Читать книгу La encendida memoria: aproximación a Thomas Merton - Fernando Beltrán Llavador - Страница 10

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Introducción

Thomas Merton (Francia 1915-Bangkok 1968) es una figura singular en el panorama del pensamiento contemporáneo. Como su vida y pensamiento han tenido un alcance inusitado en las esferas públicas de la cultura, la política y la religión, en ocasiones se ha leído su obra de manera sesgada, escogiendo aquello que pudiera satisfacer una inclinación parcial, en menosprecio de una consideración global del conjunto de su trayectoria y de su obra. Es cierto que el carácter plural y lo prolífico de la última han abonado el terreno para un abordamiento fragmentario; no lo es menos que a su ingente producción acompaña una dimensión de profundidad que emerge de una disposición contemplativa, y por eso su crítica desborda el ejercicio de la sola reflexión. Sus años de formación ya anunciaron las que después habrían de ser sus exploraciones fundamentales. Hijo de artistas, estudiante brillante, residente en Francia e Inglaterra antes de su asentamiento en los Estados Unidos, miembro de las juventudes comunistas durante un corto periodo de tiempo, amigo bien pronto de un monje hindú que le señaló la riqueza de sus propias raíces cristianas y, en fin, poeta y ensayista, su curiosidad y la agudeza de su mente nunca le abandonarían. Desde el claustro monacal mantuvo una fecunda relación epistolar con cientos de personas así como un recuento diario de su vida, que se hizo público después de cumplir su voluntad de que sus diarios no salieran a la luz antes del año 1993, una vez transcurridos veintinco años desde su fallecimiento. Al término de su vida, su simpatía por personajes de la vida contracultural, su abierta admiración por representantes del budismo y del islamismo y su relación con figuras destacadas de los ámbitos zen o sufí, dieron lugar a toda suerte de especulaciones y rumores. Lo cierto es que su influencia crece con el paso del tiempo, y ello parece estar haciendo justicia a su obra rica y controvertida, a un tiempo ortodoxa y radical, tributaria de una tradición que se remonta a los padres del desierto pero enraizada en su tiempo, crítica en extremo desde la pasión y la compasión, desde la razón y la contemplación.1

Thomas Merton, más tarde Father Louis, pero también Uncle Louis, Tom, Uncle O’remus, Ottaviani, Wang, Llwellen, Marco J. Freesbee, Happy, Joe Zimmerman,2 de acuerdo al destinatario o la ocasión, alcanzó su popularidad con The Seven Storey Mountain, que pronto se convertiría en un best-seller en el que su joven autor relataba, desde el claustro del monasterio trapense de Nuestra Señora de Gethsemani, en Kentucky, su propio proceso de conversión al catolicismo. También a España llegó enseguida ese impactante aunque maniqueo relato, y a él acompañaron, a continuación, algunos ensayos de tono devoto así como una selección de sus diarios monásticos; de su último periodo, sin duda alguna el más universal y de una madurez renovada, contamos con las traducciones de su adaptación personal de los poemas de Chuang-Tzu y con un interesante diálogo con el estudioso y prestigioso divulgador del zen D. T. Suzuki;3 en Sudamérica muchos de sus ensayos y poemas se encuentran traducidos en revistas literarias y quedaron recogidos en libros de naturaleza miscelánea, y en España se viene realizando un importante esfuerzo editorial de recuperación, a la espera todavía de que vean la luz sus ensayos literarios y de que prosiga la publicación de su producción epistolar y poética, esta última felizmente asumida por Sonia Petisco.4 Cabe destacar la publicación en nuestro idioma de su último diario, el que recoge su peregrinaje asiático, así como de un compendio de sus diarios completos que en el original inglés se han publicado en siete volúmenes.

Merton heredó de sus padres su sensibilidad hacia toda forma de belleza en la naturaleza y el arte. A través de sus diarios prosiguió una disciplina de autoescrutinio incesante que ya iniciara su propia madre tomando notas de los progresos del niño desde su nacimiento.5 Cuando apenas contaba con seis años, esta murió, y con su padre inició una sucesión de cambios de residencia que en muy poco tiempo le hicieron conocer experiencias educativas diferentes en Francia e Inglaterra, y familiarizarse por igual con los idiomas de ambos países. A los dieciséis años, su padre muere de un tumor cerebral en Londres y queda huérfano. Dos años más tarde, el joven Merton emprende un breve viaje a Roma, y después de pasar el verano en los Estados Unidos regresa a Cambridge para estudiar francés e italiano. En 1935 se desplaza definitivamente a Estados Unidos para residir con sus abuelos maternos y estudiar en la Universidad de Columbia donde colabora en diversas publicaciones internas y redacta la tesis requerida para completar su Máster (Master of Arts), sobre el arte y la naturaleza en William Blake. En 1938, por propia decisión, y tras una primera juventud febril, resuelve recibir el bautismo en la Iglesia católica y comienza sus estudios de doctorado interesándose por la obra del poeta Gerard Manley Hopkins. Ese mismo año viaja a Cuba donde una profunda experiencia religiosa, que relata en su propia autobiografía, le hace plantearse seriamente emprender un noviciado monástico; la posibilidad de ingresar en la orden franciscana quedó descartada al confesar su involuntaria paternidad aunque, tras participar brevemente como voluntario en la obra social de la Baronesa Catherine de Hueck en Harlem, pasa un tiempo de retiro en la Abadía de Gethsemani siguiendo el consejo de su mentor Daniel Walsh, y finalmente, en diciembre de 1941, ingresa en ese monasterio trapense, como se conoce a la rama de la Orden Cisterciense de la Estricta Observancia.

Su periodo monástico comprende varias etapas netamente diferenciadas: noviciado (1942-1944), primeros votos hasta la ordenación sacerdotal (1944-1949), maestro de escolásticos (1951-1955), maestro de novicios (1955-1966) y finalmente una etapa de eremitismo (1966-68) y lo que pudiera considerarse monacato universal (1968). Diez años después de su ingreso en la abadía adopta la nacionalidad norteamericana, y a través de sus escritos comienza a pronunciarse contra la discriminación racial y hace públicas sus severas objeciones a la intervención del gigante americano en Vietnam y al uso destructivo de la fuerza atómica. En 1965 se le concede un permiso largamente esperado para vivir como ermitaño a tan sólo una milla de la abadía, en los terrenos de la misma. Tres años más tarde, en 1968, asume el encargo de buscar nuevas ubicaciones para futuras ermitas y se desplaza a Nuevo México, California y Alaska. Ese mismo año viaja por distintos puntos de Asia con motivo de un encuentro de monjes benedictinos y cistercienses en Bangkok. Allí muere en circunstancias confusas, al ser electrocutado accidentalmente por un ventilador, según una versión oficial que cincuenta años después de su muerte ha sido puesta en tela de juicio por Turtley y Martin (2018).

Su vida estuvo plagada de ironías, y la última de ellas fue quizá la más significativa. El hombre que escribiera Original Child Bomb: Points for Meditation to be Scratched on the Walls of a Cave fue devuelto cadáver a Norteamérica a bordo de uno de los aviones bombarderos del ejército norteamericano en Vietnam. En ese mordaz informe poemado Merton había descrito con estremecedora frialdad el proceso político que condujo a la devastadora explosión de la bomba en Hiroshima.6

No podemos pensar en el talante místico de Merton al margen de su producción escrita; su lealtad hacia su profesión monástica y su vocación de escritor estuvieron en conflicto permanente hasta asumir por completo que sus escritos constituían otra forma de plegaria, un modo muy íntimo de comunicación personal y de comunión universal y una opción libre a la vez que una estricta expresión de obediencia. Lo que sorprende de la obra de Thomas Merton no es tan sólo la calidad de su profusa producción sino su acogida por parte de un público muy amplio y diverso, mucho más allá de la comunidad de católicos, y hasta a veces en declarada confrontación con la misma, si bien es natural que la prodigalidad y variedad de su pluma susciten la simpatía en círculos de intereses bien dispares. En el año 2002, los editores de The Thomas Merton Encyclopedia calculaban su producción por encima del centenar de libros, que comprenden prosa ensayística, hagiografías, diarios, meditaciones, una amplia producción poética, literatura epistolar compilada en una decena de volúmenes, una novela y numerosas traducciones del latín, del francés y del español.

En esta sucinta aproximación intentaremos dar a conocer la obra de este autor prominente dentro del catolicismo estadounidense del siglo XX haciendo especial hincapié en la perspectiva de su contexto americano. La orientación didáctica del libro explica el exceso de simplificación en la presentación de los argumentos, que privilegian la voz del propio contemplativo en detrimento de mayores modulaciones críticas o estudios contextualizados, y mucho más matizados, sobre aspectos específicos que se recogen en otros volúmenes referenciados en notas a pie de página, al hilo del discurso, y en la sección bibliográfica. Ahora bien, no podemos comenzar a asumir siquiera la óptica de los estudios norteamericanos sin señalar que nada pudo quedar más lejos de la intención de Merton que la de erigirse en embajador cultural, y mucho menos ideológico, de los Estados Unidos, y menos todavía suscribir su ambición imperial. Sin embargo, también es de justicia reconocer que, junto al clima de barbarie y decadencia moral que Thomas Merton denunció de un modo implacable en Norteamérica, posiblemente ningún otro espacio podría haberle ofrecido la oportunidad de reunir y proyectar universalmente sus ensayos y meditaciones en torno a aspectos tan diversos como los que vierte en sus escritos. Merton fue adquiriendo cada vez mayor conciencia de estar habitando una tierra secular e históricamente situada, producto de acontecimientos temporales y terrenos, y no tan sólo una topología extemporánea como cabría pensar de un monasterio en la Norteamérica que llevó al primer hombre a la luna. El compromiso con la sociedad de su tiempo ha quedado bien patente en sus escritos sobre la amenaza nuclear, sobre la discriminación racial y la alternativa de la no violencia, sobre el genocidio de los habitantes originales del suelo americano, los indios nativos, y sobre tantos temas de interés nacional como mundial: los campos de concentración, el existencialismo, la contribución de Oriente a las formas de vida occidentales, el papel de la ciencia y de la tecnología en el mundo contemporáneo, y un largo etcétera, que no fueron, no obstante, sino el corolario y una derivación natural de todos aquellos otros escritos sobre cuestiones de carácter estrictamente monacal: lecturas de la Biblia, directrices sobre la vida monástica, la espiritualidad de san Juan de la Cruz, san Bernardo, Juliana de Norwich..., el estudio de las figuras del escolasticismo, los padres del desierto, así como del misticismo sufí, la espiritualidad zen, etc.

No cabe duda de que le corresponde a Norteamérica la fortuna de haber albergado en su suelo a un crítico excepcional cuyo mensaje ha tenido repercusiones de alcance global. Hay quien ha llegado a comparar la hondura de su palabra contemplativa con la de Juan de la Cruz. Desde el recinto claustral supo romper barreras temporales, geográficas y disciplinares, y hoy su reconocimiento procede tanto de los ámbitos católicos como de otras religiones y de esferas muy diversas del saber y del quehacer humano: sociológica, literaria, antropológica, política, psicológica, económica y ecológica.

El título del libro responde a la triple configuración de la hermenéutica cristiana, constituida en primer lugar por el texto, que comprende el contenido de la memoria y tradición fundadas en la Sagrada Escritura; en segundo lugar por el contexto, referido a la realidad compleja en sus aspectos sociopolíticos, económicos, culturales y religiosos; y finalmente, por el intérprete, creyente individual o suma de fieles, esto es, la comunidad eclesial en su conjunto. En esa clave, la memoria se enciende, se actualiza e ilumina la vida del mundo cuando, a la escucha del Espíritu, personas como Merton entregan su vida entera y se dejan abrasar por el fuego fundante de un amor sin límites a la vez que absolutamente personal, transformándose así en profetas7 contemporáneos y luminarias para los demás. A ese respecto el discurso del papa Francisco en el Congreso de los Estados Unidos de América el 24 de septiembre de 2015 destacó a Thomas Merton como uno de los grandes referentes norteamericanos junto a las figuras de Abraham Lincoln, Martin Luther King, y Dorothy Day, definiéndolo como “un hombre de oración, un pensador que desafió las certezas de su tiempo y abrió horizontes nuevos para las almas y para la Iglesia; fue también un hombre de diálogo, un promotor de la paz entre pueblos y religiones.”8

En cuanto a la organización del libro, su núcleo se erige en torno a la dinámica que se establece entre la experiencia de sociedad y de soledad en la vida y en la obra de Merton. El bosquejo cronológico inicial, tras este preámbulo, se propone situarlo en un mapa de su tiempo para recoger someramente la secuencia de los acontecimientos más destacados de su itinerario y de su producción escrita. El acercamiento a su persona tiene lugar desde tres perspectivas diferentes aunque complementarias: el testimonio personal de aquellos que le conocieron y tuvieron trato de cercanía con él, la convicción íntima del autor de que todos aquellos rostros que los demás vieron en él no constituían su auténtica identidad o su “rostro original”, en la imagen de ese conocido koan9 en el que un maestro zen desafía a su discípulo a que le muestre su rostro antes de haber nacido, y finalmente, la huella inestimable de sus propios diarios que, remontando la línea de su vida, habrían de establecer una continuidad casi directa con la tarea ya iniciada por su madre al tomar notas sobre el niño desde su nacimiento; hay que observar que, a excepción de ciertos periodos críticos en los que Merton se abstuvo de escribir, la redacción de los diarios constituyó una disciplina a la que habría de ser fiel hasta el término de sus días;10 de hecho, su obra entera —incluyendo poemas, cartas, ensayos, meditaciones— se puede leer como un exhaustivo registro de los movimientos de su alma.

El contenido de esta aproximación a Merton se ha organizado de manera especular, respondiendo a un esquema de viaje espiritual que refleja un arquetipo de búsqueda, transformación y retorno consustancial al desarrollo humano. Como veremos, al hilo de sus obras fundamentalmente, se aprecia un sendero de progresión desde una experiencia de soledad en sociedad hasta otra, al final de sus días, de sociedad en soledad: la primera corresponde al periodo que el propio Thomas Merton describe en su famosa autobiografía, The Seven Storey Mountain, que culmina cuando ingresa en la abadía de Nuestra Señora de Gethsemani, en Kentucky, mientras que la última se inicia en el momento en que el autor obtuvo permiso para viajar a Asia, con ocasión de un encuentro ecuménico en Bangkok, lo que le brindó la oportunidad, hasta entonces resuelta casi exclusivamente por vía epistolar, de entrar en contacto con representantes vivos y destacados de distintas corrientes de espiritualidad oriental. Los diversos capítulos hacen evidente cómo, aún en medio de tensiones e incomprensiones entre sus hermanos y sus seguidores, las exploraciones interiores del autor, su vivencia monacal y la indagación de su identidad última iban a conducirle necesariamente a una apertura compasiva hacia el mundo que antes deseara o creyera haber abandonado; esa nueva eclosión tomaría la forma de un genuino compromiso y de su implicación plena en los órdenes político, social y cultural de su nación y de su siglo mediante el vehículo de la palabra. Es de destacar en ese contexto que, tras su primera etapa de conversión y después de abrazar la regla monástica, Merton tomó la decisión, libre y consciente, de adoptar la ciudadanía estadounidense, a lo que concedió casi tanta importancia como a su profesión de fe; lejos de procurarle amparo en un nacionalismo triunfalista, ese paso decisivo iba a legitimarle en no pocas ocasiones para hacer fuertes críticas sociales desde su doble condición de peregrino hacia un horizonte escatológico de trascendencia y de ciudadano norteamericano del siglo XX.

Pese a la separación inevitable de los capítulos a efectos metodológicos y de exposición, cada uno de los aspectos que se abordan en el apartado genéricamente titulado “soledad” se corresponde con aquellos otros recogidos bajo el epígrafe de “sociedad”. De ese modo se sugiere que si la estructura monástica proporcionó a Merton un marco de soledad y autodescubrimiento, esta sería trascendida en un proceso dinámico, una auténtica peregrinación por los senderos del Espíritu; al monje, en su madurez, habría de resultarle ya difícil separar su preocupación religiosa de cuestiones políticas, éticas y culturales históricamente situadas. De la misma manera, en el claustro —crisálida de silencio, de contemplación, oración, ascesis y recogimiento abisal— se gestaron las alas que le llevarían a anunciar y multiplicar los frutos de la contemplación tan lejos de su recinto; esa fragua fue, no obstante, también el resultado de un incesante diálogo con numerosas personas que dejaron en él una impronta indeleble; no son pocos los autores que, a su vez, han reconocido la influencia que Merton ejerció sobre ellos, y su legado es de naturaleza múltiple, más allá del ámbito de la producción escrita. La noche del gran silencio, un periodo de “descreación”, de ocultamiento y de despojamiento de las máscaras ilusorias del falso yo, precedió al día de la proclamación, una nueva condición de presencia plena, de encarnación y participación comprometida con la suerte de las mujeres y hombres de su tiempo. Por último, iluminación y compasión —o satori y karuna, si se prefieren sus equivalentes homeomórficos en el budismo— son dos aspectos indisociables de ese nuevo alumbramiento en el que Merton sintió la llamada a hacer de sus semejantes partícipes de su descubrimiento más íntimo y más humano, a un tiempo personal y universal.

En lo que sigue vamos a intentar introducir a Thomas Merton en el paisaje de su siglo y en su país de adopción, presentando su relación con tres aspectos centrales en su pensamiento, a saber, las raíces puritanas de la nación norteamericana; su noción del “yo” y su relación progresiva de escisión, diálogo e integración de las vivencias de soledad y sociedad, y finalmente su visión del “hombre nuevo” como una tierra ignota y la más profunda seña de identidad religiosa.

Anthony Thomas Padovano11 adscribe la identidad americana de Merton a esa tradición constitutiva de los Estados Unidos que es la experiencia colectiva del viaje; primeramente, a través de las peregrinaciones transoceánicas por el Atlántico, y después mediante el movimiento de expansión territorial hacia el oeste. A esa tradición pertenecen, por lo demás, los periplos personales, los desplazamientos de conciencia y los relatos del yo en obras tan representativas como Huckleberry Finn, de Mark Twain, Moby Dick, de Melville, o los testimonios autobiográficos de Benjamin Franklin, Ralph Waldo Emerson, Henry David Thoreau, Henry Adams, Thomas Wolfe, Norman Mailer, Emily Dickinson, Walt Whitman, etc. Fiel también a ella, la obra de Thomas Merton, en su multiplicidad de expresiones, se organiza en su totalidad en torno a los dos ejes simbólicos del viaje y del yo, desde su primer libro reconocido, The Seven Storey Mountain, hasta su última crónica personal, The Asian Journal of Thomas Merton, publicada de forma póstuma. Padovano destaca la vinculación de la biografía de Merton con la tradición primera de la expresión literaria norteamericana, la de los puritanos, de carácter espiritual, recogida en los testimonios y relatos de conversión o progreso, o a través de los escritos en forma de sermones u homilías, que después se diversificarían en la voz secular o poética de Emerson y Whitman. Desde esa consideración, sostiene, “The Seven Storey Mountain is an American Pilgrim’s Progress. It serves in this capacity not only because of the introspective character of the search but because it deals effectively with the American temptation to substitute secular experience for spiritual substance”.12 Padovano continúa su argumentación aduciendo que Merton es heredero de las convenciones puritanas en el esquema narrativo de su autobiografía, que comprende la descripción de una atribulada juventud, una conversión adolescente que se ve pronto amenazada, un compromiso de fe posteriormente consolidado tras la superación de duras pruebas, y la necesidad de dar testimonio escrito — a mitad de camino entre la confesión y el diario— de su peregrinación, con un propósito deliberadamente pedagógico. Es interesante que recuerde que entre los puritanos se contaban poetas y ensayistas, predicadores y enseñantes, y que Merton reunió en su persona esas cuatro facetas. Así, señala entre sus precedentes la poesía autobiográfica de Anne Bradstreet, las confesiones públicas de los Mathers, las narraciones personales de Jonathan Edwards, etc.

Para abundar en la conexión íntima entre la suerte personal de Thomas Merton y el proceso de la formación ideológica norteamericana, se puede establecer cierto paralelismo entre su separación inicial —su primera etapa de contemptus mundi— y el fenómeno del separatismo religioso en la etapa de la colonización de Norteamérica. En efecto, diversos grupos de colonos sufrieron presiones de toda índole que les forzaron a cruzar el océano para comenzar una nueva vida en “otro mundo”. Su viaje entrañaba asumir una decisión surgida de una tensión difícil de explicar sin contradicciones internas, pues con su emigración emprendían a la vez una búsqueda y una huida, aunque sería impensable hablar de los colonos como de un grupo humano homogéneo y de la colonización como de un acontecimiento sencillo y uniforme. Tanto esa colonización bajo la forma de una búsqueda pastoral de lo que en su formulación más reducida podríamos denominar la “sociedad sencilla” como la colonización que se emprendía como una huida, iban a tener como consecuencia una gradual, pero inevitable, separación de la sociedad de origen, un distanciameiento a la vez geográfico, temporal, y psicológico. El separatismo religioso participa también, de una forma peculiar, de esta misma lógica —y podría decirse que el esquema descrito se aplica de manera similar a la distancia que el mismo Merton puso con respecto a la sociedad secular en la había crecido. Al igual que el fenómeno colonizador, no obstante, el separatismo religioso nunca habría de conocer un divorcio total. En el caso de Inglaterra, en sus primeras iniciativas colonizadoras, y en el del joven converso en sus primeros intentos de renuncia a su doble condición de escritor y de hijo de su tiempo, iban a ser tantos los vínculos con la sociedad de origen que podría pensarse que ningún ideal original pudo llegar a materializarse en tierras americanas, o que estos se modificaron con el decurso de los acontecimientos hasta integrar elementos no sencillos, urbanos, que habrían de dar paso a eso que Leo Marx denominó “pastoralismo complejo”.13

En un extenso trabajo Perry Miller14 traza una cartografía intelectual del siglo XVII en Nueva Inglaterra a partir de la definición y clasificación de los principales conceptos de lo que califica como “New England Mind”. Aunque el trabajo de Perry Miller ha sido objeto de posteriores revisiones y críticas15 nadie ha puesto en duda su importancia, y es todavía una referencia obligada en cualquier incursión en el campo de las ideas del puritanismo. A pesar de la magnitud de su estudio, empieza por reconocer que, desde una perspectiva amplia, el puritanismo tan sólo supuso un capítulo minúsculo, aunque trascendente, en la historia del cristianismo. Miller sostiene que este no fue exclusivo de la Inglaterra del siglo XVII, en la que encontró su origen, sino que, si se le quiere hacer justicia, obedece a una búsqueda universal de respuestas espirituales a las cuestiones eternas acerca de la naturaleza humana. Desde otra perspectiva menor, el puritanismo puede ser considerado como una entre otras muchas manifestaciones de la piedad agustiniana. En cientos de diarios y sermones puritanos asoman los significados evidentes u ocultos de las Confesiones de san Agustín, y aquí resulta esclarecedor que en The Seven Storey Mountain, la propia autobiografía de Thomas Merton, se haya encontrado un correlato contemporáneo de esa primera magna confesión espiritual. Sería injusto, sin embargo, reducir la espiritualidad de Merton a su primera etapa inicial de conversión, y confundir la similitud que guarda con la ideología puritana original con su adhesión doctrinal a la misma.16 Por el contrario, resulta obligado indicar que Merton adoptaría un deliberado distanciamiento muy crítico con el puritanismo, especialmente hacia el final de su vida monástica, cuando sometió a la sociedad americana a un fino escrutinio a partir de sus presupuestos ideológicos;17 así, en “The Wild Places”, Merton examinó las implicaciones éticas del puritanismo:

The Puritans inherited a half-conscious bias against the realm of nature, and the Bible gave them plenty of texts that justified what Mr. Nash calls a “tradition of repugnance” for nature in the wild. In fact, they were able to regard the “hideous and desolate wilderness” of America as though it were filled with a conscious malevolence against them. They hated it as a person, an extension of the Evil One, the Enemy opposed to the spread of the Kingdom of God. And the wild Indian who dwelt in the wilderness was also associated with evil. The wilderness itself was the domain of moral wickedness. It favored spontaneity —therefore sin… To fight the wilderness was not only necessary for physical survival, it was above all a moral and Christian imperative. Victory over the wilderness was an ascetic triumph over the forces of impulse and of lawless appetite. How could one be content to leave any part of nature just as it was, since “nature” was fallen and “corrupt”? The elementary Christian duty of the Puritan settler was to combat, reduce, destroy and transform the wilderness. This was “God’s work”. The Puritan, and after that the Pioneer, had an opportunity to prove his worth —or indeed his salvation and election— by the single-minded zeal with which he caused on this obsessive crusade against wilderness. His reward was prosperity, real estate, money, and ultimately the peaceful “order” of civil and urban life. In a seventeenth-century Puritan book with an intriguing title, Johnson’s Wonder Working Providence (“The Great Society?”), we read that it was Jesus Himself, working through the Puritans, who “turned one of the most hideous, boundless and unknown wilderness in the world to a well-ordered Commonwealth”.18

En otro trabajo de investigación19 se ilustraban precisamente esos elementos ideológicos en uno de los primeros escritos puritanos, la crónica del historiador y gobernador William Bradford, History of Plymouth Plantation. En ese estudio, la lectura interpretativa de Max Weber resultó reveladora. Merton ya había acudido al análisis de Weber en el ensayo al que nos referimos:

Max Weber and others have long since helped us recognize the influence of the Puritan ethos on the growth of capitalism. This is one more example. American capitalist culture is firmly rooted in a secularized Christian myth and mystique of struggle with nature. The basic article of faith in this mystique is that you prove your worth by overcoming and dominating the natural world. You justify your existence and you attain bliss (temporal, eternal, or both) by transforming nature into wealth. This is not only good but self-evident. Until transformed, nature is useless and absurd. Anyone who refuses to see this or acquiesces in it is some kind of half-wit —or, worse, a rebel, an anarchist, a prophet of apocalyptic disorders.20

La cita es pertinente desde distintas perspectivas; por un lado sitúa a Merton en la tradición de la disensión, acercándolo más a los trascendentalistas y al legado romántico norteamericano21 que a los padres peregrinos, y por otro lado establece una estrecha conexión entre el campo político y el religioso.22 Si Perry Miller ponía el énfasis en una aproximación espiritual al puritanismo, y Max Weber establece un nexo claro entre la ideología protestante y el origen del capitalismo, MacPherson establece los supuestos que, según afirma, definen el carácter político del siglo XVII. Su estudio se puede extrapolar, aún con la diferencia histórica de tres siglos, a las nociones de identidad de nuestro tiempo y arrojan luz sobre lo que Merton define como “el falso yo”.23 En breve, MacPherson señala la identificación del individuo como propietario de su propia persona y de sus capacidades, en razón de lo cual nada debe a la sociedad.24 Ahora bien, si lo que define al ser humano es su libertad respecto a la dependencia de las voluntades de los demás, eso supone que esta libertad individual podría entrar en colisión con las libertades ajenas, a menos que se establezcan unas obligaciones y límites tales que se garanticen las libertades de unos y otros. Y si lo que define a la persona es la posesión de sí misma, el juego de relaciones que se establece entre los sujetos, hombres y mujeres, es de carácter necesariamente mercantil. La sociedad política responde entonces a la necesidad de proteger las propiedades, incluida la persona, y de ordenar consecuentemente, en términos de posesión, las relaciones entre los individuos. MacPherson pone el dedo en la llaga de una de las cuestiones éticas más serias de nuestra civilización, la confusión de los valores del “ser” con los del “tener”. Por eso Merton aboga por una ética de signo contrario, más próxima a los mensajes “inútiles” del bosque que a las oscuras fábricas satánicas de la Jerusalén dibujada por William Blake; en el ensayo antes mencionado prosigue:

The Transcendentalists, above all, reversed the Puritan prejudice against nature, and began to teach that in the forests and mountains God was nearer than in the cities. The silence of the woods whispered, to the man who listened, a message of sanity and healing. While the Puritans had assumed that man, being evil, would only revert to the most corrupt condition in the wilderness, the Transcendentalists held that since he was naturally good, and the cities corrupted his goodness, he needed contact with nature in order to recover his true self.25

Destaca, no obtante, ante todo que los impulsos de dominación, expansión, conquista y posesión derivados de la ideología puritana encuentran su verdadera base en una definición distorsionada del propio tejido identitario, que configura, conjurándolos, los escenarios que constituyen la fabricación de nuestro mundo:

Thoreau realized that civilization was necessary and right, but he believed that an element of wilderness was a necessary component in civilized life itself. The American still had a priceless advantage over the European. He could “combine the hardiness of the Indian with the intellectualness of civilized man”. For that reason, Thoreau added: “I would not have every part of a man cultivated”. To try to subject everything in man to rational and conscious control would be to warp, diminish, and barbarize him. So, too, the reduction of all nature to use for profit would end in the dehumanization of man. The passion and savagery that the Puritan had projected onto nature turned out to be within man himself. And when man turned the green forests into asphalt jungles the price he paid was that they were precisely that: jungles. The savagery of urban man, untempered by wilderness discipline, was savagery for its own sake.26

Volviendo a su argumentación inicial, Padovano lleva un paso más allá su exploración de la idea de viaje como el centro de inspiración de la obra de Merton, y sitúa su correlato bíblico en la peregrinación del pueblo hebreo en busca de su auténtica patria —en el Antiguo Testamento— y en la llegada del Hijo de Dios a esta tierra —en el Nuevo Testamento—,27 desvelando así la condición paradójica de la comunidad de creyentes como transeúntes en este mundo, pero no habitantes de este mundo. En Merton el viaje arquetípico cristiano, su “pilgrim’s progress”, adoptó diversas formas: una trayectoria vital por la geografía física del orbe que partiría de Europa hasta América y desde allí finalmente a Asia hasta cerrar circularmente su tránsito por el mundo; una peregrinación religiosa desde Occidente hasta Oriente para acabar por abrazar las diversas expresiones religiosas de la Tierra desde su “catolicidad” universal; un viaje de lo secular a lo sagrado; una inmersión en las aguas profundas de la soledad; y finalmente, otra trayectoria espiral desde el orden, o desorden, del mundo pasando por esa “ciudad de Dios” que fue el claustro monástico hasta el eremitismo en ese desierto que es la “dimensión interior de nuestra condición humana”.28 Merton acabaría de vuelta nuevamente en el mundo que había repudiado, aunque esta vez de otra manera, con una percepción y una presencia transformada y transformadora, donde “mundo” y “monasterio”, “secular” y “sagrado”, “soledad” y “sociedad”, “ciudad” y “desierto” quedaron abrazados, a la vez que trascendidos, en una “integración final”, como titula uno de los ensayos más reveladores de su última etapa.29 Pues si en un momento de su autobiografía, fracasado su intento de ingreso entre los franciscanos, decide comprarse unos libros devocionales con una firme resolución: “They (the breviaries) said that if I could not live in the monastery, I should try to live in the world as if I were a monk in a monastery” (SSM: 300), su trayectoria monástica sería tal que al término de su vida se podría poner en su boca una declaración de signo totalmente opuesto: “If I could not live in the world, I should try to live in the monastery as if I were a monk in the world”.

El auténtico viaje para alcanzar la integración final, mantiene Merton, es una metanoia, un camino de transformación, una auténtica conversión de corazón, que en su caso, y para seguir su propio juego de palabras, consistiría verdaderamente en una continua “conversación” de corazón,30 con el corazón y hacia el corazón; un viaje desde un falso yo, apenas una máscara superficial, ilusoria, presa de las obsesiones de la cultura del momento —del dinero, del poder, de la banalidad, del “tener” — hasta un yo auténtico, una realidad incuestionable, una identidad profunda, “beyond the shadow and the disguise”, más allá incluso de las costumbres y usos monásticos. Para Padovano, es esa orientación del yo lo que hace de Merton un autor plenamente americano; según él, “the self has always been the great American romance… a self that explores its own identity and then tenderly and poignantly reaches out for further contact”.31 Si en la expresión escrita en prosa Padovano compara la autobiografía norteamericana por excelencia, la de Benjamin Franklin, con la de Merton, en lo tocante a la expresión poética establece un paralelo entre el poema que canta el alma de otro americano universal, Walt Whitman, en “The Song of Myself” y The Geography of Lograire, el último intento poético del monje americano, que dejó inacabado y que tejió a modo de mandala poemado, realmente como un viaje por la geografía de una dimensión arquetípica, de naturaleza recóndita al tiempo que familiar. Merton se erige en un símbolo de Norteamérica, y en un espejo de su tiempo, al reflejar, aún desbordándolas, las propias raíces europeas de los Estados Unidos y al definir su identidad más honda en términos de movilidad, sufriendo con sus conciudadanos la condición psíquica de desarraigo, de inestabilidad e impermanencia. Su eremitismo a veces resulta más cercano en su concepción al experimento de soledad de Emerson y Thoreau que al de sus predecesores en la tradición cristiana; su preocupación por la paz lo acerca a la reivindicación americana de la objeción de conciencia y a la espiritualidad de los cuáqueros; y se puede, siempre según Padovano, reconocer también en su preocupación constante por la cuestión educativa un rasgo específicamente estadounidense.

Resulta, entonces, indispensable aproximarse a la opción de vida y al conjunto de su obra situándola en ese contexto de metanoia o viaje de transformación. Para Merton, la caída del ser humano no es otra cosa sino su pérdida de sí, el olvido de su yo verdadero: “To say that I was born in sin is to say that I came into the world with a false self. I was born in a mask. I came into existence under a sign of contradiction, being someone that I was never intended to be and therefore a denial of what I am supposed to be. And thus I came into existence and nonexistence at the same time because from the very start I was something that I was not” (NSC: 33-34). Adán es cada uno de nosotros, también hoy, en nuestra condición de separación de la Tierra Pura, del Paraíso. Adán, así considerado, es una realidad sin tiempo en nuestro interior, “an archetypal mirror of ourselves”.32 La paradoja del hombre caído se debe a su pretensión de ser como Dios prescindiendo de Dios; en efecto, la humanidad es creada a su imagen y semejanza, pero no para sustituir a Dios y así considerarse creadora de sí misma. Esa es la arrogancia, la ignorancia del ego, el acto de hubris que le condena a encerrarse en su egoísmo. Ese egoísmo es, literalmente, la percepción del “ego” como “ismo”, “isla”, una insularidad de fabricación propia, aunque en realidad, Merton nos recuerda, parafraseando a Donne, que “los hombres no son islas”.

La vida espiritual, sostiene, es en realidad una suerte de viaje de descubrimiento, a la vez de progreso y de regreso, de ascenso y de recuerdo, un viaje de encuentro con nuestra identidad en Dios, y con Dios en nuestra identidad: “Ultimately the only way that I can be myself is to become identified with Him in whom is hidden the reason and fulfilment of my existence. Therefore, there is only one problem in which all my existence, my peace and my happiness dependes: to discover myself in discovering God. If I find Him I will find myself and if I find my true self I will find Him” (NSC: 34-35). Nacer como hombre nuevo supone “desnacer” como hombre viejo, revertir el exilio primigenio y restablecer el vínculo con la fuente de creación eterna; en las palabras que siguen Merton resume el propósito último del viaje espiritual, que no es sino el de desandar los pasos del viejo Adán:

After Adam had passed through the center of himself and emerged on the other side to escape from God by putting himself between himself and God, he had mentally reconstructed the whole universe in his own image and likeness… If we would return to God and find ourselves in Him, we must reverse Adam’s journey, we must go back by the way he came. The path lies through the center of our own soul. Adam withdrew into himself from God and then passed through himself and went forth into creation. We must withdraw ourselves (in the right and Christian sense) and pass through the center of our souls to find God. (NM: 117-119)

La paradoja de Merton, y la del solitario solidario, consiste en que al retirarse del mundo, redescubre el corazón del mundo, aunque esta vez ya no bajo la mirada del falso yo: “The way to find the real ‘world’ is not merely to measure and observe what is outside us, but to discover our own inner ground. For that is where the world is, first of all: in my deepest self... This ‘ground’, this ‘world’ where I am mysteriously present at once to my own self and to the freedoms of all other men, is not a visible, objective and determined structure with fixed laws and demands. It is a living and self-creating mystery of which I am myself a part, to which I am myself my unique door” (CW: 154-155). En ese mundo no hay separación entre uno mismo, los semejantes, y Dios. En soledad se encuentra la verdadera sociedad, que así deviene “comunidad” antes que “colectividad”. La sociedad es auténtica cuando, de forma orgánica, constituye “un sólo cuerpo”. En esa unidad relacional no es posible que se origine la separación del “ego-ísmo”, esto es, el aislamiento del ego que, como un cáncer maligno, genera toda suerte de fragmentaciones internas e inicia un círculo vicioso de autoengaños: “The mother of all lies is the lie that we persist in telling about ourselves. And since we are not brazen enough liars to make ourselves lie individually, we pool all our lies together and believe them because they become the big lie uttered by the vox populi and this kind of lie we accept as ultimate truth” (CG: 71). La soledad no es, en consecuencia, un repudio de la sociedad, sino una renuncia deliberada a realizar pactos de “sinsentido común”: “What the solitary renounces is not his union with men, but rather the deceptive fictions and inadequate symbols which tend to take the place of genuine social unity” (DQ: 146).

El mismo hecho de hablar en términos de oposición y dualismo —“soledad” frente a “sociedad”, “contemplación” o “acción”, “profano” y “santo”, etc.— ya delata un presupuesto de separación:

Do we really choose between the world and Christ as between two conflicting realities absolutely opposed? Or do we choose Christ by choosing the world as it really is in him, that is to say, created and redeemed by him, and encountered in the ground of our own personal freedom and our love? Do we really renounce ourselves and the world in order to find Christ, or do we renounce our alienated and false selves in order to choose our own deepest truth in choosing both the world and Christ at the same time? If the deepest ground of my being is love, then in that very love itself and nowhere else will I find myself, and the world, and my brother, and Christ. It is not a question of either-or but of all-in-one of wholeness, wholeheartedness, and unity which finds the same ground of love in everything. (CW: 155-156)

Finley nos ofrece una bella imagen para entender la paradoja de la condición del solitario, “... that of a large group of people formed in a circle. As each individual in the circle simultaneously begins to walk slowly toward the center of the circle, he or she discovers that all are inevitably drawing closer to one another. Physically, it is impossible for them all to stand at once in the precise center. But in prayer, it is possible”.33 Cristo, continúa explicando, es ese centro y, a medida que salimos de nosotros mismos para adentrarnos en Él en solitaria oración nos adentramos también en el lugar más real del prójimo, su región más transparente. En la cruz, Cristo se encuentra con Cristo. En un momento de unión solitaria con Dios llegamos al centro que, aún oculto, está en todas partes, por el que toda la humanidad clama, de modo consciente o inconsciente, y mediante el que recibe la curación de Dios. En la oración, en unidad con Cristo, guardamos a nuestros semejantes en lo más profundo de nuestro corazón y sus aspiraciones más hondas se convierten en las nuestras, pues siempre han sido las mismas. La comunión con otros resulta esencial para unirnos con Dios, y nuestra unión con Dios resulta esencial para unirnos al prójimo. La una no se sobreimpone a la otra, sino que ambas se presuponen.

La obra entera de Merton gira en torno a eso que comenzó siendo búsqueda, reconocimiento más tarde —en una relación todavía dialógica— de la verdadera identidad, y esponsal con ella finalmente; las palabras de uno de sus últimos diarios nos hablan de su propia comprensión de nuestro más profundo y verdadero yo:

Without solitude of some sort there can be no maturity. Unless one becomes empty and alone, he cannot give himself in love because he does not possess that deep self which is the only gift worthy of love. My deep self is not something which I acquire, or to which I can attain after a long struggle. It is not mine, and cannot become mine. It is no “thing” —no object. It is “I”. But the deep “I” of the Spirit, of solitude and love,... who is always alone, is always universal: for in this inmost “I” my own solitude meets the solitude of every other person and the solitude of God. Hence it is beyond division, beyond limitation, beyond selfish affirmation. (VC: 207)

Por último, en este apartado, el estudio de Sacvan Bercovitch34 es pertinente porque prolonga la reflexión sobre el origen puritano de la identidad norteamericana hasta Emerson, Melville, y Whitman. No resulta difícil extender sus conclusiones hasta personajes más recientes de la escena estadounidense y aplicar su planteamiento a Thomas Merton. En efecto, Bercovitch señala que esta identidad viene marcada por un contenido mítico excepcional que hace de ese país tan vasto una tierra que parece escapar a los límites de un “topos” particular, convirtiendo su espacio en una virtual “utopía”, un terreno susceptible de albergar los sueños y las proyecciones humanas más diversas.35 En el caso de la imaginación puritana los destinos particulares de las vidas de los colonos y su imbricación en la historia quedan sometidos a una hermenéutica tipológica que hace de la Biblia un mapa de correspondencias entre los sucesos personales y colectivos, entre los acontecimientos históricos y los designios trazados para el pueblo de Israel en la Escritura; los relatos espirituales personales giran en torno al eje dinámico de la conversión, y contemplan todo suceso bajo esa luz. El homo americanus se siente compelido a escapar de sí mismo —de su tierra en los orígenes de la primera emigración colonial, de su herencia europea más tarde, de su “vieja” y contradictoria identidad aún hoy en día— en un viaje que atraviesa ineludiblemente su propio centro, de modo tal que resulta difícil dibujar con claridad los límites entre sus movimientos de conciencia centrífugos y los centrípetos, entre su búsqueda y su huida. La tierra americana abraza, desde sus orígenes bajo ese nombre, las tensiones del emigrante en una relación de conflictos y polivalencias con su propia identidad.

La “novedad” de vida cristiana encuentra un campo fabuloso de exploración en Norteamérica. Pero el homo americanus quizá haya proyectado junto al norte luminoso que anhelaba la sombra de la que huía, la vieja imagen de sí mismo, en un nuevo y vasto continente, aumentando con este las dimensiones de su culpa. En tanto que emigrante, también Merton trascendió, integrando sus contradicciones y sin renunciar a ella, su identidad americana, al proseguir, más allá de la tierra de promisión en el Nuevo Continente, su peregrinaje por Asia, abandonando allí todo sueño para adentrarse en la fuente de la verdadera Luz:

It is neither this world nor another. It is not based on anything. Because it has no foundation, it is the end of sorrow. Nothing remains to be done. Therefore, there is no threshold, no step, no advance, no recession, no entry, no nonentry. Such is the door that ends all doors; the unbuilt, the impossible, the undestroyed, through which all the fires go when they have “gone out”. Christ said, “I am the door”. The nailed door. The cross, they nail the door shut with death. The resurrection: “You see. I am not a door”. “Why do you look up to heaven?”. Attolite portas principes vestras. For what? The King of Glory. Ego sum ostium. I am the opening, the “shewing”, the revelation, the door of light, the Light itself. “I am the Light”, and the light is in the world from the beginning. (It seemed to be darkness). (AJ: 154-155)

1 Merton fue implacable en su crítica a la iglesia institucional. En una circular de 1967, un año antes de morir, escribe: “The present institutional structure of the Church is certainly too antiquated, too baroque, and is often in practice unjust, inhuman, arbitrary and even absurd in its functioning. It sometimes imposes useless and intolerable burdens on the human persons and demands outrageous sacrifices, often with no better results than to maintain a rigid system in its rigidity and to keep the same abuses established, one might think, until kingdom come”. Sin embargo, en esa misma carta reafirma la determinación irrenunciable de su vocación: “By God’s grace I remain a Catholic, a monk and a hermit. I have made commitments which are unconditional and cannot be taken back” (en M. Basil Pennington, OCSO, Thomas Merton Brother Monk: His Quest for True Freedom, Harper & Row, New York, 1987, 188).

2 Esas son algunas de las firmas de cartas de Merton recogidas por Edward Rice, The Man in the Sycamore Tree: The Good Times and Hard Life of Thomas Merton, Harcourt Brace Jovanovich, San Diego, 1985, 43.

3 Robert Daggy, ed., Encounter: Thomas Merton & D. T. Suzuki, Larkspur Press, Monterey, KY, 1988.

4 En su edición y traducción de la selección de poemas de Thomas Merton, Oh, corazón ardiente: Poemas de amor y de disidencia, Trotta, Madrid, 2015.

5 Thérèse Lentfoehr, en su estudio sobre la poesía de Merton (Words and Silence: On the Poetry of Thomas Merton, New Directions, New York, 1979), recoge el siguiente ejemplo: “In Tom’s Book, a small diary kept by Thomas Merton’s mother for the first two years of his life, among the March-April 1915 entries is the following: ‘He said “Aye” in many different and expressive ways, watched and talked to a flower...’”. Y prosigue: “Let time telescope to the summer of 1968, when, in the second issue of Monks Pond, a diverse collection of poetry and ‘some unusual prose’, edited by Thomas Merton, a poem appears by Besmilr Brigham beginning: ‘The poet is born upon a day/embroidered with one flower.../The good poet looks into the center of the flower/where the unobserved seeds are/that grow in his own heart/and he scatters them/with the abadonment of petals.../a poet lives whole within a day/whose crest is the one flower/he teaches men to speak/into the center of themselves...’”, (1) para concluir: “It was as a poet that we first knew him” (2).

6 Sirva como muestra el siguiente extracto: “So it was decided Hiroshima was the most opportune target, as it had not yet been bombed at all. Lucky Hiroshima! what others had experienced over a period of four years would happen to Hiroshima in a single day! Much time would be saved, and ‘time is money’! When they bombed Hirsohima they would put the following out of business: The Ube Nitrogen Fertilizer Company; the Nippon Motor Oil Company; the Sumitoma Chemical Company; Sumitoma Aluminum Company; and most of the inhabitants” (OCB, sin paginar).

7 Como denomina Raboteau (2016) a estos siete americanos, “religiosos radicales (en) su lucha por la justicia social y política”: Abraham Joshua Heschel, A.J. Muste, Dorothy Day, Howard Thurman, Thomas Merton, Martin Luther King Jr. y Fannie Lou Hamer.

8 http://w2.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2015/september/documents/papa-francesco_20150924_usa-us-congress.html

9 Término japonés propio de la práctica de una rama del zen; de él dice Taizan Maezumi Roshi, en la presentación de la compilación Barrera sin puerta, ed., Zendo Betania, Madrid, 1986, 15, que “es, en un sentido muy exacto, una piedra de toque de la realidad. Recoge un caso que representa un momento clave en la práctica y el camino de autorrealización, siendo este examinado más a partir de la experiencia que por lógica discursiva o lineal”. Véase, además, El koan zen, de Toshihiko Izutsu, Eyras, Madrid, 1980.

10 Ramón Cao Martínez ha escrito su libro sobre Thomas Merton como diarista a partir de una doble premisa: “que el Merton más genuino (o uno de los más genuinos) es, tal vez, el que se halla en las páginas de sus diarios; y que ese puede ser el Merton más accesible para la gran mayoría de las mujeres y hombres de hoy” (Ocultarse en una hoguera: Thomas Merton a través de sus diarios, Eurisaces, Oursense, 2015, 15).

11 Anthony Thomas Padovano, The Human Journey. Thomas Merton: Symbol of a Century, Ph.D. Dissertation, Fordham University, New York, 1980.

12 Ibid., 6.

13 Leo Marx, The Machine in the Garden: Technology and the Pastoral Ideal in America, Oxford University Press, New York, 1964.

14 Perry Miller, The New England Mind: The Seventeenth Century, Harvard University Press, Cambridge, Massachussets, 1939.

15 Una exhaustiva selección de estudios doctorales en ese campo de trabajo queda recogida en Montgomery, Michael, comp., American Puritan Studies: an Annotated Bibliography of Dissertations, 1882-1981, Greenwood Press, Westport, Connecticut, 1984.

16 En su propia autobiografía, al reconsiderar el término “virtud” a la luz del pensamiento de Maritain, Merton afirma categóricamente: “I was never a lover of Puritanism” (SSM: 204).

17 En sus ensayos recogidos en Thomas Merton: Preview of the Asian Journal, Crossroad, New York, 1989 bajo los reveladores títulos de “The Sacred City” (publicado por primera vez en The Center for the Study of Democratic Institutions Magazine 1, nº 3, March 1968: 73-77) y “The Wild Places” (publicado en esa misma revista en el nº 5, July 1968: 40-45).

18 “The Wild Places”, op. cit., 97-98.

19 Fernando Beltrán, William Bradford o la contradicción puritana: la paradoja pastoral en la crónica “Of Plymouth Plantation”, Tesis de Licenciatura, dirigida por D. Enrique García Díez, Facultad de Filología, Universidad de Valencia, 1986.

20 “The Wild Places”, op. cit., 99.

21 Esa es la posición que sostiene Dennis Q. McInerny, en “Thomas Merton and the Tradition of American Critical Romanticism”, en Brother Patrick Hart, ed., The Message of Thomas Merton, Cistercian Publications, Kalamazoo, Michigan, 1981, 166-191.

22 O, aún desde otra formulación todavía más general, entre el “ser humano” y la “naturaleza”. La tesis de Carolyn Merchant, desde ese punto de vista, queda resumida en estas dos citas, del principio y del final de su libro, del todo congruentes con la propia evolución de Merton. Merchant define así el presupuesto de partida de su análisis y su propósito: “New England is a mirror on the world. Changes in its ecology and society over its first 250 years were rapid and revolutionary. Only through a historical approach can the magnitude and implications of such changes for the human future be fully appreciated. What took place in 2.500 years of European development through social evolution came to New England in a tenth of that time through revolution... Yet the implications extend far beyond the confines of New England. As the American frontier moved west, similar ecological revolutions followed each other in increasingly telescoped periods of time. Moreover, as Europeans settled other temperate countries throughout the world, colonial ecological revolutions took place. Today, capitalist ecological revolutions are occuring in many developing countries in a tenth of New England’s transformation time.” Y si podemos hacer uso de la expresión utilizada por el mismo Merton, “mental ecology”, la misma queda definida igualmente por Merchant en su epílogo: “An ecological transformation in the deepest sense entails changes in ecology, production, reproduction, and forms of consciousness. Ecology as a new worldview could help resolve environmental problems rooted in the industrial-mechanistic mode of representing nature. In opposition to the subject/object, mind/body, and culture/nature dichotomies of mechanistic science, ecological science sees

complexity and process as including both culture and nature. In the ecological model, humans are neither helpless victims nor arrogant dominators of nature, but active participants in the destiny of the web of which they are a part” (Carolyn Merchant, Ecological Revolutions: Nature, Gender and Science in New England, The University of North Carolina Press, Chapel Hill and London, 1989, 1-2, 270).

23 Sintetizado, en contraste con su noción contraria, en el ensayo de William H. Shannon, “Thomas Merton and the Discovery of the Real Self”, en Brother Patrick Hart, ed., The Message of Thomas Merton, Cistercian Publications, Kalamazoo, Michigan, 1981, 192-203.

24 C. B. MacPherson, The Political Theory of Possessive Individualism, Oxford University Press, Londres, 1962, 263.

25 “The Wild Places”, op. cit., 100.

26 Ibid., 101.

27 En Thomas Merton Spirituality, Arena Lettres, NJ, USA, 1979, una grabación sobre la espiritualidad de Merton.

28 Gisbert Greshake, Espiritualidad del desierto, PPC, Madrid, 2018, 10.

29 “In December 1965, an Iranian psychologist, Dr. Reza Arasteh, asked Merton to write an introduction to a study on final integration. Tom declined, for his publisher, James Laughlin, had urged him to cut back on such writing. (Unicorn Press published a volume of Tom’s introductions, Introductions East and West). When Tom received Arasteh’s published volume in January 1968, however, he spontaneously wrote a review article on it that was published in Monastic Studies a few weeks before his death. It was reprinted as the crowning piece of the first part of Contemplation in a World of Action). Dr. Arasteh and Thomas Merton see final integration lying in a transcultural maturity that enables a person to apprehend his or her life fully and wholly from an inner ground. Such a person is, in a certain sense, ‘cosmic’, a ‘Universal Man’. He is Saint Paul’s ‘all things to all men’. This person has a deep inner freedom, the freedom of the Spirit; this person has an openness, an emptiness, and purity, entirely docile in the Spirit. No longer limited by his or her culture, this person is truly ‘catholic’, with a unified vision and experience of the One. Tom sees this precisely as the monastic ideal, this sort of freedom in the Spirit, this liberation from all that is merely partial and fragmentary in a particular culture. To indicate to Dr. Arasteh how consonant was their thinking on these matters Tom sent him a copy of ‘Rebirth and the New Man in Christianity’, in which he says, “The ‘new being’ of the Christian, his ‘new creation’, is the effect of an inner revelation which, in its ultimate and most radical significance, implies complete self-trascendence and transcendence of the norms and attitudes of any given culture, any merely human society’” (M. Basil Pennington, OCSO, op. cit., 135).

30 En el prefacio a su diario A Vow of Conversation: Journals 1964-65, Farrar-Straus-Giroux, New York, 1988, la propia editora observa al respecto: “There is no doubt that the title of this book is a play on words” (x-xi).

31 En Thomas Merton Spirituality, Arena Lettres, NJ, USA, 1979 (grabación).

32 James Finley, Merton’s Palace of Nowhere: A Search for God through Awareness of the True Self, Ave Maria Press, Indiana, 1988, 30.

33 Finley, op. cit., 64-65.

34 Sacvan Bercovitch, The Puritan Origins of the American Self, New Haven, Yale Univ. Press, 1975.

35 La última versión de la utopía pastoral americana, después del reconocimiento de la ecología como disciplina académica, la “ecotopia”, recoge los títulos de las novelas de Ernest Callenbach, Ecotopia (1975) y Ecotopia Emerging (1981) y en un intento de asimilar, de forma tentativa, las visiones, entre otras, de Loren Eiseley, Baker Brownell, Aldous Huxley, Gary Snyder y Paul Shepard. Véase a ese respecto: Bill Devall & George Sessions, Deep Ecology: Living as if Nature Mattered, Gibbs Smith Pub. Salt Lake City, 1985 (Chapter 9, “Ecotopia: The Vision Defined”, 161-177).

La encendida memoria: aproximación a Thomas Merton

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