Читать книгу Crimen y castigo - Fiódor Dostoyevski - Страница 12
ОглавлениеCapítulo II
“Pero, ¿y si registraron ya la habitación? Podría suceder también que me tropezara en casa con la policía”.
Sin embargo, todo estaba completamente en orden en su cuarto y nadie se encontraba allí. Nastasia no tocó nada de la habitación.
“Dios, ¿cómo pude dejar allí las joyas?”.
Echó a correr al rincón, metió la mano detrás del papel, retiró todas las cosas y las fue echando en sus bolsillos. Eran ocho piezas en total: dos pequeñas cajas que tenían dentro pendientes o algo similar (no se detuvo a verlo); cuatro estuchitos de tafilete; una cadena de reloj envuelta en un pedazo de periódico y otro paquete similar que contenía, al parecer, una condecoración. Todo esto Raskolnikof lo repartió por sus bolsillos, tratando de que no abultara excesivamente, tomó también la bolsita y abandonó el cuarto dejando abierta de par en par la puerta.
Caminaba firme y rápidamente. Estaba agotado, pero mantenía su mente muy lúcida. Sentía temor de que la policía ya estuviera tomando medidas contra él; que después de media hora, o quizá solamente de un cuarto, hubiera decidido seguirlo. Había, por lo tanto, que darse prisa en desaparecer esos objetos delatores. Mientras tuviera el menor residuo de fuerzas y de sangre fría no debía retroceder en este plan... ¿Pero adónde iría?... Ya este punto estaba decidido. “Lanzaré al canal los objetos y el agua se los tragará, de manera que no quedará ni huella de esta cuestión”. De esa manera lo había decidido la noche anterior, en mitad de su delirio, e incluso había tratado en varias ocasiones de ponerse de pie para, cuanto antes, ejecutar el plan.
No obstante, la realización de este propósito presentaba grandes inconvenientes. Se limitó a deambular por el malecón del canal durante más de media hora, examinando todas las escaleras que llevaban al agua. No podía llevar a la práctica su plan en ninguna de ellas. Aquí estaban varias barcas amarradas a la orilla, allí un lavadero lleno de lavanderas. El malecón, además, estaba repleto de transeúntes. Desde todas partes se le podía ver y a quien lo viera le parecería extraño que un hombre descendiera las escaleras solamente para lanzar algo al agua. Los estuches, por añadidura, podían quedar flotando y entonces los miraban todas las personas. Lo peor era que quienes se cruzaban en su camino lo veían de una forma particular, como si lo único que les importara fuera él. Pensaba: “¿Por qué me miran de esa manera? ¿O todo será producto de mi imaginación?”.
Finalmente pensó que quizá sería mejor que fuera al Neva. Había menos gente en sus malecones. En ese sitio llamaría menos la atención, le sería más sencillo lanzar las joyas y —detalle muy importante— estaría más distante de su barrio.
Sorprendido, de repente se preguntó por qué habría estado deambulando durante media hora lleno de angustia por sitios peligrosos cuando se le presentaba una solución tan evidente. Intentando ejecutar un plan absurdo e insensato, concebido en un instante de desatino, perdió media hora completa. En cada ocasión tenía más tendencia a distraerse, su memoria dudaba y él lo notaba. Debía darse prisa.
Por la avenida V*** se dirigió al Neva. Pero tuvo otra idea por el camino. ¿Por qué dirigirse al Neva? ¿Por qué lanzar al agua las joyas? ¿No era mejor ir a cualquier sitio distante, por ejemplo a las islas, buscar un lugar desierto en lo profundo de un bosque y, al pie de un árbol, enterrar las joyas, anotando con mucho cuidado el sitio donde se encontraba el escondrijo? Pese a que sabía que en ese instante no era capaz de razonar con lógica, le pareció muy práctica la idea.
Pero no había de llegar a las islas, eso estaba escrito. Cuando desembocó en la plaza que se encuentra al final de la avenida V***, a su izquierda vio la entrada de un enorme patio resguardado por muros muy altos. Había una pared a la derecha que daba la impresión de que no había estado pintada jamás y que era parte de una casa de mucha altura. Paralela a esta pared, a la izquierda, corría una valla de madera que entraba derechamente en el patio unos veinte pasos y después se desviaba hacia la izquierda. Un terreno solitario y cubierto de materiales estaba limitado por esta empalizada. Estaba un cobertizo al fondo del patio, cuyo techo rebasaba la altura de la valla. Este cobertizo debía ser un taller de guarnicionería, de carpintería o algo parecido. Cubierto de un negro polvillo de carbón estaba todo el suelo del patio.
“Este es un buen lugar para lanzar las joyas —se dijo—. Luego me voy, y asunto finalizado”.
Entró en el patio asegurándose de que no había nadie. Frente a la empalizada, cerca de la puerta, había uno de esos canalillos que se ven frecuentemente en los edificios donde hay talleres. Sobre el canal, en la valla alguien escribió con tiza y con las faltas de costumbre: “Acer aguas menores está proivido”. Por supuesto, Raskolnikof no pensaba llamar la atención parándose en ese sitio. Pensó: “Podría lanzarlo todo aquí, en cualquier sitio, e irme.
De nuevo miró hacia todas partes y se colocó la mano en el bolsillo. Pero en ese instante vio al lado del muro exterior, entre la puerta y el pequeño canal, una inmensa roca sin labrar que debía pesar más de treinta kilos. De la calle, del otro lado del muro, llegaba el rumor de las personas, siempre abundantes en ese sitio. A menos que se asomara al patio, nadie podía verlo desde fuera. No obstante, esto podía ocurrir, por lo tanto había que actuar con mucha rapidez.
Se inclinó sobre la roca, la sujetó con las dos manos por la parte de arriba y logró girarla reuniendo todas sus fuerzas. Apareció una cavidad en el suelo. En ella, Raskolnikof vació todo lo que tenía en los bolsillos. Lo último que colocó allí fue la bolsita. Solamente quedó ocupado el fondo de la cavidad. Rodó nuevamente la roca y esta quedó en el lugar donde estaba antes. Ahora estaba un poco más sobresaliente, pero Raskolnikof hasta ella arrastró con el pie algo de tierra y todo quedó como si nunca se hubiera tocado.
Salió y caminó hacia la plaza. De nuevo se apoderó de él momentáneamente una enorme alegría que casi no podía soportar. Ni huella había quedado. “¿Quién pensará en esa roca? ¿Buscar debajo de ella a quién se le podrá ocurrir? Probablemente, desde que construyeron la casa está ahí y Dios sabe el tiempo que todavía estará en ese lugar. Además, ¿quién pensaría en mí aunque se hallaran las joyas? Todo ha finalizado. Hasta la última prueba se ha esfumado”. Se rio. Sí, después recordó que se rio con una risita muda, constante, nerviosa. Cuando atravesó la plaza todavía se reía. Sin embargo, su hilaridad cesó de repente al llegar al bulevar donde, días atrás, había encontrado a la muchacha borracha.
A su mente acudieron otros pensamientos. Le aterrorizaba la idea de pasar frente al banco donde se había sentado a meditar cuando se fue la jovencita. Sentía el mismo miedo ante un probable nuevo encuentro con el policía bigotudo al que le dio veinte kopeks. “¡Que se lo lleve el demonio!”.
Continuó su camino, lanzando miradas coléricas y distraídas en todas direcciones. Alrededor de un solo tema, cuya importancia reconocía, giraban todos sus pensamientos. Se daba perfecta cuenta de que se enfrentaba solo y de forma abierta con la cuestión, por primera vez desde hacía dos meses.
“¡Qué todo se vaya al demonio! —se dijo de repente, en un arrebato de furia—. Está escanciado el vino y hay que beberlo. El diablo se lleve a la anciana y a la nueva vida... Dios, ¡qué estúpido es todo esto! ¡Hoy he dicho tantas mentiras! ¡Y he cometido tantas bajezas! ¡Para recibir la benevolencia del abominable Ilia Petrovitch en qué miserables vulgaridades he incurrido! Pero, ¡bah!, qué me interesa. Me río de todas esas personas y de las ineptitudes que yo haya cometido. Ahora no es esto lo que debo pensar...”.
De repente se detuvo; una nueva dificultad se le acaba de plantear, tan inesperada como sencilla, que lo dejó estupefacto. “Si, como piensas, has actuado en todo este tema como un ser inteligente y no como un estúpido, si perseguías un objetivo claramente establecido, ¿cómo se puede explicar que no hayas ni siquiera mirado fugazmente el interior de la bolsita, que no te hayas preocupado de indagar lo que ha provocado ese acto por el que tuviste que enfrentar todo tipo de horrores y riesgos? Estabas dispuesto hace un instante a lanzar al agua esa bolsa, esas joyas que ni siquiera has visto... ¿Cómo puedes explicar esto?”.
Un sólido cimiento tenían todas estas preguntas. Desde antes de hacérselas lo sabía. La noche en que había decidido arrojarlo todo al agua había tomado esta resolución sin dudar, como si no hubiese sido posible actuar de otra manera. Sí, todo esto lo sabía y podía recordar hasta los más mínimos detalles. Sabía que todo había de suceder como estaba sucediendo; lo sabía desde el mismo instante en que sacó los estuches del arca sobre la que estaba inclinado... Sí, lo sabía a la perfección.
“El origen de todo es que me encuentro muy enfermo —se dijo finalmente sombríamente—. Me atormento y me hiero a mí mismo. No soy capaz de dirigir mis acciones. Solamente me he martirizado ayer, anteayer y todos estos días... Ya no me torturaré cuando esté curado. Pero ¿y si jamás me curo? ¡Dios mío, de toda esta historia estoy tan cansado!...”.
Continuaba su camino mientras reflexionaba de esta manera. De estas preocupaciones deseaba librarse, pero no sabía cómo podría lograrlo. De él, con una fuerza irresistible, se apoderó una sensación nueva y por momentos, su intensidad se incrementaba. Era un enfado casi físico, un enojo obstinado, vengativo, por todo lo que hallaba en su camino, por todas las cosas y todas las personas que estaban alrededor. Los transeúntes le repugnaban, sus rostros, su manera de andar, sus más pequeños movimientos. Tenía ganas de escupirles a la cara, a cualquiera que le hablara estaba dispuesto a morderlo.
Cuando llegó al malecón del Pequeño Neva, en Vasilievski Ostrof, cerca del puente se paró en seco.
“En esa casa vive May —pensó—. Pero ¿esto qué significado tiene? Instintivamente, mis pies me trajeron a la vivienda de Rasumikhine. El otro día me sucedió lo mismo. Esto es realmente chocante. ¿Vine expresamente o estoy aquí por obra de la casualidad? Pero esto poco interesa. El hecho es que dije que vendría “al día siguiente” a casa de Rasumikhine. Pues bien, ya vine. ¿Que lo visite tiene algo de particular acaso?”.
Ascendió al quinto piso. Rasumikhine vivía en él.
Este se encontraba escribiendo en su cuarto. Él mismo le abrió. Desde hacía cuatro meses no se habían visto. Tenía puesta una bata vieja, casi hecha andrajos. Solamente unas pantuflas protegían sus pies. El cabello lo tenía revuelto. No se había lavado ni afeitado. Cuando vio a Raskolnikof se mostró sorprendido.
—¿Pero de dónde sales? —dijo viendo, de pies a cabeza, a su amigo. Luego silbó—. ¿Las cosas te van tan mal? Hermano, obviamente, en elegancia nos aventajas a todos —agregó contemplando los harapos de su compañero—. Pareces agotado; toma asiento.
Rasumikhine notó que su amigo parecía no estar bien cuando Raskolnikof se sentó en el sofá turco, tapizado de una tela desgastada y vieja (un sofá, entre paréntesis, en peor estado que el suyo).
—Tú te encuentras enfermo, muy enfermo. ¿Lo has notado?
Trató de tomarle el pulso, pero Raskolnikof retiró rápidamente la mano.
—¡Bah! ¿Para qué? —dijo—. Vine porque... me quedé sin lecciones..., y yo desearía... No, no, las lecciones no me hacen falta para nada.
Con mucha atención, Rasumikhine lo miraba.
—Amigo, ¿sabes algo? Estás desvariando.
—No, nada de eso; yo no desvarío —contestó Raskolnikof poniéndose de pie.
Cuando subió a casa de Rasumikhine no tuvo en cuenta que se vería frente a frente con su amigo y, en esos instantes, una entrevista, con quienquiera que fuese le parecía lo más antipático del mundo. Sintió una furia ciega contra Rasumikhine apenas traspasó la puerta del apartamento.
—¡Adiós! —dijo caminando hacia a la puerta.
—¡Espera, hombre, espera! ¿Estás loco? ¿Qué te sucede?
—¡Déjame! —dijo Raskolnikof quitando con brusquedad la mano que su amigo le había tomado.
—Entonces, ¿a qué demonios viniste? Perdiste la cordura. Para mí esto es un insulto. No permitiré que te marches de esta manera.
—Bien, oye. Vine a tu casa porque no conozco a ninguna persona más que a ti para que me ayude a comenzar nuevamente. Tú eres más comprensivo, más inteligente, es decir, mejor que todos los demás... Pero ahora me doy cuenta de que no necesito nada, ¿comprendes?, absolutamente nada... Ni los servicios ni la simpatía de los otros me hacen falta... Me encuentro solo y me basto a mí mismo... No hay nada más. Déjame tranquilo.
—¡Pero escucha un instante, atolondrado! ¿Es que te volviste loco? Puedes hacer lo que desees, pero yo tampoco tengo lecciones y de eso me río. Estoy en conversación con el librero Kheruvimof, que en su género es una maravillosa lección. Por cinco lecciones en familias de comerciantes yo no lo cambiaría. Ese caballero publica pequeños libros sobre ciencias naturales, ya que esto se vende como el pan. Es suficiente con buscar buenos títulos. En más de una ocasión me has llamado imbécil, pero estoy convencido de que existen otros más estúpidos que yo. Mi editor, que es casi analfabeto, desea seguir la tendencia de la moda, y yo, lógicamente, lo aliento...
Mira, hay aquí dos pliegos y medio de un texto alemán. En mi opinión, pura charlatanería. Dicho en dos frases, el asunto que estudia el autor es el de si es un ser humano la mujer. Lógicamente, él piensa que sí y su labor es demostrarlo convincentemente. Kheruvimof cree que, estos instantes en que el feminismo está de moda, este folleto es de actualidad y yo tengo la tarea de traducirlo. Los dos pliegos y medio de texto alemán los podrá transformar en seis. Le colocaremos un título pomposo que llene media página y el ejemplar se venderá a cincuenta kopeks. Será un excelente negocio. La traducción me la pagan a seis rublos el pliego, es decir, por todo el trabajo, quince rublos. Ya cobré, por adelantado, seis. Al finalizar este folleto, traduciremos un libro que habla sobre las ballenas y para después ya elegimos algunos chismes de Les Confessions. Esos los traduciremos también. Alguien le dijo a Kheruvimof que Rousseau es una especie de Radiscev. Lógicamente, yo no he discutido. ¡Qué se vayan al demonio!... Entonces, ¿deseas hacer la traducción del segundo pliego del folleto Es un ser humano la mujer? Si deseas, toma de inmediato plumas, papel, el pliego (a cargo del editor van todos estos gastos) y aquí te doy tres rublos: a ti te corresponden tres, porque yo recibí seis adelantados por toda la traducción. Recibirás otros tres cuando hayas hecho la traducción del pliego. Pero no tienes nada que agradecerme, que te conste. Por el contrario, pensé en que me ayudaras apenas te vi entrar. Primeramente, yo en ortografía no estoy muy fuerte y segundo, son muy deficientes mis conocimientos del alemán. Por eso, frecuentemente me veo forzado a inventar, aunque me conforto pensando que con ello la obra ganará. Es probable que esté en un error... Entonces, ¿aceptas?
En silencio, Raskolnikof tomó el pliego de texto alemán y los tres rublos y se fue sin decir ni una palabra. Con una mirada de sorpresa, Rasumikhine lo siguió. Raskolnikof, cuando llegó a la primera esquina, regresó de repente sobre sus pasos y subió nuevamente al albergue de su amigo. Ya en el cuarto, dejó en la mesa el pliego y los tres rublos y, sin mover los labios, se fue nuevamente.
Finalmente, Rasumikhine perdió la paciencia.
—¡Evidentemente te volviste loco! —gritó—. ¿Esta comedia qué significa? ¿Me quieres volver la cabeza del revés? ¿Para qué diablos viniste?
—No quiero ni necesito traducciones —susurró Raskolnikof sin dejar de descender la escalera.
—Entonces, ¿qué demonios necesitas? —le gritó desde el rellano Rasumikhine.
Raskolnikof continuó descendiendo muy callado.
—Escucha, ¿dónde estás viviendo?
No recibió respuesta.
—¡Márchate al mismísimo demonio!
Pero Raskolnikof ya se encontraba en la calle. Cuando iba por el puente de Nicolás, un suceso muy desagradable hizo que momentáneamente volviera en sí. Los caballos de un carruaje casi lo arrollaron, y el cochero le dio un latigazo muy fuerte en la espalda después de haberle dicho a gritos, en tres o cuatro ocasiones, que se apartara. En él este latigazo despertó una furia ciega. Brincó hacia el pretil (solamente Dios sabe por qué hasta ese momento iba por la mitad de la calzada) rechinando los dientes. Todas las personas que se encontraban cerca se rieron.
—¡Muy bien hecho!
—¡Estos bribones!
—Yo conozco a estos granujas. Se hacen el ebrio, se lanzan bajo las ruedas y después uno tiene que pagar perjuicios y lesiones.
—Sí, unos viven de eso.
Todavía se encontraba apoyado en el pretil, frotándose la espalda, encendido de rabia, siguiendo con la vista el carruaje que se iba alejando, cuando se dio cuenta de que alguien le colocaba en la mano una moneda. Giró la cabeza y miró a una anciana que llevaba un gorro y estaba calzada con botas de piel de cabra, en compañía de una muchacha —su hija, indudablemente— que tenía un sombrero y llevaba una sombrilla verde.
—Hermano, toma esto, en nombre de Dios.
Él tomó la moneda y ellas siguieron su camino. Era una moneda de veinte kopeks. Se entendía que pensaran que era un pordiosero cuando vieron su apariencia y su vestimenta. Sin duda, la generosa entrega de los veinte kopeks se debía a que el latigazo despertó la piedad de las dos mujeres.
Dio, apretando la moneda con la mano, una veintena de pasos más y se paró de cara al río y al Palacio de Invierno. No había ni una nube en el firmamento y el agua del Neva —algo asombroso— era casi azul. La cúpula de la catedral de San Isaac (ese era justamente el punto de la ciudad desde donde se veía mejor) emitía vivos reflejos. Hasta los menores detalles de la decoración de la fachada se podían ver en el transparente aire.
Ya estaba desapareciendo el dolor del latigazo, y Raskolnikof, se olvidaba de la humillación sufrida. Lo dominaba un pensamiento vago pero inquietante. Se mantenía paralizado, con los ojos fijos en la distancia. Ese lugar le era conocido. Tenía la costumbre de detenerse allí cuando iba a la universidad, sobre todo al volver (más de cien veces lo hizo), para observar el magnífico paisaje. En esos instantes experimentaba una sensación confusa que no podía precisar y que le llenaba de sorpresa. Ese cuadro resplandeciente se le mostraba frío, algo así como sordo y ciego a la agitación de la existencia... Lo desconcertaba esta triste y enigmática impresión que recibía invariablemente, pero no se detenía a analizarla: la tarea de buscarle una explicación siempre la dejaba para más adelante...
Ahora recordaba esas incertidumbres, esas vagas emociones y este recuerdo, en su opinión, no era meramente casual. El simple hecho de haberse parado en el mismo lugar que antes, como si hubiese pensado que podía tener las mismas ideas e interesarse por los mismos entretenimientos que entonces, e incluso que hacía poco, le parecía ilógico, raro y hasta algo cómico, a pesar de que su corazón estaba oprimido por la amargura. Tenía la sensación de que todo este pasado, sus pensamientos y propósitos de antes, los objetivos que había perseguido, la grandiosidad de aquel panorama que tan bien conocía, se hundió hasta esfumarse en un abismo abierto a sus pies... Le parecía que había echado a volar y miró desde el espacio como todo aquello desaparecía.
Se dio cuenta cuando hizo un movimiento instintivo de que todavía tenía en su mano cerrada la pieza de veinte kopeks. Abrió la mano, estuvo un instante mirando fijamente la moneda y después alzó el brazo y la lanzó al río.
En seguida comenzó el regreso a su casa. Tenía la impresión de que, como con unas tijeras, había cortado tan limpiamente todos los lazos que lo unían a la existencia, a la humanidad...
Cuando llegó a su cuarto ya caía la noche. Había estado, por lo tanto, deambulando por más de seis horas. No obstante, ni siquiera podía recordar por qué calles había transitado. Se sentía tan cansado como un caballo después de una carrera. Se quitó la ropa, se acostó en el sofá, se arropó con su viejo sobretodo y, de inmediato, se durmió.
Ya era completa la oscuridad cuando un grito aterrador lo despertó. ¡Dios, qué grito!... Y después... Raskolnikof nunca había escuchado aullidos, gemidos, llantos, golpes, rechinar de dientes, como los que escuchó en ese momento. Jamás habría podido imaginarse un arrebato tan feroz.
Aterrado, se puso de pie y se sentó en el sofá, perturbado por el pánico y el terror. Pero los lamentos, los golpes, los insultos cada vez eran más violentos. De repente, con profunda sorpresa, reconoció la voz de la dueña de la casa. La viuda lanzaba ayes y chillidos. Palabras jadeantes salían de su boca; debía rogar que no la golpearan más, ya que continuaban pegándole cruelmente. Esto ocurría en la escalera. Era un ronquido furioso la voz del verdugo; hablaba con igual rapidez, y también eran ininteligibles sus palabras, ahogadas y presurosas.
De repente, Raskolnikof comenzó a estremecerse como una hoja. Ya había reconocido esa voz. Era la de Ilia Petrovitch, quien estaba allí golpeando a la patrona. Le pegaba con los pies, y su cabeza daba contra los escalones; esto se podía deducir con claridad por el ruido de los golpes y por los gritos de la mujer.
Todas las personas actuaban de una manera extraña. Acudían a la escalera atraídas por el escándalo y allí se agrupaban. De todos los cuartos salían vecinos. Se escuchaban portazos, maldiciones, ruidos de pasos que subían o bajaban, insultos...
“¿Pero por qué la golpea de esa manera? ¿Y por qué los que lo ven lo permiten?”, se preguntó Raskolnikof, pensando que se había vuelto loco.
Pero no, no se había vuelto loco, ya que podía distinguir los diferentes ruidos...
Consecuentemente, pronto subirían a su cuarto. “Porque, probablemente, todo esto es por lo de ayer... ¡Dios, Dios!...”.
Trató de pasar el pestillo de la puerta, pero le faltaron fuerzas para alzar el brazo. Por otro lado, ¿para qué? El pánico congelaba su alma, la inmovilizaba... Finalmente, ese escándalo, que había durado diez largos minutos lentamente se apagó. Débilmente, la patrona gemía. Ilia Petrovitch continuaba maldiciendo y amenazando. Luego, él también se calló y ya no se escuchó nuevamente.
“¡Dios! ¿Se habrá ido? No, ahora se marcha. Y también la patrona hecha un mar de lágrimas, llorando...”.
Se escuchó un portazo. Los inquilinos vuelven a sus cuartos. Primero exclaman, discuten, se reclaman a gritos; después solamente intercambian murmullos. Seguro eran muchos; todos los que vivían en la casa debieron acudir.
Señor, ¿todo esto qué significa? ¿Para qué, en nombre de Dios, vino este hombre aquí?”.
Extenuado, Raskolnikof se acostó nuevamente en el diván. Pero no logró conciliar el sueño. Cuando habría transcurrido una media hora, y era presa de un pánico que nunca había sentido, de repente se abrió la puerta y una luz iluminó el cuarto. Apareció Nastasia llevando en las manos una vela y un plato de sopa. La criada lo miró con atención y, una vez segura de que no se encontraba dormido, colocó la vela sobre la mesa y después fue poniendo todo lo demás: el plato, la cuchara, el pan, la sal.
—Lo más seguro es que desde ayer no has comido. Aunque estabas ardiendo de fiebre te has pasado el día en la calle.
—Escucha, Nastasia: ¿por qué han golpeado a la patrona?
Ella lo miró fijamente.
—¿Quién la golpeó?
—Fue en la escalera, hace poco..., cosa de una media hora... El ayudante del comisario de policía, Ilia Petrovitch, le pegó. ¿Por qué? ¿A qué vino?...
Nastasia frunció el ceño y lo miró largamente en silencio. A Raskolnikof lo turbó su mirada inquisitiva e incluso llegó a causarle temor.
—Nastasia, ¿por qué no me respondes? —preguntó con tono tímido y voz débil.
—Esto es la sangre —susurró finalmente la criada, como conversando consigo misma.
—¿La sangre? ¿Pero qué sangre? —murmuró él retrocediendo hacia la pared y poniéndose pálido.
Nastasia continuaba viéndolo.
—Nadie golpeó a la patrona —dijo con voz severa y firme.
Casi sin respirar, él se quedó mirándola.
—Lo escuché perfectamente —susurró con mayor timidez todavía—. No me encontraba dormido; estaba sentado aquí mismo, en el sofá... durante un buen rato lo estuve escuchando... Vino el ayudante del comisario... Todos los vecinos salieron a la escalera...
—Nadie vino para acá. Lo que te trastornó fue la sangre. Uno tiene delirios cuando la sangre no circula bien y se cuaja en el hígado... Entonces, ¿comerás o no?
Raskolnikof no respondió. Inclinada sobre él, Nastasia continuaba mirándolo con atención y no se iba.
—Nastasiuchka, dame agua.
Ella se marchó y, después de dos minutos, volvió con una botija. Pero los pensamientos de Raskolnikof se interrumpieron en este instante. Un tiempo después solamente recordó que había bebido un sorbo de agua fresca y que después había derramado sobre su pecho un poco. Perdió el conocimiento en seguida.