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CAPITULO III
Lo que va de la verdad á la mentira
ОглавлениеDoña Emerenciana se quitó el abrigo, dejándome ver por completo la gallardía de su persona.
Se sentó en una butaca junto á la chimenea, y me dijo:
– Echa leña.
Me mandaba como á un criado.
El acento era imperativo.
Habia cambiado por completo.
Y como si me hubiera podido caber alguna duda, mientras yo echaba de la caja maqueada que servia de leñera algunos trozos de encina á la chimenea, añadió:
– Te tomo á mi servicio.
– Muy bien, señora; pero querria que usted me dijese las razones que tiene para tratarme de este modo.
– La razon sencillísima de que eres un tunante; de que estás á la cuarta pregunta y de que eres valiente, ó por lo ménos, de buen estómago y madrugon.
– Muchas gracias, cariño, – la respondí: – obligado.
Y me dirigí resueltamente á ella.
– ¡Eh! ¿Qué confianzas son esas? – me dijo.
– Usted perdone, señora, – respondí retrocediendo.
– Siéntate y escúchame; vamos á concluir muy pronto; tengo sueño; estoy además enamorada y necesito recogerme para pensar en el que amo, para soñar con él.
– ¡Pues el chasco que me he llevado es menudo! – dije yo.
– ¿Qué quieres hijo? todos los dias son dias de aprender. ¿Has comprendido tú á don Bruno?
– Perfectamente. Usted le tiene miedo y él abusa.
– Me ha estropeado ya tres amores y no me atrevo á amar á nadie de miedo de que don Bruno me lo espante.
– Pues yo me encargo.
– Lo creo bien.
– Mañana reviento á ese tio.
– No tanto, hijo, no tanto; dale una vuelta; él no ha creido lo del sobrino; yo he procurado evitar un escándalo; él te dijo algo al salir.
– Que partiéramos la vaca, y yo voy á echarle el toro.
– Bien hecho; yo te nombro mi mayordomo.
– Muchas gracias, señora.
– Róbame cuanto quieras, pero sírveme bien.
– Una palabra, señora.
– ¿Qué?
– ¿Se ofenderá usted si la digo que estoy chiflado por usted desde que la ví?
– Tú tambien me gustas mucho, mucho, muchísimo, pero no estás en circunstancias.
– Yo soy de buena familia.
– Me gusta el otro más que tú.
– ¿Y quién es el otro?
– Ya le conocerás.
– Vamos claros; ¿para cuántas cosas voy á servir en esta casa?
– Para todo.
– Eso es muy vago.
– Tengo sueño, buenas noches; puedes dormir en una butaca, otras veces habrás dormido peor.
Y se fué por una puerta de escape.
La cerró por dentro.
La otra puerta del gabinete, que daba al salon, habia quedado abierta.
Yo no sabia qué pensar de la aventura en que me encontraba metido.
En fin, yo iba ganando.
Pero me habia enamorado de doña Emerenciana.
De los hoyitos de sus mejillas, de su boca tan graciosa y tan fresca.
Noté que la puerta de escape, que no era muy alta, tenia por ajustar mal en su parte superior, una rendija, un movimiento de las maderas.
Fuí poco delicado.
Me propuse sorprender el misterio del dormitorio de aquella buena hembra, que de tal manera me habia cogido la voluntad, y que tan complaciente á veces, tan reservada otras, se habia mostrado conmigo.
El gabinete estaba alfombrado.
Esto me permitia andar sin producir ruido.
Me acerqué silenciosamente á la puerta del gabinete.
Coloqué sin ruido la silla, subí en ella y miré.
¡Oh, carísimo lector, ó si se quiere, querida lectora!
Ví..
Aquella magnífica cabellera negra, rizada, sedosa, habia cambiado de lugar.
Estaba sobre un velador.
Doña Emerenciana arreglaba su gorra de dormir.
Su cabeza amelonada estaba completamente calva.
Algunos asquerosos mechones de cabellos canos, de un blanco sucio, se veian en su parte superior.
Entonces aquella mujer parecia horrible.
Yo me crispé, sentí frio.
Junto á la peluca habia dos grandes reenchidos redondos.
Sobre un sillon otros dos mayores.
Eran el seno y las caderas.
Despues de haberse puesto la gorra de dormir, aquella arpía se llevó la mano á la boca.
Se sacó de ella una caja completa, que puso sobre el velador.
Sólo los ojos eran los mismos.
Grandes, negros, resplandecientes, poderosos, jóvenes, pero por su misma hermosura determinaban con las fealdades un contraste horrible.
Don Bruno no habia exagerado.
Podia asegurarse que doña Emerenciana estaba en sus sesenta años.
Yo me retiré espantado, de mi acechadero.
Cuando me bajé de la silla, me encontré delante de mí una preciosa rubia de diez y ocho ó veinte años.
Era Micaela, la doncella de aquel horrible vestiglo.
Una compensacion.
La muchacha se puso un dedo en la boca, como imponiéndome silencio, y me dijo que la siguiera.
Yo la seguí.