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CAPITULO IV
En que doy al lector algunos datos acerca de mí mismo

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Para mí era completamente desconocida Micaela.

Y sin embargo, habia un no se qué en la manera con que me miraba, que parecia indicarme que éramos antiguos conocidos.

Era una chica alta, esbelta, rubia y resplandeciente de juventud y, al parecer, de pureza.

Pero resuelta y viva, y de todo punto espiritual.

Su traje de casa era elegante.

Más que una criada, parecia una señorita.

Me llevó á su cuarto.

Su mueblaje se reducia á una cama de hierro modesta, pero cómoda, á una mesa de noche, á una pequeña mesa de pino y á dos sillas.

En un rincon habia un baul.

Sobre la mesa algunos libros, al parecer novelas, y un tintero.

Sobre la mesa pendia de la pared un espejo ordinario.

En otra pared, y tambien colgados, se veian algunos trajes.

Micaela continuaba mirándome como se mira á un antiguo conocido.

Más aún.

A un conocido que nos debe algo que estamos resueltos á reclamarle.

– ¡Oh amigo mio, – me dijo, – las montañas son las que no se encuentran! ¿Con que no ha quedado usted ya para otra cosa que para vivir de viejas verdes?

– ¿Qué me importa á mí cuando para desengrasar de la vieja conozco á una jóven como tú?

– ¿Qué es eso de tú? No tenemos la menor confianza, ni estamos en el baile de la Infantil: un poco más de respeto, caballero, á una, señorita decente.

– ¡Ah! – exclamé, – nos hemos conocido en el baile; ¿y cuándo?

– Nos hablamos hace ocho noches y usted no ha vuelto. ¿Y mi brazalete?

– ¡Ah! ¡El dominó azul y blanco! – exclamé. – ¡y sin careta!

Yo habia contraido una pasion furiosa por aquel dominó inflexible que no habia consentido en mostrarme el semblante.

Al que yo venia tratando desde hacia algun tiempo ya en este baile, ya en el otro.

El de la deliciosa garganta.

El del precioso seno virginal.

La chica más extraña del mundo.

Decia que me adoraba y no consentia en quitarse la careta.

No me permitia la más leve licencia.

Era necesario valsar con ella, pero decentemente.

No me habia dado una sola cita.

Y sin embargo, sus ojos ardian, me devoraban.

Yo estaba loco por ella.

Ella se me escurria siempre.

Se me perdia antes del fin del baile.

Desaparecia.

Tenia para esto una habilidad infinita.

Yo estaba desesperado.

Resuelto á una enormidad.

Pero hay fatalidades.

Un mes antes… estaba yo empeñado en un gravísimo compromiso.

Habia dado de puntapiés á un quidan.

Le habia dislocado una pierna.

Nos llevaron, á mí á la prevencion, á él á la Casa de Socorro.

Comparecimos en juicio de faltas.

Me sentenciaron las costas y me aplastaron con una multa de cien reales.

Yo no sabia lo que era guita, desde hacia un siglo.

Se me dió un respiro.

Se me pidieron, las señas de mi domicilio.

Se me advirtió que si dentro de tres dias no arreglaba mi cuenta con la justicia, se echaria mano de mi bella persona y se me aposentaria de balde, y con la manutencion, en el aristocrático hotel del Saladero.

La cuestion era grave.

¿De dónde sacar los ciento y tantos reales que habian hecho caer sobre mi mal genio y mis puños?

Quien quiera saber lo difíciles que son ocho duros, que los necesite.

Ninguno de mis amigos valia tres pesetas.

Tenia yo una cocinera.

Expliquémonos; no era que yo tenia una cocinera, sino que una cocinera me tenia á mí.

Más claro…

Pero no hay necesidad de hablar más claro.

Se podria hacer un turbio.

Me amaba, en fin, una vizcaina que cuidaba del estómago de un canónigo y que cuidaba mucho más de hacerme cómodos sus cincuenta y dos años.

Era vistosa como doña Emerenciana.

Como doña Emerenciana, tenia que hacer inventario, cuando se acostaba, de las prendas más bellas que aparecian en su persona.

Y aún aventajaba á doña Emerenciana, porque tenia un ojo postizo.

Esta señora se habia mostrado espléndida conmigo en más de una ocasion.

Del café á ver una racion de teatro, despues de la racion de teatro una racion de amor.

Despues vuelta al café, una merienda, y al despedirnos cuatro ó seis pesetillas.

Y hasta pasados ocho ó diez dias.

No era una gran cosa, bajo el punto de vista utilitario, porque gastaba de mí más que yo aprovechaba de ella; pero, en fin, ménos dá una piedra.

– ¡Oh desgracia!

– Cuando entraba yo lleno de esperanzas en la casa del canónigo donde se me recibia como un antiguo conocido, no ménos que como sobrino de Rosita, que así se llamaba la cocinera, me encontré con que ésta derretia sus mantecas hablando con el mayor gusto del mundo con un músico de ingenieros.

¡Horror!

Aquel infame me miró de una manera sesgada, conoció en mí un rival.

Me faltó de una manera indecente.

Me llamó… no importa qué.

Se rió Rosita.

Yo la solté un revés, que hizo saltar su ojo postizo.

Arrebaté el machete al músico.

Le desnudé de una paliza.

Acudió el mayordomo.

Le eché la peluca al aire.

Se alborotó la vecindad.

Me escurrí, escapé.

Doblé la esquina.

Me fuí á las Américas viejas.

Vendí en dos pesetas el machete.

Esto era algo.

Se salia del dia.

Pero tambien se salia de Rosita, ó más bien, no se podia ya volver á pegar la hebra con Rosita.

El rompimiento habia sido decisivo.

Sobre todo contundente.

Habia que temer un nuevo juicio de faltas.

En fin, aquello era una ruina, la fin del mundo.

Iba llegando el plazo fatal.

Es cierto que yo podia ocultarme, pero amo extraordinariamente la libertad.

Podia cambiar de poblacion.

Pero Madrid me enamora.

En Madrid, mal que bien se vive.

El que no vive en Madrid no tiene habilidad de ningun género.

En Madrid abundan los medios de vivir.

Que lo digan sino todos los excelentísimos que han rodado por todas las inmundicias, y muchos de los cuales han empezado por limpiabotas.

Pues que les tosan hoy.

Son don fulano, don fulano y don fulano, conde, duque y marqués, y en fin, es inútil, todo el mundo los conoce.

Yo espero ser como la mayor parte de ellos, salidos de la bohemia.

Y cátate aquí á don Periquito hecho fraile.

El que en Madrid no es una gran persona, es porque es una persona muy pequeña.

Ni siquiera persona.

Un tonto.

Un guillado.

Una cualquier cosa.

O un desgraciado de esos que si van á coger una esquina, la esquina se les escapa.

Pero yo me escapo de mi propósito.

Me pierdo en digresiones.

Volvamos al negocio.

Era domingo.

Al otro dia se cumplia el plazo fatal.

El martes, dia funesto, debia yo ser preso si no aflojaba la mosca.

¡Quince dias y pico de encerrona!

¡Espantoso!

Estaba de un humor tremendo.

Todo lo veia lúgubre.

Me hastiaba la vida.

Filosofaba á más y mejor.

Iba hablando recio por la calle.

El martes próximo me causaba un terror invencible.

Me sentia ya sepultado en una galería del Saladero.

Yo sé las penalidades que un novato pasa en el Saladero.

Hé estado en él algunos dias por desacato á un órden público.

¡Oh, y qué peluca aquella!

Doña Sinforosa.

Pero no demos en nuevos incidentes.

Abreviemos.

Eran las diez de la noche.

Hacia un frio insufrible.

Yo estaba traspillado.

Se habian contado ya treinta y seis horas desde mi última alimentacion.

El estómago exigia, las piernas flaqueaban.

Hay un venerable establecimiento en la calle de Peregrinos.

La fonda de Europa.

Antidiluviano á lo que yo creo.

Allí se rinde culto á la economía.

Allí se da de comer hoy lo mismo que se daba allí mismo cuando asesinaron á Julio César.

En fin; continúan sirviéndose las dos sopas, la una de yerbas, la otra de fideos blancos hechos canutos con el nombre de macarrones, la ternera en salsa, las cocretas y los sesos fritos; en fin, otros dos platos de carne, las pasas y las almendras, y la crema y los pastelillos.

Todo por dos pesetas.

Un banquete económico.

Podeis además echar á los manjares toda la pimienta y toda la mostaza que os dé la gana.

Podeis comer cuanto pan querais.

Os podeis dispensar de dar propina al camarero.

Y aún dadas las circunstancias, os podeis pasar sin pagar.

Esto es ya algo más grave.

Os suelen llevar á la prevencion.

De cuando en cuando se arma una culebra sobre los respetables pavimentos de la venerable fonda de Europa.

No hay nada más audaz que el hambre.

Pero yo embisto con las dificultades.

Me tragué un cubierto de dos pesetas.

Item un café con media tostada.

Item dos copas de rom y marrasquino.

Item una vuelta de sopapos con el mozo, un agarramiento con un pinche y una docena de palos que me arrimaron los otros camareros.

Pero se habia comido.

Se habian echado fuerzas.

Habia llevado escolta hasta Capellanes.

Habia gran baile de trajes.

Era el momento de la entrada.

Metí la cabeza entre la multitud.

Me barajé, me confundí, me abrevié, me escurrí, me colé, en fin.

Me fuí al vestuario del baile, dejé el sombrero y la cazadora en prendas y me forré con un magnífico dominó negro.

Todo esto hecho con gran limpieza en ménos de tres segundos.

Los de órden público que me habian perseguido, pasaron junto á mí sin reconocerme.

Me habia salvado; habia dado fondo.

Cuando reparé, tenia en la mano una cuchara.

Me fuí al restaurant del baile.

Llamé á un lado á un mozo.

Le enseñé la cuchara.

Él comprendió, sacó tres pesetas y me las enseñó en forma de abanico.

Yo las tomé y solté la prenda.

Indudablemente la cuchara era de plata.

Yo estaba bien comido y rico.

Pero ¿y los ocho duros para la justicia?

De improviso ví mi dominó, mi hermoso dominó azul y blanco, mi incógnita adorada.

Mi empeño.

Mi misterio.

Mi desesperacion.

La preciosa rubia, la de los ojos de fuego, la del hoyito en la garganta.

Mi esperanza.

Empezaba á retumbar una polka.

La abordé.

Ella se arrojó en mis brazos y nos lanzamos en baile.

¡Oh! El delirio.

La fascinacion.

El perfume de sus cabellos.

Y yo atracado de carnaza, pimienta y mostaza.

Con una botella de peleon y tres copas de bala roja en la cavidad epigástrica.

Todos estos eran elementos de locura, de trasporte, de olvido de todo.

Le atraje á mí y la mordí en la garganta.

Dió un grito y me santiguó un bofeton.

Yo pretendí parar el golpe.

Le así el brazo.

Ella se desasió; pero me dejó prenda.

Un brazalete.

Y pesaba.

O era de oro ó estaba relleno de plomo.

Yo toqué retirada; me escabullí, me deslicé, me traspuse; me fuí á un lugar no muy decente, fuera de un caso especial.

Pero allí podia ver, examinar la alhaja á mi placer.

¡Oh felicidad!

Era una sierpe de oro.

Tenia dos esmeraldas por ojos.

Tuvo lugar en mí una furiosa alegría y á la par un movimiento de sorpresa.

Ya tenia la multa y las costas.

Pero ¿quién habia regalado aquella alhaja, que valia lo ménos mil quinientos reales, á mi precioso dominó blanco y azul?

Yo estaba seguro de que ella pertenecia al género, á la especie señoritinga.

Aquella alhaja no podia haberla venido honestamente.

Habia moros en la costa, ó por mejor decir, viejo rico.

Sólo los viejos ricos se van con tales mujeres á los regalos cuantiosos.

Yo sonreia por una parte á mi libertad, á la integridad de mis derechos individuales, y por otra parte rujía de celos.

Aquel hoyito de la garganta, que yo creia virginal; aquellos ojos, en que yo veia á través de la mirada una pureza incitante; aquellos cabellos de oro, que yo suponia no tocados sino por el peine; aquel talle cimbrador, etcétera, todo esto habria tenido la profanacion hedionda de un viejo.

Esta idea me desesperaba.

Esta desesperacion me hizo comprender que yo amaba á… Adriana.

Ella se habia puesto Adriana sin duda por el recuerdo del drama del mismo nombre.

¡Amor! ¿Y qué es el amor?

Yo no lo sé.

Creo que no lo sabe nadie.

Todo, cualquier cosa se llama amor.

En fin, esto no importa.

Yo me sentia enamorado y celoso.

Me fuí á una casa de préstamos.

Cuando hay baile, hay tambien casas de préstamos abiertas toda la noche.

En los bailes saltan compromisos.

Se presentan ocasiones.

Se afana.

La casa de préstamos es necesaria.

Yo me lancé á la calle de Jacometrezo.

Me entré en una casa.

Presenté la alhaja.

– Veinte duros, – me dijeron.

– Vengan, – respondí.

– El nombre.

– Adriana Lecoubreur.

Me dieron los veinte duros y la papeleta.

Yo me volví al baile.

¿Era feliz?

¿Era desgraciado?

Estaba rico.

Pero tenia celos.

Volví el capuchon de alquiler; recobré mi sombrero y mi americana.

Alquilé en seis pesetas un magnífico traje de mandarin japonés.

Dejé en garantía ocho duros.

Me fuí á vigilar á Adriana.

La encontré; en un rincon en conversacion muy tirada con un inspector de vigilancia.

– ¡Ah! ya sé, – dijo el inspector; – éste tiene seguro, es ayudante de la Piquirina.

Somos inútiles.

Yo me tranquilicé; me confundian con otro.

– ¿Y á quién se le ocurre, señora, – añadió el inspector, – venir con alhajas á Capellanes? Ustedes son muy imprudentes; aquí no hay más que chulos, y buscavidas y tomadores.

– Ese brazalete era de mi señora, – exclamó sofocada Adriana.

– Pues allá usted, hija, qué le hemos de hacer.

– Yo estimaria á usted…

– Haremos lo que se pueda.

– Era…

– ¿Quién era?

Adriana vaciló; sabia de sobra cómo me llamaba yo.

– Que era estudiante de farmacia.

– Donde vivia.

Yo habia sido con ella explícito; podia haber deshecho la equivocacion del inspector; haberle dado de mí señas completas.

Yo, que parapetado detrás de un grupo compuesto de una beata y de un Mefistófeles escuchaba todo orejas, me extremecia.

Adriana, sin embargo, se arrepintió.

– Era un capuchon de percal, – dijo, – con un lazo de lana encarnada en la cabeza.

– ¡Vaya usted á ver! – dijo el inspector. – ¿Alto ó bajo?

– Bajito y regordete.

El arrepentimiento de Adriana continuaba.

Yo soy alto y cenceño.

– ¿Jóven ó viejo?

– Ya un poco carcamal.

Seguia arrepintiéndose Adriana.

Yo no tengo más que veintidos años.

El inspector ofreció á Adriana no perdonar nada para servirla.

En seguida la invitó al restaurant.

Adriana se negó con una dignidad de todo punto magnífica.

– Usted abusa de su posicion, – dijo; – usted me falta; usted supone… Usted se equivoca… Vaya usted con Dios.

Y extendió la mano con un movimiento verdaderamente trágico.

– Hasta la vista, señora, – dijo el inspector, que reventaba de tunante.

Adriana se agobió en cuanto se fué el inspector.

Fué á componerse, con la cabeza inclinada, su capuchon de color de rosa.

Habia tomado una bella posicion, en que aparecia gallarda hasta lo prodigioso.

Me acerqué á ella.

Desfiguré cuanto pude la voz y la invité á un wals que empezaba.

Me sentí entonces apartado bruscamente.

Miré indignado.

Era un lavativero.

La accion habia sido grosera.

Le dí un sopapo.

Cayó de espaldas.

Me escurrí á tiempo.

Se quedó armada la zalagorda.

El de Sanidad Militar se levantó rápidamente.

Vió junto á sí un individuo.

Un inocente papion que se divertia en abrir y cerrar el pico.

Le creyó ó no le creyó el autor del sopapo.

Le embistió.

El papion se le agarró al pescuezo.

El dominó color de rosa se agarró al papion, le descubrió, apareció una cabeza clerical.

No se podia dudar.

Era uno de esos clérigos contrabandistas que frecuentan todos los lugares non sanctos de Madrid.

La culebra habia crecido.

Los de policía cogian indistintamente individuos é individuas.

La orquesta apretaba.

Las máscaras chillaban.

Yo me escurria con una cantinera polaca.

La noche habia sido buena.

Salimos del baile la cantinera y yo y tomamos hácia la calle de la Abada.

Entramos en una casa cuyo número no recuerdo.

Me sentia casi feliz.

Habia recobrado mi sombrero, mi americana y los ocho duros dados en garantía.

La cantinera polaca me llenaba el ojo.

Aquel era un amor incidental que no viene á cuento.

Estos son los antecedentes.

La vieja verde

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