Читать книгу La vieja verde - Fernández y González Manuel - Страница 2

CAPITULO II
Tales para cuales

Оглавление

La noche aquella de invierno que llovia y hacia un frio de mil diablos me entré en el café que ya he dicho, y me senté junto á una mesa, frente al hueco, en el cual junto á la vidriera estaban las dos ya casi conocidas señoras del lector.

Yo no conocia á doña Emerenciana.

Miré por casualidad, y me dió golpe.

A mí me gustan mucho las mujeres homéricas.

Es decir, las mujeres altas, protuberantes, grandilocuentes.

Sobre todo, las que tienen la garganta larga, redonda, vigorosamente modelada, voluptuosa.

Yo me fijé.

A poco doña Emerenciana me relampagueó una mirada de ataque.

Empezaba la lucha.

Se cruzaron las miradas, vinieron de una parte los guiños del ojo izquierdo.

Sobrevino en ella una seriedad hechicera.

Yo me hice el distraido.

Me puse á guiñar á otra individua que con un sargento de inválidos estaba en una mesa más allá.

Doña Emerenciana me miró airada, como queriendo decirme esta frase:

– Caballero, usted es un grosero, despues de haber conocido mis méritos, y de haber llegado al caso grave de guiñarme el ojo, como diciéndome: usted me conviene, no ha debido usted mirar á otra.

Brotaban fuego los negros ojos de doña Emerenciana.

Relampagueaban de ira.

Me levanté, me acerqué á su mesa, y me senté.

– Necesito una explicacion, – la dije.

– Y yo otra, – me contestó.

– Yo la amo á usted, – añadí.

– No hace usted más que lo que puede y lo que debe, – me contentó con una gran sangre fria, y con una gran posesion de sí misma.

Estábamos en esto, cuando doña Emerenciana, oprimiéndome un codo con una fuerza suma, me dijo:

– Por Dios, disimule usted, tenemos encima un compromiso.

Yo diré que usted es un primo mio, que ha venido usted del pueblo, y que le he hospedado en casa.

– ¡Ah, señora!.. – exclamé.

– Cállese usted, porque ya el que ha mirado por la vidriera y que va á entrar, no le coja á usted en embuste, hágase usted el mudo.

– ¿El mudo?

– Sí; nos favorece la feliz casualidad de que yo tengo un sobrino mudo á quien no conoce don Bruno: ya está ahí, déjeme usted hacer.

Y me tocó con la rodilla.

– ¡Hum, hum! – hizo una voz áspera á mis espaldas.

Yo no me volví.

Los mudos son generalmente sordos; debia representar bien mi papel.

– Beso á usted los piés, mi señora doña Emerenciana, como tambien á su acompañante. ¿Qué caballerete es este? ¡Eh! ¡Los pichones, los pichones!

Y la voz de don Bruno tenia algo del ronquido del perro dogo cuando se prepara á ladrar.

Yo permanecia impermeable.

– ¡Si es mi sobrino Toñito, el de Zafra! – contestó doña Emerenciana sonriendo. – ¡Un pichon! ¡Ya lo creo, y de los levantados! La delicia y el consuelo de mi hermana Ruperta.

– ¡Ah, el mudo! – dijo don Bruno suavizando la ansiedad que habia sentido al verme sentado de una manera tan propíncua junto á doña Emerenciana.

– Afortunadamente, el pobrecillo es sordo y no puede oir lo que usted dice; la mala cara le asustaria; es muy tímido: vamos, siéntese usted, don Bruno; siéntese usted y vea usted si yo le decia bien cuando le decia que mi sobrino Toñito era precioso.

– Sí, sí; pero no es ya tan pichon, – dijo don Bruno, – los treinta los tiene encima.

– No importa; en la familia todos somos aniñados. ¿Quién dirá que yo tengo treinta y cinco? Nadie me pasa de los veinticuatro.

– Cuando yo era cadete, señora, – dijo bruscamente don Bruno, – era usted una damisela de diez y seis á diez y siete años, y yo ascendí á alférez en 1823.

– ¡Bah! usted siempre con sus bromas, don Bruno! – dijo doña Emerenciana, que no se puso colorada, ó por lo ménos no pudo verse, porque esto era imposible, – usted se refiere á mi madre; yo soy la menor de las hermanas, y la madre de éste, que es la mayor, no ha llegado todavía al jubileo de las cuarenta horas.

– Vamos, no disputemos, – dijo don Bruno, – bien mirado, usted es una de esas privilegiadas bellezas, de las que no tienen edad, que son siempre jóvenes. Ya sabe usted que yo la estoy adorando desde hace treinta años.

– Otra vez, don Bruno.

– ¡Ah! perdone usted. Mozo, mi media copa, un cigarro. ¿Fuma su sobrino de usted?

– Fuma pitillos.

Doña Emerenciana, que de tal manera y con tal sans façon me habia metido en su familia y en su casa, me habia visto pitillear.

Yo, con la colilla de un papelillo enciendo otro.

– ¡Pitillos, pitillos! – exclamó don Bruno; – ¡hem! Yo necesito que todo sea robusto como usted, señora, sino, no saco jugo: y dígame usted, ¿aceptará el sobrino una media copa?

– ¡Ah! ¡no, por Dios, no me lo vicie usted! ¡los jóvenes cuando beben se ponen inservibles! ¿y qué diria luego mi hermana si se lo devolviera con vicios?

Yo, que no me aturdo fácilmente, empezaba á aturdirme.

La aventura tenia una novedad diabólica.

Doña Emerenciana, más que una mujer, era un aparato eléctrico.

Yo no podia tampoco comprender que aquella magnífica hermosura tuviese sesenta años.

Los cabellos no parecian teñidos.

No tenian absolutamente apariencia de peluca.

En vano se buscaba una arruga en el denso y suave cútis de doña Emerenciana.

Ni áun la pata de gallo que flanquea á cierta edad los ojos.

Ni las dos líneas enemigas que muestran la caida de la nariz.

Ni la papada de la crasitud fofa.

Todo en doña Emerenciana era sólido.

O por lo ménos lo parecia.

Yo me sentia incómodo; guardaba mi mutismo.

La aventura me iba saturando de una nueva electricidad.

No era solo la bellísima garganta, ni el alto seno descubierto en su comienzo de una inflexion irresistible, ni los ardientes ojos lo que yo más amaba.

Lo que más me atraia eran las manos.

No tanto por su belleza cuanto por sus sortijas; una de ellas, un magnífico solitario, me aturdia.

Es necesario ser franco.

Yo estaba en crísis.

Una crísis grave.

El diablo del gobierno perseguia las casas de juego.

Me faltaba absolutamente la guita desde hacia tres dias.

Un misericordioso camarero, como ellos se llaman los mozos de café, me habia socorrido con una cajetilla de á real.

Yo me habia metido en aquel otro café para que otro camarero, antiguo conocido mio, me amparase con un café con leche y media tostada de abajo, vulgo tasajo.

Estaba espiritado.

El estómago se me hacia sentir más de lo que yo hubiera querido.

El tasajo habia sido insuficiente.

Me habia hecho daño.

Me habia producido un flato insoportable.

– ¿Han tomado ustedes ya? – dijo don Bruno.

– Aún no; esperábamos á que usted viniera.

– Usted es muy amable, amiga mia, – dijo don Bruno, – se interesa usted extraordinariamente por los amigos; ¡siempre tan obsequiosa!

– Usted lo merece, don Bruno; ¿y luego, para qué soy rica sino para procurar á mis amigos los mayores goces posibles?

– Exceptuando siempre el amor, ¿eh?

– Dispénseme usted, don Bruno, – dijo doña Emerenciana. – Yo no puedo estimar á usted más que como á un buen amigo. Ni convienen nuestras edades, ni nuestros gustos.

– Los gustos podria ser, ¡pero las edades, señora!

– Dejémonos de eso.

– No importa que hablemos puesto que el sobrino es sordo.

– ¿Y qué le importa á mi sobrino que yo sea jóven ó vieja? – dijo doña Emerenciana; – él me quiere tal cual soy, el pobrecillo…

Y me tocó con la rodilla, con una rodilla mórbida, fenomenal.

– Pues yo insisto en mi tema, señora, – dijo don Bruno; – si usted no es mia, no lo será de otro: afortunadamente este jóven es su sobrino de usted, no tengo duda de ello; además de que es sordo y mudo tiene todo el aire de familia de usted; de otro modo, si yo hubiera podido suponer, aunque hubiera sido mínimamente, que este caballerete soliviantaba la menor fibra amorosa del empedernido corazon de usted para mí, le acogoto.

Comprendí al fin.

El coronel retirado, don Bruno, era uno de estos temerarios busca vidas que se imponen á las personas débiles y viven de su espanto explotándolas.

Yo veia que doña Emerenciana pretendia en vano ocultar la violencia que se hacia hablando con don Bruno y el miedo que le causaba.

Don Bruno tenia á lo ménos setenta años; pero estaba avellanado y parecia fuerte; sobre todo, arrojado y audaz.

Llamó.

Doña Emerenciana pidió riñones.

Pidió para mí lo mismo.

Doña Rufa tres huevos pasados por agua.

Don Bruno un entre cótte con muchas patatas.

Además dos botellas de vino de Valdepeñas de las lacradas.

Terminados estos platos se sirvió merluza frita para todos.

Despues queso de Gruyére.

Luego café con leche y copa.

Una verdadera cena de Baltasar.

Durante la cena se habló de cosas indiferentes.

Del último drama que alborotaba.

A don Bruno le parecia inmoral.

Doña Emerenciana decia que solamente era un poco vivo.

Doña Rufa tragaba y callaba.

Don Bruno vaciaba una botella y pedia en seguida otra.

De improviso sentí posarse una mano sobre mi muslo.

Aquella mano se acercó con disimulo á la mia.

Aquella preciosa mano me dió una moneda, que por el tacto conocí era de cien reales.

Ya comprendí.

Cuando mi tia llamó al mozo, dí á éste el doblon.

– No, no, de ninguna manera, – me dijo por señas doña Emerenciana; – tú eres muy generoso; no debemos quitar á don Bruno el placer de obsequiarnos.

Don Bruno entonces llevó torpemente la mano debajo de las mesas, la sacó, dió al mozo otro doblon de á cien reales, y el mozo me devolvió el mio.

Yo hice admirablemente, y con gran gusto, mi papel; sonreí lo más candorosamente del mundo á mi tia y á nuestro amigo, y me guardé el doblon.

A don Bruno le sobró de la cuenta un duro, que se guardó gentilmente.

Despues salimos, era la una de la madrugada.

Las señoras salieron las primeras; nos quedamos don Bruno y yo á la puerta algo á retaguardia.

– Oye, tú, sordo, – me dijo rápidamente al oido; – somos dos para el negocio; tú llevas la mejor parte; pero si no partes conmigo la vaca, te reviento.

– Ya hablaremos, – le dije con un acento indefinible.

– Vaya, don Bruno, – le dijo doña Emerenciana, – muchas gracias por el ratito y por el obsequio; usted seria muy amable si acompañara á doña Rufa; ya sabe usted que vivimos en barrios diametralmente opuestos.

– Con mucho gusto, señora, – dijo don Bruno; – sabe usted que yo no he nacido más que para servirla en cuanto mande: beso á usted los piés; mis cumplimientos á su sobrino; hasta mañana; ¿pero dónde?

– En Puerto-Rico.

– Pues en Puerto-Rico me tiene usted á las once en punto; adios.

– Adios.

Y se llevó á doña Rufa.

Doña Emerenciana se agarró á mi brazo.

– ¡Ah, hijo mio! – dijo, – al fin nos hemos quitado de encima esa calamidad; es mi sombra, mi castigo, mi sanguijuela.

– Yo le reventaré. – la dije.

– ¡Para que yo me equivocara! – exclamó, – vamos cuanto antes á casa, tenemos que hablar mucho; pára ese coche que pasa.

Hice parar el carruaje.

Entramos.

Doña Emerenciana dió las señas al cochero.

Yo iba en mis glorias.

Habia encontrado una Niove; aquella Niove se habia enamorado de mí.

No podia desear más.

Pero como me habia sentado en el coche demasiado ceñido á ella, me dijo:

– ¡Eh, cuidado, caballerito, no se equivoque usted, que puede perderlo todo!

Estas palabras, de la manera tan rotunda con que fueron pronunciadas, me pusieron en respeto.

Doña Emerenciana se mantuvo reservada.

– Llegamos al fin.

Bajamos.

Doña Emerenciana pagó al cochero.

El sereno habia acudido y habia abierto.

Subimos alumbrados por el sereno hasta el cuarto principal.

Abrió una hermosa muchacha.

– Acuéstate, Micaela, – la dijo doña Emerenciana.

La muchacha me miró con atencion.

Nos dió las buenas noches.

Se fué.

Doña Emerenciana se entró conmigo en un gabinete que estaba alumbrado por una lámpara puesta sobre una chimenea encendida.

La vieja verde

Подняться наверх