Читать книгу Temporada con los muertos - Fernando Ángel Lara - Страница 8
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Estaba en el bar El Molachos, con pluma en mano y la libreta llena de mi mala escritura; la botella de cerveza a un trago de terminarse. La conversación de unos ebrios hace unos días me taladró el cerebro.
Aquel día me encontraba en la barra, escuchaba tan atento que no había tocado la bebida que tenía enfrente, prestaba atención, aunque era una conversación que ya había escuchado varias veces en el mismo sitio, pero cada que la oía me emocionaba como la primera vez. Al principio, creí que era una absurda verborrea, un delirio de borrachos. Y para ser sincero, sí lo era, y cualquiera los habría ignorado, pero yo necesitaba tanto de esos delirios que los arropé. Hablaban sobre un pueblo maldito en el cual, durante la noche, los zombis se levantaban de la tierra para acechar a los pueblerinos.
Absurdo, ¿verdad? Pero les diré la razón por la cual me sumergí en ese inadmisible disparate.
Toda mi vida había querido escribir algo, no por tener la etiqueta de escritor, sino porque sentía que algo dentro de mí, se quemaba por salir.
Admiraba a mis contemporáneos que eran publicados en la revista Temporada en el infierno, revista con temas de literatura, arte, música y fotografía, etc. Crecí devorando esas páginas, y siempre soñé con escribir algo digno para ser publicado en ellas.
Llegué a escribir varias cosas y las mandé de prisa, y con la misma fuerza me fue devuelto un correo de rechazo.
Algo me hacía falta. ¿Inspiración, originalidad, libertad?
Posiblemente más lo último. Les cuento por qué.
Estaba encadenado a un trabajo que odiaba y que lo único que hacía de bueno era que no me hacía preocupar en otras cosas más que sacar la chamba. Me ahorraba inquietudes, pero me amputaba la capacidad de las iniciativas personales. De arriesgarme. Así que me arriesgué, y escapé de esa cárcel de ocho horas diarias de sentencia.
En el bar, me motivaba e invadía el deseo de escribir. Pero también el de una sutil venganza a esos editores de la revista. Les mandaría algo que jamás habían leído en sus vidas: el pueblo zombi.
Y esa leyenda, o mito, o pacheques de los pueblerinos, me alteraba como una mujer seduciéndome al oído. Y en realidad eso era, era la musa que por fin me susurraba desde una tumba fría y peligrosa, incitándome a bajar con ella, a acurrucarme en su pecho, y a hacer el amor a tres metros bajo tierra.
Apagué mi sentido común y me creí los relatos de los zombis nocturnos. Sean sinceros, si escucharan algo así, ustedes también irían de inmediato. Es un curioso magnetismo que todo humano tiene hacia los problemas. Además, ¡zombis reales! A huevo que debía de ir. Así que me dije una potente frase motivacional: ¡chingue su madre!, y tomé la decisión de partir hacia el pueblo zombi.
Al llegar me alojé en un pequeño cuarto que estaba arriba de un bar, abajo de otro bar, a las afueras del pueblo.
Me instalé sabiendo que no debía desperdiciar un sólo momento.
Era la hora de la victoria. O de morir en el intento. Ya que el miedo a la vida no debe ser morir, sino el quedar anclado en un sitio, a una vida rutinaria.
Pero siento que el verdadero miedo en sí no es vivir y no ser recordado, sino, el vivir y no recordar el haber vivido.
i
De todos los pueblos que he conocido, ese en el cual me adentré era el más descolorido y triste, parecía que entraba a una tierra donde el gris era la única paleta de color existente. Y todo y todos, parecían haber sido olvidados por la vida. La brisa matutina, afilada, calaba al respirarla. En las noches todo se empapaba de un rocío delgado como el que cobija una lápida recién regada. Y el parque Aromero, en medio del pueblo, como todo parque que en la noche se transforma siniestramente, era un enorme cadáver. Atravesarlo era como transitar por las entrañas de un animal donde los árboles son los huesos, las rocas los órganos, y las raíces forman el sistema circulatorio que dan vida a ese muerto que te tragará sin compasión.
El viento rasguñaba la maleza provocando un rechinido similar al de unos dientes cariados.
La primera noche iba a ser funesta y bizarra. Algo se aproximaba hacia mí con sus mandíbulas húmedas y sedientas. ¿Si hubiera sabido lo que se avecinaba hubiera reaccionado de otra forma? No lo creo. Y no era que adorara los problemas, sino que ellos tenían un romance insaciable conmigo. ¿A quién no le gusta que le coqueteen?
***
Me instalé en ese cuarto que estaba arriba de un bar, debajo de otro, y después bajé para tomarme una cerveza en la barra. Ahí escuchaba una conversación entre dos borrachos de la localidad. Me sentía como un espía atendiendo conversaciones ajenas. Pero todo escritor lo hace. En cuanto se marcharon apuré mi cerveza y enfilé a mi destino.
Al cruzar la terrecería hacia el pueblo, el cielo se ennegreció, como si una garra carcomida lo tapara. Se escuchaban chillidos y graznidos; eran murciélagos, cuervos, y zopilotes que surcaban los aires y se lanzaban en picada sobre mí. Me tapé la cabeza y me agaché esperando que los dientes de esas ratas voladoras y los picos de las aves me pincharan sin remedio. Pero no sucedió. Luego de unos segundos levanté la mirada y todo estaba tranquilo, como si nada hubiera pasado. ¿Había sido una advertencia? ¿O la bienvenida a las entrañas de esa república de no muertos?
Claro: también era posible que aquello que había inhalado en el baño no fuera conchanacar en polvo.
No hice mucho caso y seguí el camino. Saqué mi reproductor de música y seleccioné Raise the dead, de Hollywood Vampires, nada más para irme ambientando. Caminar con la música a todo volumen hace las distancias más cortas.
***
La primera tarde entrevisté a la señora Ofelia Garza, de setenta y cinco años, viuda, y a su perra, Greta Garbo, también viuda.
Acababa de atravesar el pedazo de terracería que conectaba la avenida donde estaba el hotel con el pueblo, y desde ahí vi a la señora Garza conversando con su mascota, que era una perrita de esas de pelo grisáceo que lucen como alfombra percudida. Todas las viejitas tienen una igual en casa, a veces hasta dos. La señora estaba sentada en una banca mientras le daba de comer a las gordas palomas pedazos de pan integral. Y luego ellas mismas se preguntan por qué dejan un cagadero esas cabronas.
El pueblo tenía el aspecto de una pequeña urbe abandonada, fría y estéril. Como una ciudad panteón. Olía a un otoño traído por la brisa desde las profundidades del parque Aromero.
Ese día, yo llevaba la mochila colgada al hombro, vestía una chamarra de mezclilla rota, y estaba bien rasurado. Lucía inocente, como un universitario de primer año. Sin titubear, me acerqué a la vieja, me presenté y le informé el motivo por el cual estaba en el pueblo. Mintiendo como mienten los escritores, le dije que estaba haciendo un reportaje acerca del pueblo. Por varias razones le oculté mi verdadera misión. Una de ellas: por temor a que se ofendiera porque un testimonio suyo fuera utilizado con fines tan vulgares como la literatura. Otra razón: por temor a que se burlara de mi sueño como mucha gente ya lo había hecho. Hasta mis padres. Recuerdo que ellos me dijeron que me buscara algo que me diera para comer. Para ellos, ser escritor y querer comer, era como bucear eternamente por comida en los botes de basura.
Así que al decirle que era un reportero ella mostró interés. Era raro que gente de las ciudades paseara por el pueblo, y más todavía que lo hiciera gente joven. Y tan pinche guapa como yo, ni se diga. Bueno, eso dijo la viejita. Supongo que todos somos guapos a pupilas envejecidas.
De un momento a otro estábamos en la sala de su departamento, el número dos, en la planta baja del edificio, sentados en las sillas del comedor. La mesa estaba revestida con esos horribles manteles floreados de plástico. Pequeñas quemaduras de cigarro formaban agujeros negros en el pistilo de las flores. La señora Ofelia estaba ansiosa de comenzar la entrevista, deseaba contar su historia, pues era evidente que la compañía era algo que le hacía falta, y ser escuchada sólo por la perra Greta le había provocado una gran necesidad de conversar con alguien cuyo oído le diera salida a la soledad.
Me sentía en un ambiente familiar, aunque oliera a orines de perro. Era precisamente eso lo que me recordaba a mi difunta abuela incontinente.
La vieja me ofreció una bebida que acepté con tal de no ofenderla. No me apetecía beber nada, estaba inquieto por comenzar.
—¿Qué me dijiste que querías tomar, mijito? — Me consultaba con ternura desde la cocina.
Pensé rápido. Era obvio que no estaba en el bar en el que me hospedaba. Debía pedir algo modesto y acorde.
—Agua con azúcar, o un té si tiene… o ¿usted que va a beber?
—¡¿Agua con azúcar, té?! ¿Acaso eres marica? ¡No, un marica bebe mejor que tú! Tengo cerveza artesanal y pulque. ¿Qué quieres?
—¿Usted que va a beber?
—¡¿Qué quieres?!
—¡Cerveza! Una cerveza… por favor.
—¡No me grites, cabrón! —tomó la botella del refrigerador y azotó la puerta —. Una cervecita será, muy bien. ¿Cómo me dijiste que te llamabas, mijito? —Cambió el semblante tan drástico a uno de amorosa abuelita que me causó cierta turbación. Pero así son los ancianos, pensé, amigos y enemigos a la vez según te comportes. Ellos no tienen tiempo para rodeos, u ocultar su humor. Si algo, o alguien no es de su agrado, lo mandan a la chingada sin remordimiento. Tenemos mucho que aprender de los viejos.
—No le dije mi nombre —le contesté.
—Oh, muy bien, mucho gusto.
Salió de la cocina acompañada del sonido estridente de las pantuflas arrastrándose por el piso de mármol, sonido muy similar al querer encender un cerillo repetidamente sin conseguirlo. Se sentó frente a mí y dejó la botella marrón de cerveza sobre la mesa. A Greta, la vieja perrita, le sirvió en su tazón un pulque bebido con celeridad en cada lengüetazo. Al reírme por eso, la perra me lanzó un gruñido, como si entendiera la mofa. Eran un par de viejas perras corajudas por igual.
—Espero que esta noche no haya tormenta eléctrica, mijito.
—¿Tormenta eléctrica?
—Sí, aquí el clima está descuadrado, llueve, cae granizo, hace harto calor, tormentas eléctricas, todo sin avisar y muy seguido. Como si el Señor se empeñara en destruir este lugar que parece un asentamiento del infierno.
Miré enseguida hacia la ventana, pero no había mucho que apreciar; ésta había sido tapiada.
—De modo que quieres saber lo que sucedió aquí —suspiró—. Mi esposo y el esposo de Greta fueron víctimas de los zombis. Te lo narraré sólo una vez, así que presta mucha atención— dijo mientras bebía pulque de un vaso serigrafiado de flores amarillas, el típico vaso que tiene cada abuela en el mundo, como si a falta de esos vasos la vejez no tuviera sentido.
—Si te ríes o me juzgas de loca, te mato — dijo—. Soy experta en el uso de la escopeta calibre .12, de uno y doble cañón. ¿Entendido?
“¡Ay, cabrón!” Me había salido brava la vieja.
—No se preocupe no me burlaré, sé por qué estoy aquí.
Greta dejó el tazón limpio y enseguida se echó a los pies de su comadre, como si supiera lo que iba a escuchar a continuación, y el semblante del quebranto y la melancolía ya la abordaba, con sus ojitos caídos hacia el suelo.
Y sin más, comenzó a narrar su trágica historia.
***
Todo sucedió hace más de un año. La pareja de viejos había pospuesto la cena de aniversario durante un mes, hasta que por fin pudieron realizarla. La señora Garza le había cocinado a Felipe, el marido, unos chiles rellenos con harta salsa, como le gustaban tanto, aunque le provocaran pedos toda la noche. Pero no importaba, era una ocasión que celebrar. Felipe había conseguido con mucho esmero algo mejor que el Viagra para esa noche mágica, tuvo que caminar mucho y cobrar ciertos favores para obtener la materia prima de la pasión de esa noche.
Felipe era un hombre retirado, y se dedicaba únicamente a chingar, esa fue mi conclusión según las cosas que me narró la señora Garza, puesto que cuando el señor sacaba a su perro, Boris Karloff, de la misma raza que Greta, el perro muy educado defecaba en el zacate, pero Felipe rejuntaba la mierda para ponerla en la mera pasadera de la gente, disfrutando como un niño cuando algún paseante aplanaba la aguada mierda. Además, iba a las seis de la mañana, ya que había salido el sol, a tocar a los departamentos de los vecinos por el dinero del aseo. A veces se quedaba sentado en una banca, mentando madres y escupiendo a los pies de la poca gente que pasaba cerca de él. Nadie le hacía o decía nada. Le fiaban sus chingadazos por viejo. Aunque viejos como él, todos nos hemos quedado con las ganas darle uno que otro chingadazo para que le bajen a su desmadre.
Esa noche Felipe y Boris llegaron del largo peregrinar para conseguir la “medicina” para el placer, y el perro, en cuanto atravesó el marco de la puerta se lo montó a su amada perra con enjundia. El viejito le dio un beso a su esposa que estaba en la cocina, dándole los últimos arreglos a la cena de aniversario. Él sacó una bolsita trasparente del pantalón, la agitó llamando la atención de la vieja, que denotó enorme felicidad al ver el contenido. Se sentó en la mecedora, sacó el contenido de la bolsa y comenzó a despelucar unos gramos verdes para fumarlos después de cenar. Fumar la yerba aquella le endurecía el entusiasmo. Afortunado cabrón, ya que la yerba en exceso provoca efectos contrarios. Con cautelosa entrega, colocaba los coquitos de su amada planta en una cajita de cerillos de madera para tener por fin su propia producción y no andar pidiendo favores.
La noche era perfecta, más de lo que la señora Garza la había planeado. Y después de la cena, era hora del impetuoso postre. Pero lamentablemente alguien más fue invitado, y con mucha hambre. De manera inmediata llegaron los habitantes errantes atraídos por el olor a marihuana quemada. Y no los culpo. El olor a marihuana quemada es casi como inhalar un estupefaciente. Fumes o no, disfrutas el olor. Los pachecos hacen un servicio a la comunidad, y de agradecimiento reciben luces rojas y azules que enamoradas van tras ellos.
Justo cuando Felipe había prendido el gallo, con la sonrisa arrugada y enamorada de su esposa, las ventanas comenzaron a agitarse y a recibir constantes golpeteos agresivos. Los ancianos sabían quienes intentaban entrar: eran ellos, los muertos vivientes que se levantaban de las fosas. Esa noche iban por ellos. Con sus golpeteos ansiosos en las ventanas y su respiración jadeante, clara muestra de su impedimento al habla. Los perros les ladraban enloquecidos.
—¡Viejo, deberíamos abrir la puerta y soltarles a los perros! —Gritó encrespada la señora Garza.
—¡¿Estás taruga, mujer?! ¡Son los zombis! ¡Si muerden, o los muerden esos cadáveres andantes, los perros se volverán como ellos!
—Si los muerden a ellos sí, pero que ellos los muerdan no, y si es así, ¿cómo lo sabes?!
—Es lógica, ¡que terca eres! Iré por la escopeta.
Los visitantes hambrientos ya habían logrado quebrar el vidrio de la ventana de la sala, y abrirse paso por las cortinas. Los perros ladraban con más intensidad, sus gruñidos se intensificaban a niveles de enfebrecida furia. El cadáver de piel desquebrajada y fétida asomó la cabeza por la ventana. Extendió los brazos achacosos para tomar lo primero que tenía a la mano, mientras otros brazos ya se introducían, haciendo la abertura del vidrio roto más grande.
—¡Viejo, viejo! ¿ya encontraste la escopeta? —gritó la señora Garza.
—¡No! — vociferó Felipe desde la habitación principal.
—Pues un bribón de estos ya metió su carota, y huele pa´ su chingada madre… ¡No! Ya me están ensuciando el sillón de puro lodo, ¡córrele! ¿Pues qué tanto haces?
La señora Garza fue a la cocina por un cuchillo, el más grande que tenía, encolerizada por ver los amados sillones, que le había regalado su mamá décadas atrás, sufriendo los estragos de la violación a la vivienda. Los sillones se llenaban de tierra, lodo, hojas de árboles, pedazos de carne y baba de zombi. Cuando salió de la cocina vio horrorizada que el muerto agarraba el gallo humeante de la mesa de centro. El desgraciado estaba colgando de la ventana, apretujado por los brazos de los otros zombis que no lo dejaban entrar. Las manos de los que estaban atrás se movían con desesperación queriendo palpar algo, lo que fuese, algo vivo que pudieran comer. Se sacudían como arañas recién fumigadas. El muerto que había robado el gallo sólo tenía un brazo. Le colgaba la mandíbula dejando caer una especié de baba. Tenía un solo ojo; el otro ya estaba embarrado en el sillón, simulando un caracol podrido. Con lenta, pero determinaba actitud, se llevó el gallo a la boca y le dio una fumada profunda. La aspiración lo hizo toser, raquítico, escupiendo una sangre renegrida que también salía por los orificios de la garganta. Era buena yerba, y ese zombi lo sabía.
—¡Hijo de toda su madre! ¡Ya agarraron el cigarro… viejo!
—¡Eso sí que no! —Gritó encabronado Felipe desde la otra habitación, todavía buscando el arma.
El perro, avalentonado por el enojo de su amo, se arrojó al zombi con el grito de pánico de la señora por temer lo peor. Ella dice, y jura, que antes de que el perro brincara de la mesa a la cara del zombi marihuano, dedicó unos ojitos románticos, de guerrero al cabalgar hacia el peligro, a su queridísima perra.
El muerto dejó el cigarro y con su única mano atrapó al perrito, estrujándolo y zangoloteándolo para morderlo en la barriga, Boris chilló al igual que Greta, pero la señora Garza alcanzó a detenerla, porque ya iba la perra a ayudar a su amado peludo en tan agonizante situación. Felipe, al escuchar a su fiel amigo sufrir, salió con escopeta en mano y no vaciló en disparar, reventándole la cabeza al zombi. Una lluvia de pedazos de cerebro, carne podrida, una larga lengua, dientes amarillos y rotos, y sangre negra se esparció por toda la sala. Felipe fue arrojado al piso.
—¡Mi cola! —Gritó al caer.
El cuerpo del perrito cayó sobre la mesa sin vida y sin barriga.
—¡Me las van a pagar, los voy a matar…! —Felipe se puso de pie, sobándose el pecho, la cabeza y la cola. Esta vez se plantó bien al piso y volvió a disparar haciendo volar en pedazos a los otros muertos vivientes que querían entrar a toda costa por la ventana.
—¡Los voy a matar a todos! —Corrió enfurecido hasta la puerta. Con la escopeta cargada y lista, tiró un chingo de vigas, ladeándose de lado a lado, como pingüino viejo con los pantalones cayendo; con la otra mano los retuvo.
—¿A dónde vas? ¡No nos vas a dejar solas!
La perrita lloraba desconsolada alzando el hocico al aire por el deceso de su amado peludo.
—Ahorita vuelvo, no estén chingando. ¡Los voy a matar!
—¡Pero si ya están muertos, tarugo!
—¡Sácate, que ya sabes a qué me refiero! Mataron a mi Boris. Nadie mata a mi amigo y se escapa lentamente.
—¡Que no salgas! ¡Ah, cómo eres testarudo! ¡Regresa! —Histérica, la vieja le rogaba su permanencia, pero él no cedió.
Al salir el marido, la señora Garza, con pulcritud y asco, se asomó por la ventana. Vio a los zombis regresar de donde habían llegado, y vio a su esposo detrás de ellos. Los zombis y Felipe caminaban al mismo kilometraje. Era una persecución a muerte en cámara lenta, sin tregua ni cuartel. En otra ocasión se hubiera reído al ver un viejo de casi ochenta años, en chanclas, pantalones a media nalga, con los calzones de fuera, encorvado y con la escopeta que apenas podía cargar, gritando un chingo de madres, mientras que los muertos volvían a la áspera niebla de donde salían, unos arrastrando un pie, otros cayéndose a pedazos, y otros al igual que su marido, encorvados, a pasos dolientes, y con el culo de fuera. Todos, poco a poco, se fueron adentrando a la densa niebla entre las ramas.
Y esa fue la última vez que la señora Garza vio a su marido.
Al terminar el relato volteé hacia la ventana y pensé en el perro:
—¿Qué pasó con Boris? —pregunté.
La señora Garza le dio un trago al pulque, se limpió los labios y volteó con Greta, que había puesto un melancólico semblante y agazapaba la cabeza entre las patas.
—Lo quemamos en el patio, luego metimos lo que quedó en una bolsa negra y lo enterramos en el parque, a donde le gustaba ir con Felipe en el día. Ya no pudimos poner sus cenizas en la iglesia porque fue quemada por los zombis. Méndigos me resultaron vándalos esos cabrones.
No pude evitar sentir tristeza por ambas viejitas. Pero ahora estaba más interesado en saber sobre esos zombis quema iglesias. Le expresé mi pésame.
—Gracias, mijito. Si no le supiera a la escopeta, hace tiempo que ya me hubiera reunido con mi Felipe. Estas tierras son nuestras, llegamos aquí primero que esos muertos andantes, y no nos van a echar así de fácil. Se debe de proteger lo que es suyo, sin importar quién sea el bribón. Bonita me viera abandonando mi hogar. ¿Qué pensaría mi madre? Pero esa será una historia para otra noche —suspiró profundo. —Pues así sucedió. Bueno, ya es tarde, casi media noche, será mejor que te saque las cobijas para que duermas…
—No, señora, muchas gracias —la interrumpí— debo irme, no se moleste. Me estoy quedando en un cuarto que está…
—¿Qué no pusiste atención? Esos muertos vivientes están al acecho cada noche, todas las noches, ¿y tú quieres salir? ¡Pues no! No me perdonaría provocar la muerte de un muchacho tan joven y apuesto. ¡Sacaré las cobijas! —hizo una pausa— ¡Para que eches en la sala! ¿Entendido?
Ni cómo negarme.
Entró al cuarto principal y salió con cobijas. Eran grandes y rojas. Las abrazaba con fervor, oliéndolas como si fuera un ramo de rosas frescas.
—Estas cobijas eran con las que íbamos a dormir esa noche Felipe y yo… de sólo tenerlas en mis brazos me inquieta la cabeza por lo que esa noche íbamos hacer. Tenga, joven.
Las tomé, me arrodillé, y con delicadeza las extendí. Preparaba mi campamento. Mientras, atrás de mí, la señora Garza me observaba, sentía su mirada en la espalda. Sentí como si un ave de rapiña, jodida por la edad, me mirara desde una pendiente.
—Gracias por venir a hacer esta labor —dijo con voz dulce de abuelita—. La gente de aquí también merecemos ser escuchados y, sobre todo, atendidos. Estamos muy olvidados de todo contacto humano exterior.
—De nada, es un placer. —Y eso último lo dije en tono bajo para no ofenderla por su perdida, o para dirigir la conversación al punto a donde ella la iba encausando.
—No, en verdad, estoy muy agradecida, mijito.
Sus palabras eran dulces y suaves que hasta podía saborear el rancio caramelo escurrir.
—También las ancianas nos conmovemos, y, sobre todo sabemos de placeres.
Ahí fue donde valí madre.
Se quitó la dentadura para ponerla dentro del vaso con pulque, dejándola nadar en un mar de borrachera.
—Dime, jovenchito —habló con voz tenue y desdentada mientras ponía su mano en mi espalada— ¿Chabes de las ventajas de las chimuelas?
No sabía si contestar o no. No existía respuesta acertada o errónea. Mi corazón lloraba, mis entrañas se revolvían, y mi entrepierna comenzaba a meditar en el suicidio.
Afuera, escuchaba los grillitos tocar sus violines, e imaginaba a las luciérnagas dando los reflectores necesarios para el concierto nocturno, a su vez, cercados por esa fabulosa orquesta, la mano del vejestorio, arrugada, áspera, pecosa, con venas calcadas, como gusanos enclenques pegados a la piel demacrada. Tal cual un cadáver, me subía por la espalda encorvada hasta introducirse entre los cabellos y palparme el cráneo como fruta nueva. Era como si una araña flaca me trepara. Y afuera, las ranas croaban recitando poesía ebria, parecía que fornicaban entre ellas, y esa lascivia la escupían hasta la sala. Lascivia bien interpretada por la vieja. Se me enchinaba la piel, sentía que me jalaba desde ultratumba para devorar una parte de mí. Y lo hizo.
Imaginaba esa escena como cuando una princesa besa al sapo esperando que crezca. Sólo que no iba a haber príncipe. Y en ausencia de uno, debía de pararme el cuello. Tengo que admitir que hay que darle puntos. Siendo sincero, esa anciana sabía muy bien lo que hacía, ¡oh sí! Más sabe la diabla por vieja que por diabla. No es malo admitir que lo disfruté. Y mucho. No me enorgullezco, pero no me arrepiento para nada. Pruébenlo una vez. Y un saludo para los que ya lo han hecho.
Ya vaciado. Pasé la noche sin dormir y con miedo a que los zombis se hicieran presentes en cualquier momento, pero no fue así. También di gracias de que no hubo tormenta eléctrica esa noche. Por una extraña razón me daban miedo esas culebras eléctricas descendiendo del cielo, cuando no estaba en mi hogar. No me sentía protegido en casa ajena.
A la mañana siguiente desperté con una suave, pero aserrada patada de parte de la vieja que se dirigía a la cocina. Me levanté, doblé las cobijas y cuando volteé a la mesa, el desayuno ya estaba servido; huevos con frijoles de la olla y tortilla verde. Todo lo degusté con tremendo apetito, estaba delicioso, la verdad. Lo único malo era la señora Garza, toda la mañana mostró un semblante de incomodidad. Todo lo contrario, a su agitada hospitalidad de las horas previas. Parecía que le acechaba, que la invadía, que la hacía sentir incomoda. En cuanto terminé el desayuno partí. Ella no me dirigió la palabra. Estaba avergonzada y arrepentida de lo que me había hecho. ¡Bonita pendejada! Debió de haber sido al revés. Con su actitud me hizo sentir repugnante. Sentí que yo había sido quien había abusado de ella.
Ya afuera, mi andar fue apresurado, quería regresar al hotel lo antes posible y ducharme. Deseaba quitarme de encima esas encías centenarias, por más que la noche anterior pensara lo contrario. Fui violado oralmente por una casi octogenaria, y echado a la calle como prostituto barato. Nunca en la vida me había sentido tan sucio y a la vez tan complacido.
Pero volviendo a mi propósito: ahora tenía lo más difícil de una historia: un comienzo. Y sólo me había costado degradarme sexualmente.
“¿Estaba ya en verdad en el sendero de convertirme en escritor?”
¡Qué mamadas!