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ROMÁN BALDORIOTY DE CASTRO
AMÉRICA

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Cuando se tiene un Mapa del mundo ante los ojos, la vista recorre vagamente su extensión, salva los mares procelosos, se desliza con indiferencia por entre los escollos de los archipiélagos, y se reposa de momento en momento sobre los continentes.

En esta peregrinación contemplativa, la historia de la humanidad, esta Judía errante de todos los tiempos, pasa confusamente por el espíritu y deja en el ánimo impresiones duraderas. En el Campo de Marte, donde no hay ni océanos ni fronteras, donde todos los climas se confunden en un solo clima, donde todos los hombres se tocan y se tropiezan como los habitantes de un mismo hormiguero, donde todas las categorías se codean, se empujan sin disculparse, se hablan, se preguntan y se responden sin ceremonias, el mapa del mundo se estrecha, se anima al rumor confuso de mil dialectos, y refleja la vida y el pensamiento de la sociedad humana, varia y distinta en la forma, idéntica en el fondo de su naturaleza. Diríase que en este gran espectáculo, en este concierto universal de los hombres, hay como una revelación espontánea, como una muestra inequívoca de la confederación necesaria de todos los pueblos: diríase que en la superficie del revuelto mar de las pasiones y de los intereses locales, ocultos en el fango del fondo, sobrenada al fin el espíritu regenerador de la igualdad, de la fraternidad humana. ¡Brillante alucinación del tiempo presente, realidad quizás de un futuro relativamente próximo!

Entre tanto el África inexplorada, se nos presenta hasta hoy, tal vez sin razón bastante, como una región adversa, inhospitalaria, incivilizable, á pesar de los vivos resplandores que el Egipto lanzó en otros tiempos sobre el mundo de los Hebreos, de los Griegos y de los Romanos. En nuestros días la república negra de Liberia, nacida bajo el amparo de la verdadera libertad, y animada por el soplo vivificador de la verdadera caridad cristiana, sin pensamiento ulterior de explotación, exenta de esa funesta protección que la codicia ha cubierto hasta ahora con el cínico emblema del gobierno paternal, marcha por sí misma en pos de un brillante destino: vendrá un día en que su civilización sea la civilización de todo un continente. El Asia por su parte, pletórica de gente, gastada en lo físico y moralmente degradada, parece pertenecer completamente al pasado. La Europa, dominadora del presente, pero malamente equilibrada por sus propias ambiciones, acotada como una heredad por una reglamentación mutiladora de las facultades del hombre, llena de teorías, sin criterio fijo y sin fe viva, dará todavía por mucho tiempo torrentes de luz al mundo; mas no tiene campo extenso para una gran multiplicación de la especie humana, ni en general, libertad bastante para realizar sus nuevos destinos. La América, grande como la mitad de los otros continentes, bien situada entre los dos grandes Océanos, con infinitos veneros de fortuna, con todos los climas en una cualquiera de sus zonas, sin gente apenas, sin dinastías celosas y contradictorias, y con instituciones amplias y generosas, que echarán con el tiempo fuertes raíces; la América, que no limita las aptitudes, ni fuerza el espíritu de los hombres en ninguna dirección exclusiva, es al parecer la tierra de promisión para la humanidad de los tiempos venideros. La Australia, á pesar de su distancia relativa, espera con seguridad los mismos destinos.

Ciertamente los resabios de la época de las conquistas subsisten en los gobiernos europeos; pero los pueblos que tan caramente han pagado siempre este cruento sistema, no son al presente muy favorables á este modo sangriento y costoso de adquirir: por otra parte las últimas tentativas que, bajo nombres diferentes, hemos visto, y que pueden repetirse todavía, prueban que la América de hoy no será fácil presa de estas cacerías. Si el contrato, acto moral iniciado por Guillermo Penn, y practicado en grande escala por la Francia, por la España y en nuestros días por la Dinamarca y por la Rusia, no estuviera destinado á reemplazar las violencias de la conquista; la emigración espontánea, cuyas proporciones crecen de día en día con los progresos de la navegación, dará tarde ó temprano este resultado.

Las corrientes pacíficas de la emigración europea están, digamos así, normalizadas hacia la América: las familias del norte, irlandesas y alemanas, se dirigen en gran número con preferencia á los Estados Unidos: la emigración meridional, franceses, españoles é italianos, menos abundante, se encamina con más frecuencia á las repúblicas hispanoamericanas. ¿No es probable que una y otra corriente tomen mayores proporciones con el tiempo? Los pueblos de oriente, que empiezan á ponerse en movimiento, ¿no llegarán también á fijar su atención en el hermoso porvenir que á todos brinda el nuevo mundo?

Un fenómeno social digno de ser analizado nos presenta el vasto continente en sus dos grandes secciones: el poder de asimilación, tan fuerte en la una, tan débil en la otra, ¿qué causas reconoce? Al Norte emigran las familias completas, al Sur no van de ordinario sino individuos: las primeras descuajan los bosques, fundan la propiedad agrícola, levantan ciudades, promueven la industria y fomentan la instrucción pública: se radican, en fin, y al cabo de pocos años miran esta patria adoptiva como la patria definitiva. Es un hecho que si recuerdan el suelo natal es para invitar á sus deudos á seguir su ejemplo, y con frecuencia, para proporcionarles los medios indispensables para emigrar. Los segundos no aman en general el trabajo de los campos: se diseminan por las ciudades y los pueblos, y sus ocupaciones son por lo común la bodega, las novedades de París, la lencería y algunas veces las artes y los oficios vulgares. La agricultura, la industria, la inventiva, la enseñanza pública y el aumento de la población estable les deben muy poco; es notable que, aun cuando el matrimonio ó el curso de sus negocios los retengan en el país hasta su muerte, su pensamiento fijo es, casi siempre, redondear una fortuna, grande ó pequeña, para abandonarlo.

Atribuir á una virtud del clima este doble fenómeno, nos parece poco acertado: ni los climas del Norte son más templados, ni sus terrenos son más feraces que los del Sur: la estabilidad política pudiera explicarlo, si ella no fuera parte del hecho mismo que se discute, y en cuanto á la prosperidad económica, ella es evidentemente una consecuencia y no una causa del fenómeno. Á nuestro juicio, la educación secular de una y otra raza, este clima moral mil veces más poderoso que los climas físicos, encierra todo el secreto y la explicación completa de estos hechos. Hubo un tiempo en que las razas del Norte, ignorantes, supersticiosas y abandonadas, vivían tiranizadas por los vicios, y poco estimadas de sí mismas y de los demás; las meridionales brillaban entonces por las artes, por las ciencias y por las armas; ni el clima de éstos era en aquellas épocas más frío, ni el de aquéllos más tibio que al presente. Un gran concurso de circunstancias favorecía la educación de los unos y los dotaba de perseverancia; mientras que para los otros todo era adverso, y todo contribuía á mantenerlos en la oscuridad y el atraso.

Más tarde, cuando todos los pueblos del mediodía olvidaban sus tradiciones y abdicaban en manos de la fuerza sus derechos, los pueblos del Norte pugnaban por robustecer y afirmar sólidamente los suyos. Las brillantes victorias que aquéllos alcanzaban, en los campos de batalla, bajo el imperio de la obediencia pasiva, no eran más que las piras siniestras que alumbran el principio de su decadencia, el oscurecimiento de su razón, la caída de sus libertades; el trabajo sangriento de las revoluciones del Norte, por el contrario, era la dolorosa gestación que anuncia la fecundidad: era la elaboración del libre examen y de la libre manifestación del pensamiento, con todas sus consecuencias. El trono y el altar embargaban el cuerpo y el alma de los unos: "Dios y mi derecho" era la convicción profunda y el resorte inquebrantable de los otros. Las bellas artes y las buenas letras olvidaron al hombre y se lanzaron á las regiones místicas, entre los primeros: la industria se despobló para poblar los conventos: el comercio se redujo á compañías privilegiadas: la navegación decaída plegó sus velas: la guerra misma perdió su vigor y su brillo, y la prosperidad meridional, como la población, tocó en los lindes de la bancarrota y de la miseria. Por el contrario, los hombres del Norte, llenos de su personalidad, dueños de su pensamiento y de su actividad, y responsables directamente de sus actos, fundaron su gobierno dentro de una esfera limitada de acción, dieron más fuerza á la ley que al funcionario, y se lanzaron con fe en la corriente de la discusión y del trabajo. Mientras los unos pasaban la vida rezando en las puertas de las iglesias y de los conventos, ó trabajando con la lentitud propia de los reglamentos y de los gremios, los otros oraban en espíritu y en verdad: exploraban atrevidamente, en el orden moral, el mundo de las ideas, y en el orden material, el mundo de las riquezas.

Ambas razas poblaron la América, y ambas trajeron á ella los efectos de su educación respectiva. La revolución moral de la primera estaba consumada, y al trasplantarse al vasto campo de un nuevo mundo debía dar todos sus frutos: seguridad personal completa; raíces profundas al sentimiento religioso individual, y ancho campo á todas sus formas, es decir, á todos los cultos: respeto ilimitado á la propiedad y por consiguiente gobiernos electivos, contribuciones previstas y discutidas, y gastos conocidos y eficaces para el bien de los gobernados: por último, la libertad de reunirse, de pensar, de hablar y de escribir, así como la libertad absoluta del trabajo en todas sus manifestaciones, constituían la vida misma de estos hombres. Ellos la transmitieron íntegra á las sociedades que fundaron en las comarcas de la América del Norte, saliendo de ella todos los bienes, como en otro tiempo salieron todos los males de la caja de Pandora, y dejando en el fondo el deseo ardiente y la esperanza activa de un perfeccionamiento indefinido. ¿Qué obstáculos serán bastante poderosos para torcer ó pervertir sus brillantes destinos? Si la Madre Inglaterra, por una triste veleidad de los tiempos, se empeña ciegamente en coartar sus libertades, sus hijos engrandecidos por la virtud y por el talento, encontrarán aliados, le harán una guerra digna y vigorosa, y victoriosos sabrán marchar con entereza por la senda de las naciones. El parlamento libre de la monarquía inglesa se convertirá fácilmente en la cámara republicana: el gobierno supremo será más brillante y más puro en las manos de Washington que en las manos de un Jorge. La libertad humana dará un paso hacia adelante, sin vacilaciones y sin crímenes: el pueblo está educado, y el triunfo de sus derechos no será un pretexto para abandonar el trabajo, sino un grande estímulo para enaltecerlo y desarrollarlo.

Mas ¿cómo se había educado este pueblo? En las luchas dolorosas y sangrientas de la revolución inglesa: en las persecuciones religiosas, en las violencias de los partidos políticos, en los combates de la libertad contra los poderes usurpadores: por el martirio en las plazas públicas, por la abnegación en los campos de batalla, por la palabra en las calles, y en las tribunas, por la virilidad y el sufrimiento en todas partes y durante un siglo entero.

Cuando por estos medios llegaba él á la madurez del pensamiento político, las razas meridionales, surmergidas en los abismos del despotismo, ignorantes de sus derechos, supersticiosas, avezadas á las violencias de la conquista, sin resorte en la conciencia y sin amor al trabajo, comenzaban á despertar de su profundo letargo de tres siglos. En el año de 1810 aspiraba Venezuela á la libertad en el nombre de la Filosofía, Méjico en nombre de la religión, Chile á impulsos del masonismo: Bolívar, Hidalgo y San Martin, eran, con sus escasos amigos, el cerebro de toda la América de los meridionales: el pueblo seguía á ciegas estos prestigios ó los combatía con furor sin comprenderlos. La guerra civil debía devorar varias generaciones antes de que la antorcha de la libertad alumbrara con sus resplandores los llanos y las pampas de un mundo semisalvaje, y presenciamos en nuestros días los dolores de la regeneración, con todas sus peripecias. Ellos no son, ni tantos, ni tan grandes como los que sufrió esa misma raza del norte, antes de abandonar la tierra de Europa, y cuyos progresos actuales, así en el uno como en el otro continente, tanto nos admiran.

Cuando se estudian de cerca y sin pasión pueril los hechos, se reconoce que no hay razón, que no hay justicia alguna en exigir de los Americanos del Sur, lo que no han podido conseguir en igual tiempo sus propios padres, en ninguno de los pueblos meridionales de la misma Europa. En 1789 comenzó la gran revolución francesa, y esta nación culta, fuerte y populosa no ha llegado á constituirse todavía: ella ha amasado con su propia sangre dos repúblicas efímeras, un imperio despótico y guerrero, una restauración sin simpatías, una monarquía popular, y otro imperio vacilante, sin gloria militar y sin libertad política.

¿Y ha llegado acaso para Francia el día de la seguridad, de la libertad completa? ¿No está navegando en el proceloso mar de la revolución? Ciego será el que confunda su estado político con la situación estable de la raza inglesa: las costumbres públicas, esto es, la educación política de ésta, está consumada; la de la otra está lejos aún de su término: la una resuelve las cuestiones más graves por la ley, expresión fiel de la opinión; la otra mantiene todavía el interés de los partidos por la fuerza, la ley no tiene en ella otro apoyo. Aquel pueblo la acata y marcha; ó la combate en las urnas, la reforma, y progresa: éste la recibe, no la dicta: pugna contra ella, y la sufre ó la derrumba por la violencia, no por la discusión y por el voto. El sufragio de la primera es restringido, y sabe usar de él en su provecho: el sufragio de la segunda, es universal, y no acierta á emplearlo como le conviene.

Los americanos del Sur no pueden haber adquirido en menos tiempo, mejores costumbres que sus maestros. Ellos han resuelto en principio todas las dificultades sociales y políticas de nuestro tiempo, y sus gobiernos están basados en las máximas de la verdad y la justicia: les falta práctica, y ésta se adquiere en el ejercicio de la libertad. Las ambiciones turbulentas que agitan de tiempo en tiempo á estos hombres, no son eternas: ellas pasarán en la América del Sur como pasarán en Francia, como pasaron hace ya tiempo en Inglaterra. ¿Qué motivo racional hay para que así no sea? Solamente los hombres que permanecen en la servidumbre, son los que no llegarán jamás á ser libres.

Entre tanto no son sus trastornos, como suele pintarlos la pasión de los extraños, ininterrumpidos: ha mucho tiempo que, fuera del campo de batalla, no se derrama en esos pueblos sangre alguna por causas políticas: depuestas las armas, los hombres contienen sus resentimientos de partido, y se guardan entre sí las consideraciones de la amistad. El trabajo, escaso antes de la revolución por las trabas sin cuento que lo agobiaban, se ha desarrollado bajo el amparo de la libertad: lejos de decaer las grandes ciudades, se mejoran y prosperan: los caminos de hierro comienzan, y en algunas repúblicas, como en Chile, gozan ya de cierta importancia.

Sus ríos caudalosos, de origen desconocido y de navegación peligrosa, se exploran en todos sentidos: su suelo fecundo repone con prontitud los males de sus guerrillas pasajeras, y su comercio, proporcional á su población, aumenta con lentitud pero sin interrupción. Evidentemente, todas sus rentas, bien ó mal distribuídas por los Estados, vuelven á la circulación, y el trabajo se sostiene y aumenta.

La América del Sur posee escritores y poetas de primer orden, oradores elocuentes y diplomáticos versados en el derecho de gentes, de una habilidad y de una lucidez incontestables. La deuda de todas las repúblicas juntas no es para imponer miedo á ningún hacendista, y todo el mundo tiene la convicción, tanto en Europa como en América, de que para enjugarla en pocos años, no tanto necesitan los sudamericanos de un largo período de paz completa, como de costumbres morigeradas en todos los ramos de la administración.

La ambición vulgar de mando, los compromisos de una política interior bastarda, y el desorden consiguiente en el manejo y empleo de las rentas, son las causas principales del descrédito, exagerado á veces por el interés y por la pasión, que de vez en cuando se une al nombre de algunas de estas repúblicas. Su escasa población relativamente á la extensión de sus vastísimas comarcas, y la índole, los hábitos y la poca instrucción en los ramos más útiles del trabajo, que caracterizan á la gran mayoría de sus inmigrantes, agravan un tanto la situación. Mas, todos estos inconvenientes carecen de raíces profundas. La gran crisis de la libertad está consumada; las costumbres de la vida pública penetran en el corazón del pueblo, los soldados indomables de la independencia, abrumados por la edad, bajan al sepulcro ó abandonan con las esperanzas de sus ambiciones las riendas del Gobierno. Las nuevas generaciones, más ilustradas y menos avezadas á la vida de los campamentos, buscarán nuevas soluciones á las dificultades de la política, y asentarán el porvenir de la patria americana en la instrucción de las masas, en la actividad del trabajo, en las luchas viriles é inteligentes de la opinión, asegurando así la paz y la prosperidad interior. Acaso á fines del presente siglo, los hechos infecundos y dramáticos de sus guerras intestinas, pertenecerán á la leyenda, como los hechos de su gran transformación se inscribirán definitivamente en la historia. Á juzgar por la fuerza expansiva de la democracia, y por la manera con que ya en nuestros días se entiende y se practica la Federación de los pueblos, no nos parece temeridad pensar que para aquella época no haya en todo el vasto Continente más que una sola, grande, libre y poderosa nación.

Antología portorriqueña: Prosa y verso

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