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VI

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—En este momento —comenzó Michkin— me miran ustedes con una curiosidad que me inquieta porque, si no la satisfago, se incomodarán conmigo. Pero, no, esto es una broma —se apresuró a añadir, sonriendo—. Paso, pues, a contar...

En aquel pueblo había muchos niños y yo estaba siempre con ellos, solo con ellos. Eran los niños de la aldea, toda una bandada de colegiales. No pretenderé haberlos instruido yo. No; para eso estaba Julio Thibaut, el maestro de escuela. Si se quiere, admito que les enseñaba algo; pero lo que hacía sobre todo era convivir con ellos.

Y así han transcurrido mis cuatro años en Suiza. No me hacía falta otra cosa. Les hablaba de todo, sin ocultarles nada. Esto acabó atrayéndome el descontento de sus familias, porque los niños terminaron no pudiendo prescindir de mí. Me rodeaban sin cesar, al punto de que el maestro de escuela llegó a convertirse en mi mayor enemigo. Otras muchas personas de la aldea me cobraron antipatía, todas a causa de los niños. El mismo doctor Schneider me hizo reproches sobre ello. Pero, ¿qué temían de mí? A un niño se le puede decir todo, absolutamente todo. Siempre me ha sorprendido la falsa idea que los adultos se forman sobre los niños. Éstos no son comprendidos jamás, ni siquiera por sus padres... ¡Y qué bien se dan cuenta los niños de que su familia los toma por pequeñuelos incapaces de comprender nada cuando lo comprenden tan bien todo! Las personas mayores ignoran que, incluso en asuntos difíciles, los niños pueden dar consejos de la mayor importancia. ¿Cómo no sentir vergüenza de engañar a esos lindos pajaritos que fijan en vosotros sus miradas confiadas y felices?

Les llamo pajaritos porque los pájaros son lo mejor que existe en el mundo... Pero medió una circunstancia que excitó los ánimos contra mí más que cualquier otra... El odio de Thibaut era mera envidia. Al principio movía la cabeza y se asombraba viendo lo bien que los niños comprendían lo que les contaba yo, mientras él no lograba jamás hacerse entender de ellos. Más tarde se burló de mí cuando supo que les decía que ni él ni yo les enseñábamos nada, sino que aprendíamos de ellos. No sé cómo pudo injuriarme y calumniarme como lo hacía viviendo él mismo entre niños, porque el trato de éstos purifica el alma...

Entre los enfermos que curaba Schneider había un hombre extremadamente desgraciado. No sé si podría existir desgracia comparable a la suya. Había sido llevado al establecimiento achacándole enajenación mental; pero en mi opinión no estaba loco, sino que había sufrido horrorosamente y ésa era toda su dolencia. ¡Si ustedes supiesen lo que aquellos niños llegaron a ser para él!

Pero de ese enfermo les hablaré luego. Ahora voy a decirles cómo empezó todo. Al principio los niños no me querían. Yo era tan mayor, tan tímido, tan feo además... Y finalmente tenía en contra mía mi calidad de extranjero...

Los niños inicialmente se burlaban de mí y desde que me sorprendieron besando a María comenzaron a tirarme piedras.

No la besé más que una vez... No se rían —apresuróse a añadir el príncipe replicando a las sonrisas de su auditorio—: el amor no intervino en eso para nada. Si ustedes hubiesen conocido a aquella infeliz criatura la habrían compadecido tanto como yo. Era una joven de la aldea, que habitaba con su anciana madre una cabaña con sólo dos ventanitas, en una de las cuales la vieja, con permiso de las autoridades locales, vendía cintas, hilas, hilos, tabaco y jabón, comercio que le producía el poco dinero preciso para su vida. Estaba enferma y tenía las piernas hinchadas, lo que la obligaba a permanecer siempre en un asiento. María contaba veinte años y era delgada y de débil constitución. Hacía largo tiempo que se encontraba tuberculosa, pero aun así iba a asistir a las casas, donde realizaba trabajos muy pesados: fregar el suelo, lavar la ropa, limpiar los platos, dar el pienso a las bestias...

Un viajante francés la sedujo y se la llevó consigo; mas al cabo de una semana la dejó plantada. Abandonada en una carretera, María volvió a su casa pidiendo limosna por el camino.

Llegó sucia, andrajosa, con los zapatos terriblemente desgarrados. Había andado durante ocho días durmiendo al raso y sufriendo mucho frío. Tenía ensangrentados los pies y las manos hinchadas y ulceradas. Antes tampoco era hermosa: sólo tenía unos ojos muy dulces, llenos de inocencia y de bondad. Su taciturnidad era extraordinaria. Una vez, poco antes del incidente de que he hablado, comenzó de pronto a cantar mientras trabajaba y el hecho causó general asombro. «¡María ha cantado! ¡Hay que ver! ¡María ha cantado!», se decían riendo. Ella, oyendo a la gente, quedó muy confusa y desde entonces se encerró en un mutismo obstinado.

En aquel tiempo trabajaba aún y la miraban con benevolencia; pero cuando volvió enferma y con los miembros ensangrentados nadie le testimonió la menor piedad. ¡Qué dura es la gente en casos así! ¡Con qué severidad juzga las cosas!

La vieja fue la primera en recibir a su hija con ira y desprecio. «¡Me has deshonrado!», le dijo. Y fue la primera también en abandonarla a su vergüenza. En cuanto se supo en la aldea la vuelta de María, todos, viejos, niños, mujeres, jóvenes, todos, repito, acudieron a verla. Los habitantes de la aldea casi en pleno invadieron la cabaña de la anciana.

María, hambrienta y haraposa, yacía en tierra a los pies de su madre y lloraba. Mientras los visitantes afluían, ella se tapaba el rostro con los revueltos cabellos e inclinaba los ojos al suelo para rehuir la curiosidad de la gente. Todos hacían círculo en su torno, mirándola como a un reptil. Los viejos la censuraban implacablemente; las mujeres la colmaban de injurias y ofensas, contemplándola con repugnancia, como si viesen un bicho asqueroso. La madre, sentada en su habitación, lejos de oponerse a aquella actitud, les alentaba con la voz y el ademán.

La anciana estaba muy enferma, casi moribunda, al extremo de que a los dos meses falleció; pero aun sintiendo aproximarse su fin se negó a reconciliarse con su hija. No le hablaba jamás, la hacía acostarse en el zaguán y apenas le daba de comer. Necesitaba mojarse frecuentemente las piernas hinchadas con agua caliente, y a pesar de que María se las lavaba y le prodigaba afectuosos cuidados, la vieja los aceptaba sin compensarle con una sola palabra cariñosa. La joven lo sufría todo con resignación. Más adelante, cuando entablé conocimiento con ella, observé que aprobaba aquella actitud, considerándose a sí misma como la más vil de las criaturas.

La anciana hubo de guardar cama definitivamente, y las comadres de la aldea acudieron a cuidarla por turno, según la costumbre de la región. Y entonces se dejó en absoluto de dar de comer a María. Todos la rechazaban de su puerta y nadie le proporcionaba trabajo como antes. Puede decirse que le escupían encima literalmente. Los hombres no la consideraban ya como una mujer y le dirigían las palabras más soeces. A veces, los domingos, cuando estaban embriagados, le arrojaban alguna moneda de a sueldo por irrisión. María las recogía en silencio.

Por aquella época comenzaba a escupir sangre. Acabó teniendo los vestidos tan andrajosos que no osaba presentarse en la aldea. Y desde su regreso andaba descalza. Los niños de la escuela, que pasaban de cuarenta, se regocijaban especialmente en molestarla y arrojarle inmundicias. Habiéndose dirigido a un propietario de vacas para que le diera trabajo, el hombre la puso en la puerta. Mas María, por iniciativa propia, comenzó a cuidar del ganado y pasó el día en aquella ocupación. El hombre, observando que le prestaba buenos servicios, dejó de arrojarla de allí, y hasta le daba a veces los restos de su comida que solían consistir en pan y queso. Y consideraba esto como una gran bondad que hacía a la joven.

Cuando murió la madre de María, el Pastor llegó a vilipendiar a la desgraciada públicamente. Ella, vestida con sus miserables harapos, habíase arrodillado, llorando, junto al ataúd. La curiosidad había atraído a mucha gente a la ceremonia fúnebre. Queríase ver si la joven sollozaba y con qué aspecto caminaría tras el cadáver de su madre.

El Pastor, hombre joven aún y cuya ambición consistía en llegar a ser un gran predicador, habló a la multitud señalando a María. «He ahí —dijo— la que ha causado la muerte de esta respetable anciana (lo cual no era verdad porque la vieja estaba enferma hacía muchos años). Ahí está, ante todos, sin atreverse a levantar la vista porque sabe que ha sido marcada por el dedo de Dios. Vedla, descalza, andrajosa... ¡Buen ejemplo para las que se sintieran a punto de caer en la tentación! ¿Y quién es esa mujer? ¡La hija de la difunta!» Y continuó hablando por el mismo estilo, corno suelen los Pastores protestantes.

Aunque parezca increíble, esta cobardía agradó a casi todos. Pero entonces sobrevino una novedad. Los niños, que en aquella época ya estaban todos de mi parte y comenzaban a querer a María, tomaron la defensa de la desgraciada. Vean cómo comenzó la cosa. Yo, antes ya, deseaba favorecer en algo a la pobre joven. Ella padecía gran necesidad de dinero, mas yo durante mi estancia en Suiza no dispuse de un solo kopec. Pero sí tenía un alfiler de diamantes y lo vendí a un buhonero que andaba de pueblo en pueblo vendiendo ropas usadas. El hombre me dio ocho francos por mi alfiler, que valía lo menos cuarenta. Largo tiempo transcurrió antes de que yo pudiese hablar a solas con María. Al fin nos encontramos fuera del poblado, en un sendero montañoso, tras un árbol.

Le entregué los ocho francos y le recomendé que los administrara bien, porque en adelante no podría volver a ayudarla. Y luego la besé diciéndole que no lo tomase en mal sentido y que si la besaba no era porque estuviese enamorado de ella, sino porque me inspiraba profunda piedad, y porque nunca, desde el principio, la había considerado culpable, sino desgraciada.

Yo sentía verdadero deseo de consolarla, de persuadirla que hacía mal en considerarse tan por debajo de las otras mujeres, pero no tardé en observar que no comprendía mis palabras. Lo noté en su actitud. Permanecía en pie ante mí, silenciosa, con los ojos bajos, como abrumada por la vergüenza.

Cuando hube terminado me besó la mano. Yo tomé la suya y quise besarla también, pero la retiró en seguida. De pronto los niños nos descubrieron. Toda la banda se hallaba ante nosotros. Supe después que llevaban largo rato espiándonos.

Comenzaron a reír, a silbar, a dar palmadas y María se puso en fuga rápidamente. Traté de hablarles, pero comenzaron a lanzarme piedras. Aquel mismo día la aldea conocía toda la historia. La maledicencia pública se encarnizó más que nunca con María. Incluso oí decir que se hablaba de que las autoridades le infligiesen un castigo, pero, gracias a Dios, la iniciativa no se llevó adelante. En cambio los niños no dejaban un instante de reposo a su víctima. La perseguían sin cesar y le arrojaban todo género de porquerías.

La pobre enferma, cuando les veía llegar, corría con todas las fuerzas de sus débiles piernas, tosiendo y jadeando. Ellos la seguían vociferando injurias.

Una vez tuve literalmente que entablar una lucha con ellos. Más adelante traté de hacerles entrar en razón, o al menos intenté realizarlo. A veces me escuchaban, pero no por eso dejaban de hostigar a María.

Al fin acerté a explicarles lo desgraciada que era y entonces no tardaron en dejar de injuriarla y empezaron a pasar de largo ante ella sin decirle cosa alguna. Poco a poco los niños y yo fuimos teniendo charlas más prolongadas. Yo les contaba todo, no les ocultaba nada. Ellos me escuchaban con curiosidad y principiaron a sentir lástima de la pobre joven. Algunos cuando la encontraban, le dirigían ya un afable «buenos días».

María, según imagino, debió de sorprenderse mucho de semejante cambio. Una vez, dos chiquillas que tenían algunas vituallas para merendar fueron a llevárselas a la joven y vinieron a decírmelo. Añadieron que María se había puesto a llorar y que ahora ellas la querían mucho.

En breve todos los niños llegaron a amarla y a experimentar a la vez un repentino afecto por mí. Acudían a menudo en mi busca y siempre me pedían que les contase algo. Creo que yo debía relatar bien, porque se mostraban ávidos de mis narraciones.

Entreguéme al estudio y a la lectura para poder comunicarles lo que aprendía en los libros, y esto continuó así durante los tres años siguientes.

Cuando Schneider o los demás me reprochaban el no ocultar nada a los chiquillos y el hablarles como si fuesen personas mayores, yo contestaba que era vergonzoso mentirles. «Además —añadía—, a pesar de todas las precauciones, ellos llegarán siempre a saber lo que uno se empeñe en ocultarles, con la diferencia de que lo sabrán de un modo que excite su imaginación, mientras que conmigo ese peligro no existe. Si lo dudan, evoquen las memorias de su propia infancia.» Pero este razonamiento no convencía a nadie.

Fue quince días antes de la muerte de su madre cuando yo besé a María. Al pronunciar el Pastor su sermón, todos los niños estaban ya de mi parte. Les manifesté la ocurrencia que el eclesiástico se había permitido y la califiqué como creí justo. Los niños se indignaron y algunos de ellos, en su ira, rompieron a pedradas los vidrios del Pastor. Yo les hice comprender que habían obrado mal; pero no por eso dejó de esparcirse en la aldea el rumor de que yo soliviantaba a los colegiales. Luego, todo el mundo observó que los niños querían a María, lo que provocó una inquietud extrema. Pero la joven vivía feliz. Los padres podían prohibir a sus hijos que la tratasen, mas no por eso dejaban los niños de ir a buscarla, a escondidas, al lugar en que apacentaba las vacas, y que estaba como a media versta de la aldea.

Le llevaban regalos y algunos se acercaban hasta ella sólo para estrecharla contra su corazón, besarla y decirle: «Te quiero mucho, María». Y tras esto, volvían a sus casas con toda la velocidad de sus piernas.

Poco faltó para que una dicha tan inesperada no hiciese perder la cabeza a María. Jamás había imaginado cosa semejante, ni aun en sueños, y experimentaba, por tanto, una mezcla de confusión y de júbilo. Los niños, y sobre todo las niñas, la iban a ver con frecuencia únicamente para decirle que yo la quería y que les hablaba mucho de ella. «Nos ha contado toda tu historia —le explicaban— y ahora te queremos, sentimos lo que te pasa, y siempre lo sentiremos y te querremos igual.»

Luego tornaban a mi lado y con el rostro alegre y aire de traer una noticia importante, me informaban de que habían estado hablando a María y de que ella me enviaba sus saludos.

Por la tarde yo iba a la cascada. Había allí un retirado rincón, sombreado de álamos y no visible desde el pueblo. Era en aquel lugar donde yo recibía por las tardes la visita de los niños, algunos de los cuales acudían a escondidas de sus padres.

Creo que les producía un placer extremo mi supuesto amor por María. Y éste fue el único punto sobre el que les engañé durante mi permanencia en aquella aldea. Les dejaba creer que estaba enamorado de María, aunque sólo experimentaba piedad por ella, porque, viendo que me atribuían otro sentimiento y que éste les era agradable, me libraba bien de desengañarles y fingía que habían sabido adivinar mis sentimientos. ¡Qué delicada bondad albergaban aquellos corazones! Citaré un solo ejemplo: parecíales inadmisible que, amando tanto María a su querido León, ella fuese tan mal vestida y careciese de calzado. ¡Y figúrense que le proporcionaron zapatos, medias, ropa blanca y hasta algunos vestidos! Cómo y por qué prodigios de ingenio lograron procurarse todo aquello, es cosa que no comprendo. El caso fue que toda la escuela puso manos a la obra. Cuando les interrogaba sobre el particular, una risa alegre era su única respuesta. Y las niñas batían palmas y me besaban.

Yo, a veces, iba a ver a María, procurando que nadie lo supiese. Por entonces enfermó gravemente. Ya sólo podía andar a duras penas. Finalmente dejó de trabajar en la finca donde servía, pero, con todo, cada mañana llevaba el ganado a pacer. Sentábase apoyada en una roca perpendicular al suelo y permanecía casi inmóvil hasta el momento de llevar otra vez las vacas al establo.

Agotada por la tuberculosis, respirando difícilmente, pasaba el día en un estado de casi somnolencia, con los ojos cerrados y la cabeza recostada contra la roca. Tenía el rostro descarnado como un esqueleto y el sudor bañaba su frente y sus sienes.

Así la encontraba yo siempre. Sólo me detenía con ella un momento, porque no quería que nos viesen juntos. En cuanto yo aparecía, María temblaba, abría los ojos y se apresuraba a besarme las manos. Yo se lo permitía sabiendo que aquello constituía una dicha para la joven. Mientras estábamos juntos, ella no dejaba de temblar y de verter lágrimas. A veces, es cierto, intentaba hablar, pero era difícil comprender sus palabras. Tan emocionada y exaltada se volvía, que dijérase loca.

A veces los niños me acompañaban. Por regla general, en aquel caso, se quedaban a distancia haciendo centinela para que nadie me sorprendiese hablando con María. Y este papel de vigilantes les agradaba infinitamente.

Cuando nos íbamos, María, al quedar sola, permanecía inmóvil de nuevo, con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en la roca. Acaso soñase en no sé qué...

Una mañana le fue imposible salir para apacentar el ganado como de costumbre, y quedó sola, en su casita vacía. Los niños lo supieron muy pronto y casi todos fueron a visitarla varias veces en el día. Ella estaba en el lecho desprovista de toda asistencia.

Durante dos días los niños fueron los únicos que la atendieron, relevándose en el cargo de enfermero. Pero luego, cuando se supo en la aldea que María estaba moribunda, varias ancianas acudieron a la cabecera de su lecho. Parece que en el pueblo comenzaban a tener piedad de la joven. Al menos se dejaba a los niños visitarla y no se la injuriaba como antes.

La enferma había entrado en período comatoso, tenía un sueño agitado y tosía horriblemente. Las viejas impedían a los niños penetrar en la casa; pero aun así ellos corrían a la ventana, asomábanse a ella a veces sólo por un momento y decían: Bonjour, notre bonne Marie.

Cuando ella les veía u oía sus voces, se reanimaba y, sin atender las advertencias de quienes la asistían, alzábase penosamente sobre el lecho, hacía un signo de cabeza a sus amiguitos y les daba las gracias. Seguían llevándole regalos, pero ya no comía nada.

Les aseguro que gracias a los niños murió casi dichosa. Merced a ellos olvidó su desgracia, y de ellos recibió en cierto modo el perdón, ya que hasta su último momento se consideró culpable.

Semejantes a ligeros pajarillos, cada mañana batían con el ala su ventana repitiéndole: Nous t'aimons, Marie. Ella murió muy pronto. Yo esperaba que viviese más tiempo. La víspera de su muerte, antes de ponerse el Sol, fui a visitarla.

Pareció reconocerme. Le estreché la mano —¡y qué mano tan descarnada era aquélla!— por última vez. A la mañana siguiente fueron a decirme que María había muerto.

Esta vez, sin que nadie pudiera contenerles, los niños entraron en la cabaña, cubrieron de flores el ataúd de la difunta y engalanaron su cabeza con una guirnalda. Y el Pastor no pronunció ninguna palabra contra la muerta cuando el cuerpo fue llevado al templo. La asistencia se redujo a unos pocos curiosos.

Al ir a ser levantado el ataúd, todos los niños disputaban entre sí por llevarlo al cementerio. Como no eran lo bastante fuertes para hacerlo, no se les pudo atender. Y entonces, después de ayudar a levantarlo, siguieron el séquito deshechos en lágrimas.

A partir de ese momento, los niños han cuidado la tumba de María, plantando rosales en torno y adornándola con flores todos los años.

A partir del entierro se desencadenaron las iras contra mí más que nunca, a causa de mis relaciones con los escolares. Los principales urdidores de la intriga fueron el maestro de escuela y el Pastor protestante.

Llegóse a prohibirme que me entrevistase con los niños y Schneider prometió evitarlo. A pesar de ello nos veíamos y hablábamos desde lejos por señas. Ellos me enviaban cartitas.

Cuando más adelante cambiaron las cosas, todo resultó admirable, porque la persecución había contribuido a estrechar mi amistad con los pequeños. Durante el último año casi me reconcilié con Thibaut y con el Pastor; pero entre Schneider y yo se provocaban frecuentes discusiones. El me reprochaba lo que definía de sistema «pernicioso para los niños». ¡Como si yo tuviese un sistema!

Finalmente, la misma víspera de mi marcha el doctor me confió una extraña opinión que había formado sobre mí.

«He adquirido la absoluta convicción —me dijo—de que usted mismo es un verdadero niño. Quiero decir un niño en todo el sentido de la palabra. Tiene usted el rostro y la estatura de un adulto; pero nada más. Respecto al desarrollo moral, al alma, al carácter, acaso a la inteligencia, usted no es un hombre maduro, y así quedará aunque viva sesenta años.»

Aquello me hizo reír mucho. Indudablemente se engaña. ¿Acaso tengo el aspecto de un niño? Sin embargo, una cosa hay verdadera y es que no me agrada tratar con los hombres, con los adultos, con las personas mayores, y —he hecho tal observación mucho tiempo atrás— no me agrada porque no soy como ellos.

Díganme lo que me digan, testimónienme la bondad que me testimonien, me es penoso tratarlos y en cambio me siento a mis anchas cuando puedo reunirme con mis camaradas. Y éstos han sido siempre los niños, no porque yo mismo sea un niño, sino porque me siento atraído por la infancia.

Al principio de mi residencia en Suiza, cuando errando solo y triste por las montañas, los veía salir de pronto de la escuela, a mediodía sobre todo, llenos de entusiasmo, cargados con sus carteras y sus pizarras, jugando, gritando y riendo, mi alma se sentía inmediatamente atraída hacia ellos. No puedo explicar esto, pero el caso era que sentía una impresión de extraordinaria felicidad cada vez que los encontraba. Deteníame y reía, dichoso, considerando aquellos piececitos, que corrían tan de prisa, aquellos niños y niñas que salían en tropel, sus risas y sus lágrimas (por que muchos de ellos, camino de casa desde la escuela, tenían tiempo para pelearse, llorar, reconciliarse y empezar a jugar de nuevo). Aquel espectáculo hacíame olvidar mi melancolía. Después, en los tres años siguientes, nunca he podido comprender cómo y por qué pueden entristecerse los hombres.

Toda mi vida se concentraba en los niños. No contaba con abandonar la aldea jamás, ni se me ocurría que alguna vez hubiera de volver a Rusia.. Imaginaba que permanecería siempre allí, hasta que al fin me di cuenta de que Schneider no podría tenerme perpetuamente en las mismas condiciones. Además sobrevino una circunstancia tan importante, que el mismo doctor me exhortó a partir. Tengo que examinar el asunto que me trae a Rusia y aconsejarme con alguien. Acaso mi suerte cambie en absoluto; pero eso es lo de menos.

Lo principal es que se ha producido ya un gran cambio en mi vida. He dejado en Suiza muchas cosas, quizá demasiadas. Todo ha desaparecido. En el tren he venido pensando: «He aquí que vuelvo a vivir entre las gentes normales. Acaso yo no sepa nada de nada, mas el caso es que una nueva vida ha comenzado para mí». Y he decidido ser honrado y firme en el cumplimiento de las tareas que emprenda. Quizá el trato humano me reserve muchas complicaciones y contrariedades. Pero he tomado la resolución de ser cortés y atento con todos y no puede pedírseme más. Tal vez aquí, como en Suiza, me consideren un niño... Me es igual.

Todos me toman también por un idiota. Antaño he estado, en efecto, tan enfermo, que parecía realmente un idiota. Pero, ¿puedo ser un idiota ahora que me doy cuenta de que los demás me juzgan así? Pienso en ello y me digo: «Veo que los demás me toman por un idiota, mas, sin embargo, estoy cuerdo, y la gente no lo comprende...» Este pensamiento se me ocurre a menudo.

Al recibir en Berlín algunas cartas que me enviaban los niños comprendí cuánto los quería en realidad. La primera carta que se lee en casos así produce una impresión dolorosa. ¡Qué tristes estaban los niños viéndome marchar! Se hallaban preparados para mi partida desde un mes antes, y constantemente decían: Léon s'en va, Léon s'en va pour toujours! Seguíamos reuniéndonos todas las tardes junto a la cascada y no hablábamos más que de nuestra próxima separación. A veces ellos recuperaban su antigua alegría, pero al llegar el momento de volverse a sus casas me abrazaban apretadamente, lo que no hacían antes.

Cuando fui a tomar el tren todos me acompañaron hasta la estación, que está situada como a una versta de la aldea. Procuraban dominar su emoción y su llanto, pero por mucho que se esforzasen en no llorar, todos, en especial las niñas, tenían lágrimas en la voz. Íbamos con prisa, pero, sin embargo, a veces el grupo tenía que detenerse, para esperar a alguno que se empeñaba en echarme los brazos al cuello y besarme. Subí al coche y el tren se puso en marcha. Al fin todos lanzaron un «¡Hurra!» y permanecieron en el andén hasta que el convoy se perdió de vista. Yo les miraba también.

Cuando he entrado antes aquí, visto los lindos rostros de ustedes y oído sus palabras, me he sentido aliviado por primera vez desde que abandoné Suiza. He llegado a pensar en ese momento que acaso sea yo un hombre verdaderamente afortunado. Sé que no es frecuente encontrar personas con quienes se simpatice a primera vista, y he aquí que yo las encuentro a ustedes nada más que al salir, como quien dice, de la estación.

No ignoro que en general todos nos avergonzamos de hablar a los demás de nuestros sentimientos, pero yo no me avergüenzo revelándoles los míos. Soy muy poco sociable y bien puede ser que tarde mucho tiempo en volver por esta casa. Pero no lo consideren como un desprecio. No lo haré, ni lo anuncio, porque desprecie la amistad de ustedes; no me consideren tampoco ofendido por nada.

Me han preguntado antes lo que juzgaba de la expresión de sus rostros y ahora se lo voy a decir.

Usted, Adelaida Ivanovna, tiene un semblante feliz y el más simpático de los tres. Además de que es usted muy bella, se piensa en cuanto se la mira: «Esta mujer tiene aspecto de ser una buena hermana.» Trata usted a la gente de modo natural y atractivo y sabe leer con prontitud en los corazones. Tal es lo que deduzco de la expresión de su rostro.

En cuanto a usted, Alejandra, Ivanovna, su semblante es encantador pero acaso se esconda bajo él un secreto pesar. Seguramente su alma es muy bondadosa; mas usted no se siente alegre. Su fisonomía me recuerda la de la Madonna de Holbein que se admira en Dresde. Tal es la opinión que he formado mirando su rostro. A usted corresponde decir si estoy en lo justo.

En lo que a usted respecta, Lisaveta Prokofievna —añadió el príncipe, volviéndose bruscamente a la generala—, su semblante me induce a creer, o más bien me prueba que, a pesar de su edad, es usted una verdadera niña, con todas las cualidades y los defectos que implica la palabra. ¿No se molesta porque se lo diga? Usted sabe cómo considero a los niños... Y no crean que es por ingenuidad por lo que me explicado tan francamente respecto a la expresión de sus rostros. No, nada de eso. Acaso tenga un motivo para expresarme así.

El Idiota

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