Читать книгу El médico rural (texto completo, con índice activo) - Felipe Trigo - Страница 6
II
Оглавление—Dispierte si le paice a las señoras, porque vamos allegando.
—¿Llegando? —extrañó Esteban, que no veía entre las sombrías siluetas de unas tapias luz alguna.
—Sí, señó. Estos son los corralones.
El camino hacíase otra vez desapacible; un rudo bamboleo a la vuelta de una esquina despertó a Jacinta y a la Nora antes que Esteban lo intentase.
Entraban en las calles. El carro, a juzgar por sus saltos y sus ruidos, cruzaba un piso donde sucedíanse a cada instante los barrancos de tierras y los manchotes de empedrado. No había más iluminación que la que trasponía tímidamente el portal de algunas casas. En una, a cuya puerta veíase mucha gente, detuviéronse.
El médico saltó al suelo y recibió afectuosísimos saludos. Hubo que quitar la yunta para que bajase la familia.
Pasaron al interior. En una gran cocina, alumbrada con dos reverberos de petróleo, vieron los recién llegados que les cumplimentaba la plana mayor del pueblo.
El concurso se instalaba en sillas alineadas por las paredes y en torno a una mesita donde lucíase abundante provisión de vino, leche, pestiños y aguardiente. La llegada del médico constituía, sin duda, un gran acontecimiento en el lugar. Con el desorden de alborozo, tardaban en sentarse. Esteban colegía que el señor Vicente Porras debía de ser aquel hombre más alto, más serio que los demás, vestido como ellos de faja y paño pardo, y tan toscamente campesino como todos; pero en quien advertíase una digna autoridad de amo, inconfundible.
Sentaron al médico y a su mujer en sendos sillones de brazos, que veíanse apercibidos en el testero del hogar, sin lumbre en este tiempo, y así los dos jóvenes quedaron presidiendo aquella recepción.
Obsequiáronles con cosas de la mesa las hijas del señor Vicente. Llanotas y toscas como el padre, vestían con la misma aldeana sencillez que las vecinas.
Andaban torpes; sobrecogidas, se dijese, por el fino aspecto de la médica, que tal que una rubia marquesita, vendría a ser el adorno de Palomas.
La distinción, el lujo y principalmente la juventud del matrimonio, causaban gratísima sorpresa.
Y pronto, bien pronto, al notarles su bondad y su timidez, de paso que una de las hijas de Vicente despertaba y se llevaba al niño en brazos, Vicente y su gorda esposa, Juana, empezaron a tratarlos en calidad de paternales protectores.
Bromeáronles un rato sobre aquellas ciudadanas vestimentas. Aquí podrían ahorrarse el gasto, vistiendo ella de percal y el médico un capote en el invierno. Sin embargo, se les veía contentísimos con la adquisición de estos médicos de fuste, y al tiempo que les ofrecían la casa, por esta noche, hicieron que un tío Zumba, allí presente, confirmáraseles propicio a cederles dos alcobas en la suya, hasta que encontrasen algo de su agrado.
—Pero, ¡Virgen, si paicen hermanitos! ¡Dos criaturas! —repetía la señora Juana.
—¡Dos criaturas! ¡Dos criaturas! ¡Como hermanos! —coreaban los demás, admirando a aquella rubia y linda señorita que incesantemente sonreía complacida de tan gran cordialidad, complacida de la eucarística blancura de la estancia en cuyas bóvedas veíanse por docenas las morcillas, y en cuyos muros brillaba limpia la espetera con sus cobres y sus hierros.
Truncóse la cordial algarabía con algo trascendente. Otras mujeres entraban buscando al médico. Sabiendo que acababa de llegar, querían que viese al tío Macario el guarda, que estaba con un cólico.
—¡Ah, qué bien! ¡Tener médico siempre tan a mano! —celebró el señor Vicente, dispuesto a acompañarle.
Fueron con él muchos más y condujéronle del brazo, entre dos, para que no tropezase cuesta arriba. Oscuro, todo oscuro; no se veía absolutamente nada.
—¡Arce usted los pies, y caigan donde caigan! —recomendábanle, en una cariñosa protección casi burlona.
Un perro les ladró, y uno de los acompañantes le despidió de una patada. Luego les ladró otro perro, y largáronle un trancazo.
—¡Pa los perros —aconsejó un hombrón que iba delante—, debe usted, don Esteban, procurarse un garrote como éste!
Y Esteban, trompicando, sentía el ridículo de su desmaño ante las cosas y los hábitos del pueblo, igual que cualquiera de estos hombres sería un paleto en Madrid, aturdido por los voltaicos focos y torpe para sortear los carruajes, él lo estaba siendo en Palomas, incapaz de marchar entre baches y tinieblas sin auxilio. Unas veces pisaba en blando, como paja; otras, aristas y picos de peñascos; pero los aldeanos tendrían ojos de lobo que les permitiese ver en las tinieblas.
Llegaron. Estaba llena la casa del enfermo, ansioso el pueblo por ver a su médico en funciones.
—¡Anda, anda! ¡Qué jovencito! —oyó Esteban que comentábanse de unas en otras las vecinas.
La alcoba no era grande. La cama, sí, y llegaba casi al techo, de cuyas negras vigas pendían botas de montar y arreos de caza. Tropezándose con ello, Esteban se instaló junto al paciente. No pudo enseguida intervenir, por respeto al acceso doloroso en que el guarda retorcíase lanzando clamorosísimos quejidos. El dolor y el calor tenían al pobre hombre sobre las ropas de la cama, al aire, además, el vientre, entre la camisa y el sucio calzoncillo. Esta desnudez no parecía alarmar el pudor de las vecinas, que se apretujaban dentro y a la puerta con el ansia de mirar a Esteban y de verle poner remedio a la grave situación.
Grave, sí, tal vez: parecía indicarlo la faz desencajada del paciente y la falta de pudor de las mujeres, que sólo suele darse, por piedad, en las grandes inminencias de peligro.
Comprendía el médico que iba a jugarse la opinión en que hubiesen de tenerle desde luego estos fiscales y fiscalas de su práctica primera (tan primera, ciertamente, aquí y fuera de aquí, que nunca habíase visto con un enfermo encomendado a su responsabilidad antes de ahora), y trataba de afinar su proceder, su lucimiento. Había al lado opuesto del lecho, sobre todo, una vieja con gafas redondas que le miraba fija y le azoraba. Según manifestó, ella le había puesto al guarda la cataplasma del vientre; tratábase de un cólico producido por un chorizo con guindillas y un potaje de habas secas.
Lo malo para Estaban, aun teniendo la fortuna de encontrar hecho el diagnóstico, era que no había estudiado el cólico jamás. Ni sus patologías ni sus maestros habláronle de las enfermedades del estómago, sino a partir de las gastritis; es decir, de efectos harto más fundamentales e importantes que la simple indigestión. Y entonces, ¿dónde haber aprendido él a curar la indigestión ni cómo tratar la de este hombre, que retorcíase de dolores igual que una serpiente?
En las treguas del dolor, reconocía e interrogaba:
—¿Cómo se llama usted?
—Macario Broza, pa servirle..., ¡ay!, ¡ay!
—¿Qué edad tiene usted?
—Cuarenta años.
—¿Es usted casado?
—Sí, ¡mecachi en diez!
—Le duele aquí, ¿no es esto?
—Uuuff... —rugió Macario, y enroscóse con otra crisis de dolor, lanzando gritos.
Aguardaba Esteban, pálido, con toda su universitaria ciencia puesta en conflicto de total inutilidad y de fracaso ante una de estas vulgares indisposiciones que cuando pequeño y sin necesidad de médico a él mismo curábale su madre. Las mujeres que estaban observándole y la vieja de las gafas sabrían en este caso más que él. Honradamente, debería entregar a los cuidados de ellas el enfermo, confesándolas la imprevisión de los libros y de los profesores de medicina al no enseñar el cólico.
Sino que..., ¡bah! ¿Cómo tomaría el público semejante candidez?... Su condición, el prestigio de su título, imponíanle la farsa, aunque hubiera de ser con perjuicio del enfermo.
Porque eso sí..., los recuerdos de sus libros, que no estudiaban tal dolencia, abrumábanle, además, al querer trazarle el plan de curación con dispensas y contrarias reflexiones. Veía delante dos urgencias: calmar el dolor y expulsar los nocivos alimentos. Sino que daba la casualidad maldita de que una y otra indicación fuesen decididamente inconciliables: si administrase láudano o morfina, en el aparato digestivo paralizaríanse los planos musculares, reteniendo las materias dañosas por quién supiere cuántas horas y provocando acaso reabsorciones, infecciones; y si, al revés, daba un emético, exacerbaría los espasmos dolorosos, tan tremendos ya, exponiéndose a romper el intestino... De donde inferíase la probabilidad, bien lamentable, de convertir en mortal, un trastorno pasajero por una torpe intervención.
La gente fatigábase de tantas inútiles preguntas como él seguía haciendo por darse tiempo a meditar y empezaban a mirarle recelosos. El maternal afecto que la juventud de Estaban había inspirado a las mujeres, creía él que se le iba transformando, al fin, en una condescendencia compasiva. No debía retardar más cualquier resolución. Pálido, temblando, sacó lápiz y papel, y entre aquellos dos remedios capaces de originar una catástrofe, prefirió el menos ofensivo. Púsose a escribir:
Ds.
Láudano de Sydesham...
Pero se detuvo al oírle a la vieja de las gafas:
—Vaya, don Esteban, disimule; le habemos molestao pa una simpleza, porque usté no diga que se mete una a excusá...; pues claro es que aquí no hace farta más que un vomi.
—¿Un qué?
—Un vomitivo y un buen jarrao de agua caliente pa detrás.
«¡Ah!» —sorprendióse el joven mentalmente, En seguida, supliendo con aquella tan persuadida de la vieja la experiencia que a él faltábale, siguió escribiendo en la receta:
Ds.
Láudano de Sydesham......., 4 gr.
Y
De ipecacuana en polvo......., 3 gr.
En 3 papeles.
—¡El vomitivo! —dijo—. Pongo también láudano, por si luego le siguiesen las molestias. Entonces le dan ustedes, en agua, doce gotas. Lleven un frasco a la botica.
Supo que no había botica en Palomas, como no había alumbrado público. Se surtían de Castejón, villa distante legua y media. Sin embargo, tío Potes, el barbero, y otros vecinos guardaban provisiones de todos los remedios usuales: purgas, vomitivos, calmantes, quinina, malvavisco...
Escapó un muchacho a casa del tío Potes.
Esteban, que había ido a esperar en la cocina, vio rato después entrar a un personaje que produjo expectación; le abrían calle en el pasillo las mujeres, y el recién llegado, solemne y mudo como un rey que se dignase presentarse ante otro rey, iba avanzando hacia Esteban con un papel en cada mano. No llevaba sombrero ni nada en la cabeza, y la frente, amplísima, orlada de pelo rizoso y gris, las gafas tras de las cuales brillábanle los ojos y el limpio y afeitado rostro audaz e inteligente le daban el aspecto de un convencional francés o el de uno de aquellos sabios a quienes mató la guillotina.
A seis pasos del médico marcó una reverencia; siguió acercándose, hizo otra cancilleresca inclinación y dijo esbozando una sonrisa y presentando sus papeles:
—Saludo al doctor, al joven doctor con todos mis respetos. ¿Querría el señor doctor decirnos, de estas dos clases de polvos, cuál es la ipecacuana y cuál la quina loja?
Adusto el continente, tendidas ambas manos, quedó en actitud de desafío. Esteban, que habíase levantado de la silla, no sabiendo, en verdad, cómo corresponder a tales ceremonias, no sabía tampoco qué pensar del tono aquel de la pregunta. Aunque su interlocutor vestía de paño pardo y de seglar, creyó que fuese el cura —juzgando por la especie de alzacuello que el alto chaleco le formaba—. Fuese quien fuese, no cabía dudar que le ponía en un compromiso. La consulta, más que para un médico, era para un farmacéutico acostumbrado a diferenciar las medicinas. Él no había visto nunca, quizá, estos medicamentos, aunque en la terapéutica estudiase su color y su sabor. Examinándolos, hallaba en ambos el mismo aspecto de canela, la misma finura entre los dedos... Gracias a que se le ocurrió tocarlos con la lengua y que el amargor intenso de la quina le dio la solución.
—¡Ésta, ésta es la ipecacuana! —resolvió, señalando el papel que precisamente le retiraba más el hombre aquel, como si ansiara hacerle incurrir, por la elección del otro, en desacierto.
—¡Ah, oh! ¡Muy bien! —exclamó con énfasis el extraño personaje—. Y diga el señor doctor: tratándose de un remedio enérgico de los que Hipócrates llamaba heroicos, ¿ha reparado usted bien, al propinarlo, si el enfermo padece alguna hernia que lo podría contraindicar? ¿Se ha fijado el señor doctor si el cólico de este enfermo es un cólico sencillo o un cólico cerrado, quizá, de miserere?
Las preguntas esta vez tenían un fondo que hizo a Esteban inmutarse. En realidad él, a pesar de sus irresoluciones anteriores, no había pensado en tales contingencias, y cualquiera de las dos podía hacer mortal el motivo.
—¿Es usted médico? —tuvo que inquirir, movido a la sincera duda por el tono magistral y por la técnica expresión del reparoso.
—¡No, señor doctor, un pobre rapabarbas! —repuso éste con dolido y humildísimo sarcasmo—: un pobre aficionado, nada más, que no sabe nada de cosa alguna de este mundo; pero que lleva cuarenta años curando a los dolientes cuando ustedes los señores doctores pídenle su ayuda o lo permiten! Así, si lo dispone usted, yo administraré la ipecacuana sin pérdida de tiempo, en dosis emética fuerte, en dosis débil, en dosis alterante, o expectorante, o un laxante, o aun antidisentérica, según empléase desde el tiempo de Galeno y se sigue empleando en el Brasil... ¿Cuánto, pues, en gramos..., ya que no dijésemos en dracmas, porque no le guste este sistema de pesas y medidas a los médicos modernos?
—¡Tres! —mandó ya firme Esteban, comprendiendo que se trataba de un barbero charlatán.
Además, había visto la necesidad de cortar el pugilato de rivalidades que el tío Potes quería entablar con él ante las gentes, y añadió, dándole a su tono toda la posible autoridad:
—Y no tenga cuidado..., ni hay hernia, ni obstrucciones. ¡Lo sé perfectamente!
Sin embargo, antes de salir, sumiso a los razonables temores del tío Potes, y mientras éste entre dos sillas preparaba aparatosamente el vomitivo, entró en la alcoba del enfermo y le reconoció las ingles para quedar tranquilo sobre que no sufriese de hernias...
Y en la calle, luego, conducido otra vez del brazo por la negra oscuridad, llevaba la íntima e inmensa persuasión de su fracaso; de su nulidad, de su derrota.
Como un general que previamente desconfiase de sí mismo, en la primera leve escaramuza había adquirido la total impresión del vencimiento. Más inútil que la vieja ante el trance de aliviar un simple cólico. ¿Qué iría a ser cuando se hallase frente a enfermos de importancia?... El barbero, este barbero que quizá hubiese recibido del alcalde o del señor Porras la misión de sondearle, de estimarle al joven médico los grados de su ciencia, pues que así tenía todo el aspecto de una escena preparada la que acababa de ocurrir, sabía más, a no dudarlo, que el mismo ex estudiante loco que habría venido aquí para engañar con su título a las gentes.
Poco importaba que esta primera vez hubiese podido escapar de las tretas del barbero. Iría a ser su rival, harto temible. Era éste, por tanto, un pueblo no sólo sin farmacia; sino sin médico, según él temió en Sevilla, desde luego, descontándose a sí propio; y se parecía ya francamente un farsante al seguir acogiendo las palabras y las bromas cariñosas de los buenos aldeanos, que acaso pronto le tuviesen que despedir a puntapiés.
¡Su ansiosa emoción de paz en las bellas y honradas calmas de Palomas, fundíansele y se le amargaban con la bien clara conciencia horrible de su ineptitud para merecerlas!