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Capítulo VII

Raskolnikof, igual que cuando estuvo allí anteriormente, se dio cuenta de que se entreabría la puerta y que en la angosta rendija aparecían dos ojos penetrantes que, desde la oscuridad, lo veían desconfiadamente.

El muchacho en este instante, perdió la sangre fría y cometió una imprudencia que casi echó todo por la borda.

Sintiendo temor de que la anciana, aterrorizada ante la idea de encontrarse a solas con un individuo cuya apariencia no tenía nada de tranquilizadora, tratara de cerrar la puerta mediante un fuerte tirón, Raskolnikof lo impidió. La usurera quedó inmóvil, sin embargo, no soltó el pestillo, pese a que faltó muy poco para que se cayera. Luego, dándose cuenta de que la anciana se mantenía tercamente en el umbral para no dejarlo pasar, él se fue directo a ella. Aterrada, Aleña Ivanovna dio un brinco atrás y trató de decir algo. Pero no logró pronunciar una sola palabra y, con los ojos muy abiertos, se quedó mirando al muchacho.

—Aleña Ivanovna, muy buenas tardes —comenzó a decir en el tono más indiferente posible. Pero fueron inútiles todos sus esfuerzos: las manos le temblaban, hablaba con voz entrecortada—. Aquí le traigo..., le traigo... algo para empeñar... Pero vamos a entrar: deseo que la mire a la luz.

Y, sin esperar a que la anciana lo invitara, entró en el apartamento. Ella, soltando la lengua, corrió detrás de él.

—¡Escuche! ¿Usted quién es? ¿Qué quiere?

—Usted ya me conoce, Aleña Ivanovna. Yo soy Raskolnikof... Tome, aquí tiene eso de lo que le hablé el otro día cuando vine a verla.

Le daba el pequeño paquete. Ella lo miró, como dispuesta a cogerlo, pero cambió de opinión de inmediato. Alzó los ojos y los fijó en el intruso. Lo miró penetrantemente, con un gesto de recelo y enojo. Transcurrió un minuto. Raskolnikof incluso pensó adivinar un rayo de burla en esos pequeños ojos, como si la anciana lo hubiese descubierto todo.

Se dio cuenta de que estaba perdiendo la serenidad, que tenía temor, tanto, que habría escapado si se hubiese prolongado medio minuto más ese mudo escrutinio.

—¿Por qué me mira de esa manera, como si no me conociera? —dijo Raskolnikof de repente, enojado también—. Si este objeto le conviene, lo toma; si no, iré a otro lugar. No voy a perder el tiempo.

Esto lo dijo sin lograr dominarse, muy a pesar suyo, pero su actitud decidida pareció espantar la desconfianza de Aleña Ivanovna.

—¡Es que lo presentaste de una forma!

Y, viendo el pequeño paquete, preguntó:

—¿Qué me traes aquí?

—Es una pitillera de plata. La última vez que estuve aquí le hablé de ella.

Aleña Ivanovna extendió la mano.

—Pero, ¿qué te sucede? Las manos te tiemblan, estás lívido. ¿Estas enfermo?

—Sí, tengo algo de fiebre —contestó Raskolnikof con voz agitada. Y agregó, con un notorio esfuerzo—: ¿Cómo no voy a estar lívido si no he comido?

Lo abandonaban nuevamente las fuerzas, pero su respuesta pareció franca. La vieja le quitó el pequeño paquete de las manos.

—Pero ¿y esto qué es? —preguntó de nuevo, tanteándolo y dirigiendo otra vez una prolongada y penetrante mirada a Raskolnikof.

—Es una pitillera... de plata... Mírela.

—Pero esto no parece que sea de plata... ¡La has atado muy bien!

Se aproximó a la lámpara (pese al calor agobiante, todas las ventanas se encontraban cerradas) y comenzó a luchar por desanudar el envoltorio, dando la espalda a Raskolnikof y olvidándose de él por el momento.

El joven se desabrochó el sobretodo y extrajo el hacha del nudo corredizo, pero, empuñándola con la mano derecha, la dejó debajo del abrigo. Sentía una enorme debilidad y un entumecimiento progresivo en ambas manos. Estaba temiendo que se le cayera el hacha. De repente, la cabeza comenzó a darle vueltas.

—Pero ¿cómo diablos ataste esto? ¡Vaya un auténtico enredo! —dijo la anciana, volteando un poco la cabeza hacia el muchacho.

No podía perder ni un segundo. Extrajo el hacha de debajo del sobretodo, la alzó con ambas manos y, con un movimiento casi automático, sin violencia, dejó que cayera sobre la cabeza de la anciana.

Raskolnikof pensó que las fuerzas lo abandonaron para siempre, pero se dio cuenta de que las recobraba después de haber dado el hachazo.

Como era habitual, la anciana no llevaba nada en la cabeza. Grises, ralos, empapados en aceite, sus cabellos se unían en una pequeña trenza que hacía pensar en la cola de una rata, y que se mantenía fija en la nuca gracias a un pedazo de peine de asta. El hacha la alcanzó en la parte anterior de la cabeza, porque era de baja estatura. La anciana gritó débilmente y perdió el equilibrio. Solamente tuvo tiempo para sujetarse la cabeza con las manos. Todavía en una de ellas tenía el pequeño paquete. Con todas sus fuerzas, Raskolnikof le dio dos nuevos hachazos en el mismo lugar y la sangre brotó a borbotones, como de una vasija que se hubiera roto. El cuerpo de la vieja se desplomó totalmente. El joven retrocedió para dejar que cayera. Después se inclinó sobre el rostro de la víctima. Ya no respiraba. Sus ojos se encontraban tan abiertos que parecían a punto de abandonar las órbitas. Por las convulsiones de la agonía, su frente y toda su cara estaban desfiguradas y rígidas.

El joven dejó el hacha en el suelo, al lado del cadáver, y comenzó a registrar, tratando de no mancharse de sangre, el bolsillo derecho, ese bolsillo de donde él vio en su visita anterior que la anciana extraía las llaves. Mantenía plena lucidez; no estaba perturbado; no sentía mareos. Después recordó que en esos instantes había procedido con mucha atención y sensatez, que incluso, en evitar mancharse de sangre, fue capaz de poner sus cinco sentidos... Rápido halló las llaves, agrupadas en ese llavero de acero que ya él había visto.

Con las llaves en la mano corrió a la habitación. Era un cuarto de medianas dimensiones. A un lado estaba una enorme vitrina llena de imágenes de santos; al otro, una inmensa cama, totalmente limpia y protegida por una cubierta acolchada hecha con pedazos de seda de color y tamaño distintos. Había una cómoda adosada a otra pared. Al aproximarse a ella le sucedió algo raro: apenas comenzó a probar las llaves para tratar de abrir los cajones sintió un estremecimiento. Lo asaltó de repente la tentación de abandonarlo todo e irse. Pero estas dudas solamente duraron unos breves momentos. Para retroceder ya era muy tarde. Y cuando esbozaba una sonrisa, extrañado de haber tenido esa ocurrencia, otra idea, un pensamiento verdaderamente perturbador, se posesionó de su mente. Se dijo que tal vez la anciana no hubiese fallecido, que quizá volviera en sí... Corrió hacia el cuerpo tendido dejando las llaves y la cómoda. Cogió el hacha, la alzó..., pero no la dejó caer: no había dudas de que la anciana había fallecido.

Para examinarlo de cerca, se inclinó sobre el cuerpo sin vida y miró que el cráneo lo tenía abierto. Lo iba a tocar con el dedo, pero cambió de opinión: era innecesaria esta prueba.

Se había formado un charco de sangre sobre el entarimado. Raskolnikof, en ese instante, vio que en el cuello de la anciana había un cordón y comenzó a tirar de él; pero era muy resistente y no se rompía. Estaba además muy resbaladizo, lleno de sangre... Trató de sacarlo por la cabeza de la vieja; tampoco lo logró: en alguna parte se enganchaba. Pensó, impacientándose, usar el hacha: rompería el cordón descargando un hachazo sobre el cuerpo. Pero no se atrevió a cometer esta brutalidad. Finalmente, después de dos minutos de tanteos, pudo romperlo, manchándose de sangre las manos, pero sin tocar el cadáver. Después de un momento, tenía en sus manos el cordón.

Lo que colgaba del cuello de la vieja era una bolsita, como lo había imaginado. También del cordón pendían una pequeña medalla esmaltada y dos cruces, una de cobre y otra de madera de ciprés. La bolsita era de piel de camello; goteaba grasa y estaba llena de dinero. Sin abrirla, Raskolnikof la escondió en el bolsillo. Lanzó las cruces sobre el cuerpo de la anciana y, en esta ocasión tomando el hacha, regresó rápidamente a la habitación.

Lo impulsaba una impaciencia febril. Cogió las llaves y reanudó el trabajo. Pero sus intentos de abrir los cajones fueron inútiles, no tanto por el temblor de sus manos como por los incesantes errores que cometía. Por ejemplo, veía que una llave no se ajustaba a una cerradura, y se empeñaba en meterla. De repente pensó que esa enorme llave dentada que se encontraba con las otras pequeñas en el llavero a lo mejor no era de la cómoda (recordaba de que en su visita anterior ya lo había pensado), sino de algún pequeño cofre, donde quizá la anciana escondía todos sus tesoros.

Se alejó, entonces, de la cómoda y se lanzó en el suelo para ver debajo de la cama, ya que sabía que allí era donde las ancianas acostumbraban esconder sus riquezas. Efectivamente, vio un arca muy grande —de más de un metro de largo—, forrada de piel roja. La llave dentada se adaptaba a la perfección a la cerradura.

Cuando abrió el arca, vio un paño blanco que cubría todo el contenido. Una pelliza de piel de liebre con forro rojo estaba debajo del paño. Un vestido de seda estaba bajo la piel y un chal debajo del vestido. Más abajo solamente había, aparentemente, pedazos de tela.

En el forro se limpió la sangre de las manos.

“Sobre el rojo la sangre se verá menos, porque es roja”.

De repente cambió de expresión y pensó, aterrorizado:

“¡Dios, qué insensatez! ¿Terminaré enloqueciendo?”.

Pero cuando comenzó a revolver los pedazos de tela salió un reloj de oro debajo de la piel. No dejó entonces nada por mirar. Aparecieron, entre los retazos del fondo, joyas, objetos empeñados, indudablemente, que todavía no habían sido retirados: alfileres de corbata, pendientes, pulseras, cadenas... Varias de estas joyas se encontraban en sus estuches; otras, envueltas con mucho cuidado en papel de periódico en doble, y bien atado el envoltorio. No dudó ni un segundo: metió la mano y, sin abrir los estuches ni los paquetes, comenzó a llenar los bolsillos de su pantalón y de su sobretodo.

Pero de repente tuvo que suspender la tarea. Le parecía haber escuchado un ruido de pasos en el cuarto contiguo. Se quedó paralizado, frío de terror... No, todo se encontraba tranquilo; sin duda, le había engañado su oído. Pero de repente escuchó un grito débil o, mejor dicho, un sordo quejido, entrecortado, que se extinguió de inmediato. Nuevamente, y durante un minuto, reinó un silencio mortal. En cuclillas ante el arca, Raskolnikof aguardó, apenas respirando. De repente se puso de pie, empuñó el hacha y corrió al cuarto de al lado. Lisbeth se encontraba en este cuarto. En las manos tenía un gran envoltorio y miraba estupefacta el cuerpo sin vida de su hermana. Estaba lívida como una muerta y daba la impresión de que no tenía fuerzas para gritar. Cuando vio aparecer a Raskolnikof comenzó a temblar como una hoja y su cara se contrajo de forma convulsiva. Intentó alzar los brazos y no lo logró; abrió la boca, pero no salió ningún sonido de ella. Poco a poco fue retrocediendo hacia un rincón, sin dejar de mirar a Raskolnikof en silencio, ese silencio que no podía romper, porque no tenía fuerzas. Con el hacha en la mano, él se abalanzó sobre ella. Los labios de la desdichada se torcieron con uno de esos gestos que vemos habitualmente en los niños pequeños cuando miran algo que les atemoriza y comienzan a gritar sin dejar de mirar lo que les produce terror.

La infeliz Lisbeth era tan cándida y estaba tan perturbada por el terror que ni siquiera se movió instintivamente alzando las manos para resguardar su cabeza: solamente dirigió el brazo izquierdo hacia el asesino, como si deseara alejarlo. El hacha cayó plenamente sobre la cabeza, fracturó la parte de arriba del hueso frontal y estuvo a punto de llegar al occipucio. Lisbeth se derrumbó. Raskolnikof perdió totalmente la cabeza, cogió el envoltorio, después lo dejó caer y corrió al vestíbulo rápidamente.

Se iba incrementando su pánico, sobre todo después de ese segundo asesinato que no había planeado, y solamente pensaba en escapar. Si en ese instante hubiese sido capaz de mirar todo con más nitidez, de advertir los inconvenientes, el espanto y lo ilógico de su situación; si hubiese sido capaz de prever las dificultades que tenía que sortear y los asesinatos que todavía habría podido llevar a cabo para abandonar aquella casa y regresar a la suya, quizá habría renunciado a la pelea y se habría entregado, pero no por falta de valentía, sino por el terror y el espanto que sus crímenes le inspiraban. Por instantes esta sensación de pánico se incrementaba. Por nada de esta Tierra habría regresado junto al arca, y ni siquiera a los dos cuartos internos.

No obstante, lentamente iban llegando a su mente otros pensamientos. Incluso cayó en algo parecido a un delirio. En ocasiones fijaba su atención en los detalles más superfluos y no recordaba las cosas esenciales. Pero, como miró hacia la cocina y se dio cuenta de que debajo de un banco había un cubo con agua, se le ocurrió limpiar el hacha y lavarse las manos, que estaban pegajosas, manchadas de sangre. En el cubo introdujo el hacha; después cogió un pedazo de jabón, que estaba en un plato agrietado sobre el alféizar de la ventana, y se lavó las manos.

A continuación extrajo el hacha del cubo, limpió el hierro y por lo menos permaneció durante tres minutos frotando el mango que estaba salpicado de sangre. Todo lo secó con un trapo que se estaba secando en una cuerda tendida a través de la cocina, y después, junto a la ventana, examinó con detenimiento el hacha. Se habían esfumado las huellas acusadoras, pero todavía estaba húmedo el mango.

Tras colgar debajo de su sobretodo el hacha del nudo corredizo, observó con mucho cuidado su americana, sus pantalones, sus botas, de manera tan minuciosa como lo dejó la poca luz que había en la cocina.

Su ropa, a simple vista, no presentaba ningún vestigio sospechoso. Solo las botas tenían manchas de sangre. Cogió un trapo, lo mojó y las lavó. Pero sabía que no estaba viendo bien y que quizá no podía ver manchas totalmente visibles.

Después, en mitad de la cocina, quedó indeciso, presa de una idea preocupante: pensaba que quizá había enloquecido, que no se encontraba en disposición de razonar ni de protegerse, que solamente podía ocuparse en cosas que lo llevaban a la ruina.

“¡Dios mío! Es necesario escapar, escapar...”. Y salió corriendo al vestíbulo. Sintió entonces el pánico más hondo que había sentido en toda su existencia. Durante un instante se mantuvo paralizado, como si no pudiera creer lo que veían sus ojos: la puerta del apartamento, la que daba a la escalera, esa a la que había llamado hacía unos instantes, la puerta por la cual había entrado, se encontraba entreabierta y de esa manera había permanecido durante toda su estancia en el apartamento... Sí, estuvo abierta. La anciana no recordó cerrarla o quizá fue precaución y no olvido... Lo que lo molestaba era que él vio a Lisbeth dentro del apartamento... ¿Cómo no se le ocurrió pensar que la puerta tenía que estar abierta, porque ella entró sin llamar? ¡Era imposible que entrara filtrándose por la pared!

Se lanzó sobre la puerta y echó el pasador.

“He hecho otra estupidez. Hay que escapar, hay que escapar...”.

Descorrió el pasador, abrió la puerta y afinó el oído. De esa forma estuvo un largo rato. A la distancia se escuchaban gritos. Llegaban, indudablemente, del portal. Dos voces muy fuertes intercambiaban insultos.

“¿Esas personas qué hará ahí?”.

Aguardó. Finalmente las voces dejaron de escucharse, de repente cesaron. Seguramente los que discutían se habían ido.

Ya se preparaba para salir, cuando se abrió ruidosamente la puerta del piso inferior y canturreando, alguien comenzó a descender la escalera.

Y pensó: “Pero ¿por qué hacen tanto ruido?”.

Nuevamente cerró la puerta, y otra vez esperó. Finalmente, todo quedó sumergido en un hondo silencio. Ni el rumor más ligero se escuchaba. Pero sintió unos pasos cuando ya iba a bajar. El ruido provenía de lejos, probablemente del principio de la escalera. Cuando pasó el tiempo, Raskolnikof recordó a la perfección que, apenas escuchó estos pasos, presintió que finalizarían en el cuarto piso, de que ese hombre iba a casa de la anciana. ¿Este presentimiento de dónde surgió? ¿Quizás el sonido de esos pasos tenía alguna característica significativa? Eran regulares, lentos, pesados...

Hasta el primer piso llegaron los pasos. Continuaron ascendiendo. Cada vez eran más perceptibles. Incluso se escuchó un jadeo asmático por un instante... Ya se encontraba en el tercer piso... “¡Aquí viene, aquí viene!...”. Raskolnikof quedó inmóvil. Le daba la impresión de que estaba viviendo una de esas pesadillas en que nos persiguen enemigos despiadados que casi nos alcanzan y nos asesinan, al tiempo que nosotros estamos como clavados en el suelo sin poder movernos para protegernos.

En el tramo que finalizaba en el cuarto piso ya se escuchaban las pisadas. De repente, Raskolnikof salió de esa enajenación que lo tenía paralizado. Con paso rápido y seguro, regresó al interior del apartamento, cerró la puerta y echó el pasador, todo tratando de hacer el menor ruido posible.

Lo guiaba el instinto. Cuando cerró bien la puerta, se quedó al lado de ella, encogido, aguantando la respiración.

En el rellano ya estaba el desconocido. Estaba frente a Raskolnikof, en el mismo lugar desde donde, hacía un rato, el muchacho había intentado escuchar los ruidos del interior cuando solamente la puerta lo separaba de la anciana.

El extraño respiró hondamente en varias ocasiones.

“Debe ser un individuo grueso y alto”, pensó Raskolnikof tocando el mango del hacha con la mano. Ciertamente, todo eso parecía una pesadilla. El visitante tiró del cordón de la campanilla con violencia.

Al vibrar el sonido metálico, al desconocido le pareció escuchar que algo se movía dentro del apartamento y escuchó con atención durante unos segundos. Llamó nuevamente, oyó otra vez y, de repente, sin poder dominar su impaciencia comenzó a sacudir la puerta agarrando el tirador con firmeza.

Raskolnikof veía espantado el cerrojo que se estaba agitando dentro de la hembrilla, pareciendo que iba a brincar de un instante a otro. De él se apoderó un siniestro pánico.

Los temores de Raskolnikof eran comprensibles por lo agresivo de las sacudidas. Concibió, por un momento, la idea de agarrar el cerrojo, y con él la puerta, pero renunció a hacerlo, porque entendió que el otro se podía dar cuenta. Perdió totalmente la calma; nuevamente le daba vueltas la cabeza. “Me caeré”, pensó. Pero en ese instante escuchó que el visitante comenzaba a hablar, y esto le devolvió la serenidad.

—¿Estarán dormidas o las habrán asfixiado? —susurró— ¡Que se las lleve el demonio! A ambas: a Aleña Ivanovna, la anciana bruja, y a Lisbeth Ivanovna, la hermosura imbécil... ¡Mujerzuelas, abran de una vez!... No tengo dudas, están durmiendo.

Tiró del cordón por lo menos diez veces más y tan fuerte como pudo. Se encontraba desesperado. Se notaba claramente que era un individuo enérgico y que conocía muy bien la casa.

Se escucharon en este instante, ya muy próximos, unos pasos rápidos y suaves. Obviamente, otra persona iba al cuarto piso. Raskolnikof no escuchó al nuevo visitante hasta que llegó al descansillo.

—Es imposible que no haya nadie —dijo, con voz alegre y sonora, el recién llegado hablándole al primer visitante, que continuaba haciendo sonar la campanilla—. Koch, buenas tardes.

De inmediato, Raskolnikof se dijo: “A juzgar por su voz es un hombre joven”.

—No entiendo qué diablos sucede —contestó Koch—. Hace un instante casi echo la puerta abajo... ¿Y usted me conoce?

—¡Qué pésima memoria tiene! Anteayer, en el Gambrinus, le gané, una tras otra, tres partidas de billar.

—¡Ah, por supuesto!

—¿Y usted dice que no se encuentran allí? ¡Qué extraño! Hasta me parece que no es posible. ¿Esa anciana adónde puede haber ido? Debo hablar con ella.

—Amigo mío, yo también debo hablarle.

—¡Qué le vamos a hacer! —dijo el muchacho—. Debemos irnos por donde vinimos. ¡Y yo que pensaba que de aquí saldría con dinero!

—¡Por supuesto que nos tendremos que ir! Pero ¿por qué me dijo que viniera? La misma vieja me dijo que viniera a esta hora. ¡Con lo que he caminado para venir de mi casa aquí! ¿Dónde demonios estará? No lo entiendo. Esta vieja bruja jamás se mueve de casa, porque apenas puede caminar. ¡Y, de repente, se le ocurre irse a pasear!

—¿Y si le preguntamos al portero?

—¿Pero para qué?

—Para saber si se encuentra en casa o cuándo regresará.

—¡Preguntar, preguntar!... ¡Pero jamás sale!

Sacudió nuevamente la puerta.

—¡Es en vano! ¡No tenemos más remedio que irnos!

—¡Escuche! —dijo de repente el muchacho—. ¡Mire bien! Cuando se tira, la puerta cede un poco.

—Bien, ¿y qué?

—Esto evidencia que no se encuentra cerrada con llave, sino con pasador. ¿Cuando se mueve la puerta lo escucha resonar?

—Ajá, ¿y qué?

—Pero ¿no entiende? Esto demuestra que una de ellas se encuentra en la casa. Si ambas hubieran salido, habrían cerrado por fuera con llave; de ninguna manera habrían podido echar el pasador por dentro... ¿Lo escucha, lo escucha? Para poder echar el pasador hay que estar en casa, ¿no entiende? En fin, que están y no desean abrir la puerta.

—¡Sí! ¡Por supuesto! ¡No hay dudas! —dijo Koch, sorprendido—. Pero ¿qué diablos estarán haciendo?

Y comenzó a sacudir la puerta con furia.

—Es inútil. ¡Déjelo! —dijo el muchacho—. En todo esto hay algo extraño. Usted ha llamado muchas veces, ha sacudido la puerta con violencia y no abren. Esto puede significar que ambas están desmayadas o...

—¿O qué?

—Es preferible que avisemos al portero para que vea lo que sucede.

—Excelente idea.

Ambos se dispusieron a bajar.

—No —dijo el muchacho—; usted quédese aquí. Yo buscaré al portero.

—¿Por qué me tengo que quedar?

—Jamás se sabe lo que puede suceder.

—Está bien, me quedaré.

—Escúcheme: estudio para juez de instrucción. Hay algo aquí que no está muy claro; esto es notorio..., ¡notorio!

Después de decir esto en un tono vehemente, el muchacho comenzó a descender, a grandes zancadas, la escalera.

Koch, cuando se quedó solo, llamó otra vez discretamente y después, pensativo, comenzó a sacudir la puerta para asegurarse de que el pasador estaba echado. Posteriormente, jadeante, se inclinó, y colocó el ojo en la cerradura. Pero no logró ver nada, debido a que la llave estaba puesta por dentro.

Raskolnikof, de pie frente a la puerta, sujetaba con mucha fuerza el mango del hacha. Era presa de una especie de delirio. Se encontraba dispuesto a luchar con esos hombres si lograban entrar en el apartamento. Al escuchar sus golpes y sus comentarios, en más de una ocasión casi le puso fin a la situación hablándoles a través de la puerta. Por momentos lo dominaba el impulso de insultarlos, de burlarse de ellos, e incluso quería que entraran en el apartamento. “¡Qué terminen de una vez!”, se decía.

—Pero ¿ese hombre dónde se habrá metido? —susurró el que estaba fuera.

Ya habían transcurridos varios minutos y nadie subía. Koch comenzaba a perder la serenidad.

—Pero ¿dónde se metió ese hombre? —rezongó.

Finalmente, agotada su paciencia, se fue escaleras abajo con su paso pesado, lento, ruidoso.

“Señor, ¿qué hacer?”.

Raskolnikof descorrió el pasador y entreabrió la puerta. No se escuchaba el menor ruido. Sin más indecisiones, salió, cerró la puerta lo mejor que pudo y comenzó a descender. De inmediato —solamente había bajado tres escalones— escuchó gran algarabía más abajo. ¿Qué podía hacer? No había ningún lugar donde ocultarse... Subió de nuevo rápidamente.

—¡Eh, tú! ¡Aguarda!

El que gritaba acababa de salir de uno de los apartamentos inferiores y corría escaleras abajo, en tromba, no ya al galope.

—¡Mitri, Mitri, Miiitri! —gritaba hasta desgañitarse—. ¿Te volviste loco? ¡Así llegues al infierno!

Se extinguieron los gritos; los últimos provenían de la entrada. Todo quedó de nuevo en silencio. Pero, pasados apenas unos segundos, algunos hombres que charlaban a grandes voces comenzaron a subir de manera tumultuosa la escalera. Eran tres o cuatro. Raskolnikof reconoció la voz sonora del muchacho de antes.

Entendiendo que no los podía esquivar, se fue a su encuentro decididamente.

“¡Qué sea lo que Dios quiera! Si me detienen, estoy perdido, y si dejan que pase, también, ya que después me recordarán”.

Parecía inevitable el encuentro. Ya solamente los separaba un piso. Pero, de repente..., ¡la salvación! Vio un departamento, vacío y abierto, unos escalones más abajo, a su derecha. Era el apartamento del segundo, donde trabajaban los pintores. Se acababan de ir, como si lo hubiesen hecho a propósito. Probablemente fueron ellos los que bajaron la escalera corriendo y perturbando. Estaban recién pintados los techos. En medio de uno de los cuartos todavía había un bote de pintura, un pincel y una cubeta. Raskolnikof se metió furtivamente en el apartamento y se ocultó en un rincón. Tuvo el tiempo preciso. Los hombres ya se encontraban en el descansillo. No se pararon: continuaron ascendiendo hacia el cuarto sin dejar de hablar en voz alta. Raskolnikof aguardó un instante. Luego salió de puntillas y, rápidamente, se lanzó escaleras abajo.

No había nadie en la escalera; nadie en el portal. Velozmente salió y dobló a la izquierda.

Perfectamente sabía que esos hombres ya estarían en el apartamento de la anciana, que les habría asombrado hallar abierta la puerta que hacía unos instantes se encontraba cerrada; que estarían observando detenidamente los cadáveres; que de inmediato habrían deducido que el asesino se encontraba en el apartamento cuando ellos llamaron y que acababa de escapar. Y quizás incluso sospechaban que, cuando ellos subían, se había escondido en el departamento deshabitado.

No obstante, Raskolnikof no se arriesgaba a acelerar el paso; no se arriesgaba pese a que tendría que recorrer todavía un centenar de metros para alcanzar la primera esquina.

“Si entrara en un portal —pensaba— y me ocultara en la escalera... No, sería un error. ¿Debo tirar el hacha? ¿Y si tomo un coche? ¡No, tampoco, tampoco!”.

En la mente las ideas se le enredaban. Finalmente vio una callejuela y entró en ella más muerto que vivo. Era claro que casi se había salvado. Corría allí menos peligro de levantar sospechas. Además, él era como un grano de arena entre los transeúntes que llenaban la angosta calle.

Sin embargo, de tal forma lo había debilitado la tensión emocional que apenas podía caminar. Por su rostro resbalaban gruesas gotas de sudor; su cuello estaba mojado.

Cuando desembocaba en el canal, una voz le gritó:

—¡Amigo, vaya merluza!

Perdió la cabeza completamente; cuanto más caminaba, más perturbado se sentía.

Cuando llegó al malecón y lo vio casi vacío, el temor de llamar la atención lo horrorizó, y regresó a la callejuela. Pese a que casi caía desfallecido, para llegar a su casa dio un rodeo.

Cuando atravesó la puerta todavía no había recuperado la presencia de ánimo. Se acordó del hacha cuando ya estaba en la escalera. Todavía tenía que hacer algo muy importante: dejar, sin llamar la atención, el hacha en su lugar.

Raskolnikof no estaba en condición de entender que en lugar de dejar el hacha en el sitio de donde la había cogido era mejor deshacerse de ella lanzándola, por ejemplo, al patio de cualquier vivienda.

No obstante, todo salió perfectamente. Estaba cerrada la puerta de la garita, pero no con llave. Esto, aparentemente, indicaba que el portero se encontraba allí. Pero Raskolnikof había perdido la capacidad de razonamiento hasta tal punto que caminó hacia la garita y abrió la puerta.

Si en ese instante hubiese aparecido el portero y le hubiera preguntado: “¿Qué quiere?”, él, probablemente, con el gesto más natural le habría devuelto el hacha.

Sin embargo, la garita se encontraba vacía como antes y Raskolnikof pudo colocar el hacha debajo del banco, entre los leños, igual como la halló.

De inmediato subió a su cuarto, sin toparse con nadie en la escalera. Estaba cerrada la puerta del apartamento de la patrona.

Una vez en su cuarto, se acostó con ropa en el diván y se sumergió en un tipo de inconsciencia que no era igual a la del sueño. Si entonces hubiese entrado alguien en la habitación, el joven, indudablemente, se habría asustado y habría gritado. Su mente era un hervidero de retazos de pensamientos, pero, por mucho que se empeñaba en ello, él era incapaz de captar ninguno.

Crimen y castigo

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