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CAPÍTULO I

Breve semblanza de Thomas Merton

En lo que sigue vamos a intentar una sencilla aproximación a la figura de Thomas Merton desde tres puntos de vista complementarios: en un primer acercamiento recogeremos los testimonios de algunas de las personas que estuvieron más cerca de él; no es extraño todavía hoy, y aún entre aquellos que no lo conocieron personalmente, escuchar declaraciones de sincera admiración desde los ámbitos más diversos, pues al presentar de una manera abierta su vida, sus reflexiones, sus preocupaciones más hondas, íntimas y universales, Merton enseguida despierta en los lectores resortes de identificación y empatía. A menudo el lector se siente increpado, en ocasiones puede irritarse y mostrar un manifiesto desacuerdo, pero siempre se sentirá aludido personalmente y en su totalidad. Mil nombres, casi de modo literal y desde la infancia,1 intentaban vanamente esbozar su riqueza de rasgos personales y las múltiples facetas que tuvo ocasión de desplegar desde una opción de vida orientada a un sólo propósito. Debajo de los mil nombres, un sólo rostro, el de un hombre libre pugnaba por abrirse paso como un icono viviente dejando asomar tras algunos rasgos acusados una personalidad a la vez vacía y plena, o como un coro de voces que celebrara el silencio insondable desde el que emergen y con el que se funden. En una segunda aproximación, dejaremos hablar a Merton sobre sí mismo y especialmente sobre su propia noción de identidad. En el tercer acercamiento, presentaremos sucintamente y una vez más de manera obligadamente panorámica, la producción escrita de Thomas Merton, en realidad su expresión más genuina, una conversación permanente, apasionada y compasiva, consigo mismo y con sus semejantes, con su soledad y con su sociedad.

I

En su libro sobre Merton, Paul Wilkes2 puede ayudarnos a entender las razones para tal grado de empatía entre un autor y sus lectores. En esa compilación de testimonios se recogen las impresiones de algunas de las personas que tuvieron oportunidad de conocerle personalmente y el material queda organizado en torno a cinco facetas: la de escritor, profeta, amigo, monje y peregrino.

Respecto a la primera, en la entrevista con uno de sus editores, Robert Giroux, este lo considera “a remarkable American, writer, poet, thinker and monk... he was very much a man of his own times”,3 mientras que el escritor Lawrence Ferlinghetti agradece la contribución del poema de Merton, “Chant to Be Used in Procession Around a Site with Furnaces”, en la iniciativa editorial Journal for the Protection of All Beings, de 1961, en la que también colaboraron Norman Mailer, Albert Camus y Bertrand Russell.4

Ernesto Cardenal, en otro valioso testimonio, recuerda su relación con Thomas Merton en su periodo de formación presacerdotal; al privilegio de poder ser acompañado por un gran maestro espiritual, le sucedía el desconcierto por el interés que Merton mostraba por Nicaragua, por la situación social del país y por los poetas y escritores latinoamericanos en el que parecía centrarse toda su dirección espiritual. Al principio Cardenal confiesa que sentía que estaba desaprovechando esos encuentros “espirituales”, pero Merton fue haciéndole ver en esas conversaciones que no tenía por qué renunciar a las realidades de su tiempo y circunstancias particulares, que no debiera haber conflicto alguno entre la vida contemplativa y una vida de acción. Cuando Cardenal fundó la comunidad de Solentiname, en Nicaragua, al pedir a su maestro espiritual unas directrices para su establecimiento, la respuesta de este fue que la primera regla consistiría en que no habría regla alguna. “He wanted to establish a community where there were no habits, no rules, where the faithful could coexist with the communists —and this was before Vatican II”.5

La cantante Joan Baez evoca con emoción haber adaptado una melodía para el poema que Merton escribió en recuerdo de su hermano John Paul, muerto en combate en la segunda guerra mundial.6 En otra evocación, James Forest, editor del Catholic Worker, destaca la tremenda energía que Merton desplegaba y la impresión que le produjo su explicación de la celebración de la Misa: “Merton immediately started talking about the Mass as a kind of dance where in fact time does break into eternity and eternity breaks into time... This is a dance, we are doing a dance, and God is in this dance”.7

Robert Lax, poeta y amigo personal de Merton, con quien mantuvo correspondencia durante muchos años,8 hace una interesante observación que descubre la particular impronta católica de Merton al final de su vida: “Whether he agreed with Teilhard or not in all things, he certainly agreed with him in the idea that all things that go up must converge, and he could feel that particularly those in all monastic traditions of the world were beginning to converge”.9 Para W. H. Ferry, fundador del Centro para el Estudio de Instituciones Democráticas de Santa Bárbara, en California, Merton miraba el mundo con caridad en primer lugar, después con sabiduría, y por último con un maravilloso sentido de ironía. En su opinión, no fue sólo una figura religiosa sino ante todo un hombre íntegro, simplemente un ser humano sin ornamentación alguna.10

La hermana Mary Luke Tobin, fundadora del Centro Thomas Merton en Denver, pone el acento en la voz de Merton en la lucha por la conquista de los derechos civiles: “in fact he had been in correspondence with Martin Luther King, and King was coming to Gethsemani for a visit”; y enseguida añade: “Merton was always against the split, the dichotomy between spiritual and material, the political and the religious… He saw contemplation not as some abstract, otherworldly act but as reality, the real within the real”.11

Para Flavian Burns, abad de Gethsemani en 1968 y el responsable de su viaje a Asia ese mismo año, la conciencia de Dios y de su propósito en el mundo impregnan la vida y la obra entera de Merton: “I think this was why he was autobiographical in his nature. He realized himself to be a divine mystery; God created him, God had called him into being. He had divine meaning, and he was existential enough to grapple this in his own person and his own life”.12

Para John Eudes Bamberger, novicio bajo la dirección de Merton en 1950 y elegido abad de un monasterio dependiente de Gethsemani cercano a Nueva York en 1971, lo más destacable de la personalidad monástica de Merton procedía de su experiencia del perdón: “somehow, he was able, because of the experience of God, to believe that God had recreated his innocence. God gave him compassion, and that made the difference”.13 Bamberger sitúa el inicio de su vida espiritual en una experiencia que el propio Merton relata en su autobiografía, durante su estancia en Roma, poco después de morir su padre, cuando este se le hizo presente repentinamente en la habitación del hotel (SSM: 111). Su padre, que había sido pintor y que, debido al tumor cerebral, ya no podía hablar la última vez que Merton lo visitó en el hospital, seguía allí, sin embargo, trazando pequeñas figuras, santos bizantinos, diminutos símbolos de una profunda religiosidad. La presencia espiritual de su padre fue la catalizadora de una serie de definitivos cambios interiores. En cuanto a su convivencia cotidiana, los rasgos más destacados, a veces en un contraste difícil de asimilar, eran su sentido del humor a la vez que su carácter cortante, directo, en continua demanda del aprecio de los otros, accesible pero independiente: “I think part of his extroverted ways was an expression of that need to be appreciated, to be loved, as perhaps he never had been. That’s where he was complex. He also needed silence and solitude but when he was in a crowd he was very quickly the center”.14

Para Jean Leclerq, autor reconocido como autoridad en san Bernardo, el padre de los cistercienses, sobre el que ha escrito de manera exhaustiva, el carácter de la espiritualidad de Merton queda resumido en la radical orientación de la totalidad de la vida como oración: “Not so much prayer as an activity, as an obligation, a particular exercise, but a prayer life. To be a pray-er. Each one according to his environment”. Y una vez más señala cómo su soledad y su solidaridad estaban entreveradas: “The more alone he was, the more his horizons were open. So I think Merton showed that it’s for ordinary people to have a real prayer life and to be committed to universal concerns at all levels”.15

Lejos del anterior físicamente, pero no en espíritu, su santidad el Dalai Lama, con quien tuvo la fortuna de entrevistarse en su último peregrinaje asiático, lo considera “a Catholic Geshe (‘a learned one’)” y también “a holy man”, y explica al respecto: “a holy man is one who sincerely implements what he knows… and despite his knowledge or his position, lives a very simple way of life and is honest, and respects other people”.16

Para Thich Nhat Hanh,17 monje budista exiliado de Vietnam por motivos políticos, resulta difícil rememorar su aspecto, pero no su actitud: “He was open to everything. I remember that I told him about my being a Buddhist novice in Vietnam. About my life. And that was very interesting to him. He wanted to know more and more. He did not talk so much about himself”.18

Por último, dentro de esta caleidoscópica colección de testimonios, el arzobispo Jean Jadot, presidente del Secretariado Vaticano para los no cristianos en Roma, resume en tres los valores para los que Merton encontró una dimensión más honda: en primer lugar, nuestra relación con la naturaleza; a continuación, nuestra relación con la interioridad como algo natural, básico, común y esencial para todos los seres humanos y no exclusiva de ninguna élite de signo secular o religioso; y finalmente, nuestra relación con los otros de una manera completamente personal, una relación de comunión como la forma de comunicación más genuina, en comunidad por tanto mejor que en colectividad. Jean Jadot, a la luz de los escritos de Merton y de sus múltiples y variadas amistades, reconoce asimismo en su persona el carisma de un auténtico maestro espiritual.19

Con otra orientación distinta a la de Wilkes, pero igualmente valiosa, Monica Furlong, en el epílogo a su biografía de Thomas Merton,20 apunta algunos rasgos de su personalidad, luces y sombras de una vida compleja y rica, aunque también sencilla y pobre en otro sentido. Quizá debido a su orfandad temprana, a su permanente búsqueda de un hogar más allá del que pudiera ofrecerle su estancia terrena, a su necesidad imperiosa de encontrar estabilidad, se pueda entender mejor el sello de su marginalidad, su soledad constitutiva y también su enorme calor humano, ese difícil equilibrio entre una entrega compasiva y una distancia infranqueable. Pronto, señala, se sintió llamado a una misión “especial” en su vida, de modo a veces romántico, y en ocasiones extremas cercano a adoptar posturas neuróticas. La grandeza de su propósito, junto con el reconocimiento abierto de sus conflictos, contradicciones, frustraciones y equívocos, y la expresión desnuda y apasionada de todos ellos en su obra configuran un espejo de auténtica dimensión humana en el que tal vez podemos ver un reflejo de la pequeña gran dignidad compartida, el espectro de nuestra doble naturaleza, caída e inocente, contingente pero trascendente. Reconociéndose producto de su tiempo, de su clase y de su sociedad, quiso renegar de ellos para descubrir su yo verdadero en un paradisus claustralis (WS: 332-351), pero el propio monasterio, así entendido, quedaba reducido, en la clausura de un microcosmos, a otra versión sublimada del mundo que pretendía abandonar. Si su reclusión monacal iba a convertirse en un ejercicio de separación, entonces el significado religioso de la misma quedaría pervertido y disfrazaría, con oropeles de espiritualidad, un núcleo escondido de desprecio, miedo y culpa hacia la condición humana. Sin embargo, el propósito sincero de unión amorosa transformó providencialmente el potencial escenario de separación en un recinto para una cercanía más honda, en un espacio de comunión: “He plunged with extraordinary zeal into everything that made up the public consciousness of the 1960s, from presidential elections to fallout shelters, from Bob Dylan to ecumenism, from the beat poets to the renewal of the Catholic Church. He was passionately engaged”.21 La misma autora señala sus frecuentes problemas de salud, su tendencia a trabajar de manera extrema, tanto física como intelectualmente, su asombrosa capacidad de lectura y escritura, su fidelidad permanente a la regla monástica, con el cumplimiento diario de las horas prescritas para la oración y la meditación además de su exploración seria de las vías del yoga y el zen.

En todas estas aproximaciones no es difícil empezar a atisbar en el eje de la personalidad de Merton una realidad paradójica, cuando no abiertamente contradictoria, como acertadamente ha destacado en otro lugar Lawrence S. Cunningham.22 El primer hecho desconcertante, y central en esta sucinta introducción, es su exposición como personaje público. Lo que en opinión de ese autor hace de Merton una figura pública es su concepción de la vida contemplativa como un asunto que no podía quedar circunscrito meramente al ámbito privado. Cunningham sugiere que la paradoja de la elección de su milieu monástico y todas las que de ella se derivan quedan resueltas finalmente en el compromiso radical de Merton, desde las estructuras monásticas, no con ellas sino ante todo con Dios. Poseedor de un vasto conocimiento de su tradición y habiendo alzado en ocasiones la voz en favor de la reforma de la vida monástica, nunca se detuvo con especial empeño en cuestiones superficiales o meramente formales. Sin embargo, mostró un celo extremo en cuidar que la soledad monástica no se confundiera con la sutil construcción de una torre de marfil frente a la sociedad, y por eso insistió en la idea de que algunos monjes de probada capacidad y madurez pudieran establecer un diálogo serio con todas aquellas personas interesadas en las dimensiones internas del crecimiento humano y de la experiencia espiritual: poetas, filósofos, psiquiatras, artistas que pudieran reconocer en los monjes a otros “profesionales” como ellos mismos aunque deliberadamente escogen una clase de experiencia de otro orden y una visión diferente en su vida profesa.

Todas estas aproximaciones, a modo de pinceladas, pueden aún parecer una invitación a proyectar nuestra propia imaginación sobre una persona de rasgos concretos bien definidos, idealizándola de forma ingenua. En un entrañable escrito, Matthew Kelty nos describe su humanidad más cercana: manos y pies pequeños, vestir descuidado, siempre atento ante el interlocutor, de mirada rica y agradecido ante cualquier excusa para unas pequeñas pausas regaladas a una conversación siempre llena de buen humor y jovial, si bien presto a concluirla casi bruscamente cuando sentía que esta había llegado a término. Tenía un acusado sentido de la economía del tiempo, y aunque no escatimaba su dedicación a los otros, tampoco consentía entretenimientos vanos. En su opinión, “he had a great reverence for time, had a sacramental view of it”.23 Poseía una extraordinaria capacidad de concentración y era organizado y disciplinado en su trabajo; en sus escritos, añade, seguía un patrón de escritura regular hasta obtener su versión mecanografiada. Planificaba sus días hasta el menor detalle, aunque sistematizar todas las actividades no le producía tensión. Afable y abierto en la conversación, siempre ofrecía ángulos originales ante el tema que se abordara, y si bien escuchaba con sumo respeto, cuando tenía alguna firme convicción difícilmente se le podía hacer cambiar de punto de vista. Escribía con portentosa rapidez, y nunca utilizaba los periodos de siesta diurna para decansar, aunque tampoco se consentía, ni consentía a los novicios, prolongar los periodos de trabajo más allá de lo prescrito para robárselo a los tiempos asignados a la oración. Sentía una profunda aversión por lo que él consideraba decoraciones extravagantes en ciertas festividades especiales como las Navidades o Corpus Christi. Disfrutaba especialmente de las horas de oración nocturna. Respecto a su relación con la lectura, “he was fussy, though he read much and widely. He kept in close touch with the library, knew what new books came in, checked the periodicals regularly”.24 Sentía, prosigue, un gran amor por las personas y por la naturaleza, y sus caminatas por el bosque le proporcionaban horas de sencilla felicidad. Por el contrario, era poco amigo de la maquinaria agrícola, y su visión de la gestión de una granja era más romántica que práctica, aunque en otros aspectos sentía una gran admiración por los beneficios de la tecnología. Apreciaba asimismo las destrezas manuales de todo tipo, aunque él mismo era desmañado; sus habilidades culinarias eran escasas y usaba las herramientas con torpeza. Entre la comunidad no destacaba de manera especial, y hay quien tardó años en identificar al Padre Louis con el famoso escritor de la narrativa de conversión que llegó a ser un superventas. En suma: “He said what he thought and did what he thought should be done, and that was all there was to it. And what he said and what he did was rooted in love for God and man”.25 Era, concluye, un hombre plagado de intuiciones e inspiraciones, y mostraba valentía para traducirlas al terreno de lo real por medio de acciones concretas, aún a riesgo de equivocarse, y no quedó exento de algunos grandes errores. Así pues, para Matthew Kelty, Merton fue una suerte de espíritu divisorio, una “bandera discutida”, un interrogante abierto en demanda de respuesta, un hombre libre: “He belonged to nobody, free as a bird. He could not be categorized, labeled, pigeonholed. And he had vision. Putting this together makes it clear that the fire in him burned not only himself, but burned many around him as well”.26

En definitiva:

Merton reveals himself as one human being with perhaps greater possibilities than most of us (extraordinary combination of talents and interests), and undoubtedly more realizations. He stands before us —occasionally tempted to pose— as contemplative monk (man of mystical prayer, cenobite, Master of Novices, hermit); versatile writer (autobiographer, poet, novelist, commentator, critic, essayist, meditator-on-paper); passionate intellectual (probing literature, art, theology, philosophy, history, psychology, the traditions of many cultures); committed seeker of justice (for minorities, the underprivileged, the oppressed, the rejected, the ignored and forgotten ones); lover of peace (among nations, races, religious traditions, and within the individual heart). Thomas Merton does not put himself forth as a paradigm; he does not give us a model but “only” himself.27

II

Los apelativos para referirse a Thomas Merton no cesaron de proliferar: “bridgeperson”,28 “monastic sport”,29 “solitary”,30 “man of prayer”,31 “evolving monk”,32 “Zen master”,33 “monk of renewal”,34 “ecumenical monk”,35 “peacemaker”,36 “contemplative critic”,37 “friend of Latin America”,38 “monk on a journey”,39 “pilgrim in process”,40 etc. También él mismo resolvió mostrarse al mundo con multitud de nombres a modo de guiños, “disfraces” oportunos o heterónimos necesarios; detrás de todos ellos, y en su representación, se sintió llamado a una identidad sin atributos; desde ese nuevo ser continúa hablando un hombre nuevo de nombre impronunciable, y en su inefabilidad tal vez más cercano a nosotros que nuestras frecuentemente equívocas señas de identidad: “Because You have called me here not to wear a label by which I can recognize myself and place myself in some kind of a category. You do not want me to be thinking about what I am, but about what You are. Or rather, you do not even want me to be thinking about anything much: for you would rise me above the level of thought. And if I am always trying to figure out what I am and where I am and why I am, how will that work be done?” (SSM: 421). Un año antes de morir, Merton escribía de sí en los siguientes términos:

Born 1915 in Southern France a few miles from Catalonia so that I imagine myself by birth Catalan and am accepted as such in Barcelona where I have never been. Exiled from Catalonia I came to New York, then went to Bermuda, then back to France, then to school at Montauban, then to school at Oakham in England, to Clare College Cambridge where my scholarship was taken away after a year of riotous living, to Columbia University New York where I earned two degrees of dullness and wrote a Master’s thesis on Blake. Taught English among Franciscan football players at St. Bonaventure University, and then became a Trappist monk at Gethsemani KY in 1941. First published book of poems 1944. Autobiography 1948 created a general hallucination followed by too many pious books. Back to poetry in the fifties and sixties. Gradual backing away from the monastic institution until I now live alone in the woods not claiming to be anything, except of course a Catalan. But a Catalan in exile who would not return to Barcelona under any circumstances, never having been there. Recently published Raids on the Unspeakable, Conjectures of a Guilty Bystander, Mystics and Zen Masters, have translated work by poets like Vallejo, Alberti, Hernández, Nicanor Parra, etc. Proud of facial resemblance to Picasso and/or Jean Genet or alternatively Henry Miller (though not so much Miller).41

El texto es interesante por distintos motivos, pero lo que merece señalarse ahora es que en él revela cómo, de una forma asombrosa y paradójica, y a pesar de su decisión radical de adoptar una nueva forma de vida, esta iba a terminar por cumplir los designios iniciales de su madre, el proyecto educativo que Ruth Merton concibiera para sus hijos Tom y John Paul; en su temprana autobiografía el joven monje se encontraba aún lejos de sospechar tal cosa de sí mismo, y así, aún en contra de sus expectativas, el párrafo que sigue resultaría casi profético:

Mother wanted me to be independent, and not to run with the herd. I was to be original, individual; I was to have a definite character and ideas of my own. I was not to be an article thrown together, on the common bourgeois pattern, on everybody else’s assembly line. If we had continued as we had begun, and if John Paul and I had grown up in that house… we would have turned into good-mannered and earnest sceptics, polite, intelligent, and perhaps even in some sense useful. We might have become successful authors, or editors of magazines, professors at small and progressive colleges. The way would have been all-smooth and perhaps I would never have ended up as a monk. (SSM: 11)

Es cierto que Merton no terminó siendo solamente un escritor, pero uno de sus mayores conflictos de lealtad42 lo supuso el que mantuvo entre su papel de monje y de escritor durante toda su vida monástica; por otra parte, pese a su resistencia, sí acabaría después de todo siendo un autor famoso, y editor de una pequeña revista contracultural,43 y aunque no fue profesor universitario, ejerció un oficio semejante en sus responsabilidades consecutivas como maestro de escolásticos y maestro de novicios, impartiendo conferencias de carácter muy diverso.44

Con todo, no podemos pasar por alto que hay una enorme diferencia entre el joven intelectual de ropaje secular, sofisticado, familiarizado con los movimientos artísticos de vanguardia, lector ávido, y estudiante febril, peregrino mundano en Europa y América, y el mismo joven, esta vez con un hábito religioso que iba a significar mucho más que un mero cambio de apariencia, incluso si esa elección radical estuviera inicialmente impregnada de romanticismo. La diferencia radica en que su nueva vida habría de estar orientada a un sólo propósito, renunciando a cualquier otro proyecto personal, y por encima de toda otra determinación familiar o social. En su trayectoria monástica, su comprensión de lo que es un monachos habría de sufrir alteraciones hasta alcanzar resonancias universales, o podríamos decir, hasta hacerse “integradora”, esto es, inclusiva del hecho religioso esencial en cualquiera de sus manifestaciones. El monachos solitario habría de transformarse en un monachos solidario.

Quizá convenga, antes de aventurarse en la exploración mertoniana de ese “rostro original” que constituye la médula de toda búsqueda religiosa, recorrer el abanico de identidades diferentes que Merton adoptó a lo largo de su vida. Nicholls y Kent45 establecen varias etapas, muchas veces solapadas.

La primera, una etapa de búsqueda de arraigo social, resultó especialmente ardua en su caso, por proceder de una familia de orígenes distintos —su madre era estadounidense y su padre de Nueva Zelanda, y por verse obligado a pasar su niñez y juventud en tres países diferentes; esta etapa inicial concluiría significativamente con la obtención de la nacionalidad norteamericana, una década después de su ingreso en el monasterio. Ahora su condición de ciudadano extemporáneo y contemporáneo, de católico converso, primero “romano” y finalmente “universal”, y de americano por libre decisión, le iba ofrecer la oportunidad con mucha frecuencia, como deber de conciencia y como imperativo cívico, de alzar la voz ante los hechos moralmente reprobables que tuvieron lugar en los Estados Unidos o en otros países directamente afectados por las intervenciones, cuando no injerencias, políticas de su gobierno.

Antes de haber concluido esa primera etapa, de acuerdo con Nicholls y Kent, emprendería una nueva búsqueda de filiación religiosa, otra forma de pertenencia que empezaría a sustanciarse con su conversión al catolicismo en noviembre de 1938, y que continuaría consolidándose de modo firme hasta su ingreso en la orden trapense y allí, con la adopción simbólica de un nuevo nombre, Brother Louis. Bajo esta nueva guisa, tres nuevas búsquedas iban a tener lugar, derivadas de la primera, y cada una de ellas más exigente que la anterior: la del monacato, la de la contemplación, y por último, la de la santidad. Simultáneamente, su vocación de escritor experimentó distintas redefiniciones: al principio, supuso una amenaza para la vida religiosa, más tarde aportó una faceta complementaria a la de la contemplación —recordemos que Elena Malits se refería a Merton como “a meditator-on-paper”— y por último sirvió para dar cumplimiento a una llamada irrenunciable. Hacia el final de su vida veremos emerger a un monje diferente, ansioso por abrirse paso más allá del “ghetto Catholicism” y de ciertas estructuras monacales, bien que no de su espíritu, consecuente con el auténtico aliento ecuménico de los monasterios católicos, en pos de una mirada más universal y sin etiquetas particulares, la de un ser humano pleno, un “hombre nuevo” y portador, en su vida, de una buena nueva. En ese desarrollo resulta de crucial importancia su interés creciente por la vía del zen, y su afinidad con el talante espiritual de sus representantes o de representantes de otras corrientes de afín sensibilidad.46 Lejos de cualquier falso rumor, no se trataba de que renegara de su credo o de su condición; por el contrario, esa apertura suponía otra forma de hospitalidad antes que de hostilidad monástica y una expresión de libertad interior:

We begin to divine that Zen is not only beyond the formulations of Buddhism but it is also in a certain way “beyond” (and even pointed to by) the revealed message of Christianity. That is to say that when one breaks through the limits of cultural and structural religion —or irreligion— one is liable to end up, by “birth in the Spirit”, or just by intellectual awakening, in a simple void where all is liberty because all is actionless action, called by the Chinese Wu-wei and by the New Testament “the freedom of the sons of God”. (ZB: 8)

Su madurez final, de la que deja buena constancia su último diario, The Asian Journal, nos muestra una persona íntegra, transformada, capaz de establecer diálogo con personas de cualquier credo o procedencia, representantes seculares o religiosos, personas de renombre de su tiempo y hombres y mujeres corrientes, niños, jóvenes o ancianos; un observador compasivo, atento y ecuánime de la humanidad entera, del arte, de la naturaleza, de la cultura; una persona como aquella a la que él mismo se refería al hablar del místico: “In Christian mystical experience the identity of the mystic is never purely and simply the mere empirical ego —still less the neurotic and narcissistic self— but the ‘person’ who is identified with Christ, one with Christ” (ZB: 75).

A continuación, a fin de entender la multiplicidad de identificaciones de Merton, y lo que todas ellas apuntaban, conviene señalar, siquiera brevemente, las claves fundamentales de su religiosidad, basada en el discernimiento del verdadero y del falso yo, y de tal naturaleza que le conduciría a establecer un fructífero diálogo con la cultura contemporánea. Al decir de Nicholls y Kent:

Merton’s doctrine of identity appears to us not only to reflect his own authentic experience, but to be a useful contemporary language for speaking about self-transformation. As such, it provides a bridge on which traffic can move in more than one direction. This language is a kind of ecumenical lingua franca for the discussion of mysticism among people whose own symbol-systems may be very different. It touches post-Freudian psychology, humanistic and transpersonal psychologies, and the contemporary discussion of social alienation, in one direction, while in another makes contact with the Asian psychologies, Hindu and Buddhist, of liberation, self-realization and enlightenment. The student of mysticism can also walk across the bridge, provided he is able to set foot upon it, to gain entry into the theistic world of Christian mystical theology, since Merton’s way of speaking provides an intelligible meaning for its key terms. The exponent of interreligious dialogue can likewise use it to move, as Merton himself did, from Christianity to Zen or back again, and from either or both to the world of psychology and religious studies.47

Fundamentalmente, para Merton toda búsqueda religiosa supone un intento de dar respuesta a la cuestión de nuestro verdadero ser: ¿quién soy yo? Antes que metafísica, antes que psicológica, y además de religiosa, esa exploración, si es sincera, es ante todo existencial, pues requiere orientar las energías del ser entero, en su actualidad concreta, hacia esa punzante indagación. Según Merton, la pretensión del ser humano por erigirse en autor de sí mismo, separado de su Creador, es lo que da origen a un presupuesto existencial erróneo y a nuestra naturaleza “caída”. En esa equívoca creencia radica el origen de nuestro falso yo.

Todas las formas de alienación humana, en última instancia, se reducen a un error primario en la percepción de nuestro propio ser, a la ignorancia o el olvido de nuestra verdadera realidad. La búsqueda religiosa se asemeja al viaje de retorno del hijo pródigo, esto es, implica el regreso del exilio iniciado por Adán, nuestro yo verdadero antes de ser expulsado del paraíso, a nuestro hogar de origen y morada esencial. Las prácticas de purificación y ascesis religiosas, el silencio, la soledad, la oración y la contemplación no son sino medios o vehículos para el viaje de regreso a nuestro interior a fin de desandar el camino trazado por Adán para, de ese modo, restablecer el contacto con nuestro auténtico Creador. El mundo existe para el ser humano como ocasión de redención, como el lugar de encuentro entre Dios y la persona, pues en el mundo Dios se encarna en Cristo, que habita entre mujeres y hombres para mostrar la victoria sobre la muerte; pero el mundo también existe como fabricación de los sueños humanos, como una elaborada burbuja de autopercepción, un lugar de exilio y negación de Dios. La ambivalencia del término “mundo” explica por qué el cristiano está llamado a vivir en el mundo sin ser del mundo, y por qué unas veces su credo parece exigirle ser conciliador y portador de unión y otras comportarse como una espada divisoria. Una lectura a menudo ciega de esa invitación ha conducido a algunos cristianos a adoptar actitudes extremas de negación y menosprecio de las realidades materiales, cotidianas y concretas; con esa invitación, empero, señala Merton, tan sólo se nos sugiere que rechacemos aquellos aspectos del mundo que son obra de la fabricación colectiva de nuestras falsas identidades, es decir, las ficciones o “mitos” que puedan estar en el origen de sistemas totalitarios, y todas las formas de idolatría que den lugar a formas de explotación y dominio. Merton enfatiza la importancia de una vivencia real y directa, sin autoengaños, de nuestra existencia cotidiana: “From the moment you put a piece of bread in your mouth you are part of the world. Who made the bread? Where did it come from? You are in relationship to the guy who made this stuff. And what is your relationship with him? Do you deserve to be eating this stuff... do you have a right to it? That is the world and that is no illusion”.48 Sólo que esa existencia puede quedar pervertida y distorsionada si no está auténticamente anclada en el fundamento de nuestra realidad. La práctica cristiana común tiene por objeto arraigar lo concreto en lo más hondo, hasta ver a Dios en los pucheros, en la expresión de Santa Teresa, y penetrar en “el corazón de la materia”, en la imagen de Teilhard de Chardin, y esa es, a su parecer, la especial contribución que el monacato puede ofrecer al mundo. Eso explica, por parte de Merton, que su periodo de reclusión eremítica coincida con su preocupación creciente por las realidades sociales de su tiempo y su denuncia abierta y comprometida de las injusticias del momento. Porque si es cierto que el descubrimiento del verdadero yo viene facilitado por condiciones tales como la soledad y el silencio, no lo es menos que ese mismo descubrimiento viene además acompañado por un redescubrimiento del verdadero mundo, un lugar de relación, constituido por seres humanos compartiendo su humanidad, construyendo comunidad a partir de su “común-unidad”. De manera paradójica, el propio testimonio de Merton parece señalar, hay quienes encuentran la soledad en medio de sus semejantes y otros encuentran la sociedad en el corazón de la soledad más extrema. Mas el verdadero yo no aprecia en ese hecho conflicto alguno pues abraza tanto la soledad como la sociedad, mientras que el falso yo rechaza ambas; para el primero, la comunicación se transforma en comunión, y conoce la realidad por identificación con ella, mientras que para el último la comunicación se deforma en un diálogo de “ismos”, egos aislados: “egoísmos”, y conoce la realidad separándose de ella. El verdadero yo resuelve la paradoja, en soledad o en sociedad, porque sitúa su origen y su destino, su fundamento y su propósito, en Dios; desde ese encuentro con Dios se reconoce a sí mismo y a sus semejantes, y de hecho, se da cuenta de que, en realidad, no hay verdadera alteridad que no se sustente en la Persona que se esconde detrás de todos los rostros, anterior a todos los nombres.

Si Adán es el espejo arquetípico de nuestro falso yo, Cristo es el nuevo Adán, nuestro verdadero yo; y si Adán se vació de Dios para encerrarse en sí mismo, y de ese modo dar origen a su falso yo, nosotros hemos de hacer lo contrario; debemos vaciarnos, sugiere, mediante una práctica de kenosis, de nosotros mismos para llenarnos de Dios; esa es la enseñanza de Cristo y el modelo de comportamiento para el cristiano, y en ese seguimiento la falsa distinción entre “yo” y “los otros” y la separación entre “uno” y “el mundo” se desvanecen: “Once we have accepted the cross... then we become able to realize that the world is in ourselves and the world in ourselves is good and redeemed. And we can accept in ourselves both the evil and the good which are in us and in everybody else and which go to make up the world... We are the world... but we are it as redeemed. Then we see right away that the world is a question of interpenetration”.49 Nuestra identidad real es entonces un instrumento de liberación de lo ilusorio y, a un tiempo, su propia naturaleza ya es libertad: la libertad es tanto el medio como el mensaje de la revelación, su memoria encendida. La libertad final consiste en caer en la cuenta de la naturaleza dada, regalada, de la creación entera y de nosotros mismos en ella. Nuestra naturaleza real es libertad, creada al objeto de procurarnos la libertad final, esto es, la libertad de los hijos de Dios.50

Sin embargo, la tragedia humana consiste en que en cada individuo se encuentra arraigada la adopción, casi instintiva, de una suerte de teología prometeica existencial. Esta consiste, muy brevemente, en la tendencia a deformar a Dios reduciéndolo a un falso yo de dimensiones infinitas, un ego infinito, y en definitiva, una horrorosa y vasta proyección de nuestro propio sistema de autoengaños. El drama del hombre prometeico, que es la antítesis del hombre nuevo, se reduce, pues, a intentar, en un ejercicio de descomunal desafío y arrogancia que no es sino un patético gesto inútil, robar el fuego sagrado que desde el principio ya poseía de manera gratuita: en su intento, aquejado de una ceguera grotesca, se aleja cada vez más del fuego que persigue y del que nunca ha carecido: “Prometheus... cannot enjoy the gift of God unless he snatches it away when God is not looking. This is necessary, for Prometheus demands that the fire be his by right or conquest. Otherwise he will not believe it is really his own” (NM: 35). Pero, explica: “The fire Prometheus steals from the gods is his own incommunicable reality, his own spirit... Yet this being is a gift of God, and it does not have to be stolen. It can only be had by a free gift —the very hope of gaining it by theft is pure illusion” (NM: 24).

Al hombre y a la mujer contemporáneos les cabe tener la valentía de poner en tela de juicio el mecanismo de razonamiento prometeico en su existencia concreta, si se atreven a confrontar sus dilemas existenciales más acuciantes: “Perhaps I am stronger than I think. Perhaps I am even afraid of my strength, and turn it against myself, thus making myself weak. Making myself secure. Making myself guilty. Perhaps I am most afraid of the strength of God in me. Perhaps I would rather be guilty and weak in myself, than strong in Him whom I cannot understand” (CGB: 131). Para Merton, aceptar el don de nuestra auténtica identidad se resume en aceptar la prerrogativa de darnos, pues es dándonos, a su vez, como recibimos el don de nuestra íntima identidad, en sí una incondicional donación. En la lógica del falso yo, por el contrario, como nuestra identidad es “robada”, dar no supone una extensión de nuestro don, sino una privación, o una usurpación, pues Prometeo en nosotros confunde la cualidad gratuita del “ser” con el criterio de cantidad, de “tener”. Merton expresa abiertamente en qué consiste el regalo de nuestro verdadero yo, el nombre verdadero del nuevo Adán: “Love is my true identity. Selflessness is my true self. Love is my true character. Love is my name” (NSC: 60). En esa nueva identidad, el individuo abandona su burbuja solipsista para convertirse en una auténtica persona; sin “ego-ísmo”, lo personal adquiere dimensión universal y el yo verdadero se manifiesta indiviso, inclusivo, libre de condicionamientos pero también de la misma forma, libre para comprometerse de manera concreta con la suerte del prójimo, en sociedad:

The shallow “I” of individualism can be possessed, developed, cultivated, pandered to, satisfied: it is the center of all our strivings for gain and for satisfaction, whether material or spiritual. But the deep “I” of the spirit, of solitude and of love, cannot be “had”, possessed, developed, perfected. It can only be, and act according to the inner laws which are not of man’s contriving, but which come from God. They are the Laws of the Spirit, who, like the wind, blows where He wills. This inner “I”, who is always alone, is always universal: for in this inmost “I” my own solitude meets the solitude of every other man and the solitude of God. Hence it is beyond division, beyond limitation, beyond selfish affirmation. It is only this inmost and solitary “I” that truly loves with the love and the spirit of Christ. This “I” is Christ Himself, living in us: and we, in Him, living in the Father. (DQ: 160)

Por eso la insistencia casi obsesiva de Merton en trascender, sin hacer abstracción de ellos, cualquier condicionamiento familiar, cultural o religioso; con esa actitud, sin embargo, no pretendía alienarse de sus semejantes sino antes bien apelar a su luminosidad última para dar lugar a la transformación de vida a la que, según su íntima convicción, estamos libremente llamados en tanto que hijos de la luz, desde un tiempo sin tiempo, en cada presente concreto:

At the center of our being is a point of nothingness which is untouched by sin and by illusion, a point of pure truth, a point or spark which belongs entirely to God, which is never at our disposal, from which God disposes of our lives, which is inaccessible to the fantasies of our own mind or the brutalities of our own will. This little point of nothingness and of absolute poverty is the pure glory of God in us. It is so to speak His name written in us, as our poverty, as our indigence, as our dependence, as our sonship. It is like a pure diamond, blazing with the invisible light of heaven. It is in everybody, and if we could see it we would see these billions of points of light coming together in the face and blaze of a sun that would make all the darkness and cruelty of life vanish completely... I have no program for this seeing. It is only given. But the gate of heaven is everywhere. (CGB: 142)

Una de las contradicciones más evidentes de Merton la constituye el hecho de que escribiera acerca de la imperiosa necesidad del silencio en nuestra sociedad haciendo un uso exuberante de la palabra, a través de volúmenes y volúmenes de prosa. Sus primeros escritos nos anticipan una explicación que acabaría por resultar casi profética:

I am still trying to find out: and that is why I write.

How will you find out by writing?

I will keep putting things down until they become clear.

And if they do not become clear?

I will have a hundred books, full of symbols, full of everything I ever knew or saw or ever thought. (MA: 52-53)

En efecto, Merton escribió de manera sorprendentemente prolífica, incluso compulsiva, acerca de “todo lo que llegara a conocer, ver, y pensar”. El ejercicio de escritura era a la vez un instrumento de acceso a la realidad y su mayor obstáculo; una expresión desnuda de su paradoja vital más acuciante, pues la elaboración constante de esa compleja gramática del ser que fue su obra actuaba también como la punzante constatación de una inevitable duplicidad en su existencia, de un impulso crónico de carácter casi enfermizo:

His books and articles are filled with indications that for him writing was sometimes work, sometimes recreation, sometimes psychic and spiritual release, but always necessary for Merton to keep going. One suspects that often enough he wrote for reasons not unlike those of people who consume drugs and alcohol: to assure himself he was real. The present writer has listened to an incredibly revealing tape which Merton once sent to a friend in lieu of a letter. He spoke of his compulsions, and especially complained of his constant need “to secrete self-justifications like perspiration”. Indeed, some of Merton’s writing is nearly that sticky! Certainly no one can write so much under such conditions as Merton did, and have it all good.51

Con todo, la propia “enfermedad” de su escritura encierra en sí la fórmula de su definitiva “curación”. Para cada uno de sus libros se podría aplicar la pregunta que él mismo formulara con respecto al libro de los libros. En un pequeño ensayo sobre la Biblia, indica: “When you ask: ‘What is this book?’ you find that you are also implicitly being asked: ‘Who is this that reads it?’... If we ask for information about the meaning of life, it answers by asking us when we intend to start living” (OB: 27, 30).

Precisamente en la religión cristiana, la Palabra revelada ocupa un lugar central, y en el sistema de símbolos de la Escritura, el mundo es signo, y nosotros mismos “imagen” y “semejanza” de Alguien innominable. Nuestra historia sigue un decurso escatológico que es el despliegue de un “discurso” pronunciado desde la eternidad. Northrop Frye, que se ha acercado a ese libro universal desde el punto de vista literario,52 señala, con tal perspectiva, que la Biblia, en cualquiera de sus versiones y traducciones, ha actuado siempre como un artificio retórico generador de imágenes. El modo retórico de la Biblia, subraya, es la proclamación o kerygma, el vehículo de la Revelación, esto es, la información recibida desde una fuente divina objetiva por un receptor humano subjetivo. Para Frye, la Historia que contiene la Biblia posee un carácter mítico, puesto que la intención del mito no es la descripción de situaciones específicas sino su relato de forma tal que su significado trasciende estas situaciones. Lo que distingue a la Biblia de cualquier otro libro sobre la tierra es, para este autor, su peculiar estructura tipológica. La tipología es a la vez un modo de pensamiento y una forma de retórica que se despliega en el tiempo: el tipo puede encontrarse en el pasado y en ese caso el correspondiente antitipo pertenece al presente, o bien encontramos el tipo en el presente y en tal caso localizamos su antitipo en el futuro. Este modo de pensamiento articula una teoría de la historia que asume que esta tiene un sentido, que conduce a un momento que se constituirá en antitipo de los acontecimientos presentes y justificará, finalmente, el sinsentido aparente de lo que sucede en cada actualidad. La tipología, afirma Frye, podría de ese modo funcionar como una analogía de los presupuestos de causalidad que rigen nuestra visión del mundo. Si, como el entramado tipológico establece, existe una correspondencia entre los distintos planos temporales y entre los estratos sociales e individuales, así como entre el pueblo de Israel en el Antiguo Testamento y la figura de Jesús en el Nuevo Testamento, tal correspondencia incluye los acontecimientos de la vida diaria del creyente: somos, de acuerdo con ese modo de pensar, desde antes incluso de nuestro nacimiento, parte de un todo mayor que nosotros, con el que establecemos una especial vinculación, un pacto o una alianza que se cifra en un compromiso de vida con un fundamento inevitablemente religioso.

Otros autores, además de Northrop Frye, han dedicado sus estudios a la Biblia adoptando una perspectiva similar. Para Sacvan Bercovitch53 existe una estrecha relación entre la adopción de la Biblia como norma de vida y la teoría del “plain style” en la narrativa puritana; asumir tal teoría no comportaba para sus representantes renunciar al arte de la palabra sino conformar el lenguaje a las Escrituras. Esto demandaba del predicador, o del escritor, una completa renuncia a las intervenciones egóticas, pues la persona no era, en última instancia, sino un instrumento de mediación de la Palabra. La tipología proporciona, de esa forma, una explicación basada en una arquitectura narrativa que incorpora a su edificio compositivo cualquier acontecimiento real, que así deviene un episodio cargado de significados trascendentes.

De estos apuntes podemos desprender un pequeño corolario para comprender la función que ejercía la práctica de la escritura en Thomas Merton: para este, escribir significaba dar realidad a su doble identidad, de monje y de escritor, y establecer una conciliación entre su yo exterior, compulsivo,54 y en perpetua necesidad de perdón, y su yo interno, esa identidad nueva, redimida, y el instrumento para la “Escritura” de otra “Palabra”, de la cual la suya propia era expresión actualizada. La tensión surgía cuando las dos identidades funcionaban de forma dividida, o cuando la primera asumía un papel predominante sobre la segunda. Eso explica también el modo narrativo en forma de diario adoptado en buena parte de su obra, y la oscilación entre su posición ora como espectador ora como participante. Su “conversación” con el mundo era el resultado, y el propio proceso dinámico, de su experiencia de “conversión”, y simultáneamente una práctica terapéutica necesaria y creativa, que apuntaba más allá de su propia contingencia:

From his conversation with the world, Merton “returned to himself” more converted to his particular task in the world as a monk. Finally, we might say that Father Louis was more a priest for being an autobiographical writer. That writing functioned, in fact, as his ministry to men, and as the means by which it was possible for Thomas Merton to “return to himself” as this individual man. Perhaps Merton was never more a priest, i.e., a mediator between God and man, than when he was telling his life story… Merton’s account of “being who I am” is a story of a man made strong in weakness. Facing the paradoxical truth of Christianity entails a real journey into the unknown, for nobody “knows” that truth except by living it out. Merton made the journey and made it into a story which has a power to move us to undertake our own journey to become ourselves and to make of our lives a story which confesses God’s creative action. Merton speaks to us and helps those who read him discerningly to take a few steps inward, because his life quietly announces the presence of the transforming Word made flesh in Thomas Merton’s flesh-and-blood story of being and transcending himself.55

III

A continuación trataremos de presentar de forma necesariamente breve su obra, y en particular su prosa, para lo cual asumiremos la clasificación de Quinn,56 quien distingue tres estadios en su producción: un primer periodo de huida del mundo, otro de preocupación social, y un tercero de universalismo con influencias orientales; aunque la distinción se efectúa con un propósito didáctico, y destaca deliberadamente sus rasgos más acentuados, debemos indicar que algunos elementos en cada uno de ellos se pueden encontrar de manera solapada en los otras dos.

En su primera etapa Quinn incluye desde su autobiografía, The Seven Storey Mountain (1948) hasta Disputed Questions (1960), abarcando hasta un total de diecisiete libros de prosa. En el camino místico, siempre de forma muy simple, esa etapa sería el equivalente a la vía purgativa; en la vida de Merton su inicio tuvo lugar con la decisión de ingresar en la orden cisterciense, en diciembre de 1941, y su obra iba a reflejar una declarada actitud de contemptus mundi. Su biografía, a la que tendremos ocasión de acercarnos más detenidamente en el siguiente capítulo, anuncia la entrada en un interregno, un paréntesis entre el momento de su separación del mundo y su retorno al mismo, años más tarde, después de una profunda transformación interior que había de pasar por una absoluta inversión de valores: “You have contradicted everything. You have left me in no-man’s land. You have got me walking up and down all day under those trees, saying to me over and over again: ‘Solitude, solitude’. And You have turned around and thrown the whole world in my lap. You have told me, ‘Leave all things and follow me’, and then You have tied half of New York to my foot like a ball and chain” (SSM: 420).

Publicada en el mismo año que su famosa autobiografía, Exile Ends in Glory (1948) es el relato biográfico de la madre Mary Berchmans, religiosa trapense destinada en misión a Japón entre finales del siglo XIX y principios del XX; fue escrito por deseo expreso de sus superiores, y se trata de uno de los libros que peor opinión habrían de merecer a Merton años más tarde: “... there are parts of it that make my stomach turn somersaults. Where did I get all that pious rhetoric? That was the way I thought a monk was supposed to write, just after I had made simple profession” (NMI: 110). Con The Waters of Siloe (1949), Merton presenta una breve historia del monasticismo cisterciense, y en especial de la orden de la estricta observancia, desde sus orígenes benedictinos, pasando por la reforma francesa del siglo XVII de manos de De Rancé y hasta sus comienzos en el Nuevo Mundo, e incluye, además, una descripción de la vida cisterciense contemporánea. Publicada el año siguiente, What Are These Wounds? es otra hagiografía, esta vez de santa Lutgarda de Aywières, mística cisterciense que vivió entre los años 1182 y 1246; también fue un encargo de dom Frederic Dunne, entonces abad de Gethsemani.

En 1951 Merton llevó a cabo el primero, y casi el único, intento de escribir con un enfoque teológico sistemático en The Ascent to Truth, cuyo título se inspira en un ensayo de Jacques Maritain, y que persigue un triple objetivo: “to define the nature of the contemplative experience, to show something of the necessary interior ascesis which leads up to it, and to give a brief sketch of mature contemplation” (AT: 12). En ese ensayo, Merton aborda el misticismo conciliando teóricamente lo que después, en una rara y muy difícil síntesis, interiorizaría en su propia experiencia, esa aparente diferencia entre la vía catafática y la apofática (AT: 25-26), y entre la inmanencia y la trascendencia divinas:

There is no essential difference between the mysticism of “light” and the mysticism of “darkness”. In either case, the experience of God in contemplation is one in which love outstrips the intelligence and attains to Him immediately in the darkness which lies beyond all our ideas. The difference between the two schools, if we can call them such, lies in the language in which they try to express what is essentially the same experience. The mystics of “light” come down out of the cloud and clothe their knowledge of God in positive images and concepts. They know well enough that no imagery can perfectly communicate what they have experienced, but they are bent on making as good a use of concepts as they can. The mystics of “night” are just as eager to use concepts for that purpose. But they insist on the transcendent character of the mystical experience. That is why they keep emphasizing the fact that mystical knowledge is attained in a “cloud of unknowing”. (AT: 292-293)

La integración de ambas vías es de suma importancia, pues en sus extremos pueden conducir al contemplativo a posturas desviadas en relación con su lugar en el mundo, que pueden ir desde el quietismo o el angelismo hasta el hiperactivismo. Por el contrario, y en eso reside tanto el extraordinario mérito de Merton como las inmensas dificultades que encontró, el equilibrio entre ambos implica ubicar a la persona en el centro justo de una cruz que tiene por ejes la acción y la contemplación, el compromiso y el desprendimiento, la libertad absoluta y la obediencia perfecta, el punto de encuentro entre soledad y sociedad por un lado, y entre humanidad y divinidad por otro; la proporción justa entre el uso de la palabra y la renuncia a ella, el sentido adecuado de eternidad y temporalidad, y una actitud hacia el mundo de los objetos a caballo entre la reverencia, en forma de epifanía artesanal o artística, y el pragmatismo.

The Sign of Jonas (1953) es un diario de su experiencia monástica desde diciembre de 1946 hasta julio de 1952. Se abre con la profesión de votos solemnes del entonces joven monje e incluye su ordenación sacerdotal y la adopción de la ciudadanía norteamericana, y con ella, un paso decisivo hacia su regreso al orden temporal y una nueva mirada proyectada sobre el mundo, aunque todavía fluctuante entre el abrazo y la aversión; en su diario, con fecha 23 de junio de 1951, anota: “Within twenty-four hours there would be a sense in which I could definitely speak of all this as ‘my country’” (SJ: 330).

Respecto a su libro Bread in the Wilderness (1953), Merton señala en su prólogo: “This book is not a systematic treatise, but only a collection of personal notes on the Psalter” (BW: 9), y por eso, antes que una exégesis o una meditación sobre los salmos, se acerca a ellos abordando temas de simbolismo, poesía, tipología, liturgia, el sentido sacramental de las palabras, etc.

La publicación de The Last of the Fathers (1954) coincide con el octavo centenario de la muerte de san Bernardo, y con él además se conmemora la publicación de la encíclica de Pio XII, Doctor mellifluus; aunque no se considera uno de los libros principales de Merton constituye una buena muestra de su inmersión en las aguas de la tradición y al mismo tiempo su interés por los pronunciamientos doctrinales contemporáneos.

A pesar del sugerente título No Man is an Island (1955), este libro apenas incluye comentario social alguno, aunque es una continua invitación, en clave contemplativa, al encuentro de Dios en los semejantes y al del prójimo en Dios, para vislumbrar nuestro más profundo centro tras la compleja maraña de espejismos que elaboramos cotidianamente:

Your idea of me is fabricated with materials you have borrowed from other people and from yourself. What you think of me depends on what you think of yourself. Perhaps you create your idea of me out of material that you would like to eliminate from your own idea of yourself. Perhaps your idea of me is a reflection of what other people think of you. Or perhaps what you think of me is simply what you think I think of you. How difficult it is for us to be sincere with one another, when we do not know either ourselves or one another! (NMI: 194)

The Living Bread (1956) constituye una meditación sobre el sacramento de la Eucaristía y The Silent Life (1957) reúne diez ensayos sobre el régimen de vida monástico, en los que define al monje, y lo que significa su huida del mundo:

The meaning of the monk’s flight from the world is precisely to be sought in the fact that the “world” (in the sense in which it is condemned by Christ) is the society of those who live exclusively for themselves. To leave the world, then, is to leave oneself first of all and begin to live for others. The man who lives “in the world but not of it” is one who, in the midst of life, with all its crises, forgets himself to live for those he loves. The monastery aims to create an atmosphere most favorable for selflessness. (SL: 8)

De Thoughts in Solitude (1958), escrito que recoge los pensamientos sobre la vida contemplativa e intuiciones básicas de algunos momentos de meditación durante los años 1953 y 1954, interesa destacar ahora algunas palabras de su prefacio, en las que pone de manifiesto la indisociable relación entre soledad y sociedad, algo que seguiría matizando constantemente desde diversas perspectivas a lo largo de su trayectoria monástica:

In actual fact, society depends for its existence on the inviolable personal solitude of its members. Society, to merit its name, must be made up not of numbers, or mechanical units, but of persons. To be a person implies responsibility and freedom, and both these imply a certain interior solitude, a sense of personal integrity, a sense of one’s own reality and of one’s ability to give himself to society —or to refuse the gift. When men are merely submerged in a mass of impersonal human beings pushed around by automatic forces, they lose their true humanity, their integrity, their ability to love, their capacity for self-determination. When society is made up of men who know no interior solitude it can no longer be held together by love: and consequently it is held together by a violent and abusive authority. But when men are violently deprived of the solitude and freedom which are their due, the society in which they live becomes putrid, it festers with servility, resentment and hate. (TS: 13)

En ese libro insiste en presentar la soledad como una condición indispensable para el descubrimiento de la persona real. Mantiene que la presencia sola, desnuda, y en profundidad, de uno mismo permite la transparencia y el paso a la Presencia del único “Yo soy” real. En soledad, Quien sostiene nuestro ser está más cerca de nosotros que la impostura del “no soy” que trata de interponerse en todo momento entre nosotros y Él.

Aunque The Secular Journal of Thomas Merton fue publicado en 1959, su contenido incluye los diarios que escribió entre los años 1939 a 1941, y por tanto pertenece al conjunto de sus escritos premonásticos si bien, en contra de lo que el título parece sugerir, mantiene un tono marcadamente espiritual. El manuscrito, que Merton entregó a Catherine de Hueck antes de entrar al monasterio trapense, puede ser leído por el estudioso como un documento complementario a su autobiografía, pero en sí encierra un indudable valor testimonial por lo que respecta a su persona y a su tiempo.

Con Spiritual Direction and Meditation (1960), Merton cerraría esa primera etapa de su obra; se trata de un ensayo de carácter comparativamente menor, aunque no por ello menos relevante en el conjunto de su obra, destinado a un público no especializado al que hace partícipe de orientaciones para el ejercicio del discernimiento espiritual.

En su primera etapa, sintetizándola de manera forzosamente simple, vemos que Thomas Merton ha puesto el énfasis en una espiritualidad individual antes que social, aún sin negarla, y en la necesidad de distanciarse del mundo para acercarse a Dios y al otro; en esa separación, el individuo se encuentra en condiciones de regresar a sí mismo para, de ese modo, desandando el curso de su caída, pasar por el centro de su ser y acceder a su verdadero yo.

En la segunda etapa, el énfasis iba a sufrir un desplazamiento para destacar la inmanencia de la realidad divina. Si en la primera etapa todas las energías estaban dedicadas a un esfuerzo de autotrascendencia individual, y a la identificación, en soledad, del pequeño yo con el “Yo soy”, en la segunda la preocupación mayor va a ser la de la encarnación de esa identidad en el escenario de la temporalidad, en la historia y en la sociedad; ahora el contemplativo mostrará mucho celo, precisamente por haber atravesado él mismo ese proceso, en advertir al lector y recordarse a sí mismo que la pretensión de escapar del mundo con una intención salvífica individual resulta falaz e ilusoria, pues la realidad de la persona entera incluye al conjunto de sus semejantes, a la humanidad entera y a todo su entorno; si en un primer momento su comprensión espiritual presuponía una relación vertical del individuo con Dios, ahora iba a implicar una relación horizontal que indicaba la necesidad de un encuentro con Dios en sociedad.

La transición entre una y otra etapa no fue en absoluto repentina, y algunos factores habrían de jugar un papel importante en ese desplazamiento, entre ellos: su responsabilidad como maestro de escolásticos y maestro de novicios en 1951 y en 1955 respectivamente y su consiguiente contacto cotidiano con los jóvenes del monasterio; la admiración profunda que sentía por Mahatma Gandhi en quien encontraría un modelo de integridad humana y un patrón de conducta moral indiscutible en su aproximación espiritual al mundo de la política activa; su intercambio epistolar con Boris Pasternak, y el acceso a las realidades sociales de Latinoamérica a través de sus encuentros con el entonces novicio Ernesto Cardenal, bajo su dirección espiritual; la adopción de la nacionalidad norteamericana y la inspiración del papa Juan XXIII que en su pontificado impulsó en la iglesia la inclinación hacia una teología de mayor carácter social.57

En Disputed Questions (1960), perteneciente ya a ese segundo estadio de escritura, se recogen doce ensayos de carácter bien dispar, acerca del arte y la vida espiritual, sobre el ideal carmelita primitivo o sobre Pasternak, amén de un ensayo tan provocador como sugerente, “Notes for a Philosophy of Solitude”, que recibirá posterior atención en este acercamiento. En ese libro, Merton redefinirá, sin renunciar a él, el ideal de santidad para apuntar que esta ha de abrazar al mundo entero si se quiere verdadera: “The saint is therefore a ‘sacrament’ of God’s mercy in the world, the pledge of heaven, the visible expression of God’s presence in the Church and of God’s power in time to sanctify the world through the mystical body of His Christ” (DQ: 274).

The Wisdom of the Desert (1960), la traducción y el comentario de ciento cincuenta dichos de los padres del desierto, pone de manifiesto la nueva comprensión de la posición del monje actual en el mundo a la luz de la actitud de sus predecesores; haciéndose eco de la misma, propone que la responsabilidad del monje hoy tiene, ante todo, un carácter social:

The flight of these men to the desert was neither purely negative nor purely individualistic. They were not rebels against society… Nor did they fly from human fellowship —the very fact that they uttered these “words” of advice to one another is proof that they were eminently social. The society they sought was one where all men were truly equal, where the only authority under God was the charismatic authority of wisdom, experience, and love. (WD: 4-5)

En The Behaviour of the Titans (1961), Merton explora el mito griego de Atlas y Prometeo para hacer incisivos comentarios sobre nuestra cultura contemporánea, con escasas alusiones al Dios cristiano pero en cambio con repetidas críticas a la sociedad tecnocrática occidental. Su lenguaje ha cambiado de tono, acercándose mucho más a los hombres y mujeres de su tiempo, y renunciando para ello al uso familiar de una retórica exclusivamente doctrinal y devota.

Con The New Man (1961), comienza a plantear interrogantes abiertos de orden existencial. El tema central y recurrente es otra vez, pero ahora con un protagonismo casi exclusivo, el de la identidad, y para explorarlo hace de nuevo uso de la metáfora prometeica. Aunque el libro no incluye cuestiones políticas, dirige su discurso a sus coetáneos. Sus páginas sintetizan el propio sendero espiritual recorrido por el autor: primero de huida del mundo, más tarde de encuentro con Dios, y finalmente de regreso al mundo a través de Dios. Su mensaje señala que para el cristiano no puede ejercerse una acción sociopolítica realmente eficaz sin un reconocimiento de la trascendencia divina, y sin un impulso a un tiempo decididamente inmanente. Sólo la mujer o el hombre que orientan su ser entero hacia ambas dimensiones, para personalizarlas, pueden actuar íntegramente, pues su acción transformadora es la de seres humanos aspirando a convertirse día a día en nuevo Adán o nueva Eva.

New Seeds of Contemplation (1961) es una versión revisada y ampliada del libro que publicara en 1949, Seeds of Contemplation. La revisión estableció, ahora sí, un puente definitivo entre la espiritualidad individual y la solidaridad humana. En síntesis: “The more we are one with God the more we are united with one another; and the silence of contemplation is deep, rich and endless society, not only with God but with men. The more we are alone with God the more we are with one another, in darkness, yet in multitude. And the more we go out to one another in work and activity and communication, according to the will and charity of God, the more we are multiplied in Him and yet we are in solitude” (NSC: 65-66).

En Life and Holiness (1963) encontramos un retroceso a su primera etapa, en forma de breves meditaciones, algunas de índole social pero de carácter abstracto y tono formal, con constantes referencias a las Escrituras y a la encícilica del papa Juan XXIII, Mater et magistra. Como contrapunto, Seeds of Destruction (1964) está por completo dedicado a tratar problemas sociales, fundamentalmente el racismo y la guerra, de una forma crítica y directa. En él apela, por ejemplo, al Señor de la historia para abogar por la ruptura de la servidumbre de las personas negras en Norteamérica sin necesidad alguna de la aprobación paternalista del hombre blanco. El énfasis recae ahora, decididamente, sobre las implicaciones de la presencia de Dios, inmanente y encarnada, en el prójimo y en la historia: “Christians have perhaps too often been content to delude themselves with vague slogans and abstract formulas about brotherly love. They have too easily become addicted to token gestures of good will and ‘charity’ which they have taken as a total dispensation from all meaningful action and genuine concern in the crucial problems of our time. As a result they have become unable to listen to the voice of God in the events of the time, and have resisted that voice instead of obeying it” (SD: 88-89). En ese momento crucial, Merton asume plenamente la dificultad extrema de su posición como monje de su siglo: “the monastic paradox of separation from the world and yet openness to it” (SD: 219).

The Seasons of Celebration (1965) recoge material escrito por Merton hasta quince años antes de su publicación, con temas litúrgicos como eje vertebrador. Al final de su vida, le merecería una opinión deplorable y por su temática y su tono corresponde en realidad a la primera etapa de su producción.

Muy distinta a la anterior, la última y completamente representativa de esta segunda etapa, si bien preludia la siguiente, sería su breve introducción a la selección que él mismo realizara de algunos escritos de Gandhi, Gandhi on Non-Violence (1965); lo que allí afirma de Gandhi y de su pueblo, con respeto y admiración, podríamos aplicarlo al propio Merton y a su nación adoptiva: “For Gandhi the public realm was not secular, it was sacred. To be involved in it was then to be involved in the sacred dharma of the Indian people” (GNV: 8).

Con su tercera etapa, cuya semilla ya se encontraba germinando de hecho en las anteriores, e incluso en su periodo premonástico, Merton abre un periodo que, de acuerdo con una interpretación, rompe los límites del catolicismo y según otra, supone una consecuencia lógica del mismo, al entrar en contacto con tradiciones espirituales no cristianas, de origen oriental en su mayoría. En cualquiera de los casos, podemos ver en ese desplazamiento de intereses la última ocasión para el escritor de obtener una nueva perspectiva; en efecto, en las distintas estaciones del viaje hacia su libertad primera y última, Merton reunió las condiciones necesarias de distancia y desapego para ser considerado un crítico de los escenarios sucesivos de su vida: procedente de Europa y afincado en los Estados Unidos de América, pudo alcanzar una visión diferente de la segunda desde su experiencia en el viejo continente; al haber sido estudiante sin filiación religiosa alguna, dispuso de elementos de contraste para poder aplicar, como converso, una nueva mirada sobre catolicismo; por último, el viaje a Asia le iba a dar la ocasión de ejercer la última crítica global sobre el mundo occidental, incluida su dimensión religiosa. Así, en una carta dirigida a doña Luisa Coomaraswamy en 1961, Merton le anticiparía su nuevo cometido, otra vez de alcance profético, que se había marcado hacia el final de su vida:

I believe that the only really valid thing that can be accomplished in the direction of world peace and unity at the moment is the preparation of the way by the formation of men who, isolated, perhaps not accepted or understood by any “movement” are able to unite in themselves and experience in their own lives all that is best and most true in the various great spiritual traditions. Such men can become as it were “sacraments” or signs of peace at least. They can do much to open the minds of their contemporaries to receive, in the future, new seeds of thought. Our task is one of very remote preparation, a kind of arduous and unthanked pioneering. (HGL: 361)

Esas grandes tradiciones espirituales no iban a quedar limitadas, pese a la categorización que escogimos para esta etapa, al ámbito asiático. Merton entraría en contacto, además, con la fe islámica y el misticismo sufí, y con la espiritualidad del nativo americano del norte y del sur del continente. Pero fue ante todo su contacto con la espiritualidad oriental la que iba a ejercer una influencia decisiva en su nueva vivencia del cristianismo.

La encendida memoria: aproximación a Thomas Merton

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