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3 Ciudadanos y soldados

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Del hombre bueno en la guerra jamás gloria ni nombre perecen, sino que aun estando bajo tierra alcanza la inmortalidad aquel a quien mata el violento Ares cuando despliega su heroísmo, aguantando a pie firme en lucha por su patria y por sus hijos.

Que todos intenten llegar con su valor a esta excelencia, no huyendo de la guerra.

TIRTEO

Afirmaba ese gran divulgador que fue Indro Montanelli que había titulado su Historia de los griegos así «porque, a diferencia de la de Roma, esta es una historia de hombres más que una historia de pueblo, de nación o de Estado». Es cierto: a pesar del alto concepto de la Hélade, los griegos fueron en muchos sentidos espíritus libérrimos, fieles solo a su comunidad y su familia —su polis, su patria—, mas también devotos de unas divinidades, costumbres, cultura y lengua compartidas. En cualquier caso, la complicada orografía de sus tierras favorecería estas ansias de libertad y, cuando no se dedicaban a guerrear entre ellos o a languidecer en fases de decadencia, siempre se consideraron yunque y luego martillo de los enemigos provenientes del oriente que osaran poner pie en su sacrosanto territorio.

Efectivamente, y como en todo tiempo y lugar, la geografía se mostró aquí determinante de cualquier actividad humana. Al sur del Danubio se encuentra la península balcánica, rodeada de míticos mares: el Adriático y el Jónico al oeste, el Egeo al sur y el Negro al este. Su montuosa compartimentación dificulta las comunicaciones con el resto del continente, pues salvo algunas mesetas el terreno es un verdadero laberinto que incomunica los valles, sin que exista ninguno transversal de consideración que los enlace. Esto propició una peculiar forma de entender la economía, el desarrollo de formas sociales completamente originales, una gran fragmentación política, el espíritu de independencia de los balcánicos propiamente dichos y la proyección de los griegos hacia el mar, único camino realmente apto para las relaciones de estos con otros pueblos. De norte a sur conviene destacar cuatro grandes regiones: la agreste Macedonia, Epiro y Tesalia, el Ática y la península del Peloponeso, unidas estas dos últimas por el istmo de Corinto. Un sinfín de islas, algunas tan importantes como las Cícladas, Creta o el Dodecaneso, separan Grecia de Anatolia, frontera de enfrentamientos tan legendarios como el de Troya.

En torno al año 500 a. C., el rey Darío I de Persia se alza con el cetro de Ciro el Grande, a quien vimos en el capítulo anterior crear un vasto imperio desde Asia Menor al Indo, de Arabia a los montes caucásicos. Cuando el nuevo monarca planeó una expedición punitiva contra ciertas ciudades rebeldes jónicas auspiciadas por Atenas, en realidad estaba dando paso al primer enfrentamiento global de la historia. El mosaico griego estaba constituido entonces por algunos estados coaligados contra la amenaza oriental, otros vasallos de los persas y los neutrales…, cada uno de ellos con su propio mosaico interno de ciudades-estado (se calcula en más de setecientas las poleis que llegaron a coexistir). Dos sociedades antagónicas pero cada una indómita a su manera iban a ser el dique de contención de la invasión: la mencionada Atenas y la «siempre libre de tiranos» Esparta. Comenzaban las guerras médicas, así llamadas por el nombre con que los helenos designaban a su rival (492-490 a. C. la primera, 480-479 la segunda).

Las invasiones en los tiempos arcaicos de aqueos y dorios habían producido en todo el territorio profundos cambios a lo largo de los siglos precedentes, el más reseñable de los cuales fue el del desplazamiento de buena parte de la población del campo a las ciudades, con lo que la agricultura cedía paso al comercio como actividad económica principal: la escasa proporción de superficie útil cultivable convertiría a sus moradores en consumados marinos. Atenas constituye quizá el ejemplo máximo de esta transición, con el desarrollo de un urbanismo modélico y, lo que es más importante, una estructura social que va tendiendo paulatinamente hacia formas políticas de corte democrático. Así, el concepto de ciudadanía regía en la urbe, pero solo podían acceder a ella los habitantes capaces de costearse un equipo, es decir, de convertirse en soldados (de caballería los procedentes de la aristocracia; de infantería la clase media: son los hoplitas, así denominados de forma muy elocuente por su equipamiento defensivo u hoplon antes que por sus armas de ataque, lo que condicionaría como veremos el sistema militar no solo ateniense sino de toda Grecia, esto es, la falange). Únicamente los huérfanos cuyo padre hubiera caído en combate eran armados por el erario público.

Al contrario que su rival y solo circunstancialmente aliada Esparta, el ejército se subordinaba en Atenas al estado, la guerra a la política. Los jóvenes recibían instrucción y servían en filas hasta cumplidos aproximadamente los cincuenta años —con un periodo de reserva final—, pero este entrenamiento era una disciplina más dentro de un conjunto pedagógico de carácter cívico. Aun así, este era el juramento de fidelidad que proclamaba todo ciudadano-soldado en la acrópolis:

No deshonraré las sagradas armas que llevo. No abandonaré a mi compañero en combate. Lucharé por la defensa de los santuarios y del Estado, y trataré de dejar a la posteridad una patria más grande y poderosa que la que he recibido, en la medida de mis fuerzas y con la ayuda de todos.

La fundación de colonias semiautónomas de la metrópoli primero en el Mediterráneo oriental y luego en el sur de Italia —la Magna Grecia— completaba el singular modelo ático.

Esparta, capital de Laconia, era una ciudad sin murallas —alarde de fuerza y autoconfianza— asentada sobre una tierra ruda que marcaría el sobrio carácter de una sociedad en la que todo se supeditaba a Ares Enyalius, su dios de la guerra. Al nacer, los niños eran examinados por una especie de tribunal médico que dictaba la muerte del bebé si este presentaba alguna tara. A los siete años eran arrancados del regazo materno y llevados a centros de enseñanza que mejor sería denominar cuarteles: la vida en ellos era durísima, con una frugal alimentación, vestimenta liviana en cualquier estación y entrenamientos que eran auténticos duelos, con lo que adquirían una gran resistencia física al tiempo que se les inculcaba un férreo sentido patriótico. Completada la instrucción, a los veinte años alcanzaban la ciudadanía y recibían un lote de tierras y otro de esclavos para trabajarlas, teniendo obligación de aportar suministros para el sostenimiento de las tropas. A los cuarenta y cinco dejaban de pertenecer al ejército de primera línea y pasaban a engrosar la milicia de guarniciones.

Los espartanos tenían prohibido permanecer solteros, pues de su sementera dependía la continuación de una raza que, con todas estas características, se sentía diferente. Paradójicamente, y en contraste con otras ciudades-estado, el papel de la mujer era relevante en Esparta, si bien su rol giraba en torno al adoctrinamiento de la progenie: «Otra espartana, tras matar a su hijo porque había abandonado la línea de combate, dijo: “No es mío el vástago… Corre por las tinieblas, jamás alumbré nada indigno de Esparta”» (Plutarco). Unas unidades llamadas de «hombres-lobo» vivían aisladas en el campo, siendo la rapiña su modus vivendi, el sometimiento de los campesinos ilotas su cometido interno y las acciones de escaramuza su misión en la guerra. Como vemos, al contrario que en Atenas y siguiendo la tradición asiria, la política quedaba aquí supeditada al dictado militar. Esparta era, en fin, un ejército acampado en un territorio.

Podría afirmarse que la idea de Darío para la expedición que dio lugar a la primera guerra médica estaba bien meditada: un cuerpo a las órdenes de Mardonio avanzaría sobre Macedonia y otro cruzaría el Egeo en una potentísima flota para clavarse en el corazón del Ática. Eran dos tenazas que subestimaban al enemigo. Cuando los atenienses, conscientes de su inferioridad numérica, se apercibieron del desembarco persa en Maratón (490 a. C.), su estratego Milcíades tomó la iniciativa y, sin esperar a la llegada de refuerzos, cargó sobre ellos. A pesar de encontrar tenaz resistencia, los helenos se alzaron con la victoria gracias a tres factores: una orgánica más lograda, la falange; un armamento superior ejemplificado en la mayor longitud de sus lanzas y, ante todo, el espíritu de victoria de un ejército luchando en y por su país contra una fuerza muy superior pero abigarrada, heterogénea y sin motivación. Al igual que sucedería otras veces, una victoria táctica era capaz de desbaratar una ambiciosa estrategia.

Jerjes I, sucesor de Darío y cegado de rencor por la humillación sufrida, repetiría prácticamente la misma operación un decenio después si bien con mayores efectivos —estimados en doscientos mil hombres y mil navíos— y una clara decisión en la ejecución, lo que demostró al tender un puente para cruzar el Helesponto, un logro de ingeniería que lanzaba el nítido mensaje de que esta vez la campaña no sería de castigo, sino de invasión. Nada quedaba entre su ejército y Atenas tras el sacrificio de Leónidas y sus (más de) trescientos espartanos en el paso de las Termópilas, por lo que sus habitantes abandonaron la ciudad. Hogares, templos y edificios fueron arrasados por la cólera asiática: la afrenta de arrojar a un pozo a los heraldos persas que en su día habían exigido «agua y tierra» a los estados griegos como ofrenda de sumisión quedaba cumplidamente vengada… Olvidaba el gran sátrapa que la polis era más un alto ideal ciudadano basado en la libertad que un mero conjunto de construcciones.

Ensoberbecido por su marcha victoriosa pero minusvalorando de nuevo a sus rivales, Jerjes caería en una trampa lejos de cualquier campo de batalla; fue en un mar que creía dominar con su poderosa flota: es la batalla de Salamina (480 a. C.), donde los persas pierden el grueso de su armada y con ella algo mucho más importante, su línea de abastecimiento. No obstante, el rey medo dejaría el cuerpo de Mardonio en la Grecia continental, quien acosaría a sus pobladores con continuas batidas por todo el territorio fiado en la superioridad numérica que aún mantenía. Hasta que un año más tarde un ejército panhelénico encabezado por los espartanos lo derrotaba decisivamente en Platea, obligando a los invasores a retirarse definitivamente a las profundidades de su imperio. Ciertos tratados militares, acaso influidos por la grandiosidad de las operaciones terrestres, tienden a olvidar la importancia del poder marítimo, por lo que conviene volver por un momento a ese gran primer encuentro naval de la historia.

Salamina es una pequeña isla a poniente del Pireo, puerto de Atenas. Como todo el litoral griego, sus costas parecen recortadas a capricho, con multitud de cabos, arrecifes y auténticos acantilados sucediéndose sin solución de continuidad. Ante la amenaza inminente del rey Jerjes, los atenienses decidieron refugiarse en ella: la noche antes de la histórica batalla verían con horror las llamas de su ciudad arrasada. Se suele decir que los dioses de la guerra son propicios a los audaces, pero mejor sería decir que la fortuna parece favorecer a los más organizados… y mejor mandados. Porque todo el mérito de esta victoria impensable se debe a una sola persona: Temístocles. Veterano de Maratón, el estratego había comprendido tras la primera expedición de Darío que los griegos no habían ganado una guerra, sino solo un periodo de tregua que debía ser aprovechado para construir un «muro de madera», esto es, una flota numerosa, capaz y bien entrenada que asegurara las costas del Egeo.

Temístocles sustentó su plan sobre tres engaños: primero, envió emisarios a su rival para mostrarle su voluntad de desertar, ardid creíble dadas las luchas intestinas dentro de las diferentes facciones políticas de Atenas. Segundo, dirigiría el grueso de su flota aguas arriba de la isla por un canal que se va angostando precisamente en esa dirección, realizando una finta que los medos interpretaran como huida. Tercero y último, iba a dejar oculta una porción de naves en la bahía formada entre la propia localidad de Salamina y la península de Cinosura. A pesar del consejo en contra de Artemisia, reina de Halicarnaso, partidaria de maniobrar sobre el Peloponeso y evitar de momento un encuentro directo, Jerjes fue cayendo en un engaño tras otro al ver la oportunidad de acabar en un combate decisivo con la escuadra contraria: no más de trescientos trirremes contra un millar. Pero las ansias suelen ser muy malas consejeras en la guerra.

Cuando al amanecer el grueso persa se adentraba en el canal en persecución del enemigo cayendo en la trampa, efectivamente su formación fue estrechándose, tornándose cada vez menos maniobrable, momento que Temístocles aprovechó para virar con el grueso de sus buques y cerrar el canal mientras la fracción emboscada atacaba de flanco a los medos. Los espolones de proa griegos rompían las líneas de remos de los contrarios volviendo sus naves ingobernables, lo que fue aprovechado para que los hoplitas embarcados las abordaran y transformasen la batalla naval en una suma de pequeñas batallas «terrestres» en las cubiertas, justo el entorno en que los griegos eran superiores. El genio militar de un buen comandante en jefe, una meditada planificación y saber cuándo tomar la iniciativa lograban imponerse a una abrumadora superioridad numérica: más de un tercio de la armada «bárbara», convertida en una amorfa masa de embarcaciones incapaz de navegar, fue aniquilada el día de Salamina, que algunos autores aventuran era el décimo aniversario de la victoria de Maratón.


Y, como ocurre a menudo, el antaño defensor pasaba a erigirse en potencia ofensiva… La guerra impulsa no solo corrientes históricas sino que opera como fuerza transformadora sociocultural, económica y política, así que tras las guerras médicas Atenas viviría sus tiempos más brillantes en el llamado siglo de Pericles. Así explica la trascendencia de estos hechos Pedro Barceló en su Historia de Grecia y Roma:

La utilización de la flota como un instrumento de la política exterior ateniense cobrará una importancia decisiva. Por una parte garantizaba la protección de sus aliados; por otra, servía para mantener libres las vías de comunicación […] y permitía finalmente intervenir militarmente allí donde se creyese oportuno. […] A los ciudadanos más pobres no les quedaba otra alternativa para servir a la polis que la armada, dada la enorme demanda de tripulaciones, infantería ligera y remeros que llevaba aparejada su operatividad. De ahí surgió la integración política de este grupo social, bastante numeroso, pero que hasta la fecha se encontraba en los márgenes del espectro social. La flota fue por tanto el vehículo para la implantación de la democracia.

Si la guerra defensiva contra los persas se había alzado como una obligación dictada por la mera supervivencia, la guerra ofensiva pasaba a ser una opción «rentable», máxime en una época en que el fenómeno bélico no solo no era denostado sino que estaba divinizado. Pero la victoria, como también suele suceder, llevaba en sí misma el germen de nuevos conflictos: cuando las dos ciudades vencedoras más significadas, Esparta y Atenas, conjurada la amenaza y sin un enemigo común, comenzaron una carrera por alzarse con la hegemonía de Grecia se precipitarían por una espiral de tensión que desembocó en las guerras del Peloponeso (431-404 a. C.). Ambas optaban por políticas geoestratégicas antagónicas: Atenas asumía el rol de potencia naval y Esparta el de potencia terrestre, un patrón que se repetirá como constante histórica en los siglos venideros.

A pesar de que Esparta es un ejemplo de estado militarista, las guerras del Peloponeso tienen su origen en la política expansionista de una Atenas que se siente capital espiritual y política de esa Hélade siempre fragmentada pero consciente ahora de su potencial. Como señala Tucídides, «los atenienses, al acrecentar su poderío y provocar miedo a los espartanos, les obligaron a entrar en guerra». En una primera fase (o guerra arquidámica), estos últimos llevaron la iniciativa y forzaron a Atenas a replegarse dentro de los llamados muros largos, que incluían la defensa de su puerto comercial del Pireo y el militar de Falero. La ciudad sufriría en estos tiempos una devastadora epidemia, un enemigo común a todos los contendientes de las guerras hasta tiempos modernos dadas las pésimas condiciones higiénico-sanitarias en que se desarrollaban las campañas. No obstante, y aprovechando su supremacía naval, los atenienses lograron asegurar sus rutas comerciales y dificultar las de los peloponesios, ora hostigando su más deficiente marina, ora con desembarcos calculados que asolaban sus campos de labranza. Agotadas, ambas ciudades-estado terminarán firmando la Paz de Nicias (421 a. C.).

La segunda fase de esta larga conflagración supuso un completo fiasco para los atenienses, que se aventuraron a una arriesgada empresa en Sicilia con el fin de someter Siracusa, la mayor ciudad griega del Mediterráneo central (415-413 a. C.) Aunque el objetivo estratégico era interesante, pues el control de esta gran isla siempre ha sido fundamental dados sus recursos y privilegiada situación, Atenas subestimó a sus enemigos y no atendió las complicaciones logísticas de una campaña tan lejana de sus bases de operaciones. Ello ayudó a que Esparta pasara de nuevo a la ofensiva en el Ática, estableciendo una guarnición permanente en la región e imponiéndose en la Grecia central, con un férreo dominio que le granjearía, sin embargo, la impopularidad entre muchas ciudades.

Durante todo este tiempo la Hélade se debilita enormemente, lo que favorece la reaparición de la amenaza persa: la caída de nuevo de las ciudades de Asia Menor bajo su influencia favorece el resurgimiento de este imperio como árbitro de la situación; los persas financian una flota espartana que vence a la ateniense en la batalla naval de Egospótamos. En esta tercera fase, o guerra de Decelia (413-404 a. C.), la potencia terrestre se hace por tanto marinera…, solo para volver a su estrategia continental cuando su general Lisandro ocupe Atenas. Ambos contrincantes y sus respectivas zonas de influencia terminaban en cualquier caso este ciclo de tres guerras completamente exhaustos, por lo que es difícil hablar de un vencedor claro en el sentido de imponer de forma duradera una única potencia hegemónica. Porque si las guerras defensivas contra los persas habían propiciado un renacer de toda Grecia y exacerbado un sentir «nacional», las guerras civiles —y las del Peloponeso lo fueron— se mostraron demoledoras, beneficiosas solo para potencias externas, que veían debilitarse el poder heleno. Por otro lado, ciudades que hasta la fecha habían desempeñado un papel relativamente menor, se erigen aunque sea de forma transitoria en estados relevantes. Es el caso de Tebas, situada estratégicamente para taponar bien la región de Atenas, bien el istmo de Corinto y los accesos al Peloponeso.

Tebas resultará vencedora de Esparta en la batalla de Leuctra (371 a. C.) gracias al genio de Epaminondas. Este estratego refuerza la caballería y la infantería ligera, dejando la falange convencional —más pesada— como yunque y convirtiendo al conjunto en un instrumento ofensivo y versátil. Su despliegue en «orden oblicuo» supone toda una revolución táctica que le permite aplicar el principio de ser más fuerte que el enemigo en su punto más débil: aquí nace en el más amplio sentido de la expresión el arte militar operativo o de la maniobra. Dicho orden, que no debe confundirse con diagonal, permite pasar del choque frontal a otro que tantee la formación contraria para localizar sus puntos vulnerables, momento en que el general puede ordenar a sus tropas atacar en masa precisamente por ese lugar, abrir brecha y explotar el éxito. Ello supone operar al menos con dos cuerpos, el que inicia el combate y una reserva, lo que facilita la dosificación de esfuerzos siguiendo las vicisitudes de la lucha y la coordinación. El jefe ya no es solo un caudillo heroico que pelea en vanguardia sino una cabeza pensante que todo lo ve, y el concepto de escalonamiento pasa a ser fundamental, pues quien no tiene reservas no tiene el control de la situación, no está en disposición de ejercer el mando con holgura adelantándose a los acontecimientos en lugar de ser arrastrado por ellos. El núcleo decisivo estaba formado en el caso tebano por el contingente sagrado, «un batallón cimentado por la amistad basada en el amor [que] nunca se romperá y es invencible; ya que los amantes, avergonzados de no ser dignos ante la vista de sus amados, deseosos se arrojan al peligro para el alivio de unos y otros» (Plutarco).

Pero sería un reino excéntrico, vigoroso y sabiamente gobernado en sus ánimos expansionistas por una aristocracia guerrera, aprovechando y mejorando toda la suma de experiencias bélicas vistas hasta el momento, el que sacaría mayor provecho de la situación: Macedonia, inesperada unificadora de la Hélade y capaz de alumbrar un genio militar y político realmente único en la historia. Su nombre, Alejandro Magno.


Aunque pensamos que los movimientos históricos decisivos son fruto del quehacer de generaciones o del fluir de corrientes de largo aliento, lo cierto es que muy de vez en cuando irrumpen personalidades capaces de removerlo todo, auténticas fuerzas de la naturaleza, figuras que son a la vez signo de sus tiempos y promesa de los venideros, que ayudan a moldear. Alejandro fue, sin duda, el primero y acaso más importante de todos ellos. Su leyenda solo es superada por la historia de su vida y conquistas, así como por la genialidad de su concepción de la estrategia político-militar.

A mediados del siglo IV a. C. a la endémica atomización política de la Hélade se añade un factor que podemos deducir del apartado anterior: la antaño dorada Atenas, la heroica Esparta, incluso la floreciente Tebas están cansadas y aun se diría desmoralizadas, al borde del colapso: las luchas intestinas entre sus respectivas ligas tocan fondo en la batalla de Mantinea (362 a. C.), cuando los espartanos vuelven a ser derrotados por los tebanos, quienes sin embargo pierden en el encuentro al gran Epaminondas, dos factores que serán aprovechados por ese reino excéntrico que hasta el momento hemos visto siempre al margen, Macedonia. De origen pastoril y con capital en Pela, distintos gobernantes habían ido acrecentando su poder al combinar acciones comerciales para garantizarse la afluencia de todo tipo de recursos con medidas políticas, consolidando una nobleza basada en el mérito pero leal al poder real. Todo ello sin descuidar los factores culturales —reafirmará su helenismo al forzar su admisión en la selecta nómina de participantes en los sagrados Juegos Olímpicos— ni, por supuesto, los bélicos: sus ejércitos se van curtiendo en luchas que en principio solo buscan pacificar el interior del territorio y sus fronteras, destacando los soldados por su frugalidad y reciedumbre.

Esta es la herencia que recibirá Filipo II cuando acceda al trono en 359 a. C. De no haber existido su hijo Alejandro, que eclipsó sus logros, sin duda Filipo habría pasado a la historia de una forma más relevante pues «fue rey de los macedonios durante veinticuatro años y, aunque dispuso de pocos recursos —nos recuerda Diodoro—, convirtió a su reino en la mayor potencia de Europa». El monarca afianzará el legado recibido, acreciendo su tesoro, mejorando el ejército y cultivando su corte con la sabiduría de los filósofos griegos pero empapándose también de influencias foráneas. Por fin aparecía en la península balcánica un estado fuerte no basado en el limitado concepto de ciudad-estado sino en una vocación primero regional, luego nacional y, finalmente, universal.

El macedonio continúa pacificando el interior del reino, tradicionalmente convulso; domina Tracia, rica en oro, y establece cabezas de puente sobre los Dardanelos, asegurándose así el flanco de Asia Menor. Por el sur se asoma a los mares Jónico y Egeo y sus planes expansionistas se orientan ya inequívocamente hacia el corazón de la Hélade: Tebas, el Ática y la península del Peloponeso. Reforma al mismo tiempo la administración, practica con la poligamia una calculada política de alianzas, no detiene nunca el severo plan de instrucción de sus tropas, se alza con el control del oráculo de Delfos como medida de prestigio espiritual (tan importante en la Antigüedad) y sitúa la corte allá donde esté su vivac: la cancillería y su correspondiente archivo son móviles, y ello dota al imperio en ciernes de un dinamismo y una mixtura que habrán de mostrarse sumamente fructíferos.

Así de preparado, Filipo y su poderosa máquina militar —brillante tanto por su complejidad y disciplina como por su concepción y eficiente combinación de armas sobre el terreno— lanzan una suerte de ultimátum a las ciudades-estado clásicas: protección contra la renaciente amenaza persa y autonomía a cambio de ser reconocido como hegemón de una liga en la que Macedonia asuma el mando militar y naval sobre el que asentar su proyección de futuro. Los que no se suman de grado a la propuesta lo harán a la fuerza tras la batalla de Queronea (338 a. C.), donde Atenas y Tebas, meras sombras de lo que fueron, son derrotadas por la falange macedónica. Manda en aquella ocasión su flanco izquierdo el vástago que Filipo II había engendrado con Olimpia, un jovencísimo Alejandro que ya destaca por sus dotes de mando, pericia y valor rayano en la temeridad. Grecia, salvo la terca Esparta, quedaba unida de facto y con la suficiente capacidad guerrera para expandirse…, lo que ya no podrá hacer Filipo II, «sorprendido por el límite del destino» al caer asesinado en un oscuro complot. Es el turno de su hijo y los hetairoi, sus amados compañeros de la caballería.

Si el afán de Filipo había sido unificar toda la Hélade y domeñar al persa, anulando de forma permanente esta amenaza, los sueños del Magno no tendrán fin, lo que agigantaría su epopeya, no tanto sus logros militares, pues ningún plan que tenga por objetivo el dominio de todo puede llegar a consolidarse plenamente por más espectaculares que sean sus triunfos: el genio ha de saber dónde parar. Pero sabido es que Alejandro, el hombre, el strategós autokrator, el semidiós, pretendía descender por vía materna de Aquiles y por la paterna del mismísimo Hércules. Aunque lo mejor será rastrear paso a paso su periplo largo en once años, extenso en más de 25 000 kilómetros y fecundo en fundación de ciudades… y de mitos.

Siguiendo una pauta bien conocida de la Antigüedad, quizá también de los tiempos modernos, lo primero que hizo Alejandro Magno al hacerse con el trono de Macedonia a la muerte de su padre fue «limpiar la casa» de enemigos reales, potenciales o imaginados, despiadada praxis que servía para afianzar el poder nada más tomado, asegurar lealtades y situar a hombres de confianza en puestos clave. No muy alto pero sí de atlética complexión, magnífico jinete, discípulo de Aristóteles y voraz lector de la Ilíada, atractivo por ciertos rasgos faciales —era heterocromo— y por su personalidad, capaz de la más absoluta generosidad o de terroríficos accesos de cólera, el nuevo rey inicia sus planes de inmediato. Consolida la frontera norte en el Danubio, arrasa Tebas tanto en señal de castigo por su insumisión como de aviso a otras ciudades y consolida la liga panhelénica ganándose el favor, para él muy importante, de Atenas. Asegura en definitiva lo que va a ser su retaguardia y base de operaciones porque sus ojos ya están puestos en Asia; en realidad, siempre lo estuvieron.

Nada más cruzar el Helesponto, Alejandro, tras arrojar desde su nave una lanza a la orilla en uno de los teatrales gestos de que tanto gustaba, visita Troya y rinde tributo a Aquiles: se dice que bailó desnudo en torno al túmulo del héroe homérico. Ha cruzado con un ejército de unos cuarenta mil hombres compuesto por sus macedonios y por contingentes de otras ciudades griegas, que van aprendiendo a amar a un líder que comparte con ellos las mismas fatigas. Le acompaña un consejo mitad corte, mitad Estado Mayor: filósofos, topógrafos, generales e ingenieros se adentran con él en la inmensidad de Oriente. Se trata de una «capital» itinerante como la de su padre pero mucho más versátil, abierta: Alejandro no solo conquista, sino que además coloniza, buscando granjearse fama de libertador de pueblos, cuyas sangres y costumbres desea mezclar con las de los helenos…, no todos propensos a tal mestizaje.

Reina en Persia Darío III, a quien sus ayudantes de campo aconsejan adoptar una estrategia que podríamos hoy denominar como de defensa elástica: no aceptar de momento un encuentro decisivo y permitir a las fuerzas de Alejandro adentrarse en las inmensidades del imperio, hostigándolas continuamente a medida que vayan alargando su línea de operaciones y combinando estas acciones con desembarcos en la Grecia continental tendentes al mismo objetivo: socavar la cadena de suministros del enemigo. Sin embargo, los sátrapas de Asia Menor exigen presentar batalla lo antes posible en el río Gránico, propiciando la primera victoria del Magno, no concluyente pero sí muy útil a sus planes, pues le allana el camino para libertar las ciudades greco-asiáticas, limpiar el norte de la península a fin de asegurarse el libre comercio con el mar Negro y consolidarse, en fin, firmemente en la península de Anatolia. Sus tropas se imbuyen de una gran moral de triunfo y ganan rico botín a medida que van progresando (realizan marchas asombrosas, sin descanso y viviendo sobre el terreno: Alejandro es uno de los primeros jefes militares que no detiene las operaciones en invierno; sus predecesores solo lo hacían con tiempo bonancible).

Al llegar al norte de la actual Siria, Alejandro, como los grandes estrategas, se preocupa por tener siempre dos alternativas que le den capacidad de maniobra y provoquen la duda en el contrario: desde allí puede progresar hacia el corazón del Imperio persa o bien marchar hacia el sur. Elegirá esta última opción y prolongará la ruta hasta Egipto en la idea de ocupar los puertos del litoral mediterráneo, asegurarse el flanco meridional y garantizar una nueva fuente de suministros. Al apercibirse de que por un fallo de su usualmente eficaz sistema de información ha cometido un error y tiene al ejército de Darío en su retaguardia, se revuelve raudo contra él y acepta una nueva batalla en el golfo de Issos, donde el terreno le es favorable al ser angosto, pues con ello anula la abrumadora superioridad numérica de los asiáticos, quienes no se pueden desplegar cómodamente. El tándem Parmenión al mando de la falange actuando como contención y el Magno al frente de la caballería avanzando como lanza está más engrasado en cada encuentro con el rival.

Tras esta nueva victoria, que sigue ayudando a cohesionar sus unidades y robustecer su moral, ocupa Tiro en una demostración de fuerza en guerra de sitio, pues para conquistar este vital puerto fenicio ubicado en una isla sus ingenieros han de construir una calzada sobre la que levantar las torres de asedio. Y llega a tierras egipcias donde es nombrado faraón, funda la Alejandría más famosa de todas las que levantará en su periplo y se pierde en el oasis de Siwa, cuyos sacerdotes lo veneran como a un dios: quizá fuera aquí donde Alejandro, además de dar tiempo a su ejército para recuperarse, concibiera una idea más grande que la mera sumisión de los medos. Con la confianza ilimitada que tenía en sí mismo, una vez derrote a Darío buscará ir hasta los confines del mundo para levantar un imperio universal. Algunos de sus colaboradores no comparten tales designios.

En 331 a. C. repasa los ríos Éufrates y Tigris y, ahora sí, acepta la que será la batalla decisiva en Gaugamela —o Arbela—, una llanura donde Darío aguarda con un descomunal ejército desoyendo de nuevo a quienes le aconsejan dejar al macedonio adentrarse más y más en las profundidades de Persia, desgastándole hasta agotarlo. Cuando ambas formaciones se encuentran cara a cara, un escalofrío de temor recorre las líneas griegas: miles de hombres y jinetes, arqueros, carros de guerra, camellos, elefantes, la escolta real y tropas de todo tipo los aguardan, acaso triplicándolos en número. Alejandro se ciñe su máscara de héroe, arenga a sus oficiales, tranquiliza a sus tropas y, dejando al veterano Parmenión al frente de la falange macedónica, encabeza a lomos de su caballo Bucéfalo la vanguardia de los «compañeros» en una de las más épicas cargas de caballería de la historia. La superior instrucción de su ejército y la calidad de sus mandos subalternos, tras varios momentos de indecisión, le llevarán a la victoria.

Quizá sea este el momento de aclarar el término falange macedónica, que puede dar lugar a equívoco. En primer lugar, la falange ya no es aquella formación eminentemente defensiva de Atenas o Esparta, sino una más flexible mejorada por Filipo II a imagen y semejanza a su vez de la de Epaminondas, el tebano, y terminada de perfeccionar para la ofensiva por Alejandro en sus campañas. En segundo lugar, tanto este como su padre no conciben una fuerza basada únicamente en el sistema falangita, sino que crean un todo orgánico en el que este grueso de infantería pesada no es más que la formación principal, acompañada de unidades ligeras, tropas auxiliares y una poderosa caballería de diferentes tipos: yunque y martillo. También de zapadores y artillería, entendiendo por esta en la Antigüedad armas como las ballestas o las catapultas. Por último, si bien el núcleo «duro» de esta fuerza siempre fue macedonio, lo cierto es que había ido helenizándose a medida que Filipo iba consiguiendo sus propósitos e «internacionalizándose» después con mercenarios y levas regionales gracias a las conquistas de Alejandro Magno. En cualquier caso, era una fantástica herramienta en manos de grandes generales y compuesta por curtidos veteranos diestros en el oficio de guerrear.

Los soldados macedonios solían ser reclutados por tribus, lo que reforzaba su idea de pertenencia y cohesionaba las unidades. Eran instruidos en el empleo de la sarisa, la característica pica del hoplita ahora alargada hasta unos formidables seis metros de longitud, mas también en el lanzamiento de jabalinas y el uso de la espada para el cuerpo a cuerpo. Pero, como en otros grandes ejércitos, el arma principal del infante eran precisamente sus pies: acostumbrados a duras marchas de instrucción con todo el equipo y víveres para varios días por la agreste Macedonia, los soldados alejandrinos tenían una movilidad que desconcertaba a sus enemigos (si en el sistema arcaico heleno llegó a haber diez porteadores por cada hoplita, Filipo prohibió taxativamente esta costumbre, permitiendo solo un paje por cada diez combatientes, lo que de paso reforzaba su orgullo de pertenencia a la infantería).

Un gran general es siempre un buen psicólogo que trata de ponerse en la mente del enemigo. Alejandro supo previamente a la batalla de Gaugamela que Darío había sido advertido de la posibilidad de un ataque nocturno, creencia que el macedonio alimentó cuando hacía en realidad todo lo contrario: al despuntar el amanecer, los persas y sus aliados estaban desvelados, mientras que los helenos habían recibido la orden tajante de cenar bien la noche antes y de dormir plácidamente, con lo que se encontraban frescos a la hora de formar para la batalla. Por otro lado, el que su enemigo hubiera allanado la tierra de nadie le llevó a pensar acertadamente que los asiáticos fiarían la fuerza de su empuje a la velocidad de sus carros falcados —provistos de guadañas en las ruedas—, de sus elefantes y de sus caballos. Esto le facilitaba la información «psicológica» que necesitaba, pues los despliegues siempre tratan de ocultar debilidades: si su propia carga de caballería se desplazaba más a la derecha, el terreno no estaba apisonado, por lo que era precisamente allí por donde debía lanzar su principal ataque.

Alejandro echa los dados sobre este tablero que, como vemos, ha estudiado concienzudamente. Siguiendo la idea del orden oblicuo de Epaminondas, se lanza al asalto al frente de su cuerpo principal de caballería por el ala derecha, cuidando siempre de que las unidades ligeras de infantería mantengan el contacto entre él y la falange principal, que ha de actuar como yunque. Estira la cabalgada hasta el terreno no aplanado por los persas, con lo que logra separar el ala izquierda enemiga de su centro: como sus jinetes cabalgan en formación de cuña, a una orden suya giran raudos para aprovechar la brecha y penetrar por ella, amenazando al mismísimo rey Darío. A punto de iniciar la persecución del monarca en su huida, recibe un mensaje de Parmenión comunicándole que los asiáticos están a punto de romper la línea de la falange macedonia (algunos contingentes, de hecho, han llegado hasta el vivac heleno). La caballería de los compañeros renuncia a la persecución y vuelve en auxilio del viejo general, envolviendo a los persas y alzándose con la victoria. El valor de tu enemigo te honra: tras el combate, los macedonios, devotos del heroísmo, se dedicaron a enterrar con suma reverencia a los muertos de ambos bandos… y proclaman rey de Asia a Alejandro Magno en el mismo campo de batalla, pues «así como no hay dos soles en el cielo, no puede haber dos reyes en la tierra».

Tras la batalla, Darío huye y cae al poco tiempo asesinado a manos de sus propios hombres. Alejandro llora su muerte —«No era esto lo que yo pretendía»— y envía el cadáver a la madre, Sisigambis, para otorgarle un digno entierro. También rinde pleitesía a la tumba de Ciro el Grande; el mensaje es claro, mas para algunos preocupante: él es ahora el sucesor legítimo del trono persa y no meramente su sojuzgador. Después, sabe que ya nada se interpone entre él y Babilonia, Susa y Persépolis, las históricas y ricas ciudades que conforman el corazón del imperio. Arrasada la última de ellas como venganza por el incendio de Atenas ocurrido como vimos durante la segunda guerra médica, Alejandro ve llegado el momento de licenciar a las tropas griegas y quedarse solo con sus macedonios más las fuerzas mercenarias y locales que va reclutando.

Y tras la gloria…, la incertidumbre y las luchas intestinas y el agotamiento: al marchar sobre Afganistán y la India, su ejército, que no concibe el apetito insaciable de su jefe y tolera a disgusto su adopción de costumbres orientales —muy en especial la para los griegos humillante rendición de pleitesía—, va entrando en crisis, con casos de insubordinación que minan la moral y hacen aparecer el peor rostro del héroe, quien llega a eliminar a sus más íntimos colaboradores, como Parmenión. Llevado por el delirio, asesina con sus propias manos a Clito el Negro, el bravo veterano que había salvado su vida en el Gránico. Tras una victoria dudosa en el Indo, Alejandro, muy cansado, obeso, con problemas de alcoholismo y aquejado de malaria, regresa a Babilonia; exhausto y deprimido, fallece a los treinta y dos años de edad.

No hay parte de mi cuerpo que no tenga cicatrices; no hay arma, utilizada cuerpo a cuerpo o lanzada de lejos, de la que no lleve una marca. He sido herido por espadas, traspasado por flechas, derribado por catapultas, golpeado muchas veces con piedras y palos… Por vosotros, por vuestra gloria, por vuestra riqueza.

Sin un claro heredero, sus sucesores crean reinos fragmentarios que lucharán entre sí y disolverán el legado político de su caudillo, no así el cultural, mucho menos el legendario. Muerto el hombre, el mito de Alejandro Magno cobrará fuerza desde entonces hasta nuestros días como uno de los personajes más grandes de la historia.

«En la guerra no se debe uno jamás atar a lo absoluto ni ligarse a un conjunto irrevocable de decisiones. Como cualquier juego de azar, la guerra no tiene un final preconcebido. La lucha debe en todo momento adaptarse a las circunstancias», diría el gran militar e historiador J. F. C. Fuller. Este fue el gran instinto de Alejandro, que combate en invierno, en montaña, en desiertos; que absorbe culturas, dinastías y religiones; que, no conforme con ser héroe como Aquiles, rivaliza con los mismísimos dioses. Esta fue su genialidad y lo que le convirtió en el primer gran general de todos los tiempos. Pero el reloj de la historia no se detiene y pronto marcará la hora de una ciudad en proceso de expansión y que logrará el sueño, esta vez sí, de forjar un imperio universal. El sol de la civilización, que alumbró primero Mesopotamia y Egipto, que se desplazó luego a Grecia, seguirá irremisiblemente su camino hacia Occidente para detenerse durante siglos sobre el Mediterráneo central. Va sonando la hora tan trágica como triunfal del Senado y del Pueblo de Roma… y de sus enemigos.


Homo bellicus alcanza en Grecia la mayoría de edad. Como apuntábamos en el capítulo precedente, la guerra es consustancial al concepto de formación, que antepone el cerebro a la masa, el soldado al guerrero, el mando de los más aptos y la disciplina a la tiranía o la horda. Aunque ya pudimos rastrear la aparición del orden cerrado en Oriente, lo cierto es que la falange helénica en sus diferentes versiones marca el inicio de la orgánica militar. Todo modelo bélico busca en realidad un imposible: organizar una actividad esencialmente caótica como es la guerra. Pero aunque ningún modelo asegure la victoria, la falta de él sí suele ser garantía de derrota. En el sistema militar griego podemos apreciar todos los rasgos —tangibles pero también inmateriales— que caracterizarán a los más eficaces ejércitos o, por mejor decir, a los más estructurados, que suelen ser los que vencen no solo en una batalla, lo que al fin y al cabo puede depender de la suerte, sino en todo un periodo histórico determinado.

Aunque hemos visto que el concepto de falange fue cambiando con el tiempo y por regiones, podemos deducir algunos factores comunes a todas sus variantes. Estratégicamente, la falange podía ser proyectada de forma ofensiva, sirviendo por tanto a los objetivos fijados por la política. En el plano táctico evolucionó desde su vocación eminentemente defensiva —recuérdese que la deshonra para el soldado griego provenía de perder en combate precisamente su escudo, no la espada— hacia una organización más liviana y presta al ataque, lo que se consiguió al combinarla con otras armas como la caballería, infantería ligera y fuerzas irregulares en un todo superior. Lo mismo ocurrió con su logística: si la falange inicial era sumamente pesada (el equipamiento del combatiente alcanzaba los 35 kilos, lo que obligaba a marchar con esclavos que transportasen la impedimenta), va haciéndose más ligera gracias a las reformas tebanas y macedónicas.

Por otro lado, lo accidentado del territorio griego, poco apto para cabalgadas a diferencia de las llanuras asiáticas, explica la preminencia de la infantería sobre la caballería. El carácter ceremonial de los tiempos arcaicos también influyó en la concepción de este sistema: antes de las invasiones medas, las ciudades-estado litigaban con sus respectivas falanges en choques frontales relativamente comedidos, en la inteligencia de que el primero en atisbar victoria inequívoca sería proclamado ganador, aceptando el contrario la derrota: los hombres debían volver a sus quehaceres en tiempos de paz y, dada la poca densidad de población de la zona, no convenía a ninguno enzarzarse en guerras largas. Esto reforzaba otra idea subyacente al modelo: el colectivo primaba sobre el individuo, la disciplina sobre el heroísmo, no estando en general bien considerados los alardes de valor singular, que se reservaban para las sagradas olimpiadas. El éxito era del orden, de la falange como un todo, en definitiva, de los ciudadanos. Quizá por eso los hoplitas, ya formados, entonaban antes de entrar en combate el peán, canto coral griego en honor de Apolo: la música y la milicia, los aedos y los soldados comenzaban así un mutuo enamoramiento.

La esencia de toda orgánica reside, empero, en la calidad individual de su soldado, tanto en el orden físico como moral. Cada sociedad «destila» el combatiente que merece y, a su vez, este la representa: el hoplita, un ciudadano libre consciente de sus derechos y deberes, era la auténtica base de la falange. Los hoplitas formaban hombro con hombro y se protegían mutuamente con sus escudos, presentando una masa compacta erizada de las lanzas largas que constituían su armamento principal (reservándose la espada para el combate cuerpo a cuerpo). Combatir en primera fila era un honor y se utilizaba para recompensar a los valientes. Los infantes se encuadraban por edades y veteranía de vanguardia a retaguardia, y las bajas de una hilera eran cubiertas por soldados de la siguiente: «¿Quién me sigue? ¿Quién es un valiente?». Empleada como decimos por toda la Hélade, los espartanos llevaron la falange a cotas de heroísmo jamás igualadas, mientras que Epaminondas mejoraría para Tebas el sistema dotándolo de una movilidad que permitía el orden oblicuo en el campo de la táctica, y Filipo II y Alejandro Magno la perfeccionarían convirtiéndola en una herramienta ofensiva más versátil que prefigura la orgánica que la superará definitivamente: la legión romana. En cualquier caso, su principal fortaleza era la disciplina, asumida como máxima virtud en la guerra por unos hombres cuya virtud máxima en la paz era su ideal de libertad. Disciplina y libertad, o disciplina como garante de libertad, conforman el binomio que resume el verdadero espíritu de la falange, crisol en que se forjó el predominio de Europa.

Homo bellicus

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