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CAPITULO VI
En lo que puede consistir que un hombre sea feliz cuando se cree más desgraciado

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Doña Emerenciana estaba sobre la alfombra.

Se agitaba en las convulsiones de uno de los ataques epilépticos más terribles que yo he visto en toda mi vida.

Aquella horrible vieja era un esqueleto repugnante.

Yo, aunque estoy dotado de un estómago muy fuerte, sentí náuseas.

Doña Emerenciana nos hacia ir adelante y atrás con sus horribles convulsiones.

Por dos veces nos caimos con ella.

Al fin logramos colocarla en el lecho.

– Ténla firme, – dijo Micaela, – que no vuelva á venir al suelo; yo voy á llamar al sereno.

– ¿Al sereno?

– Sí, hombre, no hay nadie que mejor la sujete que el tio Calostros; se abraza á ella, y á poco vuelve en sí como por encanto. Además, cuando vuelva en sí no quiero que te vea y que sepa que tú la has visto tal cual ella es: seria funesto.

Micaela se fué al balcon, y llamó, ni más ni ménos que si hubiera sido un tunante.

Soltó un silbido rasgado.

Cerró de nuevo el balcon, y vino á ayudarme á sujetar á doña Emerenciana.

Yo estaba ya rendido.

Poco despues entró el tio Calostros.

– Vale Dios, – dijo dejando el chuzo en un rincon, – que yo tengo gracia para hacer que la señora vuelva en sí.

– Vámonos, – dijo Micaela; – el tio Calostros no nos necesita.

– Pues pur de cuntadu, señurita Micaela, – dijo el maruso quitándose la anguarina.

Nos salimos.

Se oyó un ruido de lucha, gritos sofocados, estremecimientos horribles.

Al fin, á los diez minutos, apareció el tio Calostros con la anguarina puesta y el chuzo en la mano.

– Vamus, – dijo, – ya está gubernada la señora. ¿No habrá pur ahí una butelleja de vino? Face un friu de mil demonius.

– Vaya usted al comedor y tome usted lo que quiera, tio Calostros, – dijo Micaela.

– Moitas gracias, señurita Micaela, usté siempre tan buena. ¿Y cuándo le dá á usted alferecía?

– El sabadu que viene, – dijo Micaela.

– Vaya, pus buenas noches y salú, y si ocurre otra vez, no hay más que avisar.

El tio Calostros salió del gabinete.

Micaela entró en el dormitorio.

Yo sentia la ardorosa respiracion de doña Emerenciana.

La oia hablar de una manera calenturienta con Micaela.

A poco ésta salió.

Yo estaba en mis glorias.

Aquello prometia.

Tenia hecha mi posicion.

La influencia de la vieja me serviria.

Periodista, diputado, alto empleado en Ultramar, millonario; yo sentia en mí el mismo vértigo que sienten todos los gacetilleros, todos los periodistas.

Yo estaba en el camino de la fortuna.

Yo pasaba revista á los que se habian levantado de la miseria hasta las esplendentes cumbres del poder.

La lista era infinita.

Micaela empezaba á tomar para mí la apariencia de un ángel.

– La maldita bruja, – exclamó Micaela, – se ha quedado tan tranquila como si tal cosa.

Tú tienes la culpa, la has enamorado. Me ha preguntado por tí, yo la he engañado, me ha mandado que te cuide mucho, y sobre todo, que no me enamore de tí.

– ¿Y no te ha encargado que yo me cuide de ella?

– ¡Ah, vieja infame, y ya tenemos la noche toledana! la pueda repetir el accidente, y las repeticiones son terribles.

– Pero aquí no podemos hablar, mi querida Micaela.

– Sí, cuando vuelve de un accidente pierde la razon, y luego cae en una soñarrera, de tal manera densa, que aunque disparasen junto á ella un cañonazo no lo oiria.

– ¿Y por qué siendo rica doña Emerenciana no tiene á nadie más que á tí para que la cuides?

– Ya te lo he dicho, yo no soy verdaderamente su criada, la mayor parte de sus conocimientos me creen su sobrina. Doña Emerenciana no quiere que nadie conozca sus rehenchidos y sus adobos, el aguador compra, una asistenta que se va por la noche, guisa y limpia la casa. Yo más que otra cosa, soy su confidenta, y me va bien, espero. Casi casi estuve por aconsejarte que la hicieras el amor; pero yo gozaba, siendo para tí un misterio. Ve aquí, la casualidad lo ha hecho todo.

– ¿Y cómo has conocido á doña Emerenciana?

– Relaciones de mis padres. Mi padre era coronel de infantería, ya viejo cuando se casó, de más de sesenta años, y no nos quedó pension ni á mi madre ni á mí. Cometió una imprudencia al casarse. Antes que yo naciese murió. Mi madre era alegre, doña Emerenciana estaba entonces verdaderamente hermosa, yo no sé cómo estas mujeres que son hermosas en su juventud, cuando llegan á viejas se convierten en brujas. Mi madre era infinitamente más jóven que ella, juntas hicieron la gran vida. Una noche, hace seis años, mi madre al salir del baile atrapó una pulmonía y fué necesario que me sacaran, de Loreto, donde me educaba, para llevarme al lado de mi madre moribunda.

Lloré mucho, me afligí mucho.

Yo amaba á mi madre con delirio, porque con locura me amaba ella, y era muy hermosa.

Pero me consolé andando el tiempo.

Todo se olvida.

Doña Emerenciana me sacó de Loreto hace cuatro años.

Desde entonces vivimos juntas.

He visto mucho y he escarmentado en cabeza ajena.

Me divierto, pero no me prodigo.

Tú lo sabes.

Lo que has visto hasta ahora en mí lo verás siempre.

Si me he descubierto á tí, ha sido por el brazalete.

De otro modo, te hubiera mareado.

Hubiera probado conmigo misma tu fidelidad.

Porque tú al verme no has conocido en mí al dominó blanco y azul.

Pero te se encandilaron los ojos, hijo, lo que no le gustó mucho á doña Emerenciana.

– No me la nombres, exclamé; aún me dan arcadas.

– Pues así y todo tendrás que apencar con ella.

– ¿Y tú me lo dices?

– Pues por supuesto; ¿á mí qué se me da?

– ¿Y no tendrás celos?

– ¿Celos de qué?

– Cuando una mujer ama á un hombre…

– No olvida por él el negocio; ahora, si tuvieras siquiera una sonrisa para otra pobre como yo, seria distinto; sabe Dios á donde iríamos á parar; ¡pero una tia vieja y asquerosa… una vieja verde! Engáñala hijo; enconfíala; diviértete; que crea que te mueres por ella; que no vives más que para ella, y trágate esa mómia con tal de que los dos nos traguemos hasta el último real de la vieja.

Así pensaba Micaela.

Así pensaba yo entonces.

Ahora es distinto.

Ahora que soy un hombre de circunstancias, me han salido una moralidad y una dignidad que yo no conocia entonces en mí.

Yo era un miserable.

Yo apencaba por todo.

Yo era casi casi un Satanás.

El brazalete de Adriana ó de Micaela, ó más bien de doña Emerenciana, lo prueba.

La miseria corrompe.

Estravía.

Incita á todo género de bajas acciones, y áun al crímen.

Hace transigir con lo que nos repugna.

Hace parecer amable lo horrible.

De aquí el fenómeno de mujeres jóvenes y hermosas enamoradas de viejos.

A lo ménos bastante cómicas, bastante ladinas para hacer creer á un viejo que están enamoradas de él.

Y lo están, en efecto.

Porque el viejo es para ellas la buena casa, la buena mesa, los ricos trajes, los carruajes, las brillantes joyas, los espectáculos y el dinero que se ahorra.

¿Cómo no han de amar á lo que de tal manera las dora, las empingorota, las despelota, las pone más hermosas de lo que lo son, y más codiciables de lo que lo eran, sin las insensatas prodigalidades del viejo.

La vieja verde

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