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V
ОглавлениеPor las mañanas, terminada la visita, solía el médico irse un rato a casa del señor Vicente, que convidábale a café y le esperaba cuidándolo en la lumbre.
—Bueno, y diga usted, señor Vicente —trató un día Esteban de informarse—: el maestro de escuela, ¿dónde anda, que aún no le conozco?
El señor Vicente se admiró. Chocábale que no conociera al maestro, concurrente a la tertulia algunas veces. ¡No, no era liberal!
Detalló sus señas personales y Esteban no recordaba. Ninguno de cuantos conocía tenía trazas de maestro. Debió pasársele inadvertido en la confusión, en la mayor animación de las primeras noches. No habría vuelto, quizá, por no haberle correspondido a la visita. Deplorábalo, y le confesaba el señor Vicente el olvido que impedíale estar siendo amigo del maestro y pasear con él, ya que los demás se iban a sus fincas. Pero el señor Vicente, después de ponderar la llaneza del maestro, anunció que le enviaría recado para que fuese a buscar a Esteban y reunidos saliesen a pasear aquella misma tarde.
Esteban, luego que comió, lanzado de junto a su mujer y de la sala por la invasión de las comadres, quedó esperándole impaciente. Iría el maestro a ser su único rayo de luz y de espiritual consuelo en el tosco ambiente de la aldea. Sentado en el despacho, leía un libro de Augusto Nicolás, por empezar a ponerse con su propia voluntad un término a la obsesión de los enfermos y de los médicos estudios.
En el mes que llevaba aquí, habíasele resucitado su antiguo gran problema de dudas religiosas, tanto por rechazos de la repugnancia que le daba oír las burlas y blasfemias de estas gentes, cuanto por el conflicto en que él veíase, y que trascendido a la piedad y a la congoja de Jacinta, hacíala rezar con Nora por las noches el rosario, pidiéndole fervorosamente a Dios la salvación de todos, sobre el sueño de su hijo.
¡Sí, la idea de Dios, la fe del cielo, sería quizá lo único que pudiera resignarles a una vida tan negramente desolada!
Pero Esteban tenía la fe de su niñez casi muerta por algo más que el abandono y el deshábito que a su mujer, en Sevilla y en otras poblaciones, habíasela ido reduciendo a la misa del domingo; ávidas lecturas de filosofía y de teología, de catequismo, emprendidas con ansia de creer, le habían forzado a llenar las márgenes de aquellos libros, durante muchos años, con réplicas de su razón, con notas francamente heréticas.
Leía, leía mirando de tiempo en tiempo hacia la puerta. Las moscas no le dejaban; zumbaban por el aire, en una movible nube negra bajo el techo, y se le posaban en la cara, en el pescuezo y en las manos.
De pronto alzó los ojos; un hombre, desde el pasillo, sin atreverse a entrar, sonreíale idiotamente.
—¿Qué hay? —le preguntó, pensando que le vendría a llamar para un enfermo.
—¡Jú! —guturó la sonrisa del inmóvil, estirándole la boca de oreja a oreja.
Era un viejo con tipo de cretino, de nato criminal, que diría un adepto de Lombroso al verle las orejas grandes, inmensas, despegadas, el pelo ralo y a mechones, los hondos ojos simiescos, las piernas en paréntesis y los brazos péndulos que le hacían llegar las manos más abajo de las corvas. Por su pequeña talla, su actitud y su expresión, parecía absolutamente un chimpancé vestido con el desecho sucio y roto de los más toscos campesinos de Palomas.
—¡Qué hay! —volvió a inquirir el médico, ahora creyéndole un mendigo.
—¡Jú! jú! —tornó a esbozar con una especie de risa, en su sonrisa, el extraño personaje; y acercándose a la puerta, murmulló—. ¡El maestro! ¡El maestro de escuela! ¡Jú, jú!
—¡Ah, vamos! ¿Viene usted de parte del maestro?... ¡Entre!
—No, señor; el maestro... ¡Jú, jú! ¡Yo soy el maestro!
La incredulidad, que levantó a Esteban de la silla, no le consentía sino contemplar al estrambótico sujeto, sin decir una palabra.
Y el buen hombre, tras un rato de mirar desconfiado, que revolvíale los ojillos grises desde Esteban a los lados y hacia atrás, reafirmó tímidamente:
—Yo soy el maestro... Vengo porque el señor Vicente Porras dice que qui'usté pasear.
Había cesado su sonrisa.
El médico, siempre observándole, renegaba de la mala suerte y la torpeza que moviéronle a tal invitación.
Se había lucido. ¿De qué iba a hablar con un acompañante de este porte?... Eran las tres, y presentábasele con él la perspectiva de una tarde entera por el campo.
—Bien —dijo—; vamos allá. ¿Y a dónde?
—¡Aonde quiá usté...: a la dejesa!
—A la dehesa.
—O al puente del Juncal; también es mu bonito.
—O al puente del Juncal. Pero...
Ocurríasele llevar libros, pasar lo menos mal el tiempo en la lectura..., y al considerar de nuevo la traza del maestro, dudó sinceramente que el propósito fuese por su parte realizable.
—¿Sabe usted leer? —le interrogó, de un modo ingenuo.
Más ingenuo aún, el otro contestó:
—¡Claro! ¡Sí, señor, que sé leer!
Nada de ofensa, apenas nada siquiera de extrañeza le había causado la pregunta.
Le proveyó de una geografía buscada en el estante y tomó él la obra de Augusto Nicolás. Partieron.
No hablaron en el camino más que cuando el médico preguntábale cualquier cosa de las fincas que iban viendo. El maestro tenía un cerebro de reacción pasiva incapaz de funcionar, y eso en brevísima respuesta, si no se le hostigaba. En cambio iba siempre mirando de reojo, igual que si temiese ser objeto de una burla o que le largasen imprevistamente un bofetón; y siendo tan bajo, inclinaba lateralmente la cabeza, al modo de las gallinas, para mirar a Esteban a ras del ala del sombrero.
—Bueno, pues mire usted —propuso Esteban cuando estuvieron en la dehesa, junto al puente de un arroyo cuyas dos riberas tendíanse en un alto hierbazal—, usted se queda aquí, leyendo, y yo me voy a la sombra de aquel roble.
Dejándole sentado, fue a tumbarse lejos, a cien metros, por no interrumpir la lectura cuando el notabilísimo maestro, y pronto, según todas las señas, se hartase de su libro.
Efectivamente, a la media hora, miraba Esteban y le veía asomar la cabeza por encima de la hierba, desconfiado y aburrido, pero servilmente sumiso y sin atreverse a suplicarle que se marcharan ambos o que dejásele marchar. A la hora y media, el maestro poníase en pie de cuando en cuando, y se desperazaba y abría la boca con bostezos formidables; volvía a sentarse, y el joven se alegraba de aburrirle hasta el martirio, con tal de no dejarle ganas por jamás de otro paseo. Eran las seis cuando volvían hacia Palomas.
—Qué, ¿se ha leído mucho?
—Vaya, regular, sí que he leído.
—¿Qué ha leído?
—Esto, ya usté ve, la Jografía.
—¿Qué parte?
—Aquí, el encabezonamiento... Donde dice que es reonda la tierra, y que ella anda y que el sol no.
Aumentaba el maestro sus miradas recelosas, y Esteban, al poco de ir caminando sin hablar, comprendió que ansiaba consultarle alguna duda... alguna importante duda, fruto posible de sus reflexiones acerca de aquellos datos que el libro contenía sobre las quiméricas distancias de los astros.
—Oiga, don Esteban, ¡jú, jú! —le oyó, por fin, en un violentísimo esfuerzo que acreció los trismos desconfiados de su boca y de sus, ojos—; claro es que a uno se lo mandan, porque lo rezan los libros, y yo tamién les digo a los muchachos que el mundo es una bola y que el sol está parao... pero, vaya, vamos, ¡jú! ¿es esto verdad? ¿Pué ser verdá?
Le miró el joven.
Llegó incluso a sospechar que este maestro fuera un socarrón dispuesto a darle broma, como acaso aquellos otros que hablaban de fantasmas, sino, que le resplandecía en la cara tan grande estupidez, tan suplicante y sincerísimo afán de confidencia, que no vaciló en contestarle, con sorpresa que era por mitad de risa y de amargura:
—¡Claro, hombre, claro, claro es! ¿Cómo habrían de ser verdad tales patrañas?... ¡Se dicen por enredar, por complicar! ¡Porque algo que no sea lo que todo el mundo sabe, como usted comprenderá, se tiene que enseñar en las escuelas!
—¡Jú, jú! —agradeció el maestro, tirando de sus chisques para encender de nuevo la colilla.
Y Esteban, sin antojos de más comunicación con el idiota que de un modo oficial representaba la máxima cultura de Palomas, únicamente en el resto del camino quiso con un par de preguntas saber dónde y cómo había hecho su carrera.
Fue cuarenta años atrás, durante la República, durante un constitutivo período de desorden y revuelta, en que sin duda por difundir la enseñanza, la prisa reformadora del Gobierno improvisó maestros con bien simples exámenes en las cabezas de partido.
¡Pobre España, pobres aldeas españolas si aún quedasen muchos como éste!
Triste, muy triste, Esteban íbase acercando al pueblo, especie de infierno en cuya árida fealdad se contenían toda la suciedad y toda la ignorancia. Cruzaban ya el cinturón de estercoleros, y desde una casabarraca le dijo una anémica mujer, lúgubre como el barro de las tapias rotas que en torno a ella parecían inmundas sepulturas.
—Don Esteban, el ministro anda buscándole a usté de parte del alcalde.
El ministro era el nombre que se daba al alguacil.
—Pues ¿qué pasa?
—No sé. Quizá alguna quimera.
Sobresaltóse el médico, empalideciendo un poco. Sus desconfianzas profesionales llegaban al máximum, principalmente en lo que respectaba a cirugía. Ni la había aprendido apenas, ni le tenía afición, ni poseía más instrumental que el de un pequeño estuche de bolsillo.
Se despidió del maestro y tomó hacia el barrio de la iglesia, donde vivía el alcalde. Iba desoladísimo, midiendo su aflicción ante la idea de que aun siendo este Palomas horrible, detestable como era, peor era él como médico. Indigno e incapaz de ejercer aquí, presentábasele total su anulación para ejercer en parte alguna. Volvió a temblar al ver que venía buscándole el ministro, garrote al brazo, por la calle Rompepatas... Pero no se trataba de quimera, sino de probar el vino nuevo del alcalde, en una gran fiesta donde estaban los más conspicuos del lugar.
Llegó, y en el corral del alcalde fue recibido con vítores por el concurso bullicioso, donde ya abundaban los borrachos. Cantaban y reían. Le instalaron entre el dueño de la casa y el señor Vicente Porras, junto a la panzuda tinaja que vertía su espita en un barreño. Bebíase en jarras y pucheros que pasaban de unas a otras manos incesantemente, y para ir ayudando al vino tenían un durísimo chorizo de oveja, hecho con guindillas. Nada de pan ni de agua. —«¡Uuf, uuff! ¡Me caso en sanes!»— soplaban y bufaban blasfemando, algunos, de pie por los rincones comiendo a tarascadas el chorizo que hacíales con el picante rabiar y patear. Babeaban como furias, y mientras los más fuertes de boca mostraban el orgullo de poder mascar tranquilamente la especie de cantárida, otros, o porque les fuese intolerable o por escanciar del vino con mayor frecuencia, se cogían a los arados lo mismo que energúmenos y se revolcaban por el suelo.
El señor Vicente, digno, con su respetabilidad parcial de gran cacique, bebía poco e imponía el orden a menudo. No habían querido que el médico faltase a la fiesta, primera de las tan celebradas y frecuentes del otoño. Durante el año entero esperábase la época en que cada vecino ofrecíales a los demás la cosecha de sus viñas; esto constituía en Palomas la magna, la insuperable diversión. Algo así, recordaba irónicamente el joven, como la Semana Santa de Sevilla..., como los juegos olímpicos de Atenas.
En efecto, con la barbarie tosca de una degeneración de siglos que hubiese retornado a lo bestial, hubo luchas, pugilatos... Primero, sencillamente a ver quiénes se derribaban echándose la zancadilla; luego a tiraperro, o séase puestos dos a dos opuestamente en cuatro patas, con una soga atada al cuello y pasada entre los muslos... Tenía el corral sucios charcos que servían para que bebiesen los cerdos y gallinas, y el mérito de los campeones, celebrado con grandes risas, llegaba al colmo cuando los cruzaban arastrando ya de espaldas y embarrizando a los vencidos...
Originábanse conatos de reyerta seria que cortaba el señor Vicente separando a los borrachos, y con tal motivo se cambiaron tales luchas por cosas más suaves, como saltar a pies juntillos en los charcos, y apuestas de tabaco sobre quién se echaba al hombro los costales de tres fanegas de cebada.
Al llegar la noche, dispersáronse trazando eses por el pueblo; y he aquí que lo que no había ocurrido bajo la tutela poderosa del señor Porras, acaeció sin ella en un minuto: dos hermanos, que partieron juntos, el Monos y el Coguta, peleáronse a patadas y a mordiscos.
Esteban, apenas llegado a casa, se halló solicitado por el clamoreo de las vecinas. Fue, temblando. Herido el Coguta, vio llena espantosamente de sangre la cama en que yacía acostado; y el herido sujeto por seis hombres, pues en la furia alcohólica quería seguir peleándose con todos y se arrancaba y se chupaba los trapos empapados en aguardiente que le habían puesto.
—¡Es un muerdo, hijo! ¡Le ha arrancado la nariz! —le anunció a Esteban lacrimosamente el tío Potes, también borracho, desde el otro lado de la cama.
De un ímpetu logró el Coguta librarse un brazo, volviendo a dejarse la herida descubierta. La punta de la nariz colgábale partida. El médico recobraba su dominio; la lesión no exigiríale operaciones complicadas... Enhebró una aguja, y así que hubo lavado el traumatismo, conteniendo la hemorragia, disponíase a saturar, con la leve ayuda del barbero —nada «quirúrgico» tampoco, según su confesión. Sino que el diablo del borracho no cedía, no se estaba quieto; quería morder a Esteban cada vez que le pinchaba con la aguja, y hacía imposible todo auxilio, por más que sujetábanle entre siete, del pecho, de la frente, de los brazos y los pies; la sangre saltaba a todos lados. Aquello pareciase a la matanza de un furioso jabalí. Gracias a que llegó el señor Vicente, púdosele poner siquiera un tafetán y unos vendajes.
—¿Eh, doctor, hijito, no ves tú? —decíale ya en la calle, a Esteban, el tío Potes, tuteándole y llorando de sentimentalidad en su borrachera —¡Por algo le llaman a la medicina un sacerdocio! ¿Te ha mordido?
No iban por la esquina, y reclamáronle de nuevo. El Coguta había vuelto a arrancarse todo de un tirón. Procedió el médico a otra cura, cosiéndole esta vez; el señor Porras le propinó al rebelde una filípica y hasta un par de coscorrones, que tuvieron la eficacia de calmarle.
—¡Usté es mi pare! ¡Usté es mi pare, señó Porras!
—¡Sí, yo soy tu pare! Y tú un zopenco y un bodoque, y quítate otra vez la venda, so animal, verás qué lindas te quedan las narices, ¡que paice mentira que se puá poner un hombre tan acérrimo!
Ocho días después, las narices del Coguta habían cicatrizado, pero torcidas a la izquierda.
Esteban, aunque sin asistir a las diarias fiestas del vino y del chorizo, por consecuencia de ellas había tenido que curar a cinco heridos más. Pidió a la farmacia del inmediato pueblo abundante provisión de tafetanes, y estudiaba cirugía —cierto de que la borrachera general en que quedaban todos después de tales regocijos, daría de sí algún tremendo navajazo cualquier noche.
—¡Ca, hombre! ¡Si esto es mu tranquilo! —le respondía el alcalde siempre que le manifestaba el médico su temor de una catástrofe.