Читать книгу Crimen y castigo - Fiódor Dostoyevski - Страница 8

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Capítulo V

Y pensó: “No hace mucho tiempo me propuse, efectivamente, ir a solicitar a Rasumikhine que me proveyera empleo (lecciones u otra cosa); pero ahora ¿él qué puede hacer por mí? Aceptemos que me encuentre unas lecciones e incluso que sus últimos kopeks, si acaso tiene alguno, los comparta conmigo, de manera que yo pueda adquirir unas botas y arreglar mi traje, ya que no me presentaré así a dar lecciones. Pero ¿después qué haré con unos pocos kopeks? ¿Acaso es esto lo que yo requiero en este momento? ¡Que vaya a casa de Rasumikhine es simplemente ridículo!”.

Le atormentaba más de lo que se confesaba a sí mismo el asunto de indagar por qué iba a casa de Rasumikhine. Con afán buscaba un significado siniestro a ese acto aparentemente tan fútil.

“¿Se puede aceptar que me haya imaginado que podría arreglarlo todo solamente con la ayuda de Rasumikhine, que en él podía encontrar la solución de todas mis graves dificultades?”, se preguntó asombrado.

Pensaba, se frotaba la frente. Y he aquí que de repente —algo que no se podía explicar—, después de estar atormentándose durante largo tiempo, una idea sorprendente y maravillosa surgió en su mente.

“Visitaré a Rasumikhine —pensó entonces serenamente, como el que ha tomado una decisión irrevocable—; visitaré a Rasumikhine, cierto, pero no en este momento...; lo visitaré al día siguiente del suceso, cuando todo haya finalizado y para mí todo haya cambiado”.

Raskolnikof volvió en sí súbitamente.

“Después del suceso —pensó sobresaltado—. Pero este suceso ¿se realizará, se llevará a cabo realmente?”.

Se puso de pie y caminó rápidamente. Casi estaba corriendo con el propósito de regresar a su casa. Sin embargo, cuando pensó en su cuarto sintió algo muy desagradable. Era en su cuarto, en ese miserable cuchitril, donde, hacía ya más de un mes, había madurado el “asunto”. Raskolnikof dio media vuelta y siguió su camino a la felicidad.

Se había apoderado de él un febril estremecimiento nervioso. Temblaba. Pese a que el calor era inaguantable tenía mucho frío. Hizo, cediendo a una casi inconsciente necesidad interna, un enorme esfuerzo para fijar su atención en las numerosas cosas que miraba, con la finalidad de poder librarse de sus pensamientos; pero el empeño fue inútil: a cada instante caía nuevamente en su delirio. Estaba abstraído unos momentos, temblaba, alzaba la cabeza, paseaba la vista a su alrededor y ya no recordaba lo que hacía unos segundos estaba pensando. Ni siquiera las calles por donde iba caminando las reconocía. De esa manera cruzó toda la isla Vasilievski, llegó ante el Pequeño Neva, atravesó el puente y llegó a las islas menores.

En el primer instante, la frescura del panorama y el verdor llenaron de alegría sus cansados ojos, acostumbrados a la blancura de la cal, al polvo de las calles, a los inmensos y aplastantes edificios. Aquí el ambiente no era pestífero ni irrespirable. No se veía ni una sola cantina... Sin embargo, pronto estas sensaciones nuevas perdieron su encanto para él, que cayó nuevamente en un enfermizo malestar.

En ocasiones se paraba frente a alguno de aquellos chalés incrustados en la verde vegetación graciosamente. Miraba por la reja y veía a la distancia, en balcones y terrazas, mujeres elegantemente vestidas y pequeños que jugaban mientras corrían por el jardín. Las flores eran lo que más le gustaba e interesaba, lo que atraía particularmente sus miradas. Veía pasar, de vez en cuando, jinetes muy elegantes, amazonas, maravillosos carruajes. Con la mirada los seguía con mucha atención y antes de que hubieran desaparecido, los olvidaba.

De repente se paró y contó su dinero. Le quedaban solamente treinta kopeks... “Veinte al funcionario policial, tres a Nastasia por la misiva. Por lo tanto, dejé ayer de cuarenta y siete a cincuenta en casa de los Marmeladof...”. Indudablemente, había hecho estos cálculos por alguna razón, pero apenas extrajo el dinero del bolsillo lo olvidó y no lo recordó de nuevo hasta que, cuando pasó poco después frente a una tienda de comestibles, más bien un tabernucho, se dio cuenta de que tenía mucha hambre.

Entró en la taberna, se bebió una copa de vodka y comió un poco de un pastel que se llevó para finalizarlo mientras seguía paseando. No había probado el vodka desde hacía mucho tiempo, y la copita que acaba de tomar le provocó un efecto fulminante. El sueño lo rendía y las piernas le pesaban. Se planteó regresar a casa, pero, cuando llegó a la isla Petrovski, se tuvo que detener: estaba totalmente fatigado.

Entonces salió del sendero, se internó en los matorrales, se dejó caer en la hierba y, de inmediato, se quedó dormido.

Los sueños de un hombre enfermo tienen habitualmente una claridad asombrosa y se parecen tanto a la realidad que hasta llegan a confundirse con ella. A veces, los hechos que se desarrollan son monstruosos, pero son tan creíbles el escenario y toda la trama y están llenos de pormenores tan inesperados, tan ingeniosos, tan logrados, que el que duerme no podría imaginar nada similar estando despierto, aunque fuera un artista del nivel de Turgueniev o Pushkin. Estos sueños no se olvidan con facilidad, sino que dejan una impresión profunda en el desbaratado organismo y el excitado sistema nervioso del enfermo.

Raskolnikof tuvo un sueño espantoso. Se vio nuevamente en el pueblo donde vivió cuando era pequeño junto a su familia. Pasea con su padre por los alrededores de la pequeña población, ya en pleno campo, y tiene siete años de edad. El calor es agobiante, está muy nublado, el paisaje es totalmente igual al que él mantiene en la memoria. Es más, su sueño le muestra detalles que ya no recordaba. El paisaje del pueblo se ofrece completamente a la vista. En los alrededores ni un solo árbol, ni siquiera un sauce blanco. Solamente a la distancia, en el horizonte, en los confines del firmamento, por decirlo de esa manera, se puede ver la mancha oscura de un bosque.

Hay una cantina a unos pocos pasos del último jardín de la población, una enorme cantina que provocaba una impresión desagradable al pequeño e incluso, cuando pasaba frente a ella con su padre, lo asustaba. Siempre estaba llena de clientes que gritaban, reían, se insultaban, cantaban espantosamente, con voces desgarradas, y muchas veces llegaban a las manos. En las proximidades de la cantina siempre deambulaban hombres borrachos de rostros aterradores. Cuando el pequeño los veía, temblaba de pies a cabeza y se apretaba fuertemente contra su padre. Un angosto sendero perennemente polvoriento pasaba no lejos de allí. ¡Qué negro era ese polvo! El sendero era tortuoso y, a unos trescientos pasos de la cantina, se desviaba hacia la derecha y rodeaba el camposanto.

Una iglesia de piedra, de cúpula verde, se levantaba en medio del cementerio. Dos veces al año, el pequeño la visitaba acompañado por su padre y por su madre para escuchar la misa que se celebraba por el descanso de su abuela, fallecida hacía ya mucho tiempo y a la que no pudo conocer. Siempre, en un plato cubierto con una servilleta la familia llevaba el pastel de los fallecidos, sobre el que, formada con pasas, había una cruz. Raskolnikof amaba esta iglesia, sus antiguas imágenes desprovistas de ornamentos, y también a su anciano sacerdote de temblorosa cabeza. Próxima a la lápida de su abuela había un pequeño sepulcro, el de su hermano menor, fallecido a los seis meses y al que no podía recordar, ya que no lo conoció. Porque se lo habían dicho era que sabía que había tenido un hermano. Y cada vez que visitaba el cementerio, se santiguaba piadosamente ante el pequeño sepulcro, se inclinaba respetuosamente y lo besaba.

He aquí el sueño.

Camina con su padre por el sendero que lleva al camposanto. Pasan por delante de la cantina. Dirige una mirada de terror al local sin soltar la mano de su padre. Mira una aglomeración de burguesas engalanadas, campesinas con sus esposos y todo tipo de personas del pueblo. Todos están borrachos; todos entonan melodías. Frente a la puerta hay un vehículo muy extraño, una de esas inmensas carretas de las que habitualmente tiran robustos corceles y que se usan para el traslado de barriles de vino y todo tipo de mercancías. Raskolnikof se extasiaba mirando estos bellos caballos de recias patas y largas crines, que, con paso cauteloso y natural y sin cansancio alguno, arrastraban auténticas montañas de carga. Incluso se diría que andaban con más facilidad enganchados a estos inmensos vehículos que libres.

No obstante —cosa rara—, entre sus varas la pesada carreta tiene un jamelgo de una delgadez deplorable, uno de esos caballos de aldeano que él ha mirado en muchas ocasiones arrastrando enormes carretadas de madera o de heno y que los mujiks desloman a golpes, llegando incluso a golpearlos en los ojos y en la boca cuando los desdichados animales se esfuerzan inútilmente por sacar el vehículo de un aprieto. Era un niño y este espectáculo llenaba sus ojos de lágrimas cuando lo presenciaba desde la ventana de su casa, de la que su madre se apresuraba a alejarlo.

De repente se escucha gran algarabía en la cantina, de donde se ve salir, entre gritos y cantos, un grupo de voluminosos mujiks borrachos, vistiendo camisas azules y rojas, llevando la balalaika en la mano y la casaca colgada de forma descuidada en el hombro.

—¡Suban, suban todos! —grita un hombre a un joven de cuello grueso, rostro regordete y piel de un rojo de zanahoria—. Los llevaré a todos. ¡Suban!

Estas palabras producen risas e insultos.

—¿Crees que ese esmirriado rocín podrá con nosotros?

—Mikolka, ¿perdiste la cabeza? ¡Enganchar un animalillo así a semejante vehículo!

—Amigos, ¿no les parece que ese caballejo tiene por lo menos veinte años?

—¡Suban! ¡Los llevaré a todos! —gritó Mikolka nuevamente.

Y es quien sube a la carreta primero. Toma las riendas e instala en el asiento su enorme cuerpo.

—El caballo bayo —dice en voz alta—, Mathiev se lo llevó hace poco, y para mí esta bestia es una auténtica pesadilla. Les juro que me gusta pegarle. El pienso que come no se lo gana. ¡Vamos, suban! Haré que galope, les aseguro que haré que galope.

Sujeta el látigo y con evidente placer, se prepara a azotar al pobre animalito.

—Ya lo escuchan: dice que harán que galope. ¡Arriba, ánimo! —dijo una voz burlona entre la muchedumbre.

—¿Qué dice? ¿Galopar? Este animal no ha galopado por lo menos hace diez meses.

—Por lo menos los llevará a buena marcha.

—¡Amigos, no lo compadezcan! ¡Tomen cada uno un látigo! ¡Eso, esta calamidad lo que necesita son muchos y buenos latigazos!

Entre bromas y risas, todos suben a la carreta de Mikolka. Ya se encuentran seis arriba y aun queda espacio libre. Debido a eso, hacen subir a una campesina de rostro rojizo, con muchas cuentas de colores en el tocado y con muchos bordados en el vestido. Entre risas burlonas, parte y come avellanas incesantemente.

La multitud que está alrededor de la carreta también ríe. Y, realmente, ¿cómo no reírse ante la sola idea de que tan esquelético caballo pueda llevar semejante carga al galope? Para ayudar a Mikolka, dos de los muchachos que están en la carreta toman los látigos. Se escucha el grito de ¡arre! Y, con todas sus fuerzas, el caballo tira. Pero no solamente no logra galopar, sino que apenas puede andar al paso. Gime, patalea, encorva el lomo bajo la lluvia de latigazos. En la carreta y entre la muchedumbre que la ve marchar se redoblan las risas. Mikolka se enoja y se ensaña con el pobre caballo, empeñado en verlo galopar.

—¡Hermanos, permítanme subir también a mí! —grita un muchacho, seducido por el feliz espectáculo.

—¡Sube! ¡Suban! —grita Mikolka—. ¡Nos llevará a todos! A fuerza de golpes yo lo forzaré... ¡Latigazos! ¡Muchos latigazos!

La furia lo ciega hasta el punto de que ya ni siquiera sabe con qué golpearlo para dañarlo más.

—Papá, papaíto —dice Rodia—. ¿Por qué están haciendo eso? ¿Por qué torturan a ese desdichado caballito?

—Vámonos, vámonos —contesta el padre—. Están ebrios... De esa manera se entretienen, los muy estúpidos... Marchémonos..., no mires...

Y trata de llevárselo. Pero el pequeño se suelta de su mano y corre hacia la carreta, fuera de sí. El infeliz caballito ya está extenuado. Se para, jadea; después comienza a tirar de nuevo... Ya está a punto de desfallecer.

—¡Péguenle hasta matarlo! —ruge Mikolka—. ¡Precisamente eso es lo que tenemos que hacer! ¡Yo los ayudo!

—¡Eres un demonio, tú no eres cristiano! —grita un anciano entre la muchedumbre.

Y otra voz agrega:

—¿Acaso dónde se ha visto enganchar a un pequeño animal así a una carreta como esa?

—¡Lo vas a asesinar! —grita un tercero.

—¡Váyanse al demonio! Este animal es mío y con él puedo hacer lo que quiera. ¡Suban, suban todos! ¡Lo haré galopar!

De repente, la voz de Mikolka es ahogada por un coro de carcajadas. Aunque casi muerto por la lluvia de golpes, el caballo perdió la paciencia y comenzó a cocear. Hasta el anciano, sin poder dominarse, participa de la alegría colectiva. Realmente la cosa no es para menos: ¡un caballo que apenas se puede sostener sobre sus patas dando coces!...

De la masa de espectadores dos jóvenes se distinguen, cada uno empuña un látigo y comienzan a pegarle al pobre caballito, uno por la derecha y otro por la izquierda.

—Péguenle en los ojos, en el hocico, ¡denle con fuerza en los ojos! —grita Mikolka.

—¡Compañeros, cantemos una melodía! —dice una voz en la carreta—. Todos tienen que repetir el estribillo.

Los mujiks entonan una melodía grosera haciéndose acompañar por un tamboril. Se silba el estribillo. La campesina continúa riendo con ironía y partiendo avellanas.

Rodia se aproxima al caballo y se sitúa frente a él. De esa forma puede ver cómo lo golpean en los ojos..., ¡en los ojos!... Llora amargamente. Se le oprime el corazón. Sus lágrimas ruedan. Con el látigo, uno de los verdugos le roza el rostro. Él ni siquiera lo nota. Grita, se retuerce las manos, corre hacia el anciano de barba blanca, que mueve la cabeza y parece condenar la acción. Una mujer lo toma de la mano y trata de llevárselo. Pero él se logra escapar y regresa junto al caballo, que, pese a haber llegado al límite de sus fuerzas, trata todavía de cocear.

—¡Qué te lleve el demonio! —grita Mikolka, consumido por la rabia.

Lanza el látigo, se inclina y toma un grueso palo del fondo de la carreta. Sosteniéndolo por un extremo con ambas manos, lo alza trabajosamente sobre el lomo del caballo.

—¡Lo vas a asesinar! —grita uno de los asistentes.

—Seguro que lo asesina —dice otro.

—¿Pero es que acaso no es mío? —gruñe Mikolka.

Y, con todas sus fuerzas, le pega al animal. Se escucha un ruido muy seco.

—¡Continúa! ¡Continúa! ¿Qué esperas? —gritan varias voces entre la muchedumbre.

Mikolka levanta el palo nuevamente y en el lomo del infeliz animal descarga un segundo golpe. El caballo se contrae; bajo la violencia del golpe su cuarto trasero se hunde; después da un brinco y comienza a tirar con todo lo que le queda de fuerzas. Su intención es escapar de la tortura, pero por todos lados halla los látigos de sus seis verdugos. Nuevamente el palo se alza y cae por tercera ocasión, después por cuarta, de una forma regular. Cuando ve que no ha logrado matar al caballo de un solo golpe, Mikolka se enfurece.

—¡Es muy duro de pelar! —dice uno de los presentes.

—Amigos, ya verán como cae: su última hora llegó —dice otro de los espectadores.

—¡Coge un hacha! —insinúa un tercero—. ¡Hay que terminar ya!

—¡No dicen más que estupideces! —ruge Mikolka—. ¡Déjenme pasar!

Lanza el palo, se inclina, busca nuevamente en el fondo de la carreta y, cuando se endereza, se puede ver una barra de hierro en sus manos.

—¡Cuidado! —dice.

Y propina, con todas sus fuerzas, un terrible golpe al pobre caballo. El animal se tambalea, casi se desploma, con un último esfuerzo trata de tirar, pero la barra de hierro cae de nuevo pesadamente sobre su lomo. Como si de un solo tajo le hubieran cortado las cuatro patas, el animal se derrumba.

—¡Terminemos con él! —gruñe Mikolka como un demente, brincando de la carreta.

Algunos muchachos, tan ebrios y congestionados como él, se arman de lo primero que hallan —estacas, látigos, palos— y se lanzan sobre el caballito agonizante. De pie al lado del animal torturado, Mikolka no deja de pegarle con la barra. El pobre caballito alarga el cuello, exhala un hondo resoplido y fallece.

—¡Listo, ya está! —dice alguien entre la muchedumbre.

—Se había obstinado en no galopar.

—¡Es mío! —dice Mikolka con la barra en la mano, los ojos muy rojos y como quejándose de no tener otra víctima a la que pegarle.

—Por supuesto, tú no crees en Dios —dicen varios de los que han presenciado el terrible espectáculo.

El pobre pequeño está fuera de sí. Gritando, se abre paso entre las personas y se aproxima al caballo fallecido. Toma el hocico inmóvil y lleno de sangre y lo besa; besa sus ojos, sus labios. Después da un brinco y corre hacia Mikolka apretando los puños. Lo encuentra en este instante su padre, quien lo estaba buscando, y se lo lleva de allí.

—Ven, ven —le dice—. Marchémonos a casa.

—Papá, ¿por qué mataron a ese infeliz caballito? —solloza Rodia.

Sus palabras, perturbadas por su respiración entrecortada, salen de su contraída garganta como gritos roncos.

—Están embriagados —contesta el padre—. De esa manera se entretienen. Pero no tenemos absolutamente nada que hacer aquí, vámonos.

Con sus brazos, Rodia lo rodea. Siente en el pecho una opresión espantosa. Hace un gran esfuerzo por recuperar la respiración, trata de gritar... Se despierta.

Raskolnikof se despertó bañado en sudor: se encontraba húmedo todo su cuerpo y sus cabellos estaban empapados. Se levantó jadeante, aterrado...

—¡Por Dios, bendito sea el Señor! —dijo—. Solamente fue un sueño.

Al pie de un árbol tomó asiento y respiró hondamente.

“Pero ¿qué me sucede? Debo tener fiebre. Lo demuestra este espantoso sueño”.

El cuerpo lo tenía acartonado; todo era turbación y oscuridad en su alma. Los codos los apoyó en las rodillas y entre las manos hundió la cabeza.

“Dios, ¿es posible, es verdaderamente posible que yo coja un hacha y la golpee con ella hasta romperle la cabeza? ¿Acaso es posible que sobre la sangre tibia y viscosa me deslice para violentar la cerradura, robar y esconderme con el hacha, lleno de sangre, estremecido? ¿Es posible, Dios?”.

Temblaba como una hoja...

“Pero ¿por qué pensar en esto? —continuó, hondamente asombrado—. Ya estaba seguro de que sería incapaz de hacerlo. ¿Por qué, entonces, torturarme de esta manera?... Cuando ayer mismo realicé el... ensayo, entendí perfectamente que esto estaba muy por encima de mis fuerzas. ¿Por qué tengo que regresar a lo mismo e interrogarme? ¿Qué necesidad tengo? Cuando descendía aquella escalera ayer, pensaba que el plan era ruin, odioso, terrorífico. Me sentía aterrado, con el corazón oprimido, de solo pensar en él... No, no tendría valor; no lo tendría aunque estuviera seguro de que mis cálculos son perfectos, que todo el proyecto fraguado este último mes tiene la exactitud de la aritmética y la nitidez de la luz... Jamás, jamás tendría valor... Entonces, ¿para qué continuar pensando en ello?”.

Se puso de pie, lanzó una mirada de sorpresa en todas direcciones, como asombrado de encontrase allí, y caminó hacia al puente. Estaba lívido y sus ojos resplandecían. Sentía que le dolía todo el cuerpo, pero comenzaba a respirar con más facilidad. Se daba cuenta de que se había librado de la terrible carga que lo había torturado durante tanto tiempo. Su alma estaba más ligera y en ella reinaba la paz.

“Dios —suplicó—, señálame el sendero que debo seguir y de inmediato renunciaré a ese sueño maldito”.

Contempló el Neva y la puesta del sol, bella y resplandeciente, cuando pasó por el puente. No sentía cansancio alguno, a pesar de sus debilidad. Se diría que el miedo que durante el último mes se había ido formando lentamente en su corazón de repente se había desvanecido. Se sentía totalmente libre, ¡libre! El embrujo se había roto, había cesado la acción del maleficio.

Tiempo después, cuando Raskolnikof recordaba esta época de su existencia todo lo ocurrido durante ella, minuto por minuto, punto por punto, experimentaba una combinación de sorpresa e intranquilidad supersticiosa ante un detalle que no tenía nada de asombroso, pero que decididamente había influido en su destino.

He aquí el suceso que para él siempre fue un misterio.

¿Por qué, incluso sintiéndose agotado, tan extenuado que debió volver a casa por el sendero más directo y más corto, dio un rodeo por la plaza del Mercado Central, donde nada tenía que hacer? Por supuesto, no alargaba mucho su camino esta vuelta, pero era totalmente inútil. Es verdad que en muchas ocasiones había vuelto a su casa sin saber qué calles había transitado; pero ¿por qué ese encuentro tan significativo para él, al mismo tiempo que tan fortuito, que tuvo en la plaza del Mercado (donde nada tenía que hacer), se produjo entonces, a esa hora, en ese minuto de su existencia y en esas circunstancias que todo ello había de ejercer la influencia en su destino más seria y decisiva? Era para creer que el mismo destino lo había preparado todo anticipadamente.

Cuando llegó a la plaza del Mercado Central eran casi las nueve. Los almacenistas, los comerciantes que tenían sus puestos al aire libre, los vendedores ambulantes, los cantineros, cerraban sus locales o recogían sus cosas. Algunos vaciaban sus cestas, otros sus mesas y todos guardaban sus mercancías y se preparaban para regresar a sus casas, al tiempo que los clientes se dispersaban. Una muchedumbre de vagabundos y de pequeños traficantes pululaba frente a las posadas que ocupaban los sótanos de los sucios y repugnantes inmuebles de la plaza, y especialmente a las puertas de las cantinas.

Raskolnikof, cuando abandonaba la casa sin rumbo fijo, visitaba frecuentemente esta plaza y las callejas de los alrededores. Sus harapos no atraían miradas despectivas: allí se podía presentar uno trajeado de cualquier manera, sin miedo a llamar la atención. En el callejón K***, en la esquina, unos comerciantes que eran esposos, vendían artículos de mercería exhibidos en dos mesas: pañuelos de indiana, carretes de hilo, ovillos de algodón... También se preparaban para irse. Su demora se debía a que se habían distraído conversando con una conocida que se aproximó al puesto. Se trataba de Elisabeth Ivanovna, o Lisbeth, como le decían habitualmente, hermana de Aleña Ivanovna, viuda de un registrador, la anciana Aleña, la usurera cuya casa visitó Raskolnikof el día anterior para empeñar su reloj y hacer un “ensayo”. Tenía noticias de esta Lisbeth hacía tiempo, y ella también conocía un poco a Raskolnikof.

Era una muchacha desgarbada, de treinta y cinco años de edad, y tan buena y tímida que rayaba la idiotez. Se estremecía frente a su hermana mayor, que la hacía trabajar noche y día, que la tenía esclavizada e incluso la golpeaba.

Parada ante el comerciante y su mujer, con un paquete en la mano, los oía atentamente y parecía mostrarse insegura e indecisa. Con mucha animación, ellos le hablaban. Cuando Raskolnikof vio a Lisbeth sintió algo extraño, una especie de profunda sorpresa, aunque no tenía nada de asombroso el encuentro.

—Lisbeth Ivanovna, usted y nadie más que usted debe decidir lo que tiene que hacer —decía el comerciante en voz alta. Puede venir mañana a eso de las siete. También ellos vendrán.

—¿Mañana? —dijo lenta y pensativamente Lisbeth, como si no se arriesgara a comprometerse.

—¡Cuánto temor le tiene a Aleña Ivanovna! —dijo la mujer del comerciante, que era una señora de voz chillona y muy desenvuelta—. Cuando veo que se pone de esa manera, me da la impresión de estar viendo a una niña pequeña. Esa mujer que la tiene sometida, al fin y al cabo es solamente su medio hermana.

—Le recomiendo que no le diga nada a su hermana —siguió el esposo—. Créame. Sin pedirle permiso venga a casa. Vale la pena el asunto. A su hermana no le quedará más remedio que reconocerlo.

—Quizá venga.

—De seis a siete. Los vendedores mandará a alguien y usted decidirá.

—Le entregaremos una taza de té —ofreció la vendedora.

—Está bien, vendré —contestó Lisbeth, aunque aun dudosa.

Y, con su serenidad característica, comenzó a despedirse.

Ya Raskolnikof había dejado tan atrás a los esposos y su amiga que no logró escuchar ni una palabra más. Insensiblemente había acortado el paso y había intentado no perder una sola sílaba de la charla. Al asombro del primer instante había sucedido lentamente un terror que le provocó escalofríos. De repente, y de la forma más inesperada, supo que al día siguiente, exactamente a las siete, Lisbeth, la hermana de la anciana, la única persona que le hacía compañía, saldría y por lo tanto, a las siete del día siguiente la anciana ¡estaría en la casa completamente sola!

Raskolnikof ya se encontraba cerca de la suya. Como un condenado a muerte entró en ella. No trató de razonar. No habría podido hacerlo, además.

No obstante, sintió repentinamente y con todo su ser, que ya no existían su libre albedrío y su voluntad, que todo terminaba de resolverse de forma irrevocable.

Aunque hubiera aguardado durante años completos una oportunidad favorable, aunque hubiera tratado de provocarla, no habría podido encontrar una mejor y que ofreciese más posibilidades de triunfo que la que de manera tan inesperada acababa de llegarle a las manos.

Y era menos indudable todavía que el día anterior no le habría sido sencillo indagar, sin hacer preguntas atrevidas y sospechosas, que al día siguiente, a una hora específica, la anciana contra la que proyectaba un crimen estaría en su casa y completamente sola.

Crimen y castigo

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