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6 Una reconquista para una nación
ОглавлениеResulta imposible superar la interpretación que don Julián Marías hizo en su ineludible España inteligible. Razón histórica de las Españas sobre la trascendencia de la Reconquista, de sus orígenes remotos, de su desarrollo y de sus repercusiones para el mundo; permítasenos, por tanto, comenzar este capítulo con una larga cita del maestro:
La primera unidad humana de España es consecuencia de su romanización. Fue un largo proceso de penetración, dominio y organización. Es decir, no fue una mera conquista. Por eso fue socialmente eficaz. Roma superpone a la Península una unidad administrativa, política, lingüística y finalmente religiosa. Hispania como provincia es la primera versión de «España». […] La España posterior no se reduce a «los visigodos»; es la expresión de una nueva empresa histórica, regida por los godos pero realizada primordialmente por los hispanorromanos, y que consiste en la reconstrucción, con otros principios, de la antigua Hispania romana, regida desde dentro, no por un emperador distante. En el siglo VII España ha logrado una versión, más completa que en ningún otro territorio, de lo que va a ser un país europeo.
La invasión árabe supone la encrucijada más grave de la historia española [y] no fue nunca aceptada por los cristianos […]. La Reconquista [tiene una] multiplicidad de origen pero no debe ocultar lo que fue esencial: su unidad proyectiva. Porque claro es que no se reconquistan los reinos medievales —que no existían, que se van gestando—; lo que se reconquista es la España perdida, que está ante los ojos de los escasos cristianos que viven dentro de territorios no sometidos. Los demás países de Europa se mueven dentro del mundo cristiano, el Islam está «fuera»… La realidad de Francia, Italia, Alemania o Inglaterra no existía como tal; lo que estaba presente era la diversidad, con frecuencia caótica, de reinos, condados, señoríos… en perpetua fluencia, en discordia. España se constituye como aquello que se ha de buscar porque se ha perdido; es decir, como empresa. […] España elige no ser islámica, sino realizar su vocación originaria de pueblo cristiano, y esto significa europeo, occidental.
[En el siglo XV] lo que en realidad parieron el Rey Fernando y la Reina Isabel fue una nueva realidad: la nación española. No ha habido ninguna nación antes que España. […] España, apenas inventada la Nación como estructura de convivencia y forma política, va más allá y descubre —no conceptualmente, sino de modo real y ejecutivo— la Supernación [pues] se proyecta en América, aquella inverosímil aventura. Es la Monarquía Católica o Hispánica, una unión de pueblos heterogéneos unificados no ya por la Corona, sino por una concepción: las Españas… España es un caso excepcional —acaso único— de un país definido por un programa explícito y mantenido durante siglos con asombrosa constancia.
La accidentada geografía de la península ibérica explica sus peculiaridades, condiciona sus relaciones internas y sus empresas exteriores, separa y aúna alternativamente gracias a dos fuerzas que a veces complican su devenir pero otras muchas coadyuvan en la cohesión de sus pueblos: la centrípeta, que gravita en torno a las dos mesetas, y las centrífugas de la periferia. Los Pirineos, que parecen una barrera infranqueable, favorecen en realidad su unión con Europa al marcar tres avenidas de comunicación: una atlántica por el golfo de Vizcaya, otra terrestre por los pasos de montaña y la mediterránea. El resto es casi una enorme isla que invita a varias vocaciones, todas ellas explotadas en mayor o menor medida; un rostro bifaz hace que la península europea más occidental mire hacia las islas atlánticas y, desde ellas, a nuevos mundos, pero también que proyecte su visión al Mediterráneo, desde las Baleares al levante griego. El apéndice formado por la bahía de Algeciras es el puente hacia el pico norteafricano: ambas regiones casi se tocan uniendo el viejo continente con África: no en vano los navegantes fenicios, griegos y romanos imaginaban allí las columnas de Hércules, con un lema, Non Plus Ultra, que las futuras Españas y Portugal desmentirán con sus navegaciones.
El año 711 Tariq Ben Ziyad cruza precisamente el estrecho de Gibraltar con un ejército de árabes y bereberes que derrota a los visigodos en la batalla de Guadalete y en menos de diez años someterá, junto al «moro Muza», prácticamente todo el territorio. Solo la batalla de Covadonga (Asturias, 718), en realidad una bizarra escaramuza, mas de alto contenido simbólico, detiene la irrefrenable marea islámica y tiende una raya entre dos mundos radicalmente opuestos: un reducto cristiano que se siente heredero no solo de la monarquía visigótica, sino de toda la tradición católica e incluso del legado hispanorromano, se enfrenta a la nueva fe de Mahoma que llega aquí al máximo de su expansión a poniente. El intento musulmán de penetrar en el interior de Europa ya vimos fue detenido en Poitiers por Carlos Martel…, y el resorte contrario, el de su nieto Carlomagno penetrando en Hispania, lo será en Roncesvalles, reafirmando los incipientes reinos ibéricos la inequívoca voluntad de controlar por sí mismos un proceso reconquistador que no se inicia con ese nombre pero sí con la idea clara y consciente de recuperar la «España perdida», lo que ya señalaban nítidamente las crónicas de la época.
En la cornisa cantábrica y en las montañas pirenaicas se van organizando los siguientes grupos cristianos: el astur-galaico, con capital en Oviedo; el núcleo vasco-navarro alrededor de Leire y Pamplona; la zona aragonesa sobre la línea quebrada Jaca-Ainsa-Valle de Arán, y la región oriental en los condados catalanes de Tremp y Urgel. Es una franja muy estrecha, avara en recursos y poco poblada, pero suficiente para que sus curtidos guerreros y pobladores comiencen a ensanchar sus respectivos ámbitos de influencia, que permanecerán precariamente conectados pero con espíritu de unidad contra el enemigo común. Esta situación límite forjará un tipo de hombre con espíritu de frontera, disciplinado para con sus reyes pero siempre dispuesto a exigirles rendición de cuentas, además de unas comunidades celosas de su libertad y de los derechos de conquista que van obteniendo, encabezadas por una nobleza basada en el mérito muy distinta a la de los señores feudales imperantes en el resto de Europa. Es una sociedad guerrera, dinámica, pujante, que no tiene mucho tiempo para ornatos ni reverencias. Esta etapa de precariedad marcará los primeros siglos de la Reconquista (VIII al XI), que son de neto predominio de al-Ándalus. Sus guerreros, que montan a la jineta, cuentan con buenos equipamientos y vienen fogueados del norte de África, se imponen.
Durante el siglo X los avances más espectaculares corresponden al reino astur-leonés, que logra asentarse con relativa firmeza sobre un amplio territorio que va desde Galicia y el norte del actual Portugal, por el oeste, hasta la linde con el reino de Navarra hacia el este, que pronto dejará de hacer frontera con los musulmanes. Más allá, Aragón y los condados catalanes, peculiares pero movidos por iguales sentimientos, se derraman lentamente desde los Pirineos hacia el valle del Ebro. Dada la vulnerabilidad de dicho ensamble, se crea en torno al curso alto de este río un condado fronterizo a base de repobladores leoneses, godos, cántabros, vascones e incluso mozárabes…, gentes que nada tienen que perder y mucho por ganar en una demarcación de clara vocación castrense, pues la idea es emplear estas tierras como vanguardia de ulteriores movimientos de conquista: es Castilla, que primero fue un desangelado páramo, luego el reino central de las Españas y finalmente el corazón de uno de los más vastos imperios de la historia.
La Castilla inicial era un condado militar caracterizado por la presencia de una baja nobleza basada en los logros castrenses, demandante de fueros para sus villas, despreciadora de la arbitrariedad del feudalismo pero también de la tendencia al despotismo de los monarcas, muy devota y creadora de un derecho que bebe a partes iguales en la tradición romana y la visigótica. Dada su posición intermedia, los castellanos desarrollarán una lengua propia de gran vigor y sonoridad, romance pero contaminada de giros vascuences, por un lado, y arabizantes por otro. Es una fuerza cohesionadora que en absoluto podemos despreciar: con esa lengua lanzarán sus gritos de guerra «¡Santiago y cierra España!», cantarán a sus héroes forjadores en romances tan bellos como el de Mío Cid y redactarán sus leyes.
Después, por saltos sucesivos, todos aquellos reinos avanzan aprovechando las soledades de la meseta, tierra de razzias para islámicos y cristianos, hasta lograr consolidar firmemente las fronteras del Duero y del Ebro. La tarea es todavía ímproba: se enfrentan a un poderoso enemigo, uno de los mayores califatos del islam, el de Córdoba, auténtica metrópoli rica, populosa, poderosa y culta, dominadora de una muy sólida base de operaciones en Andalucía y el Levante español y rectamente gobernada por personalidades tan interesantes como la de Abderramán III, mestizo hispano-árabe (era hijo de la vascona Muzna), quien mantiene a raya a sus pobres pero belicosos vecinos del norte hasta que sufre la derrota en la batalla de Simancas (939). El califato sostiene relaciones con los imperios bizantino e incluso sacro romano-germánico y unifica manu militari el interior de sus posesiones, pues ya los musulmanes sufren la lacra endémica de sus divisiones intestinas.
A finales del siglo XI, Alfonso VI reconquista Toledo, capital espiritual de los «cinco reinos» —Portugal, León, Castilla, Navarra y Aragón— por haber residido en ella la corte visigótica además de la Archidioecesis Toletana, y, lo que es más importante, lleva la frontera hasta el Tajo en un espectacular impulso que solo detendrán almohades y almorávides, tribus procedentes del norte de África que introducen en el conflicto una intransigencia no conocida hasta entonces, radicalizando los odios de ambos contendientes. Frente a la islamización, los cristianos se imbuyen de espíritu de cruzada, sabedores ya de ser muy capaces de hacer realidad la quimera soñada en Asturias. Por eso, los siglos XII y XIII, con altibajos, son claramente expansivos: Portugal completa su proceso reconquistador y de repoblamiento, alzando su vista hacia los mares que en breve dominará; una Castilla ya hegemónica alcanza las fronteras del Guadalquivir y del Guadiana, y la corona de Aragón une a su núcleo central y a la Cataluña Vieja un reino nuevo, el de Valencia, y salta a las Baleares, comenzando por su parte a mirar más allá del horizonte mediterráneo inmediato: los legendarios almogávares preparan sus hierros para llegar en sus audaces empresas mediterráneas hasta Constantinopla. Son reinos diferenciados pero decididos a marchar unidos, lo que quedará sellado en la gran victoria de Las Navas de Tolosa (1212).
Las Españas van así consolidando su poderío y sentando al mismo tiempo las bases de la primera nación moderna. Su éxito militar se ve reforzado por varios factores: un eficaz y muy meditado sistema de repoblación íntimamente ligado al proceso de conquista; un modelo económico ganadero y agrícola que aprovecha pero mejora los medios productivos instalados por los árabes; un corpus legal que equilibra los poderes de la realeza y la nobleza en beneficio de una sociedad relativamente más libre que sus homólogas europeas; una política internacional que va interviniendo en Europa, especialmente en Francia e Italia; una marina mercante bien protegida por una escuadra de guerra al mando de almirantes del prestigio de Ramón de Bonifaz; un comercio incipiente gracias a las ferias y, sobre todo, a la fuerza de atracción del Camino de Santiago; una cultura común, rica en variedades locales pero que aprovecha la fuerza unitaria de una lengua vehicular, el castellano.
Son los tiempos de Jaime I lo Conqueridor, que prácticamente culmina la reconquista aragonesa llegando a la raya del Segura, de Fernando III el Santo, que toma Sevilla tras una espectacular campaña militar, y de su hijo Alfonso X, llamado con toda justicia el Sabio por su obra literaria, histórica, científica y legal, en la que por cierto destacan importantes consideraciones sobre el «arte de guerrear». A su muerte solo queda en España el reino nazarí, confinado en un espacio que se extiende desde la serranía de Ronda a Murcia, con un triángulo central compuesto por su capital en Granada y dos importantes puertos en Málaga y Almería. Su caída, aun tardía, es solo cuestión de tiempo. El sol de la historia, proveniente del cercano Oriente, tras su larga escala sobre Grecia y después Roma, ha culminado su periplo en demanda del occidente mediterráneo, que buscará un nuevo poniente para la civilización más allá de un océano hostil pero sumamente prometedor.
Aunque la conquista de Granada es el fruto tardío pero lógico del proceso reconquistador y repoblador iniciado siglos atrás en Covadonga, en muchos sentidos se puede considerar una campaña político-militar autónoma, perfecta transición entre las guerras del medievo y las de la Edad Moderna. Cuando Fernando III tomó Sevilla en 1248 cometió un error estratégico que costaría más de dos siglos enmendar: no explotar el éxito y terminar definitivamente con la presencia musulmana en la península. Aunque seguramente no pudiera hacerlo por falta de medios, lo cierto es que dejaba un reino enemigo asentado en una de las regiones más montuosas de Europa, por más que el nazarí viniera obligado a pagar fuertes tributos o parias a los cristianos. La situación geopolítica fue tornando durante todo este tiempo, haciendo cada vez más perentoria la necesidad de eliminar esta bolsa de complicada orografía y bien fortificada. Pero el estallido de guerras civiles en Castilla, el conflicto de esta con Portugal, los roces con Aragón y el cierre del comercio con el Mediterráneo oriental desde la ascensión de los turcos retrasaron la empresa.
Todo iba a cambiar gracias a la unión de dos personajes trascendentales, que traería aparejada la unión efectiva de sus reinos: Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón. Ciñéndonos de momento a sus logros bélicos, los Reyes Católicos crean el germen de un ejército moderno, compuesto por infantes españoles respaldados por los mejores soldados del momento, los mercenarios suizos; unas tropas especializadas en montaña que saben manejarse en tan abrupto terreno, y una caballería dividida en dos ramas, la ligera, que monta a la jineta al estilo de su rival, muy móvil y dada a la razzia, más otra pesada, a la brida y de corte feudal. A ello unen un cuerpo de zapadores, fundamental para la guerra de sitios, y otro de taladores para la práctica de tierra quemada… Y el primer cuerpo de artillería digno de tal nombre. Las poderosas flotas castellana y aragonesa completan el conjunto y bloquean las costas granadinas.
Los avances, empero, serán lentos en la década de los años ochenta del siglo XV: el sistema de fortificaciones musulmán favorecía lo que hoy llamaríamos defensa en profundidad; contaban, además, con grandes caudillos como el Zagal al frente de unos guerreros curtidos y valerosos. Solo a partir de 1490 el cerco se podrá ir cerrando sobre la capital, Granada, al crear los monarcas cristianos un real, o campamento, llamado de Santa Fe, con una extraordinaria capacidad para albergar miles de infantes y jinetes, el tren de sitio y artillería y un moderno y eficaz servicio de sanidad. Este esfuerzo es empeño personal de la reina Isabel, considerada con justicia como primera gran intendente de la historia. No es casual que el encuentro entre los dos grandes monarcas y Colón tuviera lugar precisamente allí, pues su perfección serviría de modelo para la construcción de las ciudades del Nuevo Mundo, así como el sistema de huestes actuando siempre en delegación de los reyes prefigura el modelo militar empleado por España en América. Los reyes, hábilmente, habían ido tomando posesión de unas islas que se mostrarán trascendentales en el futuro, las Canarias.
Durante ocho meses y ocho días la ciudad fue asediada en fuerza hasta que el 25 de noviembre de 1491 se firman las capitulaciones, con un Boabdil contrito y unos Reyes Católicos recibidos en la plaza el día 2 de enero de 1492 al grito de «¡Granada, Granada, por los reyes don Fernando y doña Isabel!». Era el fin de la Reconquista… y el principio de una gran epopeya. El hecho tenía una triple trascendencia: en lo militar, era la forja del que será en breve el mejor ejército de Europa; en lo político, las instituciones y eficaces maniobras diplomáticas, mérito de Fernando, el Príncipe de Maquiavelo, inauguran una nueva época introduciendo la razón de estado como guía y norte («toda guerra es justa desde el momento en que es necesaria»); en lo espiritual, la conquista de Granada fue celebrada por todo el mundo occidental como una suerte de compensación por la caída de Constantinopla. En palabras de Fuller,
este fue el acontecimiento más fructífero de la historia de Occidente desde que Alejandro cruzara el Helesponto. Ninguno de los dos se produjo por accidente, sino que fueron consecuencia de la necesidad urgente de expansión que a través de la Historia se ha dado en todos los pueblos viriles cuando estos han alcanzado la nacionalidad total. España había alcanzado la mayoría de edad con la Reconquista, última Cruzada contra el islam. (Batallas decisivas del mundo occidental).
Desde antiguo, Homo bellicus ha buscado el apoyo de la muralla y del foso, de las torres de vigilancia y las compuertas: es la expresión de su mentalidad defensiva, tanto más acentuada cuanto más retroceden los conceptos de movilidad que definen la verdadera esencia del arte militar. El paisaje de la Edad Media se asocia con los castillos, si bien con concepciones diferentes según regiones y épocas. Para los bizantinos, la fortaleza seguía siendo la pieza clave de su estrategia defensiva, por eso levantaron las que quizá sean las más complejas, robustas y temidas de la historia: las de Constantinopla. Para los franco-germanos, con su mentalidad feudal, los castillos suponían una muestra de poderío de los señores, siendo alternativamente símbolo de ostentación palaciega y refugio de villanos y campesinos. Para los árabes, las plazas fuertes eran conventos-cuarteles en los que preservar intacta su fe pero también desde los que realizar sus razzias, lo que copiarían las órdenes militares nacidas al calor de las Cruzadas… Y para España, unidad política creada en torno a un reino llamado precisamente Castilla, eran la forma de fijar la frontera siempre móvil contra los musulmanes, gozando por tanto de un carácter ciertamente expansivo: cada castillo asentaba el poder cristiano y se alzaba como punto fuerte desde el que lanzar nuevas ofensivas.
Los castillos, en cualquier caso, solían situarse en puntos elevados, con vistas amplias y en un terreno accidentado que dificultara las labores de mina y asedio. Eran enclaves amurallados usualmente rodeados de un foso, inundable o no, y en su interior existía un espacio para refugio de los vecinos, patio de armas y cuadras para alojamiento de la guarnición, almacenes y cisternas y, finalmente, puntos fuertes como la torre del homenaje, válidos como últimos bastiones caso de caer el resto del recinto. Al principio se buscó la robustez más que el ingenio en su diseño, si bien los avances de la poliorcética como ciencia y arte de sitiar plazas fortificadas obligarían al desarrollo de estructuras poligonales, cilíndricas, en fin geométricas que favorecieran la defensa. No obstante, no nos ha de extrañar que hasta el uso generalizado de la pólvora los castillos mejor defendidos rara vez cayeran por efecto de la ofensiva enemiga, sino normalmente por falta de provisiones, epidemias declaradas en su interior o soluciones de compromiso en procesos ritualizados.
La caída de Constantinopla en 1453 vino a demostrar una realidad inexorable: aunque sus muros resistieron bien los embates otomanos y la ciudad sucumbió gracias principalmente a la genial estratagema de Mehmed —trasladar toda una flota por tierra para atacar el flanco más vulnerable de la ciudad—, cuando el hombre se refugia en la coraza y en el muro, se instala a la defensiva, su agudeza se embota y desaparece el espíritu ofensivo. Las defensas pueden ganar batallas, pero las guerras solo se ganan con iniciativa, pues es en la movilidad y en la sorpresa donde estriba el arte militar, que impone el ingenio sobre la mera fuerza bruta.
Pólvora. Del lat. pulvis, -ĕris ‘polvo’. 1. f. Mezcla explosiva de distintas composiciones, originariamente de salitre, azufre y carbón, que a cierto grado de calor se inflama, desprendiendo bruscamente gran cantidad de gases, que se emplea casi siempre en granos y es el principal agente de la pirotecnia.
(Diccionario de la Lengua Española)
Como ocurre con todos los grandes inventos o descubrimientos realizados por la humanidad —si de gran invento puede ser calificado el que ahora estudiaremos—, los orígenes de la pólvora son difusos o, por mejor decir, confusos, con multitud de teorías que reivindican para una determinada persona, región geográfica o momento histórico la paternidad del hallazgo. El debate, aunque interesante, tiene algo de estéril, pues la radicalidad de la innovación no estriba tanto en su partida de nacimiento como en el uso generalizado de la misma. Además, como vimos con la agricultura o la forja de metales, como veremos con el vapor y la electricidad, los grandes avances suelen responder más bien a movimientos colectivos, apuntan siempre a varios centros primigenios o irradiadores, nos indican que si el descubrimiento viene realmente a cubrir una necesidad, entonces su difusión es global y ocupa rápidamente extensos territorios, revolucionando el reloj de los tiempos.
Los indicios más remotos sobre el empleo de la pólvora se sitúan en China, si bien en estadios meramente experimentales, restringidos o lúdicos. Desde allí pasaría durante la Edad Media a los mongoles, por un lado, y al Próximo Oriente por otro, llegando a Europa quizá ya en torno al siglo XII: árabes y cristianos la emplearon militarmente en los sitios de Zaragoza (1148) y de Niebla (1252), respectivamente. Franceses primero e ingleses después la empezaron a usar de forma generalizada durante la guerra de los Cien Años, tanto en tierra como en mar, y las repúblicas genovesa y veneciana en sus luchas por Chioggia (1378). Del impacto que su empleo produjo en los campos de batalla, el rey Alfonso XI nos dejó una muy vívida descripción:
E tiraban los moros muchas pellas de fierro que las lanzaban con truenos, de las que los cristianos había muy grande espanto, ça en cualquier miembro del ome que diese, levábalo a cercén, como si ge lo cortasen con cochiello… E cualquier ome que fuese ferido de ella luego era muerto, e no avia cirugía ninguna que le pudiere aprovechar, lo uno porque venía ardiendo como fuego, e lo otro porque los polvos con que los lanzaban eran de tal natura que cualquier llaga que ficieran, luego era ome muerto.
En el sitio de Constantinopla (1453), los turcos emplearon unas gigantescas piezas para abatir las murallas de la ciudad, pero es en la guerra de Granada cuando los españoles, aliviando su peso, crean la artillería moderna: más ligera, móvil y de recarga rápida. Solo así las bombardas y los primeros grandes cañones, válidos únicamente para el sitio, pueden independizarse de la servidumbre de estar fijados en un emplazamiento para pasar a complementar a infantería y caballería. Las coronelías del Gran Capitán ya tienen desarrollados varios calibres y tamaños, así como armas de fuego portátiles, que serán perfeccionadas para crear un tipo de soldado que revolucionará el arte militar en la Edad Moderna, el arcabucero. Los jinetes se benefician de las pistolas y, para la época de esplendor de los tercios, la pólvora está perfeccionada técnicamente, la industria armamentística muy especializada y, lo que es más importante, la táctica renovada para dar cabida a este radical invento. Comparecen los mosquetes, las granadas de mano, las bombas rompedoras… Y las naves que por esas mismas fechas surcan las rutas en pos del Nuevo Mundo tienen la artillería embarcada de forma integral en sus superestructuras.
Hay autores que afirman algo inquietante: la pólvora «democratiza» la guerra. Es cierto: por un lado, cualquier peón, por humilde que sea, puede derribar a distancia al rico caballero dotado de la mejor armadura; cualquier pueblo, por insignificante que sea, podrá derribar los muros de los más altos castillos. Pero esa igualdad en la lucha lleva aparejada obviamente un siniestro reverso: la capacidad de destrucción se generaliza de tal manera que muy pronto las restricciones a las normas de la guerra —si es que alguna vez las hubo— saltarán por los aires con el fuego propulsor de proyectiles y balas. Por otro lado, otros autores llaman nuestra atención sobre las infraestructuras industriales necesarias para el desarrollo de la pólvora y toda la panoplia de armas en ella basada, que estarían sentando los cimientos de un incipiente capitalismo. Armamento y fabricación comenzaban así un largo y siniestro idilio que se alimentaría recíprocamente en lo venidero. Y puesto que el proceso no era precisamente barato, solo los grandes estados podrán costearlo, reforzando definitivamente el poder de las monarquías absolutas. En cualquier caso, la imprenta como motor de conocimiento, la brújula como elemento indispensable para las grandes exploraciones marítimas y la revolución de la pólvora, inventos todos ampliamente difundidos en la segunda mitad del siglo XV y perfeccionados en el XVI, marcan definitivamente el inicio de una nueva era, no solo en la historia bélica sino en el general devenir humano.
Homo bellicus, que talló bifaces en la Prehistoria, que forjó metales y domó caballos en los tiempos heroicos, que supo agruparse en formaciones de combate en Grecia y Roma, tiene en las postrimerías de la Edad Media en sus manos un producto de la alquimia que le permite lanzar bocanadas de fuego, tecnificando la violencia de los ejércitos, llevando la guerra a unas cotas de destrucción nunca vistas e inaugurando una nueva era de la humanidad. De la era de las armas blancas y arrojadizas se pasaba a la edad de la pólvora.