Читать книгу Temporada con los muertos - Fernando Ángel Lara - Страница 11

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iv

Al siguiente día, después de una buena noche de sueño, y listo para continuar con las entrevistas, el cacharro de moto que me había rentado la mamá de Astrid, no quiso encender. Intenté una y otra vez y sólo sacaba tierra del escape y tiritaba como un perro flaco y mojado, para desplomarse. Casi podía escucharla chillar. Lo que sí escuchaba era al latoso perro que, aunque se ahorcaba con la soga, no paraba de ladrarme. Con la moto ya muerta, no tuve de otra que caminar por el sendero de terracería. Para hacer mi viacrucis todavía más tormentoso, el aire soplaba en contra. La tierra se levantaba, y aun con los lentes oscuros era imposible ver.

Pude llegar al pueblo, acompañado de aquel ciclón de tierra. No pude ver ni un alma alrededor. Todos se refugiaban del terregal, haciendo imposible entrevistar a alguien. Yo tenía la certeza que iba a ser otro día tirado a la pinche basura.

Eso de querer ser escritor se trataba de tener todo en contra. Estaba muy sudado. Llegué hecho una sopa, de esas que tienen nata y están rodeadas de moscas. Apestaba a lo cabrón. No me atrevía a levantar el brazo por el tufo que soltaría y del asco que me daría a mí mismo. Una mala decisión me estaba cobrando factura: no haber llevado agua. Recuerdo que estaba tirando madres al aire. Encabronado por lo estúpido que era. Y cuando uno está molesto le llegan otras cosas que no tienen nada que ver con el problema en cuestión, pero que ayudan de la manera más amable y servicial a provocar más disgusto y amargura. O sea: uno se encabronaba más a lo pendejo.

Pensaba en Astrid. Ella me hurgaba con insistencia en el cráneo y en el corazón. Me envenenaba la mente pensarla. Además, esa mañana la había escuchado hablar por teléfono con su novio. Descubrí que no había sido sólo una defensa en contra del gandul.

“Yo también te extraño”. Fueron sus palabras cuando yo estaba a punto de decirle buenos días. Al escucharlas, fue como si una hoja afilada se metiera en mi garganta y me impidiera hablar. Sentí en mi pecho como cuando a Bart Simpson le arrancan el corazón.

—¡Me voy a la chingada! —grité al caliente cielo.

Di la media vuelta y le restregué la espalda a mi proyecto de letras. Otro error: dejé que lo personal se interpusiera en lo profesional.

—¡Si vas para la chingada, llévate a la gorda que tengo por esposa!

El grito venía del otro lado de la calle: un señor con overol, barba crecida y su pelona brillando a sol. De sólo ver su calva me daba más calor. Se estaba asando de la azotea.

—¿Qué? —Le respondí con molestia en la voz.

—¡Qué antes que te vayas a la chingada te lleves a la fofa de mi vieja! Espero que no me la regreses por culera. Porque de chingadas a chingadas, mi vieja ya está bien chingada.

Sonreí. Era la primera sonrisa que tenía en el día. Por tal motivo no dudé en ir hacia él. Fue como un imán. La risa me magnetizó hacia el calvo.

—No tengo auto ni burro, y ni modo que la cargue —le dije mientras me paraba junto al viejo, que usaba una mano como visera para cubrirse de la tierra y el sol.

—Si quieres de las greñas, como cavernícola, pero sácamela de la casa.

Los dos nos reímos.

—¿Qué hacías ahí parado como nopal bajo al sol? ¿Quieres que te dé un derrame cerebral?

—No, venía a…bueno, se supone que estoy trabajando.

—¿Trabajando ahí paradote? Dime, hijo, ¿qué clase de trabajo tan estúpido es ese? —se me acercó, como si al tenerme al lado y mirarme con claridad pudiera adivinar mis verdaderas intenciones.

—Soy… —me detuve por un instante, en verdad no supe como presentarme. Dudé con la mano a medio viaje para expresarle mi profesión y hacer la introducción de mi persona. Decidí no mentir, ya basta de mentiras, y de mentirme a mí mismo—. Soy escritor… creo —lo solté al fin. Tal cual como si hubiera expulsado un demonio de la boca. No me agradó nada decirlo sin serlo. Pero ya qué, para allá iba. Le dije la razón de estar en el pueblo y cuál era mi proyecto en realidad, ya no la absurda mentira que le había dicho a la anciana. Él, naturalmente, como todos a quienes les decía que quería ser escritor, se carcajeó. Enseñó su dentadura cariada e incompleta. La risa era carraspeada, como si a su garganta le faltara una buena afinada. Y su burla, de hecho, no me hizo sentir mal. Me brindó confianza, pues el trabajo del escritor se codea con el del payaso. Al verlos a ambos no sabes si reír o llorar.

Caminamos a su casa rodeando el parque Aromero. Don Cuervo –tal era el nombre del viejo– escuchó sobre mi tarea en su tierra. Después de mearse de la risa me dijo: “Esa madre que me acabas de decir, confesar tu propósito aquí, a nadie se le hubiera ocurrido como mentira. Nadie dice ser escritor sin serlo, nadie es tan burro”.

Me dijo que me ayudaría gustoso, pues también había sido víctima de los zombis. Todo el camino me presumió su querida planta que tenía en el jardín trasero, me la describía con tal empeño que entendí que la amaba más que a su mujer. Me dijo: “Mi planta de Guamúchil me da paz; y mi vieja me la dará hasta que se muera la cabrona”.

Llegamos a su casa. Debo ser honesto: esperaba una choza humilde a medio construir, con ladrillos salidos y la puerta de metal oxidado. Pero recibí una bofetada en contra de ese mal concepto. Su casa era hermosa y la mejor que había visto en el pueblo. Impecable, todos los muebles eran de madera. Deduje que habían sido hechos por él mismo, juzgando por sus callosas manos que jamás había visto.

—Antes de empezar ve y dúchate —me dijo en tono autoritario.

—¿Apoco estoy tan apestoso?

—Pero un chingo, hijo, y además deseo que estés en mi hogar tan cómodo que tus nalgas y tu mente lloren al recordarlo. ¡Así que ve! Dúchate. El baño está al final del pasillo, en seguida te llevo una toalla.

No supe si me albureaba, pero me fui directo al baño. Me quité la ropa y la sacudí dándole golpes para que todo el terregal cayera en el escusado. Sacudí playera, pantalón, calzones, botas y la mochila. Paulatinamente el agua fue tornándose negra. Luego de cinco remojones pude ver mi reflejo en el espejo que estaba sobre el lavabo. Meditaba en dónde me encontraba y dónde habría podido estar si hubiera regresado. El fracaso, a diferencia de la conquista, es siempre fácil y cómodo. Me sentía satisfecho por la excelente decisión de seguir adelante a pesar de mi sismo mental. Si no se sufre, tampoco va a venir el gozo.

El baño me cayó de poca madre. La regadera era tan extensa que hasta me acosté en el mármol de la bañera, dejando que las gotas de agua me brincaran y me bailaran sobre la espalda. Desde mi salida no había bebido ni una gota de agua. Y ya tumbado ahí, y con el agua encharcada bajo el cachete, dejó de importarme que el mármol estuviera sucio. Entonces no pude evitar sacar la lengua y lamer el piso. Succioné el agua y bebí pegando los labios por bastante tiempo. Perecía que besaba el piso. Estaba anestesiado, y si Don Cuervo no me hubiera gritado que el agua no era gratis, me hubiera quedado dormido ahí mismo.

Salí de la regadera, y en mi lapsus acuífero no escuché que Don Cuervo había entrado, dejándome en el lavabo una toalla, un puro, cerillos, y un coñac.

Nos sentamos en el sillón de la sala. Pusimos los vasos sobre la mesa de centro, junto a un cenicero de huesos ¿Habría sido hecho de hueso de zombi? Nunca lo supe y no quise preguntar. Estábamos descalzos y fumando.

—¿Quieres? —me ofreció lo que comía.

—¿Qué es?

—Pithecellobium dulce.

—¿Qué?

—Guamúchil, de mi árbol. Cada que como uno es una muestra de amor de él hacia mí.

—Oh, bueno. No, gracias, quizás después, ya que me terminé el puro.

—No, después ya no va a haber —se comió el último guamúchil y le dio un trago al coñac—. Pues señor escritor, ¿le parece si comenzamos?

Su relato es el siguiente.

***

Una noche, un tremendo retortijón lo despertó a las dos y media de la madrugada. Se sobaba la barriga peluda para contraer el sufrimiento. Sobre la cama, en posición fetal, el dolor iba disminuyendo. Don Cuervo había depositado su fe en un pedo, para que el dolor desapareciera. Pujó, pero no salió nada. Ese dolor no iba a morir sin dar pelea. Antes de provocar que el invitado nocturno escapara escoltado, decidió levantarse e ir al baño que estaba frente a su alcoba. Me contó que había tenido conversaciones, inclusive peleas con su esposa, cada uno en su esquina, ella en la cama y el sentado en el escusado, y que claramente se veían las caras para no ofender al otro en lo que el pleito se llevaba a cabo. En un pleito de pareja es fundamental verle el rostro a tu “enemigo”, aunque estés fúrico no puedes quebrantar esa regla, o cagando.

Abrió la puerta del baño, se sentó en la taza fría y pujó todo lo que pudo. La vena de la frente se le hinchó, la garganta se le cerró como gato con pelo atravesado, pero el pedo no quiso salir por el culo arrugado (salió verso).

Con coraje y al borde de la ira se levantó, fue a la cocina y tomó la caja de cigarros y el encendedor. Para él el mejor laxante era un cigarro. A la tercera fumada la puerta de la calle empezó a ser rasguñada. Un sonido de ultratumba recorrió la casa hasta encontrar la espina cervical de Don Cuervo. Respiró hasta el fondo sabiendo lo que estaba al otro lado. Entonces cometió el primero de los dos errores fatales que cometería esa noche. Se dirigió a la puerta sin arma alguna; ni cuchillo, ni machete, ni una de las varias pistolas que guardaba por la casa en diversos puntos estratégicos. Se acercó a la puerta que continuaba crujiendo. Del otro lado escuchaba las respiraciones lentas y apendejadas de los muertos vivientes. No quiso poner las manos sobre la puerta, al menos con eso estaba siendo precavido al pie de la letra. Las entrañas se le revolvían al tener únicamente un pedazo de metal como barrera entre él y los zombis. De repente, las ganas de cagar llegaron. Y tuvo que apretar muy fuerte el ano (otro verso).

Con cuidado, colocó el ojo en el orificio que permitía ver del otro lado; esa bola de cristal de todo portero. Ahí vio aparecer a dos tipejos. A dos idiotas que lo único que tenían de zombi era que apestaban y no podían caminar derecho. Se trataba de dos jóvenes ahogados de borrachos que tocaban con necedad, ignorando esas altas horas de la madrugada. Estaban empapados debido a la lluvia. Había caído una tormenta eléctrica con granizada incluida, y todo en una sola noche.

—¿Qué chingados hacen aquí par de imberbes?

Don Cuervo les abrió la puerta a gritos. Los jóvenes, haciendo gala de sus lenguas ebrias contestaron:

—¿Qué pasó mi… hic, viejito?

—Buenas nochecitas mi Don Julio… ah, no, ése es el otro…

—¿Qué quieren, y qué hacen tan tarde y sin armas?

—No se preocupe, Don Cuervo, si ya nos íbamos a echar, pero se nos… hic, se nos antojaron unos ricos guamúchiles antes de jetearnos. Denos unos, no sea culerillo.

—Sí, nomás poquitos… algo para hacer pasojo en la panza.

—Más bien para bajar avión, cabrones —recalcó el Don.

—Ándele, usted sí sabe… no sea gacho, pues… unos cuantos guamúchiles… hic.

Normalmente Don Cuervo los hubiera corrido a chingadazos, o incluso los hubiera metido a su casa, también a justificados chingadazos, debido al riesgo andante de todas las noches. Pero las ganas de cagar lo retorcían. Y antes de preguntarse cómo era que dos muchachos se atrevían a salir poniendo sus vidas en riesgo sólo por un par de tragos (lo normal en cualquier joven), les indicó el camino ya conocido al patio. Les pidió que tomarán un par de toallas para que se secaran, y sin darles sus merecidos porrazos se apresuró a poner su humanidad rendida sobre la hocicona de porcelana.

Con la puerta abierta del baño realizaba su ardua labor. Se aseguraba de escuchar todo lo que pasaba en el patio; un oído puesto allá y otro en la lagunilla bajo la luna marrón en la que reposaba. Pero a pesar de las ganas, los retortijones y los intermitentes temblores, el agua de abajo no hacía splash, y su malestar ya no era simplemente escatológico, sino también por los jóvenes que acababa de recibir en su casa, despojándolo de sus amados guamúchiles que, al no estar cuidándolos, abría la posibilidad de dejar pelón el árbol.

La casa comenzó a llenarse de ruido excesivo, cosas que se movían de lugar, zapatazos, paredes golpeadas por la falta de equilibrio de los invitados, murmullos, etc. La clásica orquesta de borrachos a media noche. Así que se paró dando ya por perdida su batalla con el baño; le sería imposible defecar con esa presión. Estaba subiéndose los pantalones del pijama cuando las ganas volvieron. Se sentó de nuevo y las ganas se esfumaron. Así una y otra vez subía y bajaba. El ruido de los jóvenes ebrios comenzó a subir de intensidad, y su molestia ya era mayor. Sabía que en cualquier momento la esposa se levantaría y, como toda mujer, al ser despertada con visita de borrachos a altas horas de la noche, se levantaría encabronadisima.

Ya no le interesó que el topo no dejara la madriguera; necesitaba correr a esos dos que estaban aprovechándose de su hospitalidad. Justamente, cuando estaba por pararse, uno de ellos tuvo el descaro de aventurarse más de lo permitido, invadiendo la parte privada del hogar, a unos cuantos pasos del baño. Don Cuervo lo aguardó sentando en el escusado. Los pasos torpes y trompicados de borracho lo enervaron más todavía. Luego, el otro joven se unió y ya eran los dos que se atrevían a propasar su sacrosanto recinto. Él creyó que el abuso de confianza de parte de esos jóvenes era con el pretexto de despedirse, agradecer, o cualquier ocurrencia etílica. Los balbuceos estaban ya afuera del baño, y las dos figuras comenzaban a labrarse frente a los ojos del Don; el típico tambaleado del muchacho pedo, las rodillas dobladas, los pies arrastrados, las manos colgantes, la lentitud estúpida, el golpearse en la pared por la falta de luz, la ropa sucia y rasgada, la piel carcomida, el mal olor, trozos de carne dejados en el piso, sangre goteando de las manos, y los dientes salidos de un rostro diabólico. Esa descripción que su cerebro le dictó no era la de dos chicos ebrios, sino de zombis, pues eran ellos quienes merodeaban a las afueras del baño sin percatarse de Don Cuervo, agazapado en la oscuridad. Se limitó a observarlos, a salvo, en la penumbra del nido de cerámica. Ahí sentado, con los pantalones abajo y tratando de no cagarse, pues las ganas habían vuelto más despiadadas.

Otro zombi, y otro, y otro, se formaron afuera del baño. Uno llevaba el brazo cercenado de uno de los jóvenes. Todavía con la cascara de guamúchil apretada entre los rígidos y pálidos dedos del recién muerto. Don Cuervo, que comenzó a sudar como en baño de vapor, se congeló. Recordó el juego de las estatuas de marfil que jugaba cuando niño y se quedó inmóvil. La puerta de su habitación estaba abierta, y su mujer dormía ignorando el peligro. Los zombis, cuyo instinto y naturaleza es famélica, decidieron enfocar su aletargado andar a la habitación donde la comida siempre está servida.

Don Cuervo miraba la escena, envuelto en pánico. Sabía que no podía haber contado con mayor suerte en una tragedia; ya que él estaba siendo ignorado. Su cerebro comenzó a trabajar, y la única solución que le quedaba para salir vivo de ese precario escenario, era que en cuanto los zombis comenzaran a devorar a su vieja. Él tendría que levantarse, subirse el pantalón, y correr por unas armas para acabar con esos despojos andantes. La esposa sería la carnada. Y le parecía una excelente idea.

Sentado, el sudor le brotaba por cada poro. Las manos le temblaban, al igual que las piernas que ya comenzaban a acalambrarse. Sus ojos fallaban, la vista se encaprichaba en fracasar. La forzaba en mirar entre las sombras, confiando en su sentido auditivo para que le avisara de las mordidas, del desmembramiento, de los gritos de la vieja por el festín que se anunciaba. Y justo ahí fue que cometió el segundo error de la noche.

Su vena cacaria no resistió el estrés y de un pedo chillón, el tan anhelado splash, llegó por debajo de su peludo trasero.

El sonido del pedo hizo que los zombis, que aún no entraban a la habitación, dieran media vuelta y vieran lo que habían pasado por alto. Fijaron sus ojos sin parpados, algunos apenas conservaban un globo ocular como de costumbre, para ver y oler la cena ya servida en el retrete. De inmediato se abalanzaron, hambrientos y sanguinarios, sobre ella.

Don Cuervo agarró el encendedor que tenía en el bolsillo y un aromatizante. En segundos, una lengua de fuego nacía de la combinación de esos dos utensilios. Un zombi lanzó una mordida a la oreja, pero Don Cuervo le prendió fuego en la “maceta”. Luego lo pateó haciéndolo caer para incendiarle el cuerpo entero; el zombi empezó a tronar como castañuelas en fogata. Se retorcía y sollozaba a sus pies. Otro, con la mandíbula chueca y sin dientes ni labios, fue el siguiente en entrarle al quite. Don Cuervo volvió a arrojar la llamarada directo a la cabeza, luego una patada a la rodilla del amarillento muerto. Pero este no cayó; siguió caminando hacia su cena. Al tenerlo tan cerca, el fuego que quemaba la carne muerta, en cualquier momento lo haría también con la viva. Don Cuervo lo empujó del abdomen, hundiéndole la mano en la carne putrefacta, hasta que logró quitarlo de enfrente y golpear con los otros dos zombis. Éstos, al contacto con la carne del primero, comenzaron a arder también. Se asaron de pie un rato sólo para desplomarse. Y todo esto lo hacía en posición de cague. El olor de la carne, corrompida y quemada, mareaba.

—“Me quería levantar, pero no podía, no por el zombi que se achicharraba a mis pies (el primero), o los otros, sino porque no dejaba de cagar. ¡De la chingada, mijo! Me dio chorrillo ahí mero. Me solté todo por el méndigo susto”.

El fuego comenzaba a esparcirse. Y eso no era el único problema: un último zombi entró al baño, bien encabronado por el hambre.

—“El hijo de la chingada se metió cuando yo ya estaba inclinado limpiándome la cola. Me madrugó por la espalda el desgraciado. Sentí sus manos en los hombros ¡Mira, mijo! me pongo chinito de sólo recordar esas… esas garras frías, ásperas, cochinas, puercas sobre mí. Volteé antes de que pudiera poner sus mandíbulas en mi espalda. Con los pantalones y calzones abajo, y el pedazo de rollo entre las nalgas, que parecía cola de zorrillo, forcejeé con el muerto, lo metí a empujones a la regadera, tirando la cortina, azotándolo en el mármol de la pared y estrellando su cráneo frágil y asqueroso. Vi parte de sus sesos caer como vomitada combinada con excremento en el suelo de la regadera. Era una cosa asquerosa, hijo. Todo quedó en la regadera, esparcido y embarrado. Me hice para atrás, tropecé con el zombi que se quemaba, mi pantalón y los calzones se me prendieron, y de inmediato sofoqué las llamas a bola de fuertes palmadas en la ropa, quedé nuevamente sentado en la taza y agarré el encendedor y el aromatizante, y quemé al desgraciado que estaba en la regadera”.

El zombi se comenzó a deshacer en partes chamuscadas. Luego cayó despedazándose en el piso de la regadera.

Yo quería vomitar mientras escuchaba la historia. Basquear todo el sillón de recordar que hacía poco yo había bebido agua del piso de la regadera. Había pegado mis labios y mi lengua ahí. Prácticamente la había besado y chupado. ¡Había lamido literalmente del piso donde un desgraciado zombi se había diluido a pedazos! Si vomitaba era como sacármelo, expulsarlo de mi organismo, pero no pude. Estaba por preguntarle la fecha exacta de los hechos cuando se anticipó a mi peor augurio: fue anoche. De ahí en adelante me sentí de la chingada. De repente estaba al borde de la muerte por el virus Z. Lo sentía ya en mi organismo. ¡Estaba infectado!

Siempre creí que la peor infección que me podría dar era una diarrea en la escuela, o en el trabajo, pero esa tarde me di cuenta de que siempre hay algo peor.

Pero sigamos con el relato: Don Cuervo se quitó los pantalones y los chones chamuscados, tomó su talega aguada que se campaneaba, y la cuidó de que no se le quemara. Abrió la regadera, agarró una cubeta de la ducha y comenzó a sosegar el incendió en las otras partes del baño. Con el palo del destapacaños atizó unos últimos cabronazos en la cabeza achicharrada de cada zombi. ¡Órale, putos!

El baño quedó como el sanitario del diablo, ése donde se caga sobre los cuerpos de los pecadores.

La vieja de Don Cuervo no se despertó hasta que salió el sol. Cuando lo hizo, lo sorprendió barriendo el cochinero, luego de lo cual comenzó a chingarlo todo el día. Él no alegó nada. Había burlado a la muerte, y su vieja le resultaba el menor de los males. Además, nunca le confesaría que había pasado por su cabeza la posibilidad de usarla como carnada zombi. Su mujer nunca sabría que había estado a un pedo de morir.

Cuando terminó la historia, yo estaba sudando a mares. Y no todo era por el calor: la idea de convertirme en un muerto vivo me ardía. Traté de mil maneras de preguntarle cómo y con qué había limpiado la regadera, pero obtuve ninguna certeza. Así pasé a mi otra duda: tratar de descubrir cuánto tiempo se tardaba una persona en convertirse en zombi. No había manera de que Don Cuervo tuviera la respuesta; a los chavos ebrios se los comieron, sólo dejaron huesos, un pie lleno de hongos de uno, y los huevos peludos de otro. Despreocupado, me dijo que jamás se había hecho esa pregunta. Mientras, yo respiraba como en labor de parto al desconocer mi suerte.

—¿Qué te sucede, hijo, te dio miedo mi relato? Pues no qué para eso estás aquí, cabrón. Además, los zombis no salen hasta ya noche y… —volteó a la ventana— todavía quedan unas horas de sol. No mames, no es para que pongas así de pálido. Aquí llevamos viviendo mucho tiempo así, y así seguiremos, ya que nadie tiene a donde ir. Aquí estábamos confinados. Yo lo estoy a mi gorda por venganza, la cabrona me corto mis plantas de huamúchiles, dejándome sola una, que porque dizque le estorbaban. Sólo estoy esperando el momento justo para vengarme. Ayer se me fue, pero ya vendrán otras oportunidades.

—¡Qué romántico! Pero yo estoy bien, es sólo qué… —no quería, o no me atrevía a decirle el desmadre mental que sufría— es qué… —y dije la primera pendejada que me vino a la cabeza—…Astrid… una… una chava que conocí, me gusta y yo a ella no, y por eso estoy así —Mi voz se quebró por la mentira que saqué para cubrir mi verdadera ansia que resultó ser más verdadera de lo que creía. Después de que saqué esa joya de respuesta, pensé que hubiera sido mejor haber vomitado.

—¿Y mi relato te hizo recordarla? ¿Qué, parece un cadáver la cabrona? ¿Y cómo sabes que a ella no le gustas, hijo? ¿Eres brujo o qué chingados? En mis tiempos no andábamos con mamadas de esas. Nos gustaba una mujer y nos valía madre si nosotros le gustábamos o no. Se tenía que aguantar, y aceptar cuando uno demostraba sus intenciones. Punto.

—¿Y luego las golpeaban en la cabeza con un garrote y las arrastraban a su cueva?

—Pues claro. Pero lo que no sabes es que ya en la cueva nos cortaban los huevos.

Siempre es bueno aprender los viejos cortejos.

—A ver, ¿por qué crees que no le gustas? –seguía de necio.

—No, ya nada… Así déjele.

—¡Dejarle, madres! —Golpeó con el puño la mesa de madera y tiró los vasos vacíos —Tú sacaste el tema, tú andas llorando por eso, y tú estás en mi casa, ahora hablas o te saco las palabras a chingadazos. No le tuve miedo a esos hijos de la chingada que me querían comer, por lo tanto, tú, para mí, me la pelas, y dos veces. ¡Así que escupe, recabrón! Ya te compartí algo, sigues tú.

Por las buenas cualquiera habla.

Lo vi directo a los ojos y noté que sí se había enojado en serio. Respiraba precipitado por la nariz, el pecho le rebotaba y las grandes manos estaban empuñadas. Sentí que los golpes llegarían si no compartía mi sentir. Mi cabeza lidiaba con la desgraciada sugestión de la muerte, y todavía tenía que desahogar con el viejo mi cuestión amorosa… Todo por pendejo. Pero al mal paso darle prisa, si le decía lo que quería escuchar, podría irme lo antes posible a lidiar con lo que ya incubaba en mis adentros. No tenía que perder tiempo. Comenzaba a temer que la solución a una mordida zombi fuera como cuando me mordió un perro con rabia. Quince inyecciones en el ombligo. Y eso me daba más miedo que el convertirme en un muerto viviente. Se siente de la chingada. Malditos traumas de la niñez. Agarré aire y comencé a sincerarme.

—Astrid es su nombre, y es hermosa. De hecho, es la mujer más hermosa que jamás haya visto en toda mi vida.

—¿Nunca has ido a un tugurio ebrio?

—No.

—Muy bien, continúa. “La mujer más hermosa que hayas visto”, ajá.

—No parece un cadáver. La he visto una… no, dos veces y pues… creo que estoy enamorado de ella —me sentí confortado al poder decir lo que sentía en voz alta, y por fin fuera de mi cabeza. El viejo ya no se burlaba. Era como escupir una bola de pelo y no ser regañado.

—Ajá. ¿Es todo? —dijo.

—¿Todo? ¿Qué, se le hace poca cosa? ¿Qué no escuchó la palabra “e-na-mo-ra-do”?

—Sí, sí la oí. Y no entiendo. Tuviste el valor de venir al pueblo a pesar de lo que has escuchado, y de lo que sucede aquí, y te atreves a sentir pavor a una mujer o al amor. No, mijo, los huevos se cortan después del matrimonio, no antes.

—Lo que usted ignora es que ella tiene novio —respondí molesto por su falta de prudencia.

—Y lo que tú ignoras es que estás en un pueblo atestado de zombis nocturnos, y te da más culo, una pinche vieja mamona.

—¡Váyase a la chingada!

Recibí una cachetada de su vieja y pesada mano que me puso la cara roja y caliente al instante.

—Todo escritor necesita un buen putazo en la cara cuando sus palabras no son las indicadas. Ya lo descubrirás cuando comiences a escribir.

Lo miré con ganas de responder al golpe. Todo me molestaba en ese momento. Astrid, el viejo, yo mismo, el virus Z en mi organismo. Pero sabía que no estaba a la talla del viejo para un intercambio de golpes, después de todo, él acababa de pelear a muerte, y debía aún de tener la adrenalina en ebullición.

—Mira, hijo, te daré un consejo; después, quiero que te largues de mi casa, ¿estamos? Bien. Pon atención, lo diré sólo una vez.

Se quedó callado mirándome, mojándose los labios con la lengua. Parecía que pensaba lentamente su discurso, o que ya se la había olvidado al cabrón.

— ¿Estás poniendo atención?

—Sí.

—No seas tonto, así de fácil. Ten sexo con ella. Aunque tú creas que le haces el amor, o lo que quieras creer. Vienes de paso, estarás poco tiempo aquí haciendo tu trabajo, entonces… ¡Vive! No pretendas ser su amor, o remplazarlo, sé su aventura —me golpeó en el hombro para que agarrara el pedo—. No hay nada más seductor e irresistible para una mujer que un artista misterioso y que no volverá a ver jamás.

—Bueno, no estoy seguro, pero parece que su novio no la visita con frecuencia —me animé a confesarle viendo la coherencia en su sabia perorata.

—¿Entonces? ¿Qué te detiene, hijo? Mira, en un futuro cercano, cuando estés escribiendo esto en tu casa, muy lejos de aquí, ¿qué preferirás recordar?

—Sí, pero…

—Cállate, no me interrumpas. Sigo hablando.

Se hizo un silencio incomodo del que me sentí avergonzado.

—¿En qué me quedé? ¡Chingada madre! Por eso detesto ser interrumpido porque ya no recuerdo que… ¡Ah, sí! ¿Cómo prefieres recordar a esa jovencita, a esa mujer cuando ya termines tu labor y te hayas marchado? ¿Cómo aquello que nunca te atreviste a hacer por miedo? Si te rechaza sabrás al menos que tuviste el coraje para pelear por lo que amas. Que diste lo mejor de ti. No hay nada de malo en los fracasos cuando lo das todo. Déjame te digo: mata más la duda que la decepción. ¿Te gustaría atesorar un recuerdo hermoso de cada centímetro de su piel, un recuerdo de su flor entregada a ti en plena voluntad, y que sea una sonrisa la que te provoque cuando ya estés lejos? ¿O deseas mejor una lágrima en tu negro futuro? Yo no creo que seas un cobarde, estás aquí, en este pueblo maldito, de menos haz tu estancia un poco más placentera. Al fin de cuentas, hijo, ¡es primavera! (otro verso).

Jaque Mate por parte de Don Cuervo. En sus palabras encontré una sabiduría que evidenciaba mi falta de experiencia en la toma de decisiones, al menos con las mujeres. O en todo. Siempre me consideré tímido e inseguro con las mujeres. Deseaba hacer muchas cosas con ellas, fantaseaba: desde el inocente sujetar de manos hasta las películas tres equis que me proyectaba antes de dormir. Pero siempre, a la hora de la hora, era un zacatón.

Temporada con los muertos

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