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2 LA MEDIDA DEL DINERO

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LA BIOGRAFÍA DEL DINERO: UNA HISTORIA DE LAS IDEAS

En junio de 2012, se inauguró una espléndida nueva galería dedicada a la historia del dinero en el Museo Británico de Londres. La dirección del museo había llegado a la conclusión de que la Galería del Dinero anterior había perdido interés para el público. Los visitantes ya no se sentían tan seducidos por una hilera tras otra de monedas viejas y de explicaciones académicas sobre su lugar y época de procedencia: había que dar un nuevo enfoque a todo aquello. El resultado del proceso ha sido un verdadero triunfo del diseño. Junto a una colección (más limitada, pero también más fascinante) de monedas figuran ahora toda clase de objetos exóticos que han sido usados también como medio de cambio monetario: conchas de cauri de Arabia y de África, semillas de las islas Salomón, un billete chino del siglo XIV... incluso una fei de Yap. Pero actualmente hay también un conjunto de otros objetos enigmáticos que ponen de relieve el papel central del dinero en la historia humana: desde una urna de mayólica para donativos con la que los ciudadanos devotos de Siena solían expiar por la vía monetaria sus deudas morales con Dios hasta un homenaje serigrafiado de Andy Warhol al dólar estadounidense de 1982. Aun así, esa magnífica nueva galería transmite una sensación extraña. Su creación fue generosamente patrocinada por un banco (de hecho, por el que en aquel momento era el mayor banco del mundo: el conglomerado estadounidense Citibank). Los bancos son una parte muy importante de la historia del dinero, podríamos suponer. Y, sin embargo, no hay ni uno solo de ellos exhibido en la Galería del Dinero.

Desde luego, tal ausencia no es atribuible a ninguna nefanda conspiración orquestada con el propósito de ocultar el funcionamiento real del sistema financiero. Se debe, más bien, a que los diseñadores de la galería fueron plenamente conscientes de que nada particularmente informativo o instructivo saldría del hecho de poner un banco en el museo. Un banco no es más que un edificio de oficinas, prácticamente indistinguible de cualquier otro edificio de ese tipo, y poco nos diría eso sobre el dinero en sí. El problema es que el dinero no es una cosa, en realidad, sino una tecnología social: un conjunto de ideas y prácticas que organizan lo que producimos y consumimos, además de nuestro modo de convivencia. En lo que al dinero en sí se refiere (más allá de los símbolos o «vales» que se han usado para representarlo, o de los libros contables donde la gente lo ha anotado, o de los edificios —como los bancos— en los que la gente lo administra), no hay nada físico que contemplar.

Esto tiene una importante implicación para nosotros en la medida en que queramos investigar los orígenes, la naturaleza y la influencia del dinero en la historia y en nuestras propias vidas. El enfoque arqueológico adoptado para la nueva Galería del Dinero del Museo Británico es importante e interesante de por sí. Pero si de verdad queremos comprender el dinero, tendremos que embarcarnos en una expedición arqueológica de muy distinto signo. La nuestra será una misión destinada a recuperar y analizar, no lingotes, monedas ni restos calcinados de palos tallados (ni, en el fondo, ninguna cosa física), sino ideas, prácticas e instituciones, y, por encima de todas, la idea del valor económico abstracto, la práctica de la contabilidad y la institución de la transferibilidad descentralizada.

Como con cualquier otra excavación, la primera pregunta que debemos responder es la de dónde empezar a cavar. Hemos visto que el reto de obtener una visión objetiva de la verdadera naturaleza del dinero es ciertamente imponente porque se trata, en el fondo, del sistema operativo con el que funcionan nuestras sociedades y nuestras economías. Localizar un caso en el que el sistema monetario oficial se tomó unas vacaciones —como sucedió durante la huelga de los bancos en Irlanda— tal vez fue bastante fácil dentro de lo que cabe y, de hecho, gracias a él, hemos averiguado algo sobre el grado en que el dinero realmente depende del Estado o no. Pero si deseamos indagar más a fondo, tenemos que conseguir una triangulación mucho más radical: tenemos que explorar una época y un lugar en los que el dinero jamás existió. Esa, en principio, podría parecernos una tarea monumental, pero lo cierto es que estamos de suerte. No solo poseemos una descripción gráfica y detallada de la era inmediatamente previa a la invención del dinero, sino que, además, está recogida en dos de los más grandes poemas jamás creados.

LA IRA DE AQUILES: EL MUNDO ANTERIOR AL DINERO

La Ilíada y la Odisea —los dos poemas épicos considerados los más tempranos productos de la cultura griega que han sobrevivido hasta nuestros días— son fuente de la que brota en mayor o menor medida toda la literatura europea posterior. Pero no es solamente por sus virtudes literarias por lo que las epopeyas homéricas son tan valoradas. La Ilíada y la Odisea constituyen también un documento histórico único de la sociedad y la cultura griegas durante un periodo del que conocemos muy poco por cualquiera otra vía. Las civilizaciones de los grandes palacios de Cnosos y Micenas que florecieron durante el segundo milenio a. C. dejaron abundantes restos arqueológicos. Asimismo, para comprender mejor cómo eran las ciudades-Estado de la Grecia clásica que se formaron a partir de mediados del siglo VIII a. C., podemos recurrir no ya a su arte y su arquitectura, sino incluso a su literatura y su filosofía. Pero el periodo intermedio entre los dos mencionados es una era para la que no disponemos apenas de indicios documentales de ninguna clase: es la llamada Edad Oscura griega. Cuando la sociedad micénica se derrumbó súbitamente en torno al año 1200 a. C. —probablemente porque sucumbió a los ataques de enemigos invasores—, la práctica totalidad de vestigios de aquella gran civilización desaparecieron en el transcurso de una sola generación. Los palacios monumentales (con sus numerosas poblaciones de residentes, sus ricos entornos y sus conexiones y contactos cosmopolitas) se desvanecieron. El mundo griego revirtió su situación a la de un conjunto disperso de comunidades tribales aisladas: pequeñas, rústicas y sin registro escrito alguno. Durante los cuatro siglos siguientes, nuestra fuente casi exclusiva de información para conocer la cultura y la sociedad del Egeo griego es la tradición de poesía oral que culminó en las epopeyas homéricas.

Por suerte, la temática abarcada en esos dos largos poemas es muy amplia. Lo más conocido de la Ilíada son sus evocadores relatos de las matanzas bélicas y los excesos de virilidad de sus héroes. Un solo relato de un ataque de un caudillo actuando en solitario puede extenderse más de dos mil versos, la mayor parte de ellos dedicados a describir detalladamente la truculencia con la que despacha a sus enemigos.1 Pero la diversidad de la vida descrita en los poemas va mucho más allá de la mera existencia de los héroes. En un famoso pasaje de la Ilíada en el que se describe el escudo que el dios herrero Hefesto forja para Aquiles, por ejemplo, nos enteramos de muchas de las prácticas que eran costumbre en la Edad Oscura en ámbitos que van de la agricultura a la cría de animales, y de los ritos matrimoniales a los litigios penales.2 La temática de la Odisea es más amplia todavía. El héroe Odiseo, en su viaje de regreso de Troya, va recalando en puntos diversos del mundo conocido para los griegos. Lo seducen brujas y lo recluyen gigantes de un solo ojo. Confraterniza con pastores (vestido de vagabundo) y cena a la mesa de reyes en los más grandiosos palacios de la época. Tras agotar todas las posibilidades en este mundo, desciende incluso al inframundo del Hades, donde se encuentra con sus antiguos compañeros de armas y se compadece con ellos de su sombrío destino. Sin embargo, en tan asombrosamente rico panorama de la sociedad de la Edad Oscura, hay algo que se echa llamativamente en falta: no existe el dinero.

A quienes vivimos en un mundo donde los mercados y el dinero son las herramientas dominantes para la organización de la vida social, esa ausencia suscita en nosotros una pregunta lógica. Si las sociedades tribales de la Grecia de la Edad Oscura no tenían ninguna de esas cosas, ¿cómo se organizaban? La sorpresa de descubrir una sociedad que funciona con arreglo a reglas completamente diferentes de la de quien la descubre quedó perfectamente plasmada en la pregunta que el director de producción de pan en la ciudad rusa de San Petersburgo hizo al economista británico Paul Seabright poco después de la caída de la Unión Soviética. «Por favor, entienda que estamos entusiasmados con la idea de avanzar hacia un sistema de mercado —le comentó el antiguo director comunista—, pero necesitamos comprender antes cómo funciona un sistema así. Dígame, por ejemplo, ¿quién es el encargado del abastecimiento de pan de la población de Londres?».3 La respuesta, por supuesto, es que no hay una persona que se encargue de ese cometido, sino que es el sistema descentralizado del dinero y los mercados el que mantiene a los londinenses abastecidos de toda clase de panes: desde los de molde de Warburtons hasta los de espelta artesanos. Pero igual que para la mentalidad soviética la noción de que la economía pudiese funcionar sin un plan ni un planificador que la coordinaran era algo asombroso, nuestras mentes tienden a sorprenderse de lo contrario: es decir, de la idea de que una sociedad pudiera funcionar sin mercados ni dinero de ninguna clase. ¿Qué desempeñaba las funciones que hoy desempeñan el dinero y los mercados previamente a la existencia de estos? La Ilíada y la Odisea proporcionan una rica y detallada respuesta a esa pregunta.

El aparato político retratado en esos poemas es simple pero rígido. Se trata de un mundo aristocrático de caudillos tribales, sacerdotes y soldados. Pero la jerarquía es plana: la relación de un caudillo con sus seguidores se parece más a la de un primus inter pares que a la de un monarca moderno, y Agamenón, comandante en jefe de las fuerzas griegas en la campaña de Troya, parece mantener esa misma relación con respecto a los otros caudillos. Pero esas distinciones sociales, aunque relativamente pequeñas, son aplicadas y observadas con rigidez. Cuando un soldado raso, lleno de rencor, llama arrogante a Agamenón ante toda la tropa allí congregada, el caudillo Odiseo responde a tal quebrantamiento del protocolo con una reacción tan inmediata como brutal: golpea con violencia al soldado con el cetro de oro del propio Agamenón y lo amenaza con desnudarlo y azotarlo sin parar hasta echarlo del campamento de los aqueos. Ese ejercicio de poder descarnado, sin intervención de otras instituciones sociales más civilizadas, tal vez horrorice al lector moderno. Pero para el griego de la Edad Oscura, no podía ser más natural y apropiado. «¡Oh, dioses! Muchas cosas buenas hizo Odiseo, ya dando consejos saludables, ya preparando la guerra —nos cuenta el poeta que se dijeron con aprobación los soldados entre sí—, pero esto es lo mejor que ha ejecutado entre los argivos: hacer callar al insolente charlatán, cuyo ánimo osado no le impulsará en lo sucesivo a zaherir con injuriosas palabras a los reyes».4

Eso, en lo que respecta al arte de la política. Pero, en ausencia de dinero, ¿de qué otros modos se organizaba la sociedad griega de la Edad Oscura? En lo tocante al aprovisionamiento de los bienes de más básica necesidad (comida, agua y ropa), la respuesta era sencilla, puesto que se trataba esencialmente de una economía de hogares familiares autosuficientes, en los que el miembro individual de la tribu subsistía con el producto de sus propias tierras. Pero los poemas también ponen de relieve tres instituciones sociales que desempeñaban papeles importantes a la hora de organizar la comunidad. La Ilíada se ocupa de una situación en la que impera el estado de guerra. Bajo esas condiciones, el mecanismo más importante es el reparto del botín posterior al saqueo de una ciudad o a la victoria sobre un enemigo. Como sistema de distribución de renta, distaba mucho de ser perfecto. Las reglas parecían ser objeto de frecuentes controversias. De hecho, la trama del poema gira en torno a la disputa entre el mejor guerrero de los griegos, Aquiles, y su comandante en jefe, Agamenón, a propósito de sus derechos respectivos sobre el botín apresado.

En el momento en que se desarrolla la trama de la Odisea, sin embargo, el mundo está de nuevo en paz. El poema sigue a Odiseo, que emprende el camino de regreso a casa desde Troya, y a su hijo, Telémaco, que viaja al mismo tiempo por el Egeo en busca de su padre. En ese escenario, la que domina el panorama es una institución diferente: en concreto, la práctica de intercambiar obsequios entre los caudillos tribales. Era costumbre que, al dar la bienvenida a otros aristócratas que venían de visita o al despedirse de ellos, se les ofrecieran regalos, regalos con los que también serían agasajados los obsequiantes en la próxima visita que ellos realizaran a los obsequiados. Esa primitiva forma de intercambio económico tenía como fin expresar de manera visible y tangible el lazo de unión entre iguales sociales y reponer periódicamente el aglutinante de la infraestructura social para que esta no se resquebrajase en el futuro. Como ocurría con el reparto del botín, las reglas de ese intercambio de obsequios también eran objeto ocasional de controversia: la propia guerra de Troya fue consecuencia de una infracción de ese protocolo por parte de Paris, que raptó a la novia de Menelao, la hermosa Helena. Pero, salvo en tiempo de guerra, era el sistema de interacción económica más importante en el mundo griego de la Edad Oscura; tan fundamental era, en realidad, para la cosmovisión de aquellas gentes que cuando otro poeta posterior a Homero (unos dos siglos posterior) quiso captar la esencia de la vida buena en un solo verso, escribió: «Dichoso el hombre que tiene hijos, perros, caballos y un amigo de tierra extranjera».5

El mero principio básico de «la ley del más fuerte», aun moderado por las reglas de la distribución de los botines y del intercambio recíproco de regalos, parece un tejido no muy consistente siquiera para confeccionar la sociedad más simple imaginable. De hecho, en los poemas se describe una tercera institución crucial que era mucho más profunda: el sacrificio de bueyes ofrecido a los dioses y el reparto de la carne asada en partes iguales entre la congregación de la tribu. A través de este ritual solemne, se expresaba de forma visible (comestible, en realidad) el que posiblemente era el más básico de todos los principios de la organización política griega: el hecho de que todo miembro masculino de la tribu tenía la misma valía social y, por eso mismo, debía igual obligación al conjunto de la comunidad.6

Estos tres simples mecanismos de organización de la sociedad en ausencia de dinero (es decir, las instituciones interrelacionadas del reparto del botín, el intercambio recíproco de regalos y la distribución igualitaria del sacrificio) no son ni mucho menos exclusivos de la Grecia de la Edad Oscura. Los estudios modernos en antropología e historia comparada han mostrado que se trata de prácticas típicas de sociedades tribales de escala más bien reducida.7 Obviamente, ese tipo de instituciones sociales premonetarias han adoptado múltiples formas que reflejan las circunstancias y las creencias particulares de los pueblos en cuestión. Pero los antropólogos Maurice Bloch y Jonathan Parry las han clasificado en dos grandes categorías. Los estudios comparados de sociedades geográficamente distantes (desde Madagascar hasta los Andes) revelan «una pauta similar de dos órdenes transaccionales, relacionados pero separados: por un lado, las transacciones vinculadas a la reproducción del orden social o cósmico a largo plazo; por el otro, una “esfera” de transacciones a corto plazo relacionadas con el ámbito de la competencia entre individuos».8 Las instituciones premonetarias del mundo homérico se ajustan a ese esquema. Por una parte, estaba la institución primigenia del sacrificio y el reparto igualitario y el consumo comunal de la carne asada resultante del mismo: una expresión ritual de solidaridad tribal ante la deidad, probablemente heredada del más remoto pasado indoeuropeo.9 Esa era la institución que regía el «orden transaccional a largo plazo». Por otra, estaban las convenciones del intercambio recíproco de obsequios y de la distribución de los botines. Estas eran ya reglas que regían el «orden transaccional a corto plazo» y que no estaban tan relacionadas con el orden cósmico y la armonía entre clases como con el mucho más mundano fin de garantizar que la actividad diaria de la sociedad primitiva —beber y cazar, cuando reinaba la paz; violar y saquear, cuando se estaba en guerra— no degenerara en un desorden violento.

LA ANTIGUA MESOPOTAMIA: LA BUROCRACIA DE UR

De todos modos, las prácticas sociales primitivas descritas en las epopeyas homéricas y avaladas por las pruebas arqueológicas con las que contamos del Egeo de aquella época no eran ni mucho menos los únicos medios conocidos de organizar una sociedad en la era de la Edad Oscura griega. Apenas 1.500 kilómetros al este, había civilizaciones mucho más antiguas, extensas y sofisticadas. Me refiero a las antiguas sociedades ribereñas de Mesopotamia. En marcado contraste con la geografía rocosa, montañosa y litoral de la mayor parte del mundo griego, Mesopotamia ofrecía un paisaje de una tremenda fertilidad que se extendía desde las suaves colinas del Creciente Fértil, al norte, hasta la rica llanura aluvial de los ríos Tigris y Éufrates, al sur. Sin duda, gracias a esas condiciones medioambientales básicas, Mesopotamia puede enorgullecerse de haber sido cuna de tantos aspectos fundamentales de la civilización humana en general. Es cerca de la cuenca alta (septentrional) de Éufrates, situada dentro del territorio de la actual Turquía, donde al parecer se inventó la agricultura y donde se han hallado las pruebas más antiguas de asentamientos sedentarios humano.10 Fue en el delta de los dos grandes ríos mesopotámicos, en la actual Irak, donde, al parecer también, se desarrolló por vez primera la técnica del regadío.

Estos descubrimientos científicos fundamentales permitieron que se dieran allí lo que, para los niveles de la época, eran inmensas concentraciones de población y, como consecuencia, el desarrollo de la mayor y más influyente innovación social aportada por Mesopotamia: la ciudad. Hacia principios del tercer milenio a. C., la ciudad de Uruk era ya un próspero asentamiento a orillas del Éufrates, en el extremo sur del curso del río, que abarcaba cinco kilómetros cuadrados y medio de extensión y albergaba a miles de habitantes.11 Pero Uruk no fue más que la pionera de una serie de grandes ciudades-Estado que florecieron por toda Mesopotamia y que, unos mil años más tarde, quedarían unificadas bajo el primer Estado regional del mundo, con sede central en la gran metrópolis de Ur.12 Al comienzo del segundo milenio a. C., más de sesenta mil personas vivían dentro de esa ciudad. En sus alrededores, había miles de hectáreas de terreno dedicadas al cultivo de dátiles, sésamo y cereales, y varios centenares más reservadas a la ganadería para la producción láctea y al pastoreo ovino. En las marismas del sur, había también granjas piscícolas y de juncos, y en el interior de la ciudad misma, funcionaban numerosos talleres de artesanos dedicados a la alfarería, la cestería de juncos y la elaboración de objetos lujosos para su uso en rituales religiosos. La escala y la diversidad de aquellas actividades, así como su concentración en un único centro de población, eran algo inimaginable en la Grecia de la Edad Oscura.

No es de extrañar, pues, que el sistema social allí evolucionado fuese también radicalmente distinto del tribalismo primitivo del mundo griego de la Edad Oscura. El poder máximo en Ur estaba compartido entre el palacio —sede de un rey semidivino que aunaba las funciones de líder militar y juez supremo— y los templos, donde se alojaban tanto las deidades que se creía que regulaban el universo como una nutrida burocracia clerical que regulaba la economía de la ciudad terrenal. La arquitectura monumental de los templos dominaba el paisaje del centro de la ciudad: allí sigue en pie el gran zigurat dedicado al dios Nanna; allí estaban entonces también el templo de la esposa celestial de Nanna, Ningal, y el Ganun-mah, un enorme almacén que también hacía las veces de cuartel general de la administración clerical.13 Estos funcionarios coreografiaban prácticamente hasta el último detalle de la economía de Ur: «Los templos eran los propietarios principales de los campos, los rebaños y las marismas, y encargaban a los ciudadanos el cuidado de las labores diarias. Pero los administradores de los templos siempre conservaban la autoridad máxima».14 El contraste con Grecia no podría ser más acusado. En Mesopotamia, la geografía y el clima propiciaron una escala y una complejidad mucho mayores, lo que, a su vez, facilitó la aparición de la primera sociedad burocrática del mundo... y la primera economía de planificación centralizada de la que se tiene noticia.15

Un Estado dotado de tan compleja, jerárquica y burocrática forma de organización requería de tecnologías de cooperación y control sociales completamente diferentes de las instituciones primitivas que regían las pequeñas sociedades tribales de la Grecia de la Edad Oscura. No es ninguna sorpresa, pues, que Mesopotamia fuese escenario de la invención de tres de las más importantes tecnologías sociales de la historia de la civilización humana: la escritura, la aritmética y la contabilidad.

EL SILICON VALLEY DEL MUNDO ANTIGUO

El mundo antiguo estaba intrigado por los orígenes de la escritura. Parecía inconcebible que una tecnología tan evidentemente fundamental para la vida civilizada pudiese haber sido imaginada por la débil mente de los mortales. Por lo tanto, la única explicación posible era que había venido de los dioses: ya fuera porque estos la donaron generosamente, ya fuera porque los humanos se la robaron. Los egipcios, por ejemplo, creían que Tot, el dios del conocimiento (representado con la cara de un babuino), regaló la escritura a los mortales, y lo mismo pensaban los griegos que había hecho Prometeo con ellos. En la antigua Mesopotamia, por su parte, la creencia era que el secreto del lenguaje escrito había sido adquirido de forma furtiva. La gran diosa Inanna había robado la escritura para su ciudad, Uruk, aprovechándose de Enki, dios de la sabiduría, mientras este estaba ebrio.

Cuando los estudiosos modernos comenzaron a interesarse por ese mismo tema en el siglo XVIII, lo hicieron demostrando mayor confianza en los poderes de la invención humana. Con el tiempo, se fueron reuniendo pruebas arqueológicas y, a principios del siglo XX, ya se había construido una teoría razonable al respecto, consistente en dos hipótesis principales. En primer lugar, la escritura no había evolucionado de forma gradual, sino que había sido inventada: no estaba claro por quién exactamente, pero, por lo general, se suponía que había sido obra de doctos sabios que «acordaron un método convencional para registrar [el habla] en signos escritos [...] inteligibles para todos sus homólogos y sucesores».16 En segundo lugar, la escritura más antigua debió de ser «pictográfica», es decir, consistente en imágenes estilizadas de lo que se pretendía representar, pues, de no ser así, habría sido difícil para los sabios ponerse de acuerdo en los símbolos y difundirlos con cierta facilidad entre el resto de la población.17

Hasta esas primeras décadas del siglo XX, todas las pruebas documentales disponibles parecían corroborar la mencionada teoría pictográfica de los orígenes de la escritura. Los escritos más antiguos surgían de forma súbita y sin preaviso en el registro arqueológico; se trataba, en concreto, de los jeroglíficos egipcios, los caracteres chinos antiguos y los coloridos pictogramas de los códices aztecas precolombinos. En 1929, sin embargo, un nuevo descubrimiento echó por tierra aquella teoría. Las excavaciones realizadas en la Uruk mesopotámica descubrieron un enorme archivo de tablillas de arcilla en las que aparecían inscritos detallados asientos contables de las transacciones del palacio y de los templos. Fechadas en la parte final del cuarto milenio a. C., la escritura contenida en dichas tablillas representaba el ejemplo sustancialmente más antiguo jamás descubierto. Pero a diferencia de la escritura pictográfica de Egipto, China y América Central, aquella otra estaba formada por signos abstractos compuestos por combinaciones de pequeñas cuñas inscritas con un cálamo de junco: de ahí que recibiera el nombre de escritura «cuneiforme». A medida que prosiguieron las excavaciones durante las décadas centrales del siglo XX, se fueron acumulando cada vez más muestras de la misma que evidenciaban que la escritura más antigua conocida no era pictográfica, sino que había empleado signos cualitativamente similares a los de un alfabeto moderno. Si la segunda hipótesis de la teoría convencional era incorrecta, tal vez también la primera hipótesis (la de la invención espontánea de la escritura) estuviera equivocada. De pronto, los orígenes de la escritura volvían a sumergirse en las simas de lo desconocido; cuatro décadas tuvieron que pasar para que un nuevo descubrimiento volviera a arrojar luz sobre aquel antiguo interrogante, aunque desde un ángulo totalmente inesperado.

Las excavaciones de entreguerras en Uruk que llevaron al descubrimiento de la primera escritura conocida formaban parte de lo que fue una auténtica edad de oro de la exploración arqueológica en Mesopotamia, una época que se extendió desde finales del siglo XIX hasta mediados del XX. En esos años, diversas expediciones estadounidenses, alemanas y británicas desenterraron los yacimientos de innumerables asentamientos arcaicos y generaron ingentes e impresionantes archivos del arte y la artesanía de las civilizaciones mesopotámicas: desde estatuas monumentales hasta delicadas joyas. Entre esos hallazgos más preciados, también se descubrieron esparcidos por los yacimientos muchos miles de pequeños objetos de arcilla, la mayoría no más grandes que canicas. Tenían múltiples tamaños y formas (conos, cilindros, bolas), pero, por lo demás, no presentaban ninguna otra característica distintiva. Durante decenios, esos fragmentos de ruina de aspecto poco llamativo fueron básicamente ignorados por los arqueólogos. Hasta la década de 1970, no existió siquiera un mínimo consenso general sobre qué eran aquellas pequeñas cosas. Las especulaciones típicas apuntaban a que tal vez fueran «juguetes infantiles», «amuletos» o «piezas de un juego».18 A menudo, se los catalogaba simplemente como «objetos de utilidad incierta». Un distinguido arqueólogo estadounidense escribió en su informe de excavación que «de los niveles 11 y 12 proceden cinco misteriosos [...] objetos de arcilla que, de parecerse a algo, diría que se parecen a supositorios».19

La verdad era más prosaica, pero también más trascendente. En 1969, una joven arqueóloga francesa, Denise Schmandt-Besserat, decidió elaborar un catálogo exhaustivo de aquellas misteriosas piezas de arcilla. Al analizarlas en conjunto, se hizo evidente que sus formas y tamaños diversos eran comunes también a los hallados en otros yacimientos de todo el occidente asiático, desde el sureste de Turquía hasta la actual Pakistán. Schmandt-Besserat cayó en la cuenta de que aquellas diminutas manufacturas a las que tan poca atención se había dispensado a lo largo de los años no eran piezas de ningún ajedrez primitivo, ni laxantes rudimentarios, sino una especie de fichas empleadas para lo que se conoce como «conteo por correspondencia», es decir, para registrar la cantidad de algo mediante el mantenimiento de una cantidad correspondiente de otra cosa. El conteo por correspondencia no precisa de sofisticación numérica alguna, sino simplemente de la capacidad de comprobar que dos cantidades son idénticas.20 Es la técnica más antigua conocida para calcular el número de algo: se han descubierto huesos de animal tallados con muescas y fechados en la más temprana Edad de Piedra que, según se cree, se usaban para contar por correspondencia el paso de los días o el número de animales a los que se mataba.21 En Mesopotamia, Schmandt-Besserat se percató de que todo un complejo sistema de fichas de arcilla había permitido que ese antiguo método alcanzara un nivel de sofisticación desconocido hasta entonces. Cada forma y tamaño diferentes representaban un tipo y cantidad distintos de un producto básico particular: las fichas cónicas con incisiones, pan; las ovoides, aceite; las romboides, cerveza, etcétera.22 El cálculo de cantidades mediante el uso de ese elaborado sistema de fichas fue puesto en práctica en la economía agrícola de aquel momento y lugar para mantener la contabilidad del número de animales o de la abundancia o la escasez de las cosechas.

Lo esencial de ese sistema se mantuvo sin cambios durante miles de años.23 Con el auge de la civilización urbana y de las economías regidas por los templos, la demanda de mantenimiento de un registro aumentó espectacularmente. En torno al 3100 a. C., en la Uruk mesopotámica, se introdujo una innovación crucial: los registros empezaron a mantenerse, no recopilando las fichas propiamente dichas, sino realizando impresiones de las mismas en tablillas de arcilla antes de que estas se secaran. A partir de ese momento, una oveja dejó de estar representada por una ficha cónica guardada en un cofre de contabilidad y pasó a ser simbolizada por la impresión triangular que dejaba una ficha de esa forma en una tablilla de arcilla. Desde el momento en que se introdujo ese sistema y se aprendieron de forma bastante generalizada las diferentes impresiones correspondientes a cada ficha, costó poco prescindir de las fichas propiamente dichas. Era mucho más sencillo realizar impresiones de la forma y el tamaño correctos sobre la arcilla aún húmeda de una tablilla empleando una simple caña de junco. El antiguo sistema de objetos tridimensionales había sido traducido a un nuevo sistema de símbolos de dos dimensiones. Aquel fue un avance trascendental: nada menos que el nacimiento de la escritura.

Pero, además, y por si estimular la invención de la escritura fuese poco logro de por sí, la creciente complejidad de las economías mesopotámicas sirvió también de presión constante para el diseño de técnicas cada vez más eficientes y flexibles. Registrar cantidades usando los nuevos símbolos escritos era, desde luego, más eficiente que moldear, hornear y, luego, almacenar miles y miles de pequeñas figuritas de arcilla. Pero ambas técnicas seguían descansando sobre el mismo principio del conteo por correspondencia: una ficha o un símbolo se correspondía con una de las cosas de las que se seguía el recuento. Sin embargo, no mucho después de la invención de la escritura, se introdujo otra memorable mejora: en vez de escribir cinco símbolos de oveja para representar el significado de «cinco ovejas», se empezaron a utilizar símbolos separados para el número «cinco» y para la categoría «ovejas». Así se necesitaban solo dos símbolos en vez de cinco. Si tenemos en cuenta que en una de las tablillas que se han conservado hasta nuestros días aparece consignado el recibo de 140.000 litros de cereal, veremos enseguida las considerables ventajas prácticas de aquel avance.24 Y sus implicaciones a más largo plazo fueron mayores aún. El conteo por correspondencia no precisa que se tenga noción alguna de un número abstracto, es decir, un concepto de un número separado de las cosas que se están contando. El nuevo sistema sí exigía de sus usuarios esa noción. Así pues, Ur no solo había inventado la escritura, sino que, casi al mismo tiempo, inventó el concepto de número y, con ello, abrió la puerta al desarrollo de las matemáticas.

La invención de la escritura y de la numeración abstracta creó el marco propicio para el desarrollo de la tercera tecnología central de la sociedad mesopotámica: la contabilidad. El control jerárquico de la actividad económica que ejercían las burocracias clericales requería de un sistema de información administrativa: una técnica para cuantificar existencias y flujos de materias primas y bienes terminados, para usar las cantidades resultantes para planificar por adelantado, y para comprobar que esos planes se estaban llevando a cabo correctamente sobre el terreno. La contabilidad era esa tecnología social que aunaba la posibilidad de mantener registros de forma eficiente mediante la escritura con la utilización de medidas de tiempo estandarizadas para que pudiese realizarse un seguimiento de cantidades como las de existencias en los balances o las de flujos en las cuentas de resultados.25 En cualquier caso, tanto si hablamos de las economías de la antigua Mesopotamia como si nos referimos a las grandes sociedades anónimas empresariales actuales, se trata de un sistema de contabilidad sistemático que permite traducir las directrices de los estratos superiores de la organización en instrucciones prácticas, y que posibilita asimismo que el cumplimiento de tales instrucciones sea verificado por el contable: ese abnegado representante de una de las más conocidas, adustas y, según parece, antiguas profesiones del mundo.

Así pues, en casi todos los aspectos, las sociedades de la antigua Mesopotamia representan un contrapunto radical con respecto a las de la Grecia de la Edad Oscura. En lugar de la sociedad tribal primitiva e igualitaria de Homero, tenían la ciudad, con sus decenas de miles de habitantes gobernados por un rey semidivino y organizados en una jerarquía de múltiples estratos. En vez del poder de la fuerza bruta ejercido por unos caudillos sobre los plebeyos, tenían las sofisticadas reglas del sistema contable administrado por la burocracia de los templos. En vez de una economía simple regida por los principios de la reciprocidad y el sacrificio ritual (comunes, muy seguramente, a innumerables tribus primitivas de los últimos milenios), tenían una economía compleja que se regía con arreglo a un elaborado sistema de planificación económica que resultaría familiar a cualquier gerente o directivo de una moderna empresa multinacional. Pero a pesar de tan abismales diferencias, había un aspecto fundamental en el que las economías de la antigua Mesopotamia eran idénticas a las de la Grecia de la Edad Oscura. Y es que ni la planificación burocrática que se llevaba a cabo en los templos ni las instituciones tribales primitivas griegas de ese periodo de la Edad Oscura tenían reservada utilidad alguna para el dinero.26

¿Por qué aquella civilización comercial extraordinaria, la economía más avanzada que el mundo había conocido hasta entonces, la sociedad que inventó la escritura, la aritmética y la contabilidad, no fue también la que inventó el dinero? La respuesta es que no desarrolló un ingrediente crucial para ello: la precondición más importante para la existencia del dinero y componente central de este. Para comprender cuál era ese ingrediente, debemos tomar un desvío y adentrarnos por un momento en un entorno burocrático de una época mucho más reciente: la undécima reunión de la Conferencia General de Pesos y Medidas, celebrada el 14 de octubre de 1960 en París.

VALORAR LA MEDIDA DE LAS COSAS

Las organizaciones internacionales, funcionariales e impersonales, no han sido por lo general semilleros de avances revolucionarios en la civilización humana. Más bien, han tendido a servir de bastiones del dogma y la obstinación contra los que los pioneros solitarios han tenido que luchar audazmente en pos del conocimiento y la verdad. Pero el campo de la metrología —la ciencia de la medición— constituye una notable excepción a esa regla. El 14 de octubre de 1960, daba inicio la Conferencia General de Pesos y Medidas, un encuentro de periodicidad cuatrienal, con el encargo de valorar una serie de propuestas realizadas por el Comité Internacional de Pesos y Medidas, que este había recibido a su vez de la Oficina Internacional de Pesos y Medidas. Difícilmente podía imaginarse nadie una mayor acumulación de organizaciones funcionariales impersonales en tan poco espacio: cualquiera diría que aquello solo podía ser sinónimo de un abultado orden del día, repleto de irrelevantes y anodinos puntos por tratar con tedioso detalle por los delegados allí reunidos antes de un largo descanso para almorzar con todos los gastos pagados. Pero nada más lejos de la realidad que semejante impresión, porque en ese encuentro se acordó, por vez primera en la historia, un sistema simple y universal de unidades de medida basado en unos estándares acordados internacionalmente: el Sistema Internacional de Unidades (o SI).

Aquello significó todo un hito. Pensemos que, hasta el siglo XIX, apenas había habido ejemplos de estandarización sistemática de las unidades de medida para áreas geográficas amplias. En 1790, por ejemplo, se encargó un estudio para evaluar la longitud estándar del arpende, una unidad de longitud común en Francia. Quienes realizaron la investigación se quedaron consternados al descubrir que, solo en el departamento de los Bajos Pirineos, por ejemplo, se utilizaban hasta nueve estándares diferentes de dicha medida. Y en Calvados, eran como mínimo dieciséis.27 Pero ni siquiera esos ejemplos eran los más extremos, ni mucho menos: Francia estaba en la franja más avanzada del espectro europeo de la época en lo que a la regularidad de sus unidades de medida se refería. «En un solo pueblo, el de Jastrzebie —escribió el gran experto en metrología Witold Kula refiriéndose a un caso de su Polonia natal—, en Jastrzebie Alto se utilizaba el pszczyna como medida, mientras que en Jastrzebie Bajo se usaba el wodzislaw, y el vicario del lugar mantuvo la validez de ambos hasta la década de 1830».28

Existía, además, el problema de la proliferación de las unidades en sí. En el SI, la longitud (cualquier longitud de cualquier cosa) se mide en metros o en subdivisiones o múltiplos del metro. En la Edad Media y la Edad Moderna europeas, la aplicabilidad de un mismo concepto metrológico a contextos tan universales era una noción desconocida. Incluso en el Reino Unido actual, el whisky se mide en gills, la cerveza en pintas y la gasolina en galones. Pero en el viejo sistema eslavónico de medidas, por ejemplo, el pie era la unidad de longitud empleada para medir sembrados de patatas, mientras que el paso se usaba para describir las distancias que se recorrían en un viaje. La braza se utilizaba para registrar la profundidad del mar, al tiempo que la vara servía para medir tela. Está claro que lo que se medía en realidad en todos esos casos eran longitudes. Pero para cada contexto específico se usaba una unidad distinta. Este batiburrillo de unidades vernáculas daba pie a una terminología que suena casi absurda a oídos del observador moderno: «Un pescador podía decir que su red medía treinta brazas de largo y diez varas de ancho».29

Esa era la lamentable situación a la que se había tratado de buscar remedio organizando la Conferencia General de Pesos y Medidas, y la creación del SI supuso la culminación de casi un siglo de esfuerzos internacionales para la simplificación y estandarización de las unidades de peso y medida de todo el mundo. Fue un avance revolucionario en ambos aspectos. Así, en cuanto a la simplificación, introdujo un conjunto de nada más que seis unidades básicas, suficientes para la medición de cualquier aspecto del mundo físico: el metro para la extensión lineal, el kilogramo para la masa, el segundo para el tiempo, el grado Kelvin para la temperatura, la candela para la luminosidad y el amperio para la corriente eléctrica.30 Y en cuanto a la estandarización, los logros del SI fueron más espectaculares aún. No solo fijó unas normas internacionalmente acordadas para esas unidades básicas, sino que, por vez primera, las definió en términos de constantes universales halladas en la naturaleza, en vez de en referencia a unos determinados ejemplos acordados. A partir de entonces, el metro del SI, por ejemplo, dejó de definirse en términos de un metro canónico conservado en París y pasó a serlo en función de la longitud de onda de la radiación emitida por un elemento químico concreto.31

A primera vista, este largo camino hacia la simplificación y la estandarización podría antojársenos puramente superficial: una simple fachada ornamental. A fin de cuentas, todas las unidades de medida, sean cuales sean sus orígenes específicos, incluso las más arcaicas, están relacionadas entre sí (y con las unidades modernas) conforme a unas proporciones fijas. ¿Qué daño podría hacer un poco de indulgencia con la pervivencia de la costumbre local (o qué otra cosa podría esperarse de una de esas organizaciones internacionales impersonales que el ansia de erradicarla)? Pero con eso solo demostraríamos no haber comprendido la naturaleza y los orígenes de los sistemas de medida. A fin de cuentas, esa misma pregunta puede formularse a la inversa. ¿Por qué nos conformamos en su momento con esas unidades de medida para usos limitados cuando podríamos haber utilizado otras de aplicación universal? O dicho de otro modo, ¿por qué proliferaron en su momento esas absurdas acumulaciones de unidades locales aplicadas para usos restringidos?


Uno de los primeros ejemplos históricos de simplificación y estandarización: viñeta francesa de 1795 en la que se ilustraban las virtudes del nuevo sistema «métrico».

Lo cierto es que había un método entre tanto desconcierto aparente. La característica común a los conceptos metrológicos tradicionales era que estos se habían desarrollado desde abajo para su uso en contextos específicos y que, por lo tanto, habían captado con exactitud el aspecto más relevante de la actividad en cuestión para la que habían sido pensados. Hoy, por ejemplo, definimos el área de cualquier terreno midiendo su perímetro. Pero para el labriego medieval, las dimensiones cuadradas de una franja de terreno de labradío era uno de los aspectos del mismo cuyo conocimiento menos útil le resultaría. En vez de eso, como bien explicó Witold Kula, «dos son los aspectos cualitativos de cualquier campo cultivable que tienen una importancia crucial: el tiempo que se tarda en cultivarlo y la cosecha que es capaz de rendir».32 De ahí que las unidades tradicionales de medición del terreno agrario estuviesen normalmente definidas en términos del área que un solo hombre podía arar en un día o que se necesitaba para producir un determinado volumen de grano de cereal. Es evidente que las dimensiones cuadradas de las unidades así definidas variarán significativamente en función de la calidad del terreno; pero lo que para la mentalidad moderna parecería una desafortunada pérdida de generalidad era en aquel entonces una ventaja en cuanto a su utilidad precisa para la tarea a la que se quería dedicar. Ese ejemplo es ilustrativo de un argumento más general: el alcance y la estandarización apropiados de cualquier concepto metrológico dependen de cuál sea el uso al que ha de aplicarse.

La metrología no es estática, desde luego: a medida que evolucionan los usos a los que se aplica, también lo hacen las unidades de medida y sus estándares. Se produce, además, una retroalimentación en ambos sentidos: de igual modo que las prácticas y las técnicas dan lugar a unas unidades de medida determinadas, la invención de conceptos metrológicos más amplios y la instauración de estándares más sistemáticos permiten el florecimiento de nuevas formas de cooperación tecnológica y económica. El sinfín de sistemas y patrones de medida no relacionados entre sí que variaban de un pueblo a otro tal vez atendiera suficientemente las necesidades de una economía de pequeñas explotaciones agrícolas aisladas; pero, en la era industrial —la era de las máquinas y de la producción en masa—, la estandarización se convirtió poco menos que en un requisito, y la pujanza del comercio internacional y de la industria hicieron necesaria la introducción de unidades comunes en aras de la eficiencia. En la actualidad, la necesidad de unidades universales calibradas según unos patrones comunes es más profunda que nunca. En agosto de 2011, la revista The Economist analizó el origen de los 178 componentes de los que está hecho el iPhone 4 de Apple: una cuarta parte de ellos eran de Corea del Sur, un quinto de Taiwán, una décima parte de Estados Unidos y otras fracciones menores de Japón, China y varios países europeos.33 Ni las cadenas de suministros industriales globales ni, menos aún, la colaboración internacional en medicina, ciencia y comercio, serían concebibles hoy sin unas unidades de medida entendidas y aceptadas en todo el mundo. Y nada de esto podría existir en estos momentos si el proceso culminado por la creación del SI no hubiera tenido lugar.

Así pues, la invención gradual de unidades de medida para uso general no fue una mera innovación estética. Las unidades de medida en funcionamiento en cualquier periodo dado reflejan los conceptos disponibles en ese momento. Por ejemplo, cuando las brazas, los estadios, las leguas y los palmos se inventaron originalmente, no había un concepto universal de la extensión lineal. El hecho de que echando un peso al agua para sondear la profundidad del mar se midiera básicamente lo mismo que contando los pasos de distancia hasta el pueblo más próximo no era algo que la gente tuviera presente. En ausencia de un concepto universal de la extensión lineal, difícilmente podía inventarse y utilizarse una unidad para medirla. La creación del SI fue, pues, la manifestación visible y material de un cambio tan invisible como profundo en la evolución de las ideas humanas. Ese fue un proceso que llevó siglos, tal vez incluso milenios, y al que los cien años de trabajos de la Oficina Internacional de Pesos y Medidas no hicieron más que darle los retoques finales. Pero la decisión que la Conferencia General tomó aquel 14 de octubre de 1960 de codificar las seis unidades básicas del SI fue más que un simple punto de inflexión práctico para cualquier actividad que precisa de cooperación transfronteriza y de la cuantificación del mundo físico: fue también el reflejo del éxito de una abstracción gradual a lo largo de la historia. Una abstracción que no solo infirió la idea de la altura en general a partir de la estatura de los caballos y de la de sus jinetes, por ejemplo, sino que también supo abstraer a partir de las ideas generales de la altura, la longitud y la profundidad, el concepto universal de la extensión lineal. Marcó nada menos que una transición fundamental en los conceptos que la mayoría de la humanidad usa para cuantificar el mundo físico. En definitiva, aquella jornada de trabajo no estuvo nada mal para una organización internacional impersonal como aquella.

La invención de una unidad de medida universalmente aplicable, su papel central en el entretejimiento de la economía globalizada moderna y su espectacular impacto en el desarrollo del pensamiento humano: ¿dónde más podría coincidir tan revolucionario triunvirato? ¿Dónde más si no en el caso del dinero?

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