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JOSÉ JULIAN ACOSTA
LA CARTA DE VÍCTOR HUGO Á LOS ALEMANES

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Pulsar las cuerdas de la lira y enviar al corazón ora piedad, ora terror, como Shakespeare y Calderón, es arduo y glorioso.

Luchar con todo linaje de obstáculos, perseverar en la acción bajo la fe de una idea, como Colón y Lincoln, es colocarse en el más alto punto de la escala moral.

Vivir no sólo en las puras regiones del sentimiento, sino abandonar también su atmósfera tranquila para mostrarse actor en los más graves conflictos de la humanidad y en medio del desencadenamiento de las pasiones más brutales, inspirándose siempre en la idea sublime del Derecho, es á la par y de consumo arduo, glorioso y culminante.

Las raras dotes que esta asociación extraordinaria presupone, embargan la mente… Y sin embargo, nuestro siglo, inmensa masa en fusión, palenque abierto á todo género de pensamientos y empresas audaces, nos ha presentado muchos ejemplos de esta asociación extraordinaria. En sus victorias y derrotas, en sus catástrofes políticas, en sus descubrimientos maravillosos; resumiendo, en sus luchas continuadas con lo pasado y con la materia, ¡cuántos grandes hombres no se destacan! ¡cuán absorta no ha quedado nuestra mente en su contemplación!

Victor Hugo, terminado apenas el largo ostracismo á que le condenó primero la usurpación y en que le retuvo más tarde la conciencia de su derecho, y en pie sobre los muros de París, sitiada por los alemanes, dirigiéndoles su voz, ofrece un nuevo y magnífico ejemplo del genio en harmonía con la acción.

Él, con su imaginación dantesca, tan fecunda en la creación de episodios originales y dramáticos, no imaginó nunca ninguno tan original y dramático como el en que acaba de ser actor principal. En los tiempos futuros, cuando un nuevo Homero cante el sitio de esta nueva Ilion, la figura del gran poeta y del elocuente defensor de la abolición de la pena de muerte se elevará radiante en medio de la de sus émulos y compañeros.

Al canto sublime de la poesía se unirá la elocuente expresión de la escultura: se le erigirá una estatua, en que aparezca con su fisonomía reflexiva y varonil, rotos á sus pies todos los instrumentos de muerte, y con la copia de su carta inmortal en la diestra, mirando hacia el nacimiento del Sol.

Esa carta es un llamamiento á la dulce paz, á la fraternidad entre todos los hombres, es un sonido melodioso de un arpa celestial, un grito arrancado de lo más profundo del alma.

Ante tantas bellezas reunidas, ante esta síntesis admirable de la estética, ¡cómo analizarla! Nuestras fuerzas no bastan á tamaña empresa, y dejándonos dominar por el sentimiento que despierta, nos entregamos exclusivamente á darle culto en el fondo de nuestro corazón.

Nunca se elevó á tanta altura su prepotente genio. Con la admirable flexibilidad que lo ha distinguido siempre, sabe tocar todas las cuerdas y las fibras más delicadas de la sensibilidad moral. Así es como habla al corazón y á la inteligencia del gran pueblo alemán.

Cual si no hubiesen pasado por encima de él los años, la proscripción y las catástrofes domésticas, que tanto hieren á los corazones sensibles, se nos presenta en esa carta con toda la exuberante fecundidad de su juventud.

Vemos al profundo filósofo que analizó los misterios de la terrible pasión de Claudio Frollo, y al suave pintor de las tiernas emociones que despierta en el corazón de una madre la vista del zapatito del hijo que yace en la tumba; vemos al autor de las escenas infernales de El Rey se divierte, en que quedamos abatidos bajo el peso de tanto horror; y al de la suave, dulce y melancólica "Oración por todos" que enseñamos á nuestros hijos para hacerlos sensibles y humanos. Á la vez manso arroyo é impetuoso torrente, sonido apacible y estridente trueno.

Así es como ha hablado y así es como debía hablar el genio galo al genio germano.

Nada de alardes de fuerza, ni de intimidación; sino la fría voz del buen sentido y la protesta estóica del que sabrá rechazar el ataque y morir como los romanos de los antiguos tiempos, cumpliendo con su deber.

Y al lado de esto ¡con qué efusión no proclama las inmarcesibles glorias de la Alemania en la obra de la civilización!

Todo espíritu reflexivo reconoce al punto cuánto de gratitud debe ésta á la Francia y á la Alemania. La una precedió á la otra en la brillante carrera, pero no tardó en ser alcanzada y aun superada en determinados departamentos del saber humano. Por lo general, han marchado paralelamente, completándose la una á la otra, conforme á la diversa índole de sus aptitudes y genio nacional.

¡Cuán abundante mies no han segado ambas, que es hoy patrimonio de la humanidad entera!

Si la Alemania dota al mundo de la imprenta, la Francia lanza una legión de escritores que hacen más y más fructífera la admirable invención.

Si la Alemania produce á Lutero, expresión viva del individualismo de las razas sajonas, la Francia les da á Calvino, que define y formula para una gran parte de esas mismas razas la nueva creencia.

Si la Alemania cuenta entre sus hijos más ilustres á Keplero, que con una paciencia verdaderamente sajona calcula, sin logaritmos, un día y otro día hasta descubrir las leyes de los orbes planetarios, exclamando: "¡poco importa que yo no encuentre quien comprenda mi libro, cuando mi Criador ha tardado siglos en encontrar un hombre que sepa leer en el libro de la naturaleza!", la Francia se enorgullece con justa razón de Laplace que, con un equilibrio admirable en sus facultades intelectuales, descifró el enigma de las perturbaciones celestes, y tranquilizó al hombre acerca de la estabilidad del sistema de que forma parte la tierra que habita, destruyendo así un error del mismo Newton.

Si la una dió el ser á Gottlob Werner, creador de la geognosia, la otra sirvió de cuna á Cuvier, que lo fué de la paleontología, y gracias á entrambos ha podido escribirse la historia de nuestro globo. El mismo Aristóteles quedaría absorto ante esos prodigiosos descubrimientos.

En todas las ramas del fecundo árbol de Minerva encontramos la misma gloriosa asociación. En Química, Stahl y Lavoisier, Richter y Proust; en Física, Otto de Guericke y Dionisio Papín, Arago y Humboldt; en Mineralogía, Bergman y Hauy. No terminaríamos si hubiéramos de enumerar la larga lista de sabios Alemanes y Franceses que nos ofrece en sus páginas la Historia, ora haciendo á la vez un mismo descubrimiento, ora rectificando los hechos y sus relaciones, para llegar á formular las verdaderas leyes de la naturaleza.

Tampoco terminaríamos si nos propusiéramos entrar en el vastísimo departamento de las bellas letras, de la Filosofía, la Lingüística y el Exégesis. Al lado de Voltaire y de Goethe, de Lamartine y Schiller, de Descartes y Kant, de Baur y Bournouff, hallaríamos otros y otros nombres ilustres.

Pero imposible es, en esta ocasión solemne en que escribimos, dejar en el silencio la estrecha amistad, el verdadero cariño fraternal que unió constantemente, durante su fecunda existencia, á los dos representantes más ilustres de la Alemania y la Francia modernas, Alejandro de Humboldt y Francisco Arago. ¡Con qué emoción recordamos hoy estas sentidas frases que el gran viajero escribió en la introducción que puso á la edición póstuma de las obras del gran astrónomo y del gran ciudadano: "Me enorgullezco al pensar que por mi tierna consagración y por la constante admiración que le he expresado en todas mis obras, le he pertenecido durante cuarenta y cuatro años, y que mi nombre será algunas veces pronunciado al lado de su gran nombre."

Sí, lo es hoy y lo será mientras la humanidad conserve el sentimiento de lo bello y de lo útil. ¡Ojalá viviesen los dos sabios ilustres, los dos íntimos amigos, para conjurar el horrible conflicto! Ambos eran patriotas, pero ambos amaban más la humanidad que la patria.

Y ahora aparece en toda su sublimidad el pensamiento de Victor Hugo y la profunda emoción que le dominaba al escribir su carta: la destrucción de París por los Alemanes sería un fratricidio, un suicidio para la humanidad.

Si llegara á consumarse ésta, hoy y aun más en los tiempos futuros, preguntaría el mundo á la Alemania inteligente y sabia: ¿qué has hecho de tu hermano?

Sería un fratricidio, porque ambos pueblos han marchado juntos á la conquista de la civilización, prestándose mutuo y poderoso apoyo; sería un suicidio, porque la humanidad necesita de París, como necesita de Berlín, para su progreso en el vasto campo de las ciencias y las artes. Extenso es el camino andado, pero el que queda por recorrer es aun indefinido.

Las bombas y balas alemanas destruirían las bibliotecas y los archivos que encierran todos los tesoros de la inteligencia humana; los conservatorios, las escuelas de cirugía y medicina, las de todas las ciencias y artes en fin, á donde van á instruirse ó á perfeccionarse, con una liberalidad digna de ser imitada, como en la antigua Atenas, los hombres estudiosos de todas las naciones y países, así los de las Indias orientales y occidentales como los del Norte y Mediodía de la Europa y del África, y los de la apartada Australia.

Destruirían incomparablemente mucho más que todo esto ¡horror da el pensarlo! á los ilustres representantes del saber moderno. Bajo ellas ¡inconscientes! caerían los Nelatón, Bernal, Payen, Laboulaye, Remusat, Broglie, sangre de Madama Staël, y tantos otros, columnas vivientes de la civilización, hoy más que nunca necesarias…

Y en la catástrofe general sería envuelto el gran poeta, el publicista eminente que acaba de levantar su elocuente voz, inspirado por los sentimientos más nobles del corazón humano, para conjurarla.

¿Habrá sido escuchado como lo fué al suplicar gracia para Barbes?

– ¿Habrá sido desatendido como cuando pidió fervoroso la preciosa vida de John Brown?

Pronto sabremos si la humanidad tiene que vestirse de luto y registrar en sus sangrientos anales una nueva caída, una gran ignominia.

Antología portorriqueña: Prosa y verso

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