su bolsillo tras la neta confesión de que hacía falta para no dejar morir a un ser humano como a un perro. ¡No, pospuso al egoísmo de su crédito la vida de la enferma!

Había sido un desastre la comida. Comieron lágrimas y amarguras de sus bocas Jacinta y él; y Nora, también llorando, retiraba íntegros los platos. Luego volvió Esteban a encerrarse. Siempre con el libro abierto, en disculpa de su insano afán de soledad, fumaba mucho y miraba volar las moscas, cuyo monótono zumbido adormecíale la conciencia. La faz desencajada de tía Justa no se le borraba de delante de los ojos.

Pero a las cinco vino a llamarle una muchacha. Se moría..., no la vieja, sino Juan el albañil.

¡Gran Dios! Partió temblando. A mitad del camino se encontró a Román el barberillo, y supo que el albañil «acababa de liarlas».

—¡Pero de!...

—Sí, de expirar. En un ajunco. Tieso como un palo. De mo y manera, que ya, don Esteban, ¿pa qué va usté?

Cierto. En el aturdimiento, en la especie de vibración de alambres rotos que sintió el joven por la espalda, vio la necesidad de proseguir. La niña que había ido a buscarle, corría desalentada. Él torció una esquina y automáticamente emprendió la visita de la tarde.

No pensaba. No sufría. Iba como sin corazón y sin cerebro, en un aniquilamiento de toda su sensibilidad por el dolor. Veía al muerto, al muerto aquél, «¡tieso como un palo!».

No pudo invadirle ni el más leve regocijo al encontrar ya casi buenos a otros dos pacientes de la misma enfermedad que había matado al albañil, ni apenas inquietud al ser llamado al paso para otras nuevas invasiones.

La epidemia, pues, seguía. Daba igual. Lo que no seguía, por más que fuese andando, era el... médico, muerto por el muerto.

Llegó a la calle de tía Justa, y se paró, viendo que también y a todo escape volvía a salirle al encuentro el barberillo.

—¿Qué? —le interrogó Esteban, con los ojos muy abiertos.

—Nada, que tía Justa acaba de liarlas. No vaya usté ya. ¿Pa qué?

Giró Esteban y se encaminó recto a su casa, como si le hubiesen dado otro eléctrico escobazo.

La noche fue horrorosa. No cenó. Se acostó y fingió dormir para que cesaran los mudos llantos de Jacinta. En la oscuridad veía los ataúdes de los dos muertos, con los pies rígidos, calzados con botas nuevas y asomando por las tablas.

Los entierros que al día siguiente por la tarde pusieron al pueblo en conmoción, acabaron de romper cuanto de vida y de conciencia quedaba en el pobre destrozado.

El del albañil pasó por delante de la casa.

Ya que no había campanas en la torre, doblaba el esquilón del Camposanto con lenta y agudísima tristeza.

Jacinta y Nora rezaban en la sala, y su rezo aumentó su angustiada unción cuando cruzó la calle el lúgubre cortejo. Esteban, confinado en el despacho, tornó a sentir la fría galvanización del criminal. Oyó alejarse el rumor sordo de las gentes, y en la misma pétrea rigidez siguió escuchando aquel murmullo de ansias sobrehumanas, por él inmerecidas, con que su mujer y Nora pedíanle a Dios la salvación de lo imposible.

Los dos muertos maldeciríanle desde sus tumbas: parecíale ver subir juntos por los aires sus espectros irritados.

Cerraba los ojos y contemplaba el abandono de las tres nietas de tía Justa. ¿Quién las cuidaría?... Un salto del corazón le impuso el mínimo deber de recogerlas, poniéndolas bajo su amparo.

Sino que enseguida vio que tendría que proteger igualmente a las dos niñitas de Juan el albañil; que tendría que ir asimismo acogiendo, por la propia moral obligación de absurdo, a quién supiese cuántos huérfanos... hechos por él; y a él, sumido en la impotencia de no servir ni para sostener la vida de su mujer y de su hijo, se le apareció como una burla de sarcasmo y de sandez aquel impulso de convertir en un refugio de piedad su casa miserable...

¡Oh! Miró los libros, los inútiles libros que yacían en el estante como otro sarcasmo bien feroz, y vio cerca de ellos la escopeta; le recorrió un espasmo: ¡su única resolución de dignidad, tal vez, sería matarse!

Si adivinase la justicia humana, la Guardia Civil debiera venir a buscarle en cuanto acabasen los entierros, exigiéndole cuentas de dos muertes.

Entró Jacinta, quiso besarle, y la rechazó, brusco de recónditas ternuras, con un penosísimo orgullo de malvado que sólo se hallase a gusto abandonado a su ignominia.

Volvió a entrar luego con el niño, y la vista de, éste se le hizo insoportable, cual la de un ángel que se hubiese de manchar en el horror de un asesino. Se levantó y cerró tras ellos el despacho, quedando dentro. Los rezos de Jacinta y Nora oyéronse otra vez más clamorosos.

Noche de luto, días de luto los que fueron sucediéndose.

Por la mañana supo Esteban que el tío Potes visitaba por su cuenta a dos nuevos enfermos.

Sufrió en el corazón la puñalada.

Se le despreciaba. Se prescindía de él.

Así empezaban a despedirle de Palomas.

Nubláronsele más los ojos y el alma, y le inundó una gran vergüenza, que le impidió decirle tal noticia a su mujer.

Ella aprenderíala por los extraños.

Desde entonces se encerró con Jacinta en un silencio arisco para cuanto referíase a los enfermos, para cuanto pudiera referirse a su congoja, y Jacinta acabó por respetárselo.

Apenas se hablaban ni se veían. Echado él de la casa por el dolor que a ella producíala su presencia; echado también del pueblo por la humillación de su derrota, que creía ver reflejarse en la desconfiada resignación de sus enfermos, tan pronto como terminaba la visita cogía la escopeta y se iba al campo, lejos, muy lejos de Palomas, a pretexto de cazar.

A la tercera tarde se cruzó en la plaza con un señor gordo, montado en un caballo. Román enteró a Esteban de que aquel señor era el médico de Orbaz, y de que había venido a visitar a tío Marín el Disparao, riquito que mangoneaba el partido liberal a medias con el cura; de paso había visto y habíase encargado de los demás enfermos del tío Potes.

—Bueno, don Esteban, tos esos, al fin, son del otro partío, y na tié particulá que llamen a ese médico, liberal también, y que ya osté sabe que nos estuvo visitando como anejo hasta hace poco. Lo malo, ¡coile! ¡Me caso en Ronda!... ¿Iba usté a ver a Rigodón?

—Sí.

—¡Pues no vaya! ¡Acaba de visitarle el médico de Orbaz!... No vaya a verle, ¿pa qué?

Un frío de nieve recorríale a Esteban las entrañas.

¿Pa qué?... Breve y monótona esta frase de la irritada buena fe del barberillo, iba inconscientemente estrechándole, desde días atrás, en la noción de su fracaso.

¿Pa qué?, en efecto, pa qué ver a nadie más?... Ni por cortesía, aun siendo Rigodón enfermo suyo, el médico de Orbaz había exigido previamente la consulta. Su afrenta, su derrota, su deshonor no podían ser más ostensibles.

Se fue a casa y se le hizo intolerable el estar al lado de Jacinta y de su hijo. La candidez del rubio ángel, que reía sin poder medir la magnitud de su infortunio, y la dulce conformidad en que la madre iba confiándose ante las calmas aparentes del inmenso infortunado, formábanle un agudo martirio más en el martirio.

Cogió la escopeta y salió.

—¿A dónde vas? —díjole Jacinta, acudiendo hasta la puerta con el niño.

—De caza, un rato.

—Pero..., ¿no nos das un beso?

Iría a ser la primera vez que Esteban partía de junto a ellos sin esta despedida. Besó a su mujer, besó a su hijo..., y no supo qué avideces de imposible bebió calladamente en las tibias y suaves frentes de los dos.

¿A dónde iba?

¡A andar, a andar..., como otras tardes! ¡A perderse más que nunca en el abismo de sus penas!

La tarde estaba fría, desapacible. Había llovido, y había charcos y barro en los caminos. El pálido sol, asomando entre las nubes, alargaba sobre ellos la sombra del siniestro caminante.

Marchaba por los callejones donde solía esperar aquel buhonero que no entraba en Palomas por juzgarlo insignificante..., y la idea de su afrenta en la pobrísima aldehuela hundíale a la sensación de una insignificancia infinitamente mayor que la del astroso viejecillo.

Le envidiaba desde el fondo de todas sus angustias.

Sentíase el ser más desgraciado del mundo. El más inútil. El más ridículo.

Mezcla monstruosa de inteligencia y de ignorancia, de bondad y de maldad, de audacia y cobardía, había arrastrado en el torbellino de insensatez la suerte de Jacinta, creando una familia de infelices que iba recta a la catástrofe.

Estudió una carrera durante quince años, y encontrábase con que no servía para ejercerla. Libros, libros, teorías de libros, y a cada grave enfermo un problema pavoroso que iría resolviéndole la muerte. No, sólo las enfermedades en los libros eran enigmas de confusión que había que adivinar, que había que decidir entre unas y otras de muchas de ellas por matices sutilísimos, sino que además la práctica resultaba siempre una confusión de aquellas confusiones, donde aun del más leve matiz dependía todo el diagnóstico. Pero esto, al fin, no sabía Esteban si atribuirlo a una índole fatal de los médicos estudiosos o a torpeza propia...; pues que también hasta los rudos campesinos por un matiz lograban desde lejos diferenciar el trigo y la cebada, por ejemplo, ante aquellas monótonas parcelas de verdor que para los ojos imperitos no venían a ser más que un sembrado.

¡Ah, si al menos el error del médico no hubiese de pagarlo un infeliz con la existencia!...

Recordó la frase de un profesor suyo al aprobar como por limosna a un pésimo estudiante: «¡Para un pueblo, bueno está!»Y en un pueblo, sin embargo, no menos que en París, podían presentarse difíciles y extraños traumatismos, rápidas dolencias de urgente decisión de vida o muerte. Contra un mal abogado, siquiera, siempre le quedaría a la gente, a los ricos, únicos que pleitean o a quienes les cuesta el dinero pleitear, el recurso de buscarse fuera otro mejor, con toda calma.

Habíale cabido, pues, la desdicha de una profesión de responsabilidades delicadísimas, enormes, y sin cuyo completo dominio no podía ser aceptada por nadie dignamente. ¿Qué hacer?... ¡Desgracia, gran desgracia! Si el pueblo no le echase, bastara su conciencia a echarle de este pueblo y a impedirle seguir más con tal carrera en otro alguno. La culpa no sabríase tampoco si era suya o de quienes indebidamente le otorgaron el título oficial, con nota brillantísima, por cierto. En todo caso, y so pena de confirmarse por propia voluntad en una perenne situación de horror y de delito, tendrían que ser suyos la enmienda y el remedio.

Mas... ¡ah, el remedio! El remedio le abrumaba, le aturdía. Médico, según un título oficial, no valía ni para ejercer en el último de todos los pueblos miserables; y no siendo sino médico, es decir, esto que la irreplicable realidad rotundamente le probaba que no era, menos aún aquí ni en parte alguna podría vivir de un nuevo oficio.

¿Cuál..., que no exigiese una aptitud? ¿Cuál..., que improvisado le hubiera de permitir su desempeño, siendo así que incluso con una preparación tan larga negábasele en el propio?

Su lanzamiento de Palomas le significaba el lanzamiento del mundo entero y de la vida. Cerró los ojos un instante, por no verse tan solo en los impávidos campos de impiedad. Suspenso en su cerebro el pensamiento, andaba, andaba Esteban...; cual si ya no hubiese de hacer nunca más que andar sin norte y sin descanso. Errante como él, volvió a acordarse del buhonero. Le envidió. El viejo miserable tenía un papel entre las gentes; tenía, humilde o no, una profesión. ¡Él no tenía ninguna!

Seguía marchando, débil de espíritu y materia, con el peso de la escopeta sobre el hombro y con el de la tétrica cerrazón del universo encima de la frente.

Había subido a un cerro. Se paró. Miraba hacia la aldea y no veía más que la oscura confusión de barro, de sucias casas parecidas a ciénagas de cerdos, y entre cuya torpe vileza ahogábanse, por la aún mayor vileza de él, por su aún más grandes torpeza y cobardía, aquella niña, aquella rubia Jacinta que lloraba y aquel ángel que inocentemente sonreía ignorando su destino. Miraba los horizontes y no sentía más que el lejano y formidable zumbido de la cruel humanidad, rodeándole con su fiesta de locura en su vasto cerco de infortunio: Sevilla, la Sevilla de las flores, le tuvo en su abandono con Jacinta; Madrid, el Madrid de las grandezas, pudo dejarle morir de hambre, cuando él lo recorrió pidiéndole a cambio de trabajo un poco de pan para su Antonia, ¡para aquella otra flor de amor tan desdichada!... Miraba al cielo, en fin, y el gran piadoso Dios de su niñez perdíasele entre las dudas y las nubes que por el alma y los espacios parecía arrastrar un mismo viento de desastre...

Cansado, fue a un cancho que asomaba entre la hierba, no lejos del camino, y se tendió.

El ansia de fumar, única que en su desolado organismo persistía, hízole fumar. Sonreíase. En el destrozo de su ser sólo le quedaba voluntad para este vicio. Se encogía de hombros, y fumaba, fumaba, transigiendo amargamente. El humo era arrebatado de su boca por el aire... ¡Oh, si él pudiese en la nada disolverse como el humo!

Pero su carne, su humanidad, harto pesadamente afirmábase a sí misma en una afirmación de afrenta y de dolor.

Poníase el sol. El no tenía acción para moverse. Descansaba, en un descanso que quisiera ser más absoluto, y no desconocía que turbaríalo volviéndose a su casa. Su casa, su mesa, su cama sobre todo, sitios que en desgracia tanta debieran serle de reposo, llenábanle de horror. Roto el corazón, muertos los labios, besaba con la muerte a su Jacinta. Inmensamente amarga su boca, mascaba la amargura. Loca su alma, no dormía... ¡no! No dormía jamás y acrecíanle en las largas noches su tortura las tinieblas... Fumó otra vez; otro cigarro. ¿Por qué no?... Fumaba devorando el gusto del cigarro y la hiel de su sonrisa.

Vio venir por la vereda una cuadrilla de gitanos. Cruzaron, y los siguió largo trecho con los ojos. Entre los burros y los pobres guiñapos de colores, habíale pasado por delante la alegría... Y continuó fumando, fumando, el terco fumador..., pensando en la fatalidad que le impedía cambiarse él por un gitano, cambiar a Jacinta en la gitanilla que con su crío llevaba junto al pecho la despreocupación de quien tiene de uno u otro modo segura la existencia.

La envidia que le nacía de las entrañas y que sentía desde tiempo atrás por cuantos veía con un oficio, con una definida situación cualquiera, volvíale ahora más profunda.

Divisó en una viña a un hombre que cavaba, y le envidió.

Llegáronse a él, pidiéndole limosna, un lañador de platos y su hijo y su mujer, que al propio tiempo eran mendigos, y los envidió cordialmente y lloró al darles la limosna.

¡Cordialmente, sí! ¡Con una ansiosa intensidad que le dolía en el corazón!... Porque ni esto a él podría salvarle; porque él pudiese ser mendigo; pero su hijo, su Jacinta, no lo podían ser, no lo querrían ser, no lo sabrían ser..., ni él les podría obligar a que lo fueran.

Cruzaba entre el encinar un guarda, y Esteban le contemplaba fijamente. Gallardo en su potro, limpio y bien ataviado, con su bandolera nueva y su sombrero y sus polainas. Tras de los gitanos, tras de los mendigos, al lado incluso de aquel pobre cavador, aparecíasele como una codiciable representación de la fortuna. Tendría ocho o diez reales seguros de sueldo y una rústica vivienda donde albergar a su familia. Sería el guarda de algún coto, de algún conde. Feroz, muy feroz, dejóle aniquilado el pensamiento de que aquel conde negaríale a él, endeble, inútil, un cargo igual..., aunque se lo pidiese de rodillas. Negaríanselo, y se reirían de él el conde y hasta los amos de otras viñas como éstas de Palomas, cuando el débil señorito desease un azadón...; cuando otra vez, si no, en Madrid, igual que aquella vez de su calvario inolvidable, fuese implorando pan a cuenta de trabajo fábrica por fábrica, comercio por comercio... «Bah, sí —le habían dicho—; escribir es lo que sabe todo el mundo que no sabe de otras cosas...»

Tiró el cigarro y al ademán del brazo se le vino encima la escopeta.

La consideró. Tuvo el temblor de vísceras que acoge a toda resolución desesperada. Su mano oprimía el hierro, y su sien descansaba en el cañón.

Meditaba que él podía quitarse una bota, trabarse a un dedo del pie y al gatillo del arma la goma del estuche, poner la barba sobre la boca del cañón..., y..., ¡dormir, dormir..., hartarse de dormir en un descanso para siempre!

Pero seguía inmóvil, allí, al lado de la pena..., puesto ya el sol, y templando el infeliz los fuegos de su fiebre con el frío del aire y de la lluvia que empezaba con la noche.

El médico rural (texto completo, con índice activo)

Подняться наверх