Читать книгу Temporada con los muertos - Fernando Ángel Lara - Страница 9

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ii

Atravesé la terrecería para salir del pueblo y llegar a la gran avenida donde el bar se asomaba y en donde estaba hospedado. Todo el camino volteaba en intermitencias hacia atrás. Aunque decían que los zombis sólo aparecían de noche, la sugestión es más poderosa que la razón. Y en un pueblo plagado de zombis, ¿qué razón había en eso?

Era ya más de medio día y el bar estaba listo para recibir a los clientes frecuentes, y a los errantes que se detenían por un trago frío y un buen corte de carne para seguir su andar. El ambiente era totalmente el opuesto de donde venía; esos condominios enfrente del parque Aromero que parecían lapidas enormes, la quietud, el mutismo (esa noche los patos no graznaron), el aislamiento, el frío, y la lamida chimuela, era algo que no encontraría en el bar. Sobre todo, lo último.

La dueña del complejo en donde estaban los dos bares, era una señora gorda y con cara de mamona, a veces la piel se le veía verdosa, y una horrible arruga en la nariz te saludaba primero al mero contacto visual. Era una clara muestra de una mujer insatisfecha sexualmente, y por tal razón se dedicaba a estar molesta con todo el mundo. Por eso su esposo la había abandonado, me cae. Antes de entrar nuevamente, me recibió ese perro flaco y viejo, amarrado con una soga al cuello que estaba sujeta a una llave de agua. Sus ladridos eran roncos, apenas si podía al pinche latoso. Parecía que se iba a morir, pero eso no lo detenía.

Cuando entré, la dueña, estaba acomodando los tarros recién lavados. En cuanto me vio dijo:

—¿Sigues vivo re crabrón?

De inmediato me reclamó, con ardor, que no hubiera llegado a dormir la noche anterior. Por regla general, y sin importar las razones –salvo que estuviera muerto– tenía que avisar que no pasaría la noche en la habitación. ¡Ni modo que no hubiera regresado, mis cosas estaban ahí! Pero era la regla, y tenía que acatarla. Me disculpé y subí a la habitación de inmediato. Esa vieja me enfermaba. Lo bueno que le pagué toda la estancia de golpe, se le notaba que era de las que le encantaba chingar desde temprano por el pago de cada día. Al arrebatarle ese gozo, tenía que chingarme con otras cosas.

Me duché y me mudé la ropa. Antes de salir de nuevo rumbo al pueblo, trascribí todo a la pequeña laptop que llevaba. No abrí la cortina, impedí el paso de la luz, puesto que todos mis pésimos relatos los había escrito en la noche, y me había acostumbrado a la oscuridad que se relaciona con el escritor. Para mí era cierto: escribir en el día afectaba la concentración. Como si las letras se anclaran al cerebro y perdieran comunicación con las manos. Al escribir, yo era un murciélago que sólo dejaba la cueva durante el abrazo de la oscuridad. Toda persona que se dedique a una disciplina artística está enamorada de la noche, y viceversa. Es el único idilio eterno.

Al terminar de trascribir, ya motivado, tomé las revistas que había empacado de Temporada en el infierno. Leí algo, pensando en que, si me esforzaba lo suficiente, muy pronto mi relato estaría ahí. Pero al pasar esas páginas el coraje invadía de nuevo. Aún estaba resentido por el rechazo. Como cuando no sales en listas de la universidad, y aborreces todo lo relacionado con los estudios. Cerré la revista y la aventé a la cama. No debía de desperdiciar tiempo, tenía que concentrarme en lo que estaba haciendo, y no en lo que aún no tenía o no había logrado. Primer error del futuro creador: poner la mente en lo que se conseguirá sin antes hacerlo. ¿Cómo pensar en el discurso de agradecimiento al publicar un libro sin siquiera haberlo escrito?

De inmediato salí. Bajé los escalones con prisa y la dueña, para evitar el percance de anoche, me ofreció una motocicleta, así no tendría que volver a caminar los cuatro kilómetros de tierra de ida y regreso. Me sorprendió su amabilidad, pero luego la sorpresa murió, pues su buen acto venía de un interés monetario, ¡qué raro! Pero no me importó, en verdad necesitaba el vehículo. Acepté y pagué.

La moto resultó ser una méndiga cosa culera de motocross. Sí, están diseñadas para terrenos hostiles, como el que se extendía enfrente, pero a esa cosa le fallaba todo. Tenía que ir con un envase de leche lleno de gasolina colgando a un lado, porque el tanque del combustible tenía una fuga y se le salía constantemente chorrito a chorrito. Parecía que iba caminando y meando para no hacer charco. Ir fumando, o pasar sobre una colilla encendida de cigarro me convertiría en GhostRider. Además, chirriaba como bicicleta de la infancia con un bote vacío de plástico aplanado en la llanta trasera. En lugar de nostalgia me daba miedo de estrellarme o se desbaratara la chingadera. También tenía las llantas parchadas y los frenos servían cada vez que le daba la gana. Me sentí estafado. Pero todo eso era mejor a pasar otra noche como la anterior. Aún sentía las encías babeantes de la señora Garza envolviéndome en la entrepierna como una sanguijuela. Trataba de no pensar mucho en eso para que no se me dificultara conducir la moto.

Los borrachos que había escuchado antes de partir al pueblo, decían que en el parque Aromero habitaban unos tales niños perdidos. Nadie los había visto en años, pero decían que eran criaturitas igual de temibles que los zombis. Niños huérfanos que ahí vagaban, y a quienes los zombis no se los comían. ¿Por qué? Sepa la bola.

No necesitaba más para despertar mi interés y seguir al menos un rastro. Entré al parque Aromero en moto, crucé senderos de pasto, abriendo bien los ojos a cualquier movimiento. Fui a donde estaban los patos, ya que escuché que los niños perdidos les gustaban esos animales emplumados, pero únicamente vi a los patos chapoteando. Bajaba las pequeñas colinas enraizadas sin frenar. Me sentía como un guerrero del camino totalmente invencible, hasta que la estúpida llanta delantera quedó atascada en una gruesa raíz, y salí proyectado hacía adelante. Aterricé de espalda en una superficie de tierra que creó una nube de polvo. Quedé inmóvil y sin aire por el chingadazo. Si alguien me hubiera visto se hubiera meado de la risa. Como los patos que sí se quemaron todo el show; escuchaba sus graznidos a carcajada suelta. Culeros. Se la han de haber curado pensando: “pinche humano, mírenlo, todo pendejo”.

Después del madrazo decidí que lo mejor era continuar a pie. Esa pinche moto me quería matar, o más bien, la cabrona que me la rentó. Era una trampa.

Procedí a adentrarme entre matorrales, lodo, y campos de tierra, sin ningún árbol a la vista, esto provocaba que la tierra ardiera a mis pies y se levantara a morderme la piel. Más adelante crucé zanjas con agua verdosa, que salté sobre ellas para no tener que sumergirme. Fui de aquí y allá, peinando todo sin éxito alguno, y después de seis horas de caminar neciamente y no encontrar nada fuera de lo común, tiré la toalla. Fue mi primera derrota. Defraudado y sintiendo que había desperdiciado un día completo, regresé al hotel humillado y adolorido. Pronto iba a oscurecer y las nubes comenzaban a relampaguear. La tormenta pronto caería. Yo no quería estar a mitad de la noche en esa tierra de zombis.

Temporada con los muertos

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