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LAS M

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Hace dos años que tenemos las M pero perdimos la defensa, el control de los cuerpos. El enemigo, antes de su rendición estratégica, emponzoñó en secreto las aguas, derramando hasta la última gota de nuestro combustible.

Nuestra plana mayor se trasladó para la celebración, ignorando la maniobra sucia. Nadie quería perderse la foto de la supuesta victoria. De este lado, ni un oficial. Los adversarios, esos falsos caballeros, bajaron su bandera, subieron a sus barcos y abandonaron el lugar. Según parece, una extraña inscripción fue descubierta en la plaza principal de la M menor: Incerto exitu victoriae. Pero nadie se molestó en entenderla.

Nuestros generales pasaron la noche festejando sin sospechar su destino. Hasta llevaron odaliscas. Ya en la mañana comenzaron los primeros síntomas. Mucosidad, contracción de las pupilas, contrariedades respiratorias, náuseas y babeos. Tras los espasmos, el coma. Las odaliscas se suicidaron en grupo. Deambularon perdidas sobre el hielo con los velos congelados y las panzas al aire. Después, se abismaron en el océano.

Se cuenta que el primer general que presentó síntomas ya tenía problemas de hígado. Amaneció tendido sobre la mesa principal de la Casa de Gobierno, desnudo y ebrio. Pero sus visiones pronto se revelaron excesivamente extravagantes, incluso para un militar de su rango y paladar. Hablaba con su perro muerto en 1972. Stanley, Stanley, laputaqueteparió. La repetición febril delató su estado. La parálisis le fue subiendo desde los pies hasta la lengua como un goteo al revés. Dicen que los pelos del cuerpo se le dormían igual que flores silvestres recién cortadas.

A veces me entretengo imaginando a los envenenados de las M. Tan parecidos a nosotros, pero cautivos en la cámara frigorífica del destierro oceánico. La victoria les duró un instante. Enseguida, el suicidio de los débiles. Los que aún siguen con vida no llegan a cincuenta. Pero se sabe, quedarán allá para siempre en sus barracones helados. Deformes frente a la bandera de esa victoria deslucida. Les quedó una radio, pero la locura les tomó la lengua, empastó su discurso. Papapapapá. Arengas como detonaciones sin balas. Sin voz los dejamos. Estuvimos de acuerdo en bajar el volumen de las bocinas y no responderles más.

Hasta hace poco, les mandábamos un barco de carga con enseres. Quedaban cajones flotando, llenos de conservas, cerca de la costa corrompida. Nadie quería aventurarse al contagio. Pero hace un año la prensa oficial instaló la idea de suspender la ayuda a los sobrevivientes. Estamos dilatando lo inevitable, dijeron. Y el pueblo les dio la razón. La salud es prioridad, la economía. El sacrificio de unos pocos bien vale el bienestar general. Allá quedaron los héroes apestados y los muertos. Acá, los paladines del bienestar. Un océano en el medio.

Un grupo de mustios en contra del olvido se manifestó en cueros frente a la Gobernación. Fueron detenidos. Para olvidar la contienda, la Junta sugirió evitar las conversaciones y las prendas de color verde. Se quemaron gorras, viseras, cantimploras. Decidieron jibarizar el tema: la inicial devoró a la palabra. Estoy seguro de que ya nadie recuerda a qué refiere la M, exactamente. Es como la B de Juan B. Justo. Un adorno de la fonética.

Los familiares de las víctimas debieron entregar las fotos de los finados, bajo amenaza de multa o cárcel. Se hizo una pira nacional a cielo abierto y cientos de rostros ardieron durante la noche. El firmamento brilló con esas muertes. Menos mal que ganamos, dijo papá. Si no, imaginate.

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