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Parte 2

Capítulo I

Por mucho tiempo, Raskolnikof estuvo acostado. En ocasiones, abandonaba a medias su letargo y se daba cuenta de que ya era muy de noche, pero no pensaba en ponerse de pie. Cuando amaneció, él continuaba acostado de bruces en el sofá, sin haber podido sacudirse ese adormecimiento que se había apoderado completamente de él.

Llegaron de la calle a su oído aullidos estridentes y gritos ensordecedores. Estaba habituado a escucharlos bajo su ventana todas las noches casi a las dos. En esta ocasión lo despertó el escándalo. Pensó: “Ya salen los borrachos de las cantinas. Ya deben ser más de las dos”.

Y dio tal brinco que daba la impresión de que lo habían arrancado del sofá.

“¿Ya son las dos? ¿Es posible?”.

Se sentó y, de repente, vino a su memoria todo lo sucedido.

Creyó volverse loco en los primeros instantes. Sentía un frío gélido, pero esta sensación era producto de la fiebre que se apoderó de él mientras dormía. Era tan intenso su temblor, que en el cuarto sonaba el castañeteo de sus dientes. Lo invadió un vértigo espantoso. Abrió la puerta y estuvo escuchando un instante. En la casa todos dormían. Miró con asombro sobre sí mismo y a su alrededor. Había algo que no entendía. ¿Cómo era posible que no recordara pasar el pestillo de la puerta? Además, se acostó con ropa e incluso con el sombrero, que se le había caído y allí estaba, en el suelo, junto a su almohada.

“Si entrara alguien pensaría que estoy ebrio, pero...”.

Corrió a la ventana. Había mucha claridad. Con mucho cuidado se inspeccionó de pies a cabeza. Miró y volvió a mirar sus ropas. ¿No había huella? No, de esa manera no podía verse. Se desvistió, aunque continuaba temblando a causa de la fiebre, e inspeccionó nuevamente sus ropas muy atentamente. Miraba por el derecho y por el revés pieza por pieza, con miedo de que algo se le hubiera pasado por alto. Examinó tres veces todas las prendas, hasta la más insignificante.

Solamente vio en los desflecados bordes de los bajos del pantalón unas gotas de sangre coagulada. Cortó estos flecos con un cortaplumas.

Pensó que ya no tenía nada más que hacer. Pero de repente recordó que todavía estaban en sus bolsillos la bolsita y todos los objetos que la tarde anterior había cogido del arca de la anciana. Todavía no había pensado en sacarlos para ocultarlos; cuando examinó las ropas ni siquiera se le había ocurrido.

En fin, a actuar. Vació los bolsillos sobre la mesa en un abrir y cerrar de ojos y después los volvió del revés para asegurarse de que en ellos no había quedado nada. Posteriormente, se lo llevó todo a un rincón de la habitación, donde se encontraba roto el papel y despegado de la pared a trechos. Introdujo el montón de pequeños paquetes en una de las bolsas que formaba el papel. “Todo listo”, se dijo con alegría. Y se quedó mirando con gesto imbécil la abertura del papel, que se había abierto aun más.

Se estremeció de repente de pies a cabeza.

—¡Dios mío! —susurró, con mucha desesperación—. ¿Qué hice? ¿Qué me sucede? ¿Es eso un escondrijo? ¿Es de esa manera como se esconden las cosas?

No obstante, se debe tener en cuenta que Raskolnikof no había pensado para nada en esas joyas. Pensaba que solamente tomaría el dinero, y esto explica que no tuviera listo ningún escondite. “¿Pero por qué me alegré? —se preguntó—. ¿Ocultar las cosas de esa forma no es un desatino? Es indudable que me estoy volviendo loco”.

Se sentó en el sofá sintiéndose en el límite de sus fuerzas. De nuevo los escalofríos de la fiebre recorrieron su cuerpo. Instintivamente se apoderó de su despedazado abrigo de estudiante, que tenía en una silla, al alcance de la mano, y se lo puso. Rápidamente cayó en un sueño que tenía un poco de delirio.

Perdió totalmente la noción de las cosas, pero después de cinco minutos se despertó, se puso de pie de un brinco y se lanzó sobre sus ropas con un gesto de angustia.

“¿Cómo me pude dormir sin haber hecho nada? Todavía el nudo corredizo está en el lugar en que lo cosí. ¡No haber recordado una prueba tan evidente, un detalle tan significativo!”. Arrancó el cordón, lo desbarató y debajo de su almohada, entre su ropa interior, metió las tiras de tela.

“Creo que esos pedazos de tela no pueden hacer sospechar a nadie. Por lo menos pienso que es así”, se dijo de pie en mitad del cuarto.

Luego, con una atención tan tensa que le producía dolor, comenzó a mirar hacia todos lados para estar seguro de que nada se le había olvidado. Ya se sentía atormentado por la convicción de que todo lo abandonaba, desde la memoria a la más simple capacidad de razonamiento.

“¿Esto es el inicio del martirio? Sí, lo es, definitivamente”.

Todavía estaban en el suelo, en medio de la habitación, expuestos a los ojos del primero que llegara, los flecos que había cortado de los bajos del pantalón.

—Pero ¿qué me sucede? —dijo, presa de mucha confusión.

Le asaltó una rara idea en este instante: pensó que quizá sus ropas estaban manchadas de sangre y que, debido a la disminución de sus capacidades, él no podía verlas. De repente recordó que la bolsita también estaba manchada. “Debe haber sangre hasta en mi bolsillo, ya que cuando me la guardé estaba húmeda”. De inmediato giró el bolsillo y se dio cuenta de que efectivamente, en el forro había varias manchas. De lo más profundo de su pecho salió un suspiro de alivio y pensó, victorioso: “No me ha abandonado completamente la razón: no he perdido la capacidad de reflexionar ni la memoria, ya que caí en este detalle. Ha sido solamente un instante de fragilidad mental producto de la fiebre”. Y todo el forro del bolsillo izquierdo del pantalón lo arrancó.

En ese instante, su bota izquierda fue iluminada por un rayo de sol y Raskolnikof, a través de un hueco del calzado, descubrió en el calcetín una mancha acusadora. Se quitó la bota y se dio cuenta de que, efectivamente, se trataba de una mancha de sangre: esta manchada toda la punta del calcetín... “Pero ¿qué debía hacer? ¿Dónde tirar el bolsillo, los flecos, los calcetines?...”.

Y se preguntaba, parado en medio del cuarto, con esas piezas delatoras en las manos:

“¿Lo echo todo en la estufa? Hay que recordar que por las estufas siempre comienzan las investigaciones. ¿Y si los quemara aquí?... Pero ¿cómo lo haría, si no tengo cerillas? Es preferible que me los lleve y los tire en cualquier sitio. Sí, en cualquier sitio y en este momento”. Y al tiempo que hacía esta afirmación en su mente, tomó asiento nuevamente en el sofá. Después, en lugar de poner en práctica sus planes, tumbó la cabeza en la almohada. Sentía escalofríos nuevamente. Sentía mucho frío. Se puso otra vez su abrigo de estudiante.

Estuvo tendido en el sofá durante varias horas. Pensaba, de vez en cuando: “Sí, hay que ir a tirar todo esto en cualquier sitio y así no pensaré más en ello. Tengo que ir de inmediato”. Y en más de una oportunidad se sacudió en el sofá con la intención de ponerse de pie, pero le fue imposible. Finalmente, lo sacó de su inercia un golpe violento que dieron en la puerta.

—¡Abre la puerta si no has fallecido! —gritó Nastasia golpeando incesantemente la puerta con el puño—. Siempre está acostado. Pasa todo el día durmiendo como un perro. ¡Sí, exactamente como lo que es! ¡Abre! ¡Ya son más de las diez de la mañana!

—Quizá no esté —dijo una voz masculina.

“Es la voz del portero —pensó en seguida Raskolnikof—. ¿Qué querrá?”.

De un salto se levantó y permaneció sentado en el sofá. El corazón le latía tan fuertemente que le hacía daño.

—Y echado el pasador —señaló Nastasia—. Por lo visto tiene temor de que se lo lleven... ¿Quieres ponerte de pie y abrir de una vez por todas?

“¿Qué buscarán? ¿El portero qué hace aquí? ¡No cabe duda, ya se descubrió todo! ¿Debo hacerme el sordo o abrir la puerta? ¡Así agarren la peste!”.

A medias se levantó, extendió el brazo y tiró del pasador. El cuarto era tan angosto que sin dejar el sofá podía abrir la puerta.

No estaba errado: eran el portero y Nastasia.

La criada lo miró de una forma muy rara. Con desesperada osadía, Raskolnikof miraba al portero. Este le mostraba al muchacho un papel doblado, burdamente lacrado y de color gris.

—Han traído esto de la comisaría.

—¿De qué comisaría?

—¿De qué comisaría ha de ser? De la comisaría de policía, por supuesto.

—Pero ¿la policía qué quiere de mí?

—¿Y yo qué sé? Es una citación y debe ir.

Miró fijamente a Raskolnikof, miró todo el cuarto y se dispuso a irse.

—Pareces enfermo —dijo Nastasia, que no dejaba de ver a Raskolnikof. Cuando escuchó estas palabras, el portero giró la cabeza y la criada le comentó—: Desde ayer tiene fiebre.

Raskolnikof no respondió. Todavía tenía en la mano el papel, sin abrirlo.

—Permanece acostado —dijo Nastasia, compadecida cuando el muchacho se disponía a ponerse de pie—. No vayas si estás enfermo. No hay prisa.

Después de una breve pausa preguntó:

—¿Y qué tienes en la mano?

El joven siguió la mirada de la criada y miró el bolsillo, los flecos del pantalón y los calcetines en su mano derecha. Así había dormido así. Después se acordó que apretaba con la mano todo eso con mucha fuerza en las leves vigilias que interrumpían su sueño febril y que, sin abrirla, se dormía nuevamente.

—¡Recoges unos harapos y, como si fueran un tesoro, duermes con ellos!

Y se rio histéricamente. Raskolnikof se apresuró a ocultar debajo del sobretodo el triple cuerpo del delito y vio retadoramente a la criada.

Pese a que en esos instantes no era capaz de analizar con lucidez, notó que estaba recibiendo un trato muy diferente al que se da a alguien a quien van a apresar.

Pero... ¿la policía por qué lo citaba?

—Trata de tomar algo de té. Te lo traeré. Sobró un poco.

—No, no deseo té —susurró—. Veré qué quiere la policía. Me presentaré ahora mismo.

—¡Pero si ni podrás descender la escalera!

—Dije que voy.

—Bueno allá tú.

El joven salió después del portero. De inmediato, Raskolnikof se aproximó a la ventana y observó los calcetines y los flecos a la luz del día.

“Aquí están las manchas, pero se ven muy poco: las han esfumado el barro y el roce de la bota. El que no lo sepa, no las podrá ver. Por lo tanto, y por suerte, Nastasia no las vio: estaba muy distante”.

Con manos temblorosas abrió entonces el pliego. Para entender lo que decía tuvo que leerlo y releerlo en varias oportunidades. Se trataba de una citación redactada en la forma normal y corriente, en la que se le señalaba que debía presentarse en la comisaría del distrito, ese mismo día, a las nueve y media de la mañana.

“¡Qué cosa más extraña —pensó al tiempo que se apoderaba de él una angustia muy dolorosa—. Nada tengo que ver con la policía, y justamente hoy me cita. ¡Que finalice esto cuanto antes, mi Dios!”.

Se iba a poner de rodillas para rezar, pero en lugar de hacerlo, se rio. Se reía de sí mismo, no de las plegarias. Comenzó a ponerse la ropa velozmente.

“Si voy a fallecer, ¿qué podemos hacer?”.

Y de inmediato se dijo:

“Me pondré los calcetines. A las manchas las cubrirá el polvo de las calles”.

Cuando apenas se puso el calcetín ensangrentado, se lo arrancó con un gesto de intranquilidad y de espanto. Pero de inmediato recordó que no tenía más calcetines y se lo puso nuevamente, y se echó a reír otra vez.

“¡Bah! Estos son solamente prejuicios. En esta vida todo es relativo: las apariencias, las costumbres..., en fin, todo”.

No obstante, estaba temblando de pies a cabeza.

“Ya está; ya me lo puse y muy bien puesto”.

Rápidamente pasó de la hilaridad a la desesperación y la angustia.

“¡Esto está muy por encima de mis fuerzas!”.

Le temblaban las piernas.

—¿De temor? —murmuró.

Le daba vueltas todo; a consecuencia de la fiebre le dolía mucho la cabeza.

“¡Esto es una emboscada! Quieren cogerme desprevenido, atraerme —pensó al tiempo que caminaba hacia la escalera—. Lo más grave es que estoy muy aturdido, que quizá diga lo que no debo decir”.

Recordó ya en la escalera que las joyas que había robado todavía estaban donde las había colocado, detrás del papel roto y despegado de la pared del cuarto.

“Quizá, aprovechando mi ausencia, registren el cuarto”.

Se detuvo un instante, pero era tal la angustia que lo sometía, era su desesperación tan atrevida, tan honda, que hizo un gesto de impotencia y prosiguió caminando.

“¡Con tal de que todo finalice rápidamente…!”.

Como en los días anteriores, el calor era inaguantable. Ya hacía mucho tiempo que no había llovido. Siempre ese polvo y esos cúmulos de ladrillos y cal que obstruían las calles. Y la fetidez de las tiendas cubiertas de suciedad, y de las cantinas, y aquel hervidero de coches de alquiler, buhoneros, borrachos...

Le cegó el intenso sol y le provocó mareos. Le dolía tanto los ojos que no podía abrirlos. (Así les sucede a todos los que tienen fiebre en los días de sol).

Cuando llegó a la esquina de la calle que tomó el día antes miró furtiva y angustiosamente a la casa... y, de inmediato, giró los ojos.

“Si me llegan a interrogar quizá confiese”, pensaba mientras se acercaba a la comisaría.

Al cuarto piso de una casa nueva, situada a unos trescientos metros de su hospedaje, se había trasladado la comisaría. En una ocasión Raskolnikof había ido al anterior local de la policía, pero de esto ya había pasado mucho tiempo.

Cuando atravesó la puerta miró a la derecha una escalera por la que descendía un mujik con un cuaderno en la mano.

“Seguro es un ordenanza. Entonces, esa escalera lleva a la comisaría”.

Y comenzó a subir, aunque no estaba seguro de ello. No deseaba preguntarle a ninguna persona.

“Entraré allí, me arrodillaré y lo confesaré absolutamente todo”, pensaba al mismo tiempo que se iba aproximando al cuarto piso.

Empinada y dura, la escalera destilaba suciedad. Las cocinas de los cuatro apartamentos daban a ella y sus puertas se encontraban completamente abiertas todo el día. El calor era sofocante. Se veían ordenanzas subir y bajar con sus carpetas debajo del brazo, agentes y todo tipo de personas de ambos sexos que tenían alguna cuestión en la comisaría. Estaba abierta la puerta de las oficinas. Raskolnikof entró y se paró en la antesala, donde estaban algunos mujiks. Allí el calor era tan inaguantable como en la escalera. El local, además, estaba recién pintado y de él se desprendía un olor que provocaba náuseas.

Después de haber aguardado un instante, el muchacho pasó a la habitación adyacente. Todas las piezas eran pequeñas y de techo bajo. La intranquilidad le impedía continuar esperando y lo inducía a avanzar. Nadie le prestaba la más mínima atención. Varios escribientes, que no estaban mucho mejor vestidos que él, trabajaban en la segunda dependencia. Todos tenían una apariencia rara. Raskolnikof habló con uno de ellos.

—¿Qué deseas?

El muchacho le enseñó la citación.

—¿Usted es estudiante? —preguntó otro después de haber mirado el papel.

—Sí, estudiaba.

Sin ningún interés, el escribiente lo miró. Era un individuo de mirada vaga y cabellos enmarañados. Daba la impresión de que estaba dominado por una idea fija.

“Por este hombre no sabré nada. Le es indiferente todo”, pensó Raskolnikof.

—Diríjase usted al secretario —dijo el escribiente indicando con el dedo la oficina del fondo.

Raskolnikof caminó hacia ella. Esta cuarta pieza era excesivamente reducida y estaba repleta de personas, que estaban un poco mejor vestidas que las que el muchacho acababa de ver. Había dos mujeres entre ellas. Una vestía pobremente y estaba de luto. Se encontraba sentada frente al secretario y escribía lo que él le estaba dictando. La otra era de silueta gruesa y rostro colorado. Vestía opulentamente y en el pecho tenía un broche muy grande. Estaba alejada y daba la impresión de que estaba esperando algo. El muchacho le mostró el papel al secretario. Este le echó un vistazo y dijo:

—¡Espere!

Luego continuó dictando a la mujer de luto.

El muchacho suspiró. “No me llamaron por lo que yo pensaba”, se dijo. Y se fue recuperando lentamente”.

Después pensó: “Me puede perder la más mínima torpeza, la menor imprudencia... Es una pena que aquí no circule más aire. Uno se sofoca. Me da vueltas la cabeza más que nunca y no soy capaz de reflexionar”.

Estaba sintiendo un hondo malestar y temía no poder dominarlo. Intentaba fijar su mente en asuntos distintos, pero no lo lograba. No obstante, el secretario le interesaba poderosamente. Se dedicó a analizar su rostro. Era un muchacho de unos veintidós años, pero su cara, sombría y llena de movilidad, hacía que pareciera menos joven. Estaba vestido a la última moda. Sus cabellos, brillantes de cosmético, estaban divididos en dos por una raya que era una auténtica obra de arte. Perfectamente cuidados y blancos, sus dedos estaban llenos de sortijas. Varias cadenas de oro colgaban de su chaleco. Con un extranjero que se encontraba cerca de él intercambió, con mucha desenvoltura, unas palabras en francés.

—Luisa Ivanovna, tome asiento —dijo después a la colorada, gruesa y ricamente ataviada dama, que permanecía de pie como si no se atreviera a tomar asiento, a pesar de que tenía una silla junto a ella.

—Ich danke —contestó, en voz baja, Luisa Ivanovna.

Tomó asiento con un frufrú de sedas. En torno de ella se infló como un globo su vestido azul pálido, provisto de blancos encajes, y llenó casi la mitad de la habitación, al mismo tiempo que se esparcía por toda la estancia un exquisito perfume. Pero daba la impresión de que ella estaba abochornada de ocupar tanto lugar y oler tan bien. Con una expresión de temor y timidez, sonreía y daba muestras de impaciencia.

Finalmente, la mujer enlutada se puso de pie, terminando el asunto que la llevó allí.

En este instante entró estrepitosamente un oficial, con aire decidido y, a cada paso, moviendo los hombros. Sobre la mesa echó su gorra, engalanada con una escarapela, y tomó asiento en un sillón. Apenas lo vio, la señora lujosamente vestida se levantó rápidamente y con un ardor asombroso, comenzó a saludarlo y aunque él no le prestó la más mínima atención, ella no se atrevió a sentarse nuevamente en su presencia. Este hombre era el ayudante del comisario de policía. Exhibía unos enormes bigotes rojizos que horizontalmente sobresalían por ambos lados de su rostro. Excesivamente finas, sus facciones solamente expresaban cierta desfachatez.

Sesgadamente vio a Raskolnikof e incluso con una especie de rabia. Por demás su apariencia era miserable, pero no tenía nada de humilde ni modesta su actitud.

Raskolnikof, imprudentemente, sostuvo aquella mirada con mucho atrevimiento, por lo que el funcionario se ofendió.

—¿Tú qué estás haciendo aquí? —exclamó este, sorprendido indudablemente de que semejante andrajoso no bajara la mirada frente a sus brillantes ojos.

—Vine porque me llamaron —contestó Raskolnikof—. Recibí una citación.

—Él es ese estudiante al que se le solicita la cancelación de una deuda —dijo rápidamente el secretario alzando la cabeza de sus papeles—. Aquí lo tengo —y mostró un cuaderno a Raskolnikof, indicándole lo que tenía que leer.

“¿Una deuda?... ¿Pero qué deuda? —pensó Raskolnikof—. El caso es que ya sé que no me llamaron por... aquello, estoy completamente seguro”.

Tembló de alegría. De repente sintió un gran alivio, indecible, un felicidad indescriptible.

—Pero ¿a qué hora le dijeron que viniera? —le gritó el ayudante, cuyo mal humor había ido creciendo—. Ya son más de las once y lo citaron a las nueve y media.

—Hace un cuarto de hora fue que me entregaron la citación —contestó Raskolnikof en voz también alta. De él se había apoderado una furia repentina y con cierto placer se entregaba a ella—. ¡Demasiado he hecho con venir con fiebre y enfermo!

—¡Ya no grite, no grite!

—Yo no estoy gritando; hablo como debo hacerlo. El que está gritando es usted. Soy estudiante y no tengo por qué soportar que me hablen en ese tono.

Al oficial esta respuesta lo irritó de tal forma que no pudo responder de inmediato: de sus contraídos labios solamente salieron sonidos inarticulados. Luego brincó de su silla.

—¡Cállese! ¡Usted está en la comisaría! Aquí no se permiten insolencias.

—¡Usted también está en la comisaría! —contestó Raskolnikof—, y no contento con gritar, está fumando, lo que es, hacia todos nosotros, una total falta de respeto.

Sentía un placer indescriptible al pronunciar estas palabras.

Con una sonrisa, el secretario presenciaba la escena. El apasionado ayudante pareció dudar un instante.

—¡Eso no le concierne a usted! —contestó finalmente con gritos afectados—. Lo que debe hacer es prestar la declaración que se le solicita. Alejandro Grigorevitch, muéstrele el documento. Contra usted se presentó una denuncia. ¡Usted no cancela sus deudas! ¡Está hecho un buen pájaro!

Pero Raskolnikof ya no lo oía: se apoderó ansiosamente del papel e intentaba, con visible desasosiego, encontrar la clave del misterio. Leyó el documento varias veces sin lograr comprender ni una sola palabra.

—Pero ¿esto qué es? —preguntó al secretario.

—Es un efecto comercial cuya cancelación se le solicita. Usted tiene que pagar el valor de la deuda, además de la multa, de las costas, etcétera, o hacer una declaración por escrito donde diga en qué fecha lo podrá hacer. Se tendrá que comprometer, al mismo tiempo, a no abandonar la ciudad y también, hasta que haya cancelado su deuda, a no vender ni empeñar nada de lo que tiene. En cambio su acreedor tiene completa libertad para vender los bienes de usted y pedir que la ley sea aplicada.

—¡Pero si yo no le debo nada a ninguna persona!

—No es de nuestra incumbencia ese punto. Se nos ha remitido a nosotros un efecto protestado de ciento quince rublos que usted firmó hace nueve meses en favor de la señora Zarnitzine, viuda de un asesor escolar, efecto que esta dama mandó al consejero Tchebarof para pagar una cuenta. Nosotros, debido a ello, le citamos a usted para que declarara.

—¡Pero si ella es mi patrona!

—¡Y eso qué interesa!

El secretario lo miraba con una sonrisa de prepotencia y condescendencia, como a un principiante que comienza a aprender gracias a él lo que quiere decir ser deudor. Era como si le dijera: “¿Eh? ¿Qué te parece?”.

Pero ¿en ese instante qué importaban a Raskolnikof las demandas de su patrona? ¿Valía la pena que se angustiara por semejante cuestión y ni siquiera que le prestara la más mínima atención? Allí estaba leyendo, oyendo, contestando, incluso preguntando, pero todo lo hacía instintivamente. Su ser estaba lleno de la felicidad de sentirse a salvo, de librarse del miedo que lo estremecía hacía unos instantes. Había desterrado de su mente, por el momento, el análisis de su situación, todas las preocupaciones y suposiciones temerosas. Fue un instante de felicidad absoluta, salvaje.

Pero, de repente, en el despacho se desencadenó una tempestad. Todavía bajo los efectos de la ofensa que acababa de sufrir y con ganas de resarcirse, el ayudante del comisario comenzó de pronto a insultar a la señora del lujoso vestido, quien desde que lo vio entrar no dejaba de verlo con una sonrisa estúpida.

—Y tú, bribona —le gritó fuertemente después de comprobar que la dama de luto se había ido ya—, ¿esta noche qué ha sucedido en tu casa? Contéstame: ¿qué ha ocurrido? Con los gritos, las risas y las borracheras han despertado a todos los vecinos. Parece que te has empeñado en ir a la prisión. Por lo menos en diez ocasiones te lo he advertido. Te lo diré de otra manera la próxima vez. ¡Es que no haces caso! ¡Eres una ramera incorregible!

Raskolnikof se quedó tan atónito cuando vio tratar de esa manera a la elegante señora que el papel que tenía en la mano se le cayó. No obstante, no tardó en entender el porqué de todo eso, y el asunto le pareció muy entretenido. A partir de ese instante oyó con mucho interés y haciendo esfuerzos por dominar la risa. Su tensión nerviosa era asombrosa.

—Bueno, bueno, Ilia Petrovitch... —comenzó a decir el secretario, pero de inmediato se dio cuenta de que sería infructuosa su intervención: por experiencia sabía que cuando el impulsivo oficial se disparaba, no existía medio humano de detenerlo.

Con respecto a la hermosa dama, la tormenta que se desencadenó sobre ella comenzó por hacerla estremecer, pero —cosa rara— a medida que los ataques llovían sobre ella su rostro se iba mostrando más amable, y más fascinante la sonrisa que le brindaba al oficial. Aumentaba el número de las reverencias y aguardaba con impaciencia el instante en que su censor permitiera que ella hablara.

—Señor capitán, en mi casa no hay escándalos ni riñas —dijo tan rápidamente como pudo (hablaba el ruso con facilidad, pero con evidente acento alemán)—. Ni el más mínimo escándalo —ella pronunciaba “echkándalo”—. Lo que sucedió fue que un hombre llegó a mi casa borracho... Señor capitán, se lo contaré todo. Yo no fui la culpable. Mi casa, señor capitán, es una casa tan seria como yo. Yo no quería “echkándalos”... Él llegó como una cuba y pidió tres botellas —la alemana decía «potellas»—. Luego alzó las piernas y comenzó a tocar el piano con los pies, algo que está fuera de lugar en una casa tan seria como la mía. Y terminó por destruir el piano, lo cual no me parece nada bien. Y así se lo dije, y él agarró la botella y comenzó a repartir botellazos hacia todos lados. Llamé entonces al portero, y cuando llegó Karl, él caminó hacia Karl y le dio un puñetazo en un ojo. Enriqueta también recibió un golpe. Y a mí me dio cinco bofetadas. Señor capitán, en vista de esta manera de comportarse, tan inadecuada de una casa seria, yo comencé a protestar a gritos, y él abrió la ventana que da al canal y comenzó a gruñir como un cerdo. ¿Entiende, señor capitán? ¡En la ventana se puso a hacer el cerdo! Entonces, para alejarlo de la ventana, Karl comenzó a tirarle de los faldones del frac y..., se lo confieso, señor capitán..., en las manos se le quedó un faldón. Entonces comenzó a gritar diciendo que tenía que pagarle quince rublos de indemnización, y yo, señor capitán, le pagué cinco rublos por seis Rock. No es un cliente deseable, como usted puede ver. Señor capitán, le doy mi palabra de que él armó todo el escándalo. Y me amenazó, además, con relatar toda la historia de mi vida en los periódicos.

—Ah, entonces, ¿es escritor?

—Sí, señor, y un cliente sin escrúpulos que, incluso sabiendo que está en una casa digna, se permite...

—Bueno, bueno; toma asiento. Ya te dije en mil ocasiones...

—Ilia Petrovitch... —repitió, con acento significativo, el secretario.

El ayudante del comisario lo miró rápidamente y vio que sacudía levemente la cabeza.

—Mi respetable Luisa Ivanovna, en fin —siguió el oficial—, en lo que a ti respecta, he aquí mi última palabra. Como en tu digna casa se vuelva a producir un nuevo escándalo haré que te enchiqueren, como suelen decir los de tu noble nivel social. ¿Comprendiste?... ¿De manera que el escritor, el literato, aceptó en tu digna casa cinco rublos por su faldón? ¡Muy bien por los escritores! —miró despectivamente a Raskolnikof—. Un señor literato, hace dos días, comió en una cantina e intentó no pagar. Dijo al cantinero que, hablando de él en su próxima sátira, lo compensaría. Y en un barco de recreo hace poco también otro escritor ofendió de manera grosera a la distinguida familia, madre a hija, de un consejero de Estado. Y a otro lo echaron de una pastelería a patadas. Todos esos escritores son así, esos charlatanes, esos estudiantes... En fin, Luisa Ivanovna, ya te puedes ir. Pero ten mucho cuidado, porque no te quitaré la vista de encima. ¿Comprendes?

Calurosamente, Luisa Ivanovna comenzó a saludar a derecha e izquierda y así, realizando reverencias, retrocedió hasta la puerta. Allí tropezó con un gentil oficial, de rostro sincero y simpático, encuadrada por dos patillas soberbias, rubias y espesas. Era Nikodim Fomitch: el comisario. Luisa Ivanovna, cuando lo vio, se inclinó rápidamente por última vez y casi tocó el suelo y, con paso corto y saltarín, abandonó el despacho.

—Eres el relámpago, el trueno, el rayo, el huracán, la tromba —dijo el comisario hablando de manera amistosa con su ayudante—. Te pusieron nervioso y te dejaste llevar de los nervios. Lo he escuchado desde la escalera.

—Pero no es para menos —contestó indiferentemente Ilia Petrovitch llevándose a otra mesa sus papeles, con su peculiar balanceo de hombros—. Juzgue usted mismo. Ese caballero escritor, mejor dicho, estudiante, es decir, antiguo estudiante, no cancela sus deudas, firma pagarés y no quiere dejar el cuarto que tiene alquilado. Se le denuncia por todo ello, y he aquí que este caballero se enoja porque enciendo un cigarrillo en su presencia, ¡Él, que solamente comete vilezas! Ahí lo tiene usted. Mire qué apariencia tan respetable tiene.

—Mi buen amigo, la pobreza no es un vicio —contestó el comisario—. Eres inflamable como la pólvora, todos lo sabemos. Te habrá ofendido algo en su forma de ser y no has podido controlarte. Y usted tampoco —agregó dirigiéndose con mucha amabilidad a Raskolnikof—. Pero usted no lo conoce. Es un caballero excelente, créame, aunque, como la pólvora, es muy explosivo. Sí, una auténtica pólvora: se enciende, se inflama, arde y todo pasa: entonces solamente queda un corazón de oro. Lo llamaban en el regimiento el “teniente Pólvora”.

—¡Ah, qué regimiento ese! —dijo Ilia Petrovitch conmovido por los elogios de su jefe, aunque continuaba enfadado.

De repente, Raskolnikof sintió el deseo de decir algo desagradable a todos.

—Óigame, capitán —dijo con mucha desenvoltura dirigiéndose al comisario—. Por favor, póngase en mi lugar. Si en algo lo ofendí, estoy dispuesto a presentarle mis disculpas, pero comprenda: soy un estudiante pobre y enfermo, agobiado por la miseria —así lo dijo: “agobiado”—. Tuve que abandonar la universidad porque no podía cubrir mis necesidades. Pero recibiré dinero: mi madre y mi hermana, que residen en el distrito de ***, me lo enviarán. Entonces cancelaré mi deuda. Mi patrona es una excelente mujer, pero está tan enojada al ver que perdí los alumnos que tenía y que desde hace cuatro meses no le pago, que no me da ni siquiera mi ración de comida. Con respecto a su reclamo, no lo entiendo. Me exige que le pague de inmediato. ¿Lo puedo hacer acaso? Ustedes mismos lo pueden juzgar.

—Nada de eso nos incumbe —dijo nuevamente el secretario.

—Permítame, permítame. Estoy totalmente de acuerdo con usted, pero permítame que les explique algunas cosas.

Raskolnikof continuaba dirigiéndose al comisario y no al secretario. Intentaba también atraerse la atención de Ilia Petrovitch que, adoptando una actitud arrogante y despectiva, trataba de demostrarle que no lo oía, sino que estaba abstraído examinando sus papeles.

—Déjeme explicarle que desde que llegué de mi provincia hace tres años soy huésped de esa señora y que inicialmente..., no tengo por qué esconderlo..., inicialmente le prometí que contraería matrimonio con su hija. Simplemente fue una promesa verbal. Yo no me sentía enamorado, pero la joven no me desagradaba... En ese momento yo era muy joven... Mi patrona me abrió un extenso crédito, y comencé a vivir de una manera... No tenía bien puesta la cabeza.

—Señor, nadie le dijo que hable de esos detalles íntimos —le interrumpió con sequedad Ilia Petrovitch y con una complacencia mal disimulada—. No tenemos tiempo para oírlos, además.

Para Raskolnikof fue muy difícil seguir hablando, pero lo hizo vehemente.

—Déjeme, déjeme explicar, solamente a grandes rasgos, cómo ha sucedido todo esto, pese a que no esté de acuerdo con usted con respecto a que son inútiles mis palabras... La joven murió hace un año del tifus y yo continué alojándome en la vivienda de la señora Zarnitzine. Y cuando mi patrona se fue a la casa donde ahora vive, me dijo de manera amistosa que confiaba plenamente en mí, pero que quería que le firmara un pagaré de ciento quince rublos, suma que le debía, según mis cálculos... Déjeme decirle... Ella me dio la seguridad de que, una vez que tuviera el documento, continuaría dándome un crédito ilimitado y que nunca, nunca..., repito sus palabras..., colocaría en circulación el pagaré. Y me exige que le cancele la deuda ahora que no tengo dinero ni lecciones para comer... Esto no tiene explicación.

—Señor, esos patéticos pormenores no nos importan —dijo con ruda sinceridad Ilia Petrovitch—. Usted debe limitarse a declarar y a firmar el compromiso escrito que se le está exigiendo. No nos conciernen en absoluto el relato de sus amores y todos esos lugares comunes y tragedias.

—Pero no hay que ser tan duro y severo —susurró el comisario, caminando hacia la mesa para sentarse y comenzando a firmar papeles. Daba la impresión de que estaba algo avergonzado.

—Vamos, escriba —dijo el secretario a Raskolnikof.

—¿Qué debo escribir? —preguntó el denunciado con aspereza.

—Exactamente lo que yo le dicte.

Raskolnikof creyó notar que el joven secretario era más despectivo con él después de su confesión; pero, cosa rara, a él las opiniones ajenas sobre su persona ya no le interesaban lo más mínimo. En Raskolnikof este cambio de actitud se había producido repentinamente, en un abrir y cerrar de ojos. Si hubiese analizado, aunque solamente hubiera sido un minuto, se habría sorprendido, indudablemente, de haber hablado como lo hizo con esos funcionarios, a los que incluso forzó a oír sus confidencias. Su reciente y súbito estado de ánimo, ¿a qué se debería? Si en ese instante apareciera la oficina llena no de empleados de la policía, sino de sus amigos más cercanos, no sabría qué decirles, no habría hallado una sola palabra franca y amistosa en el enorme vacío que se hizo en su alma. Una lúgubre impresión de infinito y aterrador aislamiento le había invadido. Lo que había provocado semejante revolución en su ánimo no era la vergüenza de haberse entregado a tan cordiales confidencias ante Ilia Petrovitch ni la actitud presuntuosa y victoriosa del oficial. ¡Su bajeza qué le importaba ya! ¡Qué le interesaban las jactancias, las alemanas, los oficiales, las diligencias, las comisarías!... No se habría inmutado aunque le hubiesen condenado a morir quemado en la hoguera. Es más: difícilmente habría oído la sentencia. En su interior se había producido algo nuevo, nunca sentido y que no sabía definir. Entendía, sentía con toda su alma que ya no podría charlar francamente con nadie, hacer ninguna confidencia, no solamente a los trabajadores de la comisaría, sino ni siquiera a sus familiares más cercanos: a su madre, a su hermana... Jamás había experimentado una sensación tan rara ni tan cruel, y el hecho de que él notara que no era un sentimiento razonado, sino una sensación, la más aterradora y martirizadora que había tenido en su existencia, incrementaba su tortura.

Comenzó el secretario de la comisaría a dictarle la fórmula de declaración usada en esos casos. “Siéndome imposible cancelar la deuda en este momento, prometo pagar en... (tal fecha). Asimismo, me comprometo a no abandonar la capital, a no regalar mis bienes, a no venderlos...”.

—¿Qué le sucede que apenas escribe? Se le cae la pluma de las manos —dijo el secretario mirando con atención a Raskolnikof—. ¿Se encuentra enfermo?

—Sí... Me dio un vértigo... Siga.

—Listo. Ya puede firmar.

El secretario cogió la hoja de manos de Raskolnikof y se giró hacia los que estaban esperando.

Raskolnikof le dio la pluma, pero, en lugar de ponerse de pie, colocó los codos en la mesa y, entre las manos, hundió la cabeza. Sentía como si le estaban perforando el cerebro. De repente lo asaltó una idea incomprensible: ponerse de pie, aproximarse al comisario y relatarle detalladamente el suceso de la anciana; después conducirlo a su cuarto y enseñarle las joyas ocultas detrás del papel de la pared. Este impulso fue tan fuerte que se puso de pie dispuesto a llevar a cabo el plan, pero repentinamente pensó: “¿No será preferible que, aunque sea durante un minuto, lo piense un poco?... No, es preferible no pensarlo y cuanto antes, quitarse esta pesada carga de encima.

Pero se paró en seco y quedó clavado en el lugar. Acaloradamente, el comisario hablaba con Ilia Petrovitch. Raskolnikof lo escuchó comentar:

—Es ilógico. Tendremos que liberarlos a ambos. Absolutamente todo contradice esa acusación. ¿Con qué finalidad habrían buscado al portero si hubiesen cometido el asesinato? ¿Para descubrirse a sí mismos? ¿Para despistar? No, es una treta muy arriesgada. A Pestriakof, el estudiante, lo vieron, además, una tendera y los dos porteros frente a la puerta en el instante en que llegó. Estaba en compañía de tres amigos que lo dejaron, pero en cuya presencia preguntó al portero en qué piso habitaba la anciana. Si hubiera ido a la casa con la intención que se le atribuye, ¿habría preguntado esto? Con respecto a Koch, estuvo durante media hora en la orfebrería de la planta baja antes de subir al apartamento de la anciana. Cuando subió eran exactamente las ocho menos cuarto. Analicemos...

—Permítame. A la contradicción en la que incurrieron, ¿qué explicación se le puede dar? Aseguran que llamaron a la puerta y que estaba cerrada. No obstante, después de tres minutos, cuando suben otra vez con el portero, encontraron abierta la puerta.

—Ese es el asunto principal. Indudablemente, el criminal se encontraba en el apartamento y había echado el pasador. Si Koch no hubiese cometido la estupidez de dejar la guardia para bajar en busca de su amigo, no cabe duda de que lo habrían atrapado. El criminal aprovechó ese instante para bajar por la escalera y escapar frente a sus propias narices. Koch está aterrorizado; no deja de santiguarse y de decir que si se hubiese quedado al lado de la puerta del apartamento, el criminal se habría abalanzado sobre él y, de un hachazo, le habría destrozado la cabeza. Hará cantar un Tedeum...

—¿Y nadie vio al criminal?

—¿Pero cómo quiere usted que lo vieran? —dijo el secretario, que desde su sitio estaba muy atento a la charla—. Un arca de Noé, eso es esa casa.

—Todo no puede estar más claro —dijo en un tono de convicción el comisario.

—Nada de eso, por el contrario, está muy oscuro —contestó Ilia Petrovitch.

Tomando su sombrero, Raskolnikof caminó hacia la puerta. Pero no logró llegar a ella...

Se vio sentado en una silla cuando volvió en sí. Un hombre lo estaba sosteniendo por el lado derecho. Otro, a su izquierda, le entregaba un vaso amarillento con un líquido de igual color. Nikodim Fomitch, el comisario, de pie frente a él, lo miraba fijamente. Raskolnikof se puso de pie.

—¿Está enfermo? ¿Qué le ha sucedido? —le preguntó el comisario con sequedad.

—Hace un momento, cuando estaba escribiendo su declaración, apenas podía sostener la pluma —comentó el secretario, sentándose nuevamente y comenzando a hojear papeles otra vez.

—¿Está usted enfermo hace mucho tiempo? —gritó desde su mesa Ilia Petrovitch, donde también se encontraba hojeando papeles. Como todos los demás se había aproximado a Raskolnikof y, durante su desmayo, lo había examinado. Se apresuró a volver a su puesto cuando vio que volvía en sí.

—Estoy enfermo desde anteayer —murmuró Raskolnikof.

—¿Usted salió ayer?

—Sí.

—¿Incluso sintiéndose enfermo?

—Sí.

—¿Y a qué hora?

—De siete a ocho.

—Déjeme preguntarle dónde estuvo.

—En la calle.

—He aquí una respuesta breve y clara.

Con voz entrecortada y dura, Raskolnikof dio estas respuestas. Estaba lívido y blanco igual que un lienzo. Frente a la mirada de Ilia Petrovitch no se hundían sus enormes ojos, negros y ardientes.

—Apenas puede mantenerse de pie, y tú todavía... —comenzó a decir el comisario.

—Pero no se preocupe —contestó Ilia Petrovitch con tono misterioso.

Nikodim Fomitch tenía la intención de comentar algo más, pero sus ojos se encontraron casualmente con los del secretario que estaban fijos en él, y esto bastó para que se quedara callado. Se hizo un silencio colectivo, raro y súbito.

—Muy bien, ya no lo necesitamos —dijo finalmente Ilia Petrovitch—. Usted se puede ir.

Raskolnikof se marchó. Apenas salió, entre los policías se reanudó con gran vivacidad la charla. Se escuchaba más la voz del comisario que las de sus compañeros. Daba la impresión de que hacía preguntas.

Raskolnikof recuperó la serenidad cuando se encontró en la calle.

“Indudablemente harán un registro, y de inmediato —pensaba mientras caminaba hacia su hospedaje—. Están sospechando de mí. ¡Los muy canallas!”.

Y se apoderó de él otra vez el pánico que lo dominó anteriormente.

Crimen y castigo

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