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CAPÍTULO SIETE

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―Ya está ―dijo Ivan, arrastrándose para salir del armario que había debajo del fregadero de la cocina―. Esa tubería no debería gotear más ni darte más problemas.

Se puso en pie, bajándose avergonzado el borde de la arrugada camiseta gris que se le había subido sobre la barriga cervecera pálida como un fantasma. Lacey disimuló con educación que no había visto nada.

–Gracias por arreglarlo tan rápido ―dijo, agradecida de que Ivan fuese un casero considerado que arreglaba todos los problemas con los que la sorprendía la casa (y que no habían sido pocos) y además lo hacía de una manera tan eficaz. Pero también empezaba a sentirse culpable por la cantidad de veces que había acabado arrastrándolo hasta Cottage Crag; la colina no representaba precisamente un simple paseo, e Ivan ya no era precisamente joven―. ¿Quieres quedarte a tomar algo? ―le ofreció―. ¿Té? ¿Cerveza?

Ya sabía que la respuesta sería negativa. Ivan era tímido, y transmitía la sensación de que creía que su presencia era una imposición que Lacey tenía que sufrir, pero aquello no evitaba que se lo preguntase siempre.

Ivan se rió por lo bajo.

–No, no, no hace falta, Lacey. Esta noche tengo que ocuparme de unos asuntos administrativos. No hay descanso para los malditos, como se suele decir.

–Y que lo digas ―contestó Lacey―. Esta mañana he ido a la tienda a las cinco de la mañana y no he vuelto a casa hasta las ocho de la tarde.

Ivan frunció el ceño.

–¿La tienda?

–Oh ―musitó Lacey, sorprendida―. Creía que te lo había mencionado cuando viniste a desatascar los canalones. Voy a abrir una tienda de antigüedades en el pueblo. Le he alquilado un local vacío a Stephen y Martha, el que antes era una tienda de jardinería y objetos del hogar.

Ivan pareció estupefacto.

–¡Creía que habías venido de vacaciones!

–Así es, pero he acabado decidiendo que voy a quedarme. No justo en esta casa, por supuesto. Encontraré algún otro sitio tan pronto como la necesites para alquilarla.

–No, si estoy encantado ―se apresuró a decir Ivan con aspecto de estar absolutamente maravillado―. Si te gusta estar aquí, será un placer que te quedes. No es demasiado incordio que tenga que venir de vez en cuando a hacer apaños, ¿verdad?

–Me gusta que lo hagas ―contestó Lacey con una sonrisa―. Así evito sentirme sola.

Aquella había sido la parte más difícil de dejar atrás Nueva York. No se trataba del lugar, ni del apartamento, ni de las calles conocidas, sino de la gente que había dejado atrás.

–Quizás debería adoptar un perro ―añadió con una risita.

–Deduzco que todavía no conoces a tu vecina, ¿verdad? ―dijo Ivan―. Es una dama encantadora. Excéntrica. Tiene un perro, un collie, para controlar a las ovejas.

–A las ovejas sí que las conozco ―le dijo Lacey―. No dejan de colarse en el jardín.


―Ah ―dijo Ivan―. Debe de haber un agujero en la verja. Le echaré un vistazo más tarde. Pero en fin, la señora que vive al lado siempre está dispuesta a tomar una taza de té. O una cerveza. ―Y guiñó el ojo de una manera paternal que a Lacey le hizo pensar en su padre.

–¿De verdad? ¿No le importará que una americana a la que no conoce se plante en su puerta?

–¿A Gina? En absoluto. ¡Le encantará! Hazle una visita; te prometo que no te arrepentirás.

Y, tras aquello, Ivan se marchó y Lacey hizo lo que le había sugerido y se acercó a la casa de su vecina. Aunque «vecina» era una descripción bastante amplia; la casa estaba al menos a cinco minutos de paseo por el acantilado.

Llegó a la casa de campo, un edificio parecido al suyo pero de una única planta, y llamó a la puerta. Se empezó a oír ruido al otro lado al instante, tanto el de un perro arañando el suelo como el de una voz femenina diciéndole que se calmase. La puerta se abrió unos cuantos centímetros y una mujer de cabello gris, largo y rizado y rasgos excepcionalmente infantiles para una persona de unos sesenta años se asomó por el hueco. Iba vestida con una rebeca color salmón y una falda floral que legaba hasta el suelo, y también podía verse el morro de un border collie blanco y negro que intentaba desesperadamente apartarla para salir fuera.

–Boudicca ―le dijo la mujer al perro―. Quita el morro de en medio.

–¿Boudicca? ―preguntó Lacey―. Es un nombre de lo más interesante para un perro.

–Se lo puse por la vengativa reina guerrera pagana que se lanzó contra los romanos y redujo Londres a cenizas. Bueno, ¿en qué puedo ayudarte, querida?

La mujer le cayó bien al instante.

–Soy Lacey. Vivo en la casa de al lado, y he pensado que sería buena idea presentarme ahora que mi estancia va a volverse algo así como permanente.

–¿En la casa de al lado? ¿En Cottage Crag?

–Eso es.

La mujer sonrió de oreja a oreja. Abrió la puerta por completo, extendiendo los brazos al mismo tiempo.

–¡Oh! ―exclamó en una muestra de pura felicidad, dándole a Lacey un abrazo. La perra, Boudicca, se volvió loca, dando saltos y ladrando―. Soy Georgina Vickers. George para la familia y Gina para los amigos.

–¿Y para los vecinos? ―intervino Lacey, siendo al fin liberada del abrazo de oso de la mujer.

–Lo mejor serás que me llames Gina. ―La cogió de la mano y tiró de ella―. ¡Venga, entra! ¡Adelante! ¡Adelante! Pondré la tetera a calentar.

A Lacey no le quedó más opción que dejarse arrastrar dentro de la casa y, aunque en aquel momento todavía no era consciente, la frase «Pondré la tetera a calentar» iba a convertirse en una frase que oiría muy a menudo.

–¿Te lo puedes creer, Boo? ―dijo la mujer mientras se adentraba por el pasillo de techo bajo―. ¡Por fin tenemos vecinos!

Lacey la siguió hasta la cocina. Tenía más o menos la mitad del tamaño que la suya, el suelo estaba formado por azulejos de un tono rojo oscuro, y había una gran isleta central que ocupaba gran parte del espacio disponible. El fregadero estaba a un lado, junto a una gran ventana que ofrecía vistas a un jardín lleno de flores y a las olas rompientes del océano más allá.

–¿Te gusta la jardinería? ―preguntó Lacey.

–Así es. Me enorgullezco mucho de mi jardín. Cultivo toda clase de flores y hierbas para preparar remedios; soy algo así como una doctora bruja. ―Soltó una carcajada ante la valoración que había hecho de sí misma―. ¿Te gustaría probar uno? ―Hizo un gesto hacia una hilera de botellas de cristal de color ámbar apretujadas en una estantería artesanal de madera bastante tambaleante―. Tengo curas para el dolor de cabeza, calambres, dolor de dientes, reuma…

–Uh… Creo que me conformaré con el té ―contestó Lacey.

–¡Té pues! ―exclamó la excéntrica mujer. Marchó hacia el lado opuesto de la cocina y sacó dos tazas de un armario―. ¿De qué tipo? ¿English Breakfast? ¿Assam? ¿Earl Grey? ¿Lady Grey?

Lacey no había sido consciente de que existieran tantos tipos. Se preguntó cuál sería el que había tomado en su «cita» con Tom; había estado delicioso. Pensar en ello le volvió a traer a la mente aquel recuerdo.

–¿Cuál es el tradicional? ―respondió, sintiéndose algo perdida―. ¿Cuál es el que te tomas con los bollitos?

–Ése sería el English Breakfast ―dijo Gina, asintiendo con la cabeza. Eligió una lata del armario, sacó dos bolsitas de su interior y dejó cada una de ellas en una de las tazas de distintos juegos que había preparado. Después llenó la tetera y la puso al fuego antes de girarse hacia Lacey con una mirada llena de curiosidad―. Bueno, dime ―empezó―. ¿Qué te está pareciendo Wilfordshire?

–Ya había estado antes ―le explicó Lacey―. Vine de vacaciones de niña. En aquel entonces me encantó, y quería saber si volvería a sentir la misma magia en una segunda visita.

–¿Y bien?

Lacey pensó en Tom, en la tienda, en Cottage Crag y en todos los recuerdos de su padre que habían salido a la luz como polillas del interior de una casa que hubiese permanecido intacta durante veinte años. Una sonrisa le curvó los labios.

–La estoy sintiendo, eso seguro.

–¿Y cómo has acabado en Cottage Crag? ―preguntó Gina.

Lacey estaba a punto de explicarle la historia de su encuentro por pura casualidad con Ivan en The Coach House, pero la tetera empezó a burbujear con fuerza y su voz se vio ahogada por el ruido. Gina extendió un dedo en un gesto que transmitía que le diese un segundo, y se acercó a la tetera con el border collie llamado Boudicca cruzándose entre sus piernas mientras avanzaba.

Asesinato en la mansión

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