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5 Guerreros, monjes y campesinos

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El proceso histórico ha de ser considerado un todo continuo y, dentro de este fluir, la larga etapa que conocemos [como]

Edad Media ha tenido un lugar que no representa, en ningún modo, un simple paréntesis entre dos épocas de esplendor.

EMILIO MITRE

En 1922 el erudito belga Henri Pirenne lanzaba un órdago a la historiografía tradicional que haría tambalearse si no la división convencional de la historia en edades Antigua, Media, Moderna y Contemporánea sí la fecha de «corte» entre las dos primeras. Lo hizo en su clásico Mahoma y Carlomagno al afirmar que las invasiones bárbaras en realidad no habían trastocado tanto las estructuras subyacentes heredadas del mundo grecorromano como lo harían la irrupción de los árabes y su vertiginosa expansión: «Sin los musulmanes, el Imperio carolingio no hubiera existido, y Carlomagno, sin Mahoma, hubiese sido un absurdo».

Aunque no es este lugar para profundizar en la polémica, lo cierto es que desde un punto de vista de la historia militar la cesura propuesta por Pirenne parece cobrar sentido: aunque se produjeron muchos sucesos importantes entre la desintegración del Imperio romano de Occidente (a partir de 400 d. C.) y la creación de una superpotencia islámica desde la península ibérica hasta el Indo (a partir de 622), lo cierto es que uno de los rasgos distintivos de esta época será la gran confrontación de las dos religiones monoteístas por excelencia. Una lucha que desplazaba el tradicional eje este-oeste de las guerras de la Antigüedad para convertirlo en uno norte-sur, con las dos riberas del Mediterráneo en franca oposición.

Tomando por su importancia la fecha de coronación de Carlomagno, el año 800, como arranque de esta parte del estudio, un simple vistazo al mapa geopolítico de dicho momento nos ofrece no solo una fotografía del mundo por aquel entonces, sino una especie de resumen de las centurias precedentes y un atisbo de las venideras. La fragmentación es evidente: en el centro de Europa el emperador, gracias a sus dotes diplomáticas y militares, ha logrado crear una entidad que abarca la actual Francia, Países Bajos, parte de Alemania, Austria, Chequia y el norte de Italia, además de establecer un tapón a la expansión árabe por el sur con la Marca Hispánica. La carolingia es, en efecto, una entidad imperial (de vocación universal), sacra (o amparada por la iglesia… y viceversa), romana (radicada en lo que fueron tierras latinizadas) y franco-germana (con una elite militar heredera de los caudillos «bárbaros»). Todo es, sin embargo, un espejismo: al desaparecer su prestigiosa figura como fuerza centrípeta, esta especie de enorme «fortaleza sitiada» se desintegrará y las fuerzas centrífugas de la historia expelerán por doquier el germen de futuros reinos y naciones.

Al norte, las islas británicas aparecen ya con unos contornos que nos son familiares: Inglaterra en proceso de formación, principados galeses, los pictos o escoceses y los reinos irlandeses, mientras que los países nórdicos preparan sus naves vikingas para futuras y temibles incursiones. En los confines orientales, eslavos, polacos, magiares, búlgaros, serbios y un sinfín de pueblos presionan hacia Occidente al sentirse a su vez presionados por el azote de los nómadas de las estepas: antaño los hunos, hogaño los mongoles. El Imperio bizantino, antiguo romano de Oriente, semeja un gigante con pies de barro que se mantiene de momento firme en Anatolia, parte de la península balcánica y sur de Italia: con altibajos, aguantará durante siglos la presión ejercida en sus límites y las entradas de diferentes hordas que lo tantean en busca de sus riquezas. Colinda con el islam, ya fragmentado en califatos pero con fuerte unidad espiritual y capacidad de ser movilizado ante cualquier llamada a guerra santa. En el último extremo occidental de este polvorín, casi como pidiendo permiso, un pequeño reino que atesora tres potentes herencias, la hispanorromana, la visigoda y la católica, aguarda desde su precaria victoria en Covadonga su momento: es Asturias, origen de las Españas, cuya importancia en el advenimiento de un nuevo mundo merece capítulo aparte.

El signo de los tiempos viene marcado por un sistema que Emilio Mitre en su Historia de la Edad Media dibuja con precisión:

El feudalismo se define como un conjunto de instituciones que respaldan compromisos, generalmente militares, entre un hombre libre —el vasallo— y otro hombre libre superior —el señor—. A cambio de ellos, el primero recibe del segundo para su mantenimiento una concesión (en general en forma de tierra) llamada genéricamente feudo. […] De acuerdo con los presupuestos marxistas, el feudalismo se define como un modo de producción con unas peculiares formas de relaciones socioeconómicas. Se desarrolla en todo tipo de sociedades (no solo en la occidental medieval) entre la fase de producción esclavista antigua y la capitalista moderna. Se caracteriza por la explotación de una casta militar sobre una masa de campesinos sometidos a una serie de cargas que les permiten el usufructo de la tierra que ocupan. La propiedad de esta es del señor, pero no en términos absolutos, ya que, al encontrarse inmerso en la jerarquía de su propia casta, es vasallo de otro señor superior.

Se trata de una economía profundamente injusta que condiciona todo tipo de relaciones y solo contempla tres clases sociales: los nobles, que guerrean; los monjes, que —entre otras tareas— oran, y los campesinos, un 80-90% de población sometida a pestes y pandemias, cambios climáticos que arruinan cosechas, arbitrariedades e inseguridad jurídica, calamidades sin cuento. Un régimen legal y religioso, ámbitos entonces de difícil deslinde, dota de un aparataje levemente formal al sistema. En lo político, atomización de poderes apenas compensada por unas monarquías débiles y, en el orden militar, compromisos encadenados que rompen con la tradición de grandes ejércitos de la Antigüedad e imponen una anarquía castrense que solo concluirá con la refundación de formaciones fuertes y vuelta a una movilidad interrumpida por el predominio de los castillos y la armadura pesada. Si definitivamente la Edad Media no fue una época oscura (románico, cantares, universidades, códices, gótico, órdenes religiosas y caballerescas, caminos de peregrinaje…), sí fue desde luego miserable en las condiciones de vida de los habitantes: se dice que en Roma hubo esclavos que vivieron mejor que los agricultores de la Europa intermedia, quienes luchan por la mera subsistencia, se ven impelidos a canjear libertad por defensa y buscan el consuelo de la fe en paraísos prometidos por las religiones del Libro. Artesanos y comerciantes se las ingeniarán, no obstante, para pervivir, los primeros agrupados en gremios, los segundos estableciendo ligas que irán ganando poco a poco músculo financiero, revitalizando ambos las ciudades, estimulando nuevas formas económicas y fomentando la aparición de la burguesía.

Dada la enormidad espacio-temporal que trata este capítulo conviene, no obstante, matizar lo antedicho. Estamos hablando de un ámbito que va desde Islandia a la península arábiga, desde Portugal hasta el Volga, y que abarca un periodo de más de ¡mil años!, dos simples datos que nos han de llevar a reflexionar sobre la mera valencia transicional que se da habitualmente a la Edad Media. La que sigue es una síntesis orientativa de fases e hitos que puede ayudarnos a desbrozar los caminos de esta parte del estudio:

• Transición al medievo (siglos V al VIII). Saqueo de Roma por los godos y de Cartago por los vándalos; azote de los hunos de Atila, detenidos en la batalla de los Campos Cataláunicos (451 d. C.). Bizancio, dique de contención gracias al emperador Justiniano y sus generales Belisario y Narsés. Prédicas de Mahoma y expansión musulmana.

• La Alta Edad Media (VIII al XI). Inicio de la reconquista hispano-lusa. Imperio de Carlomagno. Incursiones vikingas y eslavas. Cisma de Oriente entre Bizancio y Roma (iglesias ortodoxa y católica).

• Medievo pleno (XI a XIV). Cruzadas e irrupción de las órdenes militares, plenitud de las monásticas. Azote de los mongoles de Gengis Kan. Hambruna en Europa.

• La Baja Edad Media (XIV-XV). Guerra de los Cien Años. Peste negra. Cisma de Occidente. Portugal inicia la era de los descubrimientos, Gutenberg acciona las palancas de la imprenta y caída de Constantinopla a manos de los turcos otomanos. El 3 de agosto de 1492 tres naves españolas parten de Palos de la Frontera rumbo a una nueva era.


El panorama militar del medievo es relativamente pobre, por más que los cantares de gesta idealizaran un modelo caballeresco mejor retratado en la literatura que en la historia. No obstante, comparecen varias fórmulas que es interesante reseñar siquiera brevemente. Lo mejor que se puede decir del Imperio romano de Oriente (conocido luego como bizantino) es que supo cumplir su ciclo histórico como amortiguador entre dos épocas y entre las fuerzas casi siempre antagónicas del este asiático y de Occidente; no en vano su consolidación coincide con el inicio de la Edad Media y su extinción con la caída de Constantinopla, con el de la Edad Moderna (395-1453).

La derrota de este imperio a manos de los godos en la batalla de Adrianópolis (378 d. C.) marca el fin de unas legiones ya muy adulteradas en su esencia como sistema militar eficaz, lo que llevaría al emperador Justiniano a reconsiderar toda la estrategia del gigante con pies de barro que se encontró al hacerse con el cetro. Se trató de un enfoque conservador basado en una poderosa flota que asegurara el tráfico comercial, un plan de fortificación de las fronteras, la creación de un ejército de nueva planta y el emprendimiento de acciones ultramarinas para crear «marcas» o glacis defensivos que previnieran de incursiones procedentes de los cuatro puntos cardinales, retomando a ser posible regiones del que había sido Imperio romano de Occidente. Así, sus nuevas fuerzas incluían un cuerpo imperial a base de mercenarios, unos contingentes federados con la organización propia del pueblo en que se reclutaban, las milicias locales para la defensa de plazas y las guardias personales de señores de la guerra de corte feudal.

La base de las formaciones bizantinas eran los catafractas, jinetes «acorazados» con cota de malla, casco de acero y escudo mediano montados sobre caballos también protegidos. Sus armas eran una larga espada de ancha hoja, daga y hacha, arco corto y lanza, una grave impedimenta que obligaba a cada caballero a llevar al menos un escudero de apoyo. Formaban a retaguardia de un conjunto muy cerrado que llevaba a vanguardia y en las alas cortinas de caballería ligera y peones. Siguiendo las instrucciones contenidas en una de las primeras grandes obras sobre el arte militar, el Strategikon (atribuido al emperador Mauricio), siempre se disponía de una reserva en la idea de que, sin ella, ningún general tenía posibilidades de decidir la batalla a su favor. Eran las reservas las que permitían alimentar los encuentros, reforzar puntos débiles y maniobrar buscando el doble envolvimiento o el simple, que normalmente y siguiendo la vieja costumbre griega se realizaba por el flanco derecho.

En sus primeros tiempos, Bizancio contó con dos grandes generales que lograron hacer realidad en parte el sueño de Justiniano, a saber, Belisario y Narsés, quienes aniquilaron el reino vándalo asentado en el norte de África y en las islas de Córcega y Cerdeña tras la decisiva batalla de Tricamerón (año 533). Derrotaron también a los godos en Italia y recuperaron parte del levante español, manteniendo a raya además las amenazas provenientes de Asia. Todo ello lo lograron en inferioridad de medios y con una mentalidad «defensiva», es decir, permitir a sus enemigos mantener la ofensiva para que se desgastaran por su propia inercia, momento aprovechado para propinar golpes decisivos. De ahí la famosa máxima del general Belisario: «La más rotunda y acertada de las victorias es la siguiente: provocar que el enemigo abandone su propósito sin detrimento de nuestra iniciativa». Las invasiones árabes, entre otros muchos embates, irían confinando este imperio residual a sus límites balcánicos y de Anatolia hasta su definitiva desaparición a manos de los turcos en el siglo XV.

Por su parte, los vikingos supusieron un soplo de aire… de aire gélido, se entiende. Procedentes de los países escandinavos, comparecen en la historia a partir del siglo VIII, primero como terribles salteadores que no reconocían ninguna limitación legal o espiritual a sus ansias de rapiña, después creando auténticos reinos como el tan importante de Normandía en Francia, el de Sicilia en el Mediterráneo o el Rus de Kiev en Rusia. Abocados a la mar por el condicionante geográfico de sus lugares de origen, lo cierto es que los vikingos actuaron como potencia naval y supieron aprovechar al máximo la ventaja que les proporcionaban sus famosas embarcaciones conocidas con el nombre de drakares para golpear donde más les conviniera en cada momento. Se trataba de una nave simétrica, esto es, con la proa y la popa idénticas, lo que hacía innecesario maniobrar para dar la vuelta. Por otro lado, era robusta pero de poco calado, lo que posibilitaba la navegación de altura pero también en cursos fluviales, ventaja maximizada al estar propulsada a remo o a vela. Podía llegar a transportar doscientos hombres, alcanzar casi 20 nudos de velocidad y navegar distancias de más de 250 millas en un solo día. Sus amuras eran protegidas por la ristra de escudos de los guerreros embarcados, lo que caracterizaba su amenazante perfil.

No es extraño, por tanto, que sus métodos más que tácticas se basaran en la rapidez, la movilidad y la sorpresa. Cuando una flota vikinga llegaba a una costa, las naves eran varadas en la playa y sobre ellas se establecía un campamento cercado por empalizadas. Desde esta base de operaciones, la horda desembarcada estaba preparada para incursionar, lo que hacía a pie o apoderándose de caballos que empleaba solo para los desplazamientos, rara vez para el combate. Con una complexión física extraordinaria, estos guerreros recurrían en la lucha a una terrible panoplia de armas: espadas fuertemente templadas, arcos capaces de disparar incluso flechas incendiarias y, sobre todo, la temible hacha dotada de un astil de metro y medio de longitud. Al ser profesionales de la guerra, no tenían rival en las huestes de campesinos que encontraban, aterrados ante la visión de los berserks, una fuerza de choque compuesta por hombres que se lanzaban a la lucha desnudos bajo una capa de pieles tras la ingesta de pócimas psicóticas, o de las indómitas «doncellas del escudo», su singular cuerpo de elite formado por mujeres que no conocían la piedad, tampoco la demandaban para ellas. Muy pocos ejércitos de la época podían oponerse a estas acciones de golpear, saquear y escapar, tan raudas como contundentes y pavorosas.

El provenir de distintas regiones —Dinamarca, Noruega y Suecia— y actuar en clanes permitió a este arrollador pueblo mantener un continuum en sus invasiones durante más de dos siglos: llegaron en sus exploraciones a las costas de América del Norte (que, si descubrieron, desde luego no supieron colonizar) e Islandia, al Mediterráneo occidental y, aprovechando los grandes ríos, al corazón de Inglaterra, al mismísimo París e incluso al mar Negro descendiendo por los cursos de agua de Rusia y Ucrania. Solo cuando comenzaron a asentarse formando organizaciones políticas de entidad, acomodándose a las costumbres europeas, los vikingos fueron perdiendo vitalidad y empuje hasta diluirse en la historia bajomedieval europea, no sin antes lograr sus herederos la famosa victoria de Hastings contra los anglosajones en el año 1066, comienzo de la invasión normanda de Inglaterra.

Desde las estepas siberianas se produjo a principios del siglo XIII una terrible secuencia de invasiones que asoló Asia y Oriente Próximo, se enseñoreó de la actual Rusia y llegó ad portas de Viena: son los mongoles, pueblo de gran ferocidad que realizó sin tasa una guerra total empleando como mejor aliado el terror y actuando bajo las órdenes de un caudillo ciertamente interesante, Gengis Kan. A diferencia de las de Atila, no eran estas unas hordas nómadas primitivas, sino un ejército bien estructurado con una neta estrategia ofensiva y unas tácticas bien meditadas, basadas una y otras en un eficaz sistema de información que permitía en todo momento a sus mandos conocer el terreno a asaltar y prefijar sus objetivos. La gran incursión a Occidente constituyó una invasión por oleadas sucesivas; cada expedición se preparaba a conciencia y con apoyo de una logística eficaz a fuer de elemental, pues era este un pueblo de gran sobriedad y acostumbrado a aprovechar los escasos recursos a su disposición.

La fuerza de Gengis Kan se basaba en sus característicos caballos, enjutos pero veloces. El sistema de remonta era francamente ingenioso: cada cuerpo tenía su propio tren de bestias, con yeguas y potros que permitían a cada guerrero disponer de cuatro o cinco cabalgaduras para ser montadas alternativamente y garantizar así la continuidad de la marcha expansiva y las incursiones, estando los jinetes y los caballos frescos a la hora de entrar en combate. Los cuerpos se articulaban en unidades sustentadas en la familia y el clan, lo que aseguraba la cohesión y el reclutamiento; todos sus miembros pasaban una instrucción intensa desde la más tierna infancia, quedando sometidos a dura disciplina. Cada soldado llevaba dos arcos y sendas aljabas, lazo y un zurrón con alimento. El movimiento de aproximación se hacía en orden disperso, concentrándose rápidamente los cuerpos para golpear en fuerza el objetivo apetecido y volver a dispersarse de nuevo a toda velocidad. Contaban además con un certero conjunto de señales por medio de estandartes para transmitir las órdenes.

Practicaban una política de tierra quemada, aniquilando incluso perros y gatos para privar de cualquier tipo de alimentación a los vencidos. Una fuerza tal se mostraría, sin embargo, sumamente volátil a largo plazo: si todo lo invadían, nunca se asentaban en ningún lugar, por lo que a la muerte de su líder natural y de sus sucesores la marea de los mongoles desapareció con igual fugacidad con la que había comparecido en la Edad Media, dejando el mismo rastro histórico que el de sus cuerpos de caballería en sus correrías: una nube de polvo sobre los territorios que asolaron. Este suele ser el destino de los imperios edificados desde la silla de montar, tan destructivos como el relámpago, tan fugaces como su luz.


El año 622 de la era cristiana, Mahoma, «el último de los profetas», abandona La Meca: es la Hégira, una huida que se convertirá en el inicio de la fulgurante expansión del islam. En poco más de cien años, un imperio con origen en Arabia se asienta desde el Hindú Kush hasta España portando una fe capaz de unificar tribus y de domeñar por la fuerza a todos los que se opongan a los preceptos de la nueva verdad revelada del Corán. Solo la derrota de sus huestes a manos de Carlos Martel en la batalla de Poitiers (732) detendrá esta fuerza en Occidente, ciertamente más exhausta de sus propias conquistas que batida de forma decisiva, porque «el mahometanismo es un mar infinito, siempre hay oleaje y nada permanece firme… Sucédense las olas unas a otras en su fanatismo» (Hegel dixit).

En un principio Mahoma, que carecía de mentalidad militar, se limitó a una acción política impregnada de religiosidad que uniera las tribus árabes. Sus primeros contingentes fueron nómadas del desierto, quienes mostraron con su frugalidad ser excelentes guerreros: eran capaces de hacer largas marchas sobre camello con un odre de agua y un puñado de dátiles en sus morrales. Su acción se basaba en la sorpresa, concentrándose con velocidad del rayo para atacar los puntos débiles del contrario y luego dispersarse con la misma rapidez. Si al principio combatían por el botín, Mahoma les imbuirá de un sentido superior cifrado en un grito que resonaría durante siglos: Allahu Akbar, ‘¡Dios es grande!’. Nacía así la guerra santa o yihad, sabiamente manejada como elemento cohesionador de los pueblos que se van uniendo a esta religión radicalmente nueva. La intransigencia de bizantinos y persas para con los pueblos que sometían favoreció que estos recibieran a los árabes como libertadores. Si no ofrecían resistencia, eran respetados en sus usos y costumbres a cambio de cargas fiscales; si, por el contrario, se resistían, su destino era ser arrasados por la fuerza inercial de estas formaciones tan livianas como eficaces.

A la muerte del profeta el ejército crece y va abandonando el camello por el bello y rápido caballo árabe. Como las de Roma en su fase expansiva, estas fuerzas eran sumamente versátiles: de Bahréin copiaron la lanza larga de asta flexible; de Abisinia otra corta para ser arrojada al modo de un venablo; de los partos asiáticos el arco y de los indios las habilidades metalúrgicas para fabricar más y mejores armas. El cuerpo principal era el de caballería, pero no la pesada que entonces imperaba en Europa, sino una sumamente móvil. Como su maniobra preferida era el envolvimiento, desplegaban en forma de media luna, situando en el centro un cuerpo de arqueros cuyas filas iban relevándose para crear un volumen de lanzamiento que desgastara al enemigo, momento en que las alas de jinetes se lanzaban a la carga con cimitarras y mazas, seguidas muy de cerca por una infantería ligera que mantenía enlazado el conjunto. Eran formaciones pensadas para la razzia y la ofensiva. Los árabes prefirieron en un principio ampliar sus territorios como mancha de aceite a consolidar sus conquistas con fuerzas de ocupación, evitando batallas de consideración y asedios a las plazas fuertes que encontrasen por el camino.

Sus contingentes rara vez superaban la cifra de cinco mil hombres, aunque a veces se agrupasen en unidades superiores cuando la acción lo requería. Estaban constituidos por una vanguardia, el grueso (kalb, ‘corazón’), sendas alas y la «zaga» o retaguardia. Sus mandos eran una elite árabe de la que, cuando la marea se refrene, emergerán califatos, cuyas disensiones —principalmente entre sunitas y chiíes ortodoxos— darán tiempo a Europa para la contención de esta potencia que como tromba ha irrumpido en la historia. Su fervor religioso los llevaba a acantonarse en una especie de conventos-fortalezas para evitar mezclarse con las poblaciones locales (muy probablemente las famosas órdenes militares cristianas se inspiraran en este modelo). El creciente empleo de mercenarios terminaría por crear castas aparte, destacando entre todas ellas la de los turcos otomanos, quienes mantendrán la presión bélica al heredar el fanatismo musulmán, sus tácticas —bien que perfeccionadas— y una flota que iba a sembrar el pánico en el Mediterráneo, especialmente en su banda oriental.

Setenta años después de la victoria de Poitiers, el nieto de Martel, Carlomagno, es proclamado emperador como vimos al inicio de este capítulo. Mezclando diplomacia y fuerza con suma habilidad, Carlomagno pacifica el interior de su imperio, unifica en un ejército «nacional» las mesnadas de las distintas demarcaciones y se propone cuatro grandes objetivos en política exterior: contención del islam por el sur, expansión hacia centro Europa, dominio de los levantiscos lombardos en el norte de Italia y protección —también doma— de los estados papales, no menos conflictivos. Su obra durará lo que su poderosa figura: tras su muerte, el imperio se divide, perdiendo su hegemonía y debilitándose en luchas internas, que los vikingos y otras hordas salteadoras aprovecharán para sus correrías. Esta situación no mejorará hasta la constitución con posterioridad del Sacro Imperio Romano Germánico, del mismo signo pero con el centro de gravedad desplazado hacia la actual Alemania.

El ejército de Carlomagno era, en comparación con el árabe, pesado: toda vez contenida la avalancha, el monarca inició un plan de fortificación de las fronteras eminentemente defensivo, pues, en parte por el sistema feudal, en parte por la debilidad demográfica, no podía permitirse el lujo de disponer de grandes formaciones. No obstante y dentro de su idea centralizadora, sí crearía una considerable fuerza basada principalmente en una potente caballería formada por nobles y apoyada por un contingente de infantería de leva: por cada conscripto que partía a una campaña (llamado precisamente partant), otros tenían la obligación de ayudar económicamente a la lucha (los aidants). Aunque data de esta época el ideal caballeresco que asociamos con la Edad Media, lo cierto es que todavía estamos lejos de la imagen de esos flamantes jinetes que vendrán tiempo después. Lo que ya tenían era un profundo sentimiento espiritual, exacerbado desde la aparición de una nueva religión totalmente incompatible con el ideal cristiano.

Dos siglos después de la fecha que hemos tomado como referencia, estas dos concepciones socioeconómicas, militares y espirituales antagónicas iban a enfrentarse en las Cruzadas. Así, cuando el papa Urbano II, pasado el pavor del año 1000, lanzó la famosa proclama en la que incitaba a sus fieles «a tomar el camino del Santo Sepulcro», lo hacía movido por tres motivos principales: unificar a una cristiandad peligrosamente fragmentada, arrebatar los lugares sacros (y sus riquezas y rutas mercantiles) a los infieles y prometer a los desheredados prosperidad en unas tierras libres de la tiranía feudal. Deus vult, ‘¡Dios lo quiere!’, será el grito de signo contrario al de ¡Alá es grande!; por oposición a la yihad nace el concepto de guerra santa católico. Si la intención tenía sentido, la primera campaña no pudo ser más caótica desde sus mismos preparativos. Dos expediciones partieron en 1096 a Tierra Santa, una popular, completamente fuera de control y dada al pillaje, contenida por búlgaros y selyúcidas, y otra caballeresca constituida por huestes sin dirección conjunta y que actuarán solo en beneficio personal de sus cabecillas. La toma de Jerusalén en 1099 no será aprovechada, pues estos señores importarán el injusto modelo de vasallaje a los territorios conquistados, mostrándose incompetentes para crear un reino fuerte en la zona, por lo que en 1187 el gran sultán Saladino reconquistó para el islam la ciudad tras obtener una resonante victoria en la batalla de los Cuernos de Hattin.

Entre 1095 y 1291 fueron proclamadas ocho cruzadas mayores e infinidad de otras menores dirigidas no solo contra los árabes sino también contra cátaros, prusianos, bálticos y otros «herejes», sin contar las luchas que tuvieron lugar en España y Portugal dentro del proceso de Reconquista que, visto con perspectiva, fue una cruzada permanente, desde luego mucho más fructífera que sus homólogas europeas. Ambas religiones y sus ejércitos se desgastarían mutuamente a lo largo de estos siglos, favoreciendo todo tipo de acciones de otros imperios que supieron aprovechar la circunstancia, como por ejemplo el mongol de Gengis Kan III. Si hemos visto en otros apartados aparecer el fanatismo religioso como multiplicador negativo de violencia en el fenómeno bélico, una de las peores herencias de la Edad Media fue sin duda la de situar en el centro de las guerras el componente espiritual, que por definición tiende a ser total y poco dado a soluciones de compromiso, en la inteligencia de que el dios de cada cual solo busca un resultado: la victoria aplastante y la conversión (o aniquilación) de la fe contraria. Este es el sentido de la frase atribuida al califa Omar al arrasar la biblioteca de Alejandría: «O estos libros contienen lo que ya está en el Corán o contienen cosa distinta. En ambos casos sobran». La intransigencia cierra salidas honrosas y endurece el conflicto.

Otra consecuencia en el arte militar del caos bélico imperante en este largo periodo es el triunfo de la defensiva como solución estratégica. Porque cuando la historia parece retroceder, cuando la economía se contrae, cuando las sociedades se sienten desprotegidas, cuando las religiones no dan cuartel, Homo bellicus se acoraza, olvidando que toda fortaleza termina por caer. Al desaparecer en Europa el concepto de gran ejército y el predominio de la infantería —no hay poderes capaces de movilizar fuerzas permanentes, entre otras cosas por carecer de una base impositiva sólida que los costee—, aparecerán en proporción directa castillos por doquier, creando un paisaje que acertadamente asociamos con el medievo. Muchos se considerarán inexpugnables, pero todos lo serán cuando un nuevo invento revolucione la historia para siempre.


La guerra de los Cien Años enfrentó a ingleses y franceses, junto a sus respectivos y cambiantes aliados, entre 1337 y 1453, obviamente no de forma ininterrumpida, pues no existe colectivo humano con fuerzas físicas ni morales suficientes capaz de soportar tan largo desgaste. Si sus orígenes son difusos o, al menos, variados —luchas dinásticas, querellas feudales, disputas territoriales y económicas por mercados tan importantes como el de los Países Bajos—, su resolución no deja lugar a dudas: los segundos, victoriosos, se consolidan como potencia continental mientras que los primeros, aun vencidos, comienzan a descollar como lo que serán los siglos venideros: una fuerza abocada por la geografía a los mares y llamada por la política a ejercer una influencia intermitente sobre el resto de Europa.

Al comenzar la guerra, Inglaterra se había anexionado el País de Gales, vinculándolo al trono al decidir que el monarca recibiera el título de príncipe de dichas tierras, mientras que en el norte contenía a los escoceses. Por otro lado, ejercía su influencia o mantenía un pie en territorios del continente, que serán los escenarios principales del conflicto: Bretaña y Normandía, Guyena y la Gascuña, sobre todo Flandes, lugar donde se anudaban las principales rutas comerciales (las procedentes de Italia, la península ibérica, la hansa báltica y las propias islas británicas). Su ejército se articulaba en torno a una curtida infantería en la que destacaba el cuerpo de arqueros. De origen rural y acostumbrados a la caza, su preferencia se decantaba por el long bow o arco largo sobre la ballesta, dada su mayor rapidez de recarga; cada uno de ellos portaba un chuzo que colocaba delante de su posición de tiro, constituyendo una muralla que dificultaba la movilidad del enemigo. Su caballería era versátil, ya que, gracias a su experiencia contra los clanes highlanders, podía alternativamente cargar o combatir pie a tierra. La marina, por su parte, practica el corso, que será desde entonces la forma británica preferida de combate naval.

Sobre esta base, Inglaterra obtiene importantes victorias en una primera fase de la conflagración que le es claramente favorable: La Esclusa en 1340, batalla naval que evita una invasión de la isla, les asegura el control del canal de la Mancha y el libre tráfico con los Países Bajos; Crécy (1346), toma de Calais (1347) y Poitiers (1356) en tierra, unos triunfos que demuestran la primacía de su modelo militar y obligan a los franceses a firmar una tregua al ver amenazada su propia existencia por la pinza estratégica a que le somete su enemigo, desplegado en posesiones al norte y al sur del país. Es de destacar que en 1348 un jinete del apocalipsis más dantesco que el de la guerra vuelve a hacer su aparición, obligando a cancelar las operaciones; es la peste negra, la tremenda epidemia que diezmó la población europea, arruinando todo a su paso. Pero volvamos por un momento a Crécy, encuentro decisivo por prefigurar el renacimiento de la infantería como arma principal en detrimento de las huestes de caballería.

25 de agosto de 1346. Amanece lluvioso en Crécy, una pequeña localidad situada en uno de los valles preferidos de Homo Bellicus por su importancia como corredor estratégico entre Francia y centro Europa, el del Somme, al noreste del país. Los rudos arqueros galeses, acostumbrados al clima de su tierra, tensan las cuerdas de sus arcos largos, que han protegido de la humedad en fundas de cuero. Instalan sus chuzos de punta delante de sus posiciones de tiro mientras los peones de infantería forman a retaguardia y, aún más atrás, en reserva, jinetes desmontados. Los flancos están cubiertos por obstáculos en forma de fosos y trincheras, que ayudarán a contornear el principal ataque del enemigo. El campo está embarrado: si la caballería francesa cierra, corre el riesgo de quedar enfangada y, por tanto, expuesta a una lluvia de flechas. Por eso el rey Eduardo III ha elegido este terreno: su idea es dar la batalla en dos fases, una primera de contención y otra segunda al contraataque.

La caballería francesa, formada por la flor y nata de su nobleza, tiene un espíritu ofensivo digno de admiración, pero rayano en la soberbia y el absoluto desprecio a la infantería. Combaten, además, con gran superioridad de fuerzas. Los jinetes, impacientes, cargan contra el cebo que les ha tendido su oponente: tal es su ansia que desordenan en el avance a su propia línea de ballesteros, genoveses que no pueden cumplir su cometido: sus armas son más potentes que los arcos británicos pero tardan mucho más en ser recargadas. Al ir acercándose a la vanguardia británica, la mole de caballeros acorazados se va estrechando hasta formar una vulnerable columna, dificultada en sus movimientos por el barro. Aunque no logran superar el muro de estacas, son obstinados y valientes: en más de quince ocasiones cargarán sobre los ingleses, solo para ir cayendo en un apocalipsis de cabalgaduras agonizando, lodo tragándose a sus jinetes, flechazos y cuchilladas por doquier. Al acabar la jornada el espectáculo es dantesco: el rey galo, Felipe VI, apenas logra comprender cómo una banda de campesinos ha destrozado su flamante ejército.

Todo cambiará cuando Carlos V acceda al trono de Francia en 1364: sofoca revueltas en el interior del reino, lo reorganiza apoyándose en unas florecientes clases medias para embridar a los señores feudales, tiende una eficaz red de funcionarios, sanea el tesoro y costea un ejército permanente. Refuerza la flota, busca alianzas con la entonces ya poderosa Castilla, fortifica París y se apoya en cabecillas militares como Bertrand Duguesclin, cuyas célebres Compañías Blancas consiguen importantes victorias que hacen girar la rueda de la fortuna en favor de los franceses. En 1372 obtienen la resonante victoria de La Rochela, primer encuentro naval de importancia en que se emplea artillería, y en 1375 obligan a su oponente a firmar la paz: Inglaterra ya solo conserva el paso de Calais y una estrecha franja entre Bayona y Burdeos al sur. El país ha de soportar la humillación de ver sus costas saqueadas por flotas mixtas franco-castellanas y lusas bajo el mando de Fernán Sánchez de Tovar: «Ficieron gran guerra este año por la mar, e entraron por el río Artemisa [Támesis] fasta cerca de la cibdad de Londres, a do galeas de enemigos nunca entraron» (Crónicas de los Reyes de Castilla).

Para complicar la situación, los monarcas ingleses de finales de siglo y principios del XV se ven sacudidos por revueltas en Irlanda y también de los galeses, empleándose duramente para sofocarlas. Tras varios intentos fallidos de invadir de nuevo Francia y muchas cavilaciones, el joven rey Enrique V se decide a lanzar una nueva campaña: tras desembarcar en Normandía, incursiona de nuevo por el valle del Somme. Con ello atrae a su enemigo en 1415 hasta una localidad llamada Azincourt, donde contra todo pronóstico su pequeño pero muy motivado y disciplinado ejército logra derrotar a la flamante caballería pesada francesa, que en su orgullo parece haber olvidado las lecciones de Crécy y Poitiers. La batalla es, en realidad, una repetición de aquellas dos, pero esta vez tiene una trascendencia simbólica porque sobre ella se forjará el orgullo de la nación inglesa, los happy few del día de san Crispín. Más allá de la leyenda de que esta batalla es el triunfo del pobre frente al poderoso, el embrión de ejército británico despliega sus virtudes: está bien mandado, cuenta tanto con buenos subalternos como jefes supremos que saben elegir el terreno más propicio para el combate; sus soldados son sometidos a una rígida disciplina, con una instrucción previa que los cohesiona; tienen un sentir nacional y se deben a su país en la figura de su rey, no a los nobles de turno. Este es el modelo militar inglés, que dará sus mejores frutos cuando, en el futuro, sepa coordinarse con su más distintiva fuerza: el poder naval.

Aunque no puede explotar el éxito por lo exiguo de sus fuerzas, dos años más tarde tomará Caen y, casándose con la hija del rey de Francia, Enrique V es reconocido como heredero al trono galo… siempre que respete la independencia del país. Precisamente su muerte antes que la del rey francés dará lugar a la última fase de la guerra. En 1429 los ingleses toman París y el norte de Francia hasta llegar a Orleans, donde habrán de enfrentarse a un enemigo imprevisto: Juana de Arco, que simbolizará la libertad del pueblo francés y cuyo martirio en la hoguera hará más por la cohesión de la nación que cualquier otro factor. Inglaterra comienza a debilitarse en luchas intestinas que desembocarán en la guerra de las Dos Rosas y se batirá en retirada en todos los frentes: sus aliados les abandonan, París es recobrado y solo conserva en su poder Calais. En 1453, mismo año en que los turcos ocupan Constantinopla, termina la guerra de los Cien Años. Su legado, dos poderosas naciones a ambas orillas del canal de la Mancha, que alternarán conflictos y alianzas de los que dependerá en buena medida el orden en el continente en el futuro. Pero por el momento, las dos se conformarán con asistir al auge de un imperio que se ha ido forjando a fuego lento en una guerra larga, no en cien años, sino en ocho siglos.

Homo bellicus

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