Читать книгу El Idiota - Fiodor Dostoievski, Fiódor Dostoievski - Страница 13

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En la antesala se produjo un vivo barullo, como si hubiesen entrado varias personas en tropel y todavía continuara la invasión. Sonaban diversas voces al mismo tiempo y algunas de ellas en la escalera, de lo que podía deducirse que la puerta no estaba cerrada aún. Todos se miraron unos a otros, como preguntándose de qué género podía ser semejante visita. Gania se precipitó al comedor, donde ya se habían introducido varios sujetos.

—¡Aquí está el Judas! —gritó una voz conocida de Michkin—. ¡Buenos días, Gania, grandísimo granuja!

—¡Es él, él en persona! —exclamó otra voz.

Michkin no podía dudar ya. El primero que había hablado era Rogochin; el segundo Lebediev.

Gania, petrificado en el umbral del salón, asistió silenciosamente a la entrada en el comedor de los diez o doce hombres que componían el acompañamiento de Rogochin, sin que se le ocurriera impedirla. El grupo, muy heterogéneo, se distinguía en particular por su desorden e incoherencia, sí que también por su escasa educación. Varios habían penetrado sin quitarse sus abrigos o pellizas. Aunque no ebrios en absoluto, todos parecían bastante animados. Para tener el valor de entrar, cada uno de ellos necesitaba sentir el contacto de los otros, porque ninguno habría osado invadir la casa por sí solo.

En consecuencia irrumpían en columna cerrada. El mismo Rogochin avanzaba con circunspección a la cabeza de su partida. Pero era evidente que albergaba intenciones concretas; ello se leía en su rostro sombrío y preocupado. Los demás eran simples comparsas que había reclutado para auxiliarle en caso de necesidad. Entre los tales figuraba, además de Lebediev, el fatuo Zaliochev, que se había despojado del abrigo en el recibidor y se mostraba muy afectadamente distinguido y muy orgulloso de su cabello rizado. Le acompañaban dos o tres personajes del mismo estilo, sin duda alguna hijos de comerciantes. También integraban la banda un estudiante de medicina, un polaco que se había incorporado al grupo no se sabia dónde, un hombrecillo grueso que reía incesantemente, un individuo que vestía un sobretodo de hechura militar, y, en fin, un hombre gigantesco, como de seis pies de alto, muy robusto, taciturno y sombrío y que fiaba mucho, según se advertía a primera vista, en el valor de sus puños. Dos señoras desconocidas miraban desde el descansillo, sin aventurarse a entrar. Kolia les cerró la puerta en el mismo rostro.

—Buenos días, grandísimo granuja de Gania. No esperabas a Parfen Semenovich Rogochin, ¿eh? —repitió el joven comerciante mirando a la cara a Gania, que aún continuaba inmóvil en el umbral del salón.

En aquel momento distinguió en la estancia, frente a él, a Nastasia Filipovna. Evidentemente, Rogochin no contaba encontrarla allí, porque el verla le produjo un efecto extraordinario. Palideció de tal modo, que hasta sus labios perdieron el color.

—¡Conque era verdad! —dijo en voz baja, como para sí, mientras una expresión absorta se fijaba en su semblante—. ¡Esto es el fin! Ea, ¿me contestas o no? —gritó de pronto dirigiendo a Gania su mirada colérica—. ¡Vamos, habla!

Se ahogaba; las palabras salían de su garganta con dificultad. Dio maquinalmente un paso para entrar en el salón, pero al cruzar el dintel distinguió a las señoras Ivolguin y, a pesar de su nerviosidad se detuvo, algo turbado. Lebediev le seguía. El funcionario, muy cargado ya de bebida, acompañaba a Rogochin como si fuese su sombra. Después iban el estudiante, el atleta, Zaliochev, que saludaba en todas direcciones, y el hombrecillo obeso. Desde el primer momento todos se sintieron confusos por la presencia de Nina Alejandrovna y de Varia, pero no cabía contar demasiado con lo duradero de aquella impresión y era notorio que cuando llegase el momento de «empezar» olvidarían muy pronto el respeto debido a las señoras.

—¡Cómo! ¿También tú aquí, príncipe? —dijo Rogochin, un tanto sorprendido de aquel encuentro—. ¡Y siempre con polainas! —suspiró.

Olvidando en el acto la presencia del príncipe, dirigió la mirada a Nastasia Filipovna, hacia la que avanzaba como atraído por una fuerza magnética.

Nastasia Filipovna contemplaba a los recién llegados con mezcla de curiosidad e inquietud.

Gania recuperó su presencia de ánimo. Miró con severidad a los intrusos y preguntó, con voz fuerte, hablando en especial a Rogochin:

—¿Quieren decirme lo que significa esto? Creo, señores, que no entran ustedes en una cuadra. Mi madre y mi hermana están en el salón.

—Ya lo vemos —murmuró Rogochin, entre dientes.

—Eso está a la vista —agregó Lebediev, por decir algo.

El atleta, creyendo sin duda llegado el momento, emitió un gruñido sordo.

—Sin embargo —continuó Gania, cuya voz alcanzó bruscamente un diapasón aún más elevado—, en primer lugar pasen y luego háganme saber...

Rogochin no se movió de su sitio.

—¿Conque no sabes nada? —inquirió con aviesa sonrisa—. ¿No te acuerdas de Rogochin?

—Me parece haberle visto en algún sitio, pero...

—¡Le parece! ¿No oís? Pues no hace más de tres meses que me ganaste al juego doscientos rublos que pertenecían a mi padre. El viejo ha muerto antes de que se enterara de esa pérdida. Tú distrajiste mi atención y entre tanto Kniv hizo trampa... Ptitzin fue testigo. ¿Y no te acuerdas de mí? Si yo saco tres rublos y te los enseño, eres capaz de andar en cuatro pies por el bulevar Vassilievsky. ¡Ése es tu carácter! ¡Ésa tu alma! He venido para comprarte. No repares en mis botas sucias; tengo mucho dinero. Te voy a comprar entero, amigo mío, te voy a comprar vivo y coleando... Y si quieres os compraré a todos, lo compraré todo —vociferó Rogochin, cuya embriaguez se hacía más patente por momentos—. ¡Nastasia Filipovna! —gritó—. Escúcheme: no le pido más que una palabra: ¿se va a casar con Gania? ¿Sí o no?

Y al hacer aquella pregunta Rogochin estaba tembloroso como si se dirigiese a una divinidad, pero a la vez hablaba con la audacia del condenado que, ya al pie del patíbulo, no tiene por qué preocuparse de nada. Esperó la contestación, presa de mortal inquietud.

Nastasia Filipovna le examinó de pies a cabeza con mirada burlona y provocativa; mas, después de contemplar sucesivamente a Gania, Nina Alejandrovna y Varia, cambió de aspecto.

—¡Nada de eso! ¿Qué le pasa? ¿Cómo se le ha ocurrido la idea de preguntarme tal cosa? —repuso en tono bajo y grave donde parecía vibrar cierta sorpresa.

—¡Ha dicho que no! —gritó Rogochin, arrebatado de alegría—. ¿Conque no? Pues me habían dicho... ¿No pretendían, Nastasia Filipovna, que había prometido usted su mano a Gania? ¿A él? ¿Cómo iba a ser posible? ¡Ya lo decía yo a todos! Por cien rublos podría comprarle entero. Si le pago mil rublos por renunciar a usted (y en caso necesario llegaré hasta tres mil) la víspera de la boda se eclipsaría, abandonándome la posesión plena y completa de su novia. ¿No es cierto, Gania? ¡Contesta, granuja! ¿Verdad que tomarás los tres mil rublos? ¡Tómalos: aquí los tienes! He venido para hacerte firmar una renuncia en regla. ¡He dicho que iba a comprarte, y te compraré!

—¡Salga de aquí! ¡Está usted borracho! —gritó Gania, poniéndose encarnado y pálido alternativamente.

Una explosión de murmullos acogió aquella frase. Hacía rato que la banda de Rogochin no esperaba más que una provocación para intervenir. Lebediev inclinándose al oído de Parfen Semenovich, le habló con animación.

—¡Es verdad, funcionario! —gritó Rogochin—. ¡Es verdad! ¡Tienes razón, aunque estés como una cuba! ¡Hagámoslo así! Nastasia Filipovna —dijo con la expresión de un maníaco, pasando súbitamente de la timidez a la insolencia—, aquí tiene dieciocho mil rublos.

Y mientras hablaba lanzó ante ella, sobre la mesa, un montón de billetes contenidos en un papel blanco atado con un cordón.

—¡Ahí los tiene! Y luego habrá más...

No era aquello exactamente lo que se había propuesto decir, pero no se atrevió a expresar del todo su pensamiento.

Lebediev tornó a hablar en voz baja al oído de Rogochin.

—¡No, no! —se le oyó cuchichear con aire consternado.

Se comprendía que la magnitud de la suma asustaba al empleadillo y que proponía empezar ofreciendo una cifra mucho más baja.

—No, amigo mío, tú no entiendes de esto... Y además, tú y yo somos dos imbéciles —respondió Rogochin, estremeciéndose bajo la airada mirada de Nastasia Filipovna—. ¡He hecho mal en escucharte! ¡Me has obligado a cometer una tontería! —exclamó con tono que delataba un profundo arrepentimiento.

Viendo el aspecto abatido de Rogochin, Nastasia Filipovna prorrumpió en una carcajada.

—¿Dieciocho mil rublos a mí? ¡Cómo se le nota que es un aldeano! —exclamó con descarada insolencia alzándose del sofá cual dispuesta a irse.

Gania contemplaba aquella escena con el corazón abatido.

—¡Cuarenta mil! ¡Cuarenta mil y no dieciocho mil! —replicó Rogochin inmediatamente—. Ptitzin y Biskup me han ofrecido entregarme cuarenta mil esta tarde, a las siete. ¡Cuarenta mil! ¡Todos para usted!

Aquel chalaneo era francamente vergonzoso; pero Nastasia Filipovna parecía complacerse en prolongarlo, porque seguía riendo sin marcharse. Las dos Ivolguin se habían puesto en pie, esperando, silenciosas, el desenlace de la situación. De los ojos de Varia brotaban relámpagos. La escena parecía haber influido muy desagradablemente sobre Nimia Alejandrovna que temblaba y vacilaba, como a punto de desmayarse.

—¡Si hace falta le doy cien mil! Hoy mismo pondré cien mil rublos a su disposición. Ptitzin, procúrame esa cantidad. Tendrás una buena ganancia.

Ptitzin se acercó a Parfen Semenovich y le cogió por un brazo.

—Has perdido la cabeza —le dijo en voz baja—. Hazte cargo de la casa en que te encuentras. Estás borracho. Vas a hacer que llamen a la policía.

—Fantasea bajo los efectos de la bebida —insinuó, Nastasia Filipovna.

—No fantaseo. El dinero estará preparado esta tarde. Ptitzin, usurero, cuento contigo. Necesito cien mil rublos para esta tarde al interés que quieras. Yo probaré que no vacilo ante nada —exclamó Rogochin, más exaltado cada vez.

Ardalion Alejandrovich, profundamente irritado, al parecer, se acercó de pronto a Rogochin, y gritó amenazador:

—¿Quiere decirme qué significa esto?

El silencio observado hasta entonces por el general hacía harto grotesca aquella salida imprevista. Se oyeron risas.

—¡Vaya una ocurrencia! —dijo Rogochin, con una carcajada—. Ea, buen viejo, acompáñanos y te pagaremos unas copas.

—¡Qué cobardía! —exclamó Kolia, con lágrimas de vergüenza y de indignación.

—¿Es posible que no haya entre todos un hombre capaz de echar de casa a esa desvergonzada? —gritó bruscamente Varia, temblando de cólera.

—¡Me ha llamado desvergonzada! —comentó Nastasia Filipovna con jovialidad despectiva—. ¡Y yo que venía, como una tonta, a invitarlas a mi velada! ¡Mire cómo me trata su hermana, Gabriel Ardalionovich!

El arranque de Varia había dejado abrumado a Gania por un momento. Pero ahora, viendo que Nastasia Filipovna iba a marcharse en realidad, se lanzó a su hermana como un energúmeno y le cogió la mano.

—¿Qué has hecho? —aulló, mirándola de tal modo que parecía resuelto a darle de golpes.

Estaba realmente fuera de sí; era incapaz de todo raciocinio.

—¿Qué he hecho? ¿Por qué tiras de mí? ¿Quieres que vaya a pedirle perdón después de haberse presentado aquí para insultar a tu madre y deshonrar tu casa, miserable? —respondió Varia, mirando a su hermano con expresión soberbia y provocativa.

Por unos momentos ambos permanecieron frente a frente. Gania seguía oprimiendo la mano de su hermana entre la suya. Por dos veces, Varia intentó soltarse y al fin, ante la impotencia de sus esfuerzos, enfurecióse y escupió en la cara a su hermano.

—¡Valiente muchacha! —gritó Nastasia Filipovna—. ¡Bravo, Ptitzin! ¡Le felicito!

Una nube oscureció los ojos de Gania. Perdiendo el dominio de sí mismo, alzó la mano sobre el rostro de su hermana. Pero cuando iba a descargar el golpe, un brazo sujetó el suyo. Michkin acababa de interponerse.

—¡Basta, basta! —gritó con firmeza, aunque su extraordinaria agitación le hacía temblar de cabeza a pies.

—¿Es que he de encontrarte eternamente en mi camino? —clamó Gania, en el paroxismo de la ira.

Y soltando a su hermana asestó al príncipe un violento bofetón.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Kolia, golpeándose las manos.

Por todas partes se elevaron exclamaciones. Michkin palideció. Miró a Garúa fijamente con una viva expresión de reproche, sus labios temblorosos hicieron un esfuerzo para hablar y al fin se contrajeron en una extraña sonrisa.

—Es igual. Siendo a mí no me importa... Pero no habría tolerado que maltratase a su hermana —murmuró al fin.

Y luego, como si el ver a Gania le causase dolor, se apartó de él y, cubriéndose el rostro con las manos, se retiró a un rincón, volvió el semblante hacia la pared y murmuró, con voz entrecortada:

—Esta acción ha de avergonzarle mucho, Gabriel Ardalionovich.

Gania parecía aterrorizado. Kolia estrechó a Michkin entre sus brazos y le colmó de consuelos. Tras él fueron a agruparse en torno a Michkin, Rogochin, Vania, Ptitzin, Nina Alejandrovna y todos los demás, sin exceptuar al general Ivolguin.

—¡No es nada, no es nada! —decía el príncipe, siempre con la misma extraña sonrisa en los labios.

—¡Gania se arrepentirá! —gritó Rogochin—. ¡Debía darte vergüenza, Gania, haber pegado a este... corderito! —reprochó, sin encontrar frase más adecuada—. Querido príncipe, escúpele a la cara y vente conmigo. ¡Ya verás cómo sabe querer Rogochin!

Nastasia Filipovna había quedado también muy impresionada por la conducta de Gania y la reacción del príncipe. Su falsa alegría, que tan poco armonizaba con su rostro habitualmente pálido y soñador, pareció dejar el sitio a un sentimiento nuevo. Se advertía, sin embargo, que la joven quería luchar contra tal impulso y conservar su expresión irónica.

—Realmente, creo haber visto su cara en algún sitio —observó de pronto con acento grave, recordando que ya se le había ocurrido antes la misma idea.

—¿No le da vergüenza obrar de ese modo? ¿Es posible que sea usted lo que finge ser, Nastasia Filipovna? —exclamó el príncipe repentinamente.

Aquellas palabras de censura y la emoción sincera con que Michkin las pronunció, sorprendieron a Nastasia Filipovna. Sin duda para disimular, sonrió, aunque algo turbada, lanzó una mirada a Gania y se fue del salón. Pero antes de llegar a la antesala volvió de improviso, cogió la mano de Nina Alejandrovna y se la llevó, a los labios.

—El príncipe me ha comprendido: no soy en efecto así —murmuró con voz conmovida y precipitada, mientras un súbito rubor coloreaba su rostro.

Y girando sobre sus talones, salió tan de prisa que nadie pudo acertar el motivo de que hubiese vuelto a entrar. Solamente se le había visto dirigirse en voz alta a Nina Alejandrovna y se había creído observar que le besaba la mano. Pero ni un solo detalle de esta rápida escena había escapado a Varia, y cuando la visitante se fue, la joven la miró con sorpresa.

Gania, recuperando la conciencia de sí mismo, se precipitó en pos de Nastasia Filipovna y pudo alcanzarla en la escalera.

—No me acompañe —dijo ella—. Hasta la noche. No deje de acudir.

Él tornó al piso, turbado, inquieto, oprimido por un enigma que gravitaba sobre su ánimo más pesadamente que nunca. El recuerdo de la ofensa inferida a Michkin relampagueó en su cerebro. A su lado pasó como una tromba toda la banda de Rogochin, que salía hablando acaloradamente. En la precipitación de su marcha casi derribaron a Gania, quien estaba tan absorto que apenas lo notó. Rogochin iba acompañado por Ptitzin, a quien interpelaba con vehemencia, al parecer sobre algo muy importante.

—¡Has perdido, Gania! —gritó al salir.

Gabriel Ardalionovich siguióle con ojos preocupados hasta que le vio desaparecer.

El Idiota

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