Читать книгу Asesinato en la mansión - Fiona Grace, Фиона Грейс - Страница 4
CAPÍTULO UNO
ОглавлениеDe mutuo acuerdo.
Eso era lo que afirmaban los papeles del divorcio, escrito con tinta negra y en negrita, haciendo que resaltase sobre la blancura del papel.
De mutuo acuerdo.
Lacey suspiró mientras miraba los documentos. Un adolescente con la cara llena de granos y actitud indiferente, como si aquello no fuera más importante que una caja de pizza, le había entregado en mano aquel sobre color manila de aspecto tan inocente en la misma puerta de su casa. Y aunque Lacey había sabido al instante por qué estaba recibiendo una carta certificada, en un primer momento no había sentido nada. La magnitud de lo ocurrido no la había alcanzado hasta que se había dejado caer en el sofá del salón, junto a la mesita del café donde había abandonado su cappuccino todavía caliente al oír cómo llamaban a la puerta, y había sacado los documentos de su interior.
Los papeles del divorcio.
Divorcio.
Su reacción había sido gritar y tirarlos al suelo, como si tuviera fobia a las arañas y acabasen de enviarle una tarántula viva.
Y allí era donde estaban ahora, diseminados sobre la extremadamente cara alfombra impuesta por las últimas tendencias que le había regalado Saskia, su jefa en la empresa de diseño de interiores en la que trabajaba. La frase David Bishop vs Lacey Bishop le devolvió la mirada. Empezó a distinguir palabras entre el caos de letras sin sentido: disolución de matrimonio, diferencias irreconciliables, de mutuo acuerdo…
Recogió los papeles con cuidado.
Bueno, no era exactamente una sorpresa. Después de todo, David había puesto fin a su matrimonio de catorce años al grito de: «¡Ya te llamará mi abogado!». Pero aquello no había preparado a Lacey para la bomba emocional de recibir una copia física de dichos documentos y de sentir su peso, su solidez, y ver aquel horrible texto negro y remarcado que declaraba que era de mutuo acuerdo.
Así era como se hacían las cosas en Nueva York, siguiendo el argumento de que los divorcios donde nadie era culpable eran menos engorrosos, ¿verdad? Pero lo de «mutuo acuerdo» era pasarse, en opinión de Lacey. Porque, según David, había sido ella la que lo había obligado a divorciarse. Tenía treinta y nueve años y no había habido ni un bebé. No había tenido ni el más mínimo deseo, no había sentido ningún impulso hormonal al ver a los hijos recién nacidos de sus amigas, y había habido muchos, casi como si se materializasen de la nada en un flujo sin fin de bonitos seres diminutos y revoltosos que no despertaban absolutamente nada en su interior.
–Eres un reloj que todavía tiene que dar la hora ―le había explicado David una noche mientras se tomaba una copa de merlot.
Lo que en realidad había querido decir, por supuesto, era: «Nuestro matrimonio es una bomba de relojería».
Lacey soltó un profundo suspiro. Ojalá hubiese sabido durante su boda, con veinticinco años y en mitad de un remolino de felicidad, confeti blanco y burbujas de champán, que el priorizar su trabajo por encima de la maternidad acabaría convirtiéndose en una espectacular patada en el culo.
«De mutuo acuerdo. ¡Ja!».
Se puso a buscar un bolígrafo con unas extremidades que de repente pesaban como si estuviese hechas de hierro, y dio con uno en el cuenco para las llaves. Al menos ahora las cosas estaban organizadas. David ya no andaba corriendo de un lado al otro en busca de zapatos perdidos, llaves perdidas, carteras perdidas ni gafas de sol perdidas. Aquella era una época en la que todo seguía justo donde lo había dejado, pero en aquel momento no le resultaba un gran premio de consolación.
Volvió al sofá con el bolígrafo en la mano y lo colocó sobre la línea de puntos donde se suponía que debía firmar. Pero, en lugar de tocar el papel con la punta, Lacey se detuvo con el bolígrafo en el aire, a duras penas a un milímetro por encima de la línea, como si hubiese una barrera invisible entre la punta y el papel. Las palabras «cláusula de mantenimiento entre esposos» le habían llamado la atención.
Frunció el ceño y volvió a la página donde se estipulaba esa parte, examinando la cláusula. Como la que más dinero ganaba en la pareja, además de ser la única propietaria del apartamento en Upper Eastside en la que estaba en aquel momento, tendría que pagarle a David una «cantidad fija» durante «no más de dos años» para que él pudiese «iniciar» su nueva vida de un «modo consistente con el que ha vivido hasta ahora».
Lacey no pudo evitar soltar una carcajada amarga. Qué irónico que David sacase provecho de su trabajo. ¡De su trabajo, que era la razón por la que había decidido poner fin a su matrimonio! Aunque él no lo vería así, por supuesto. David lo llamaría algo así como «recompensa». A David le encantaba que todo estuviera equilibrado y fuese justo, pero Lacey sabía lo que era realmente aquel dinero. Era un castigo. Una venganza. Una represalia.
«Menuda manera de recibir dos patadas en el culo», pensó.
La visión se le nubló de repente y una gota de agua cayó sobre su apellido, haciendo que la tinta se corriese y el papel se arrugase. Una lágrima fugitiva había logrado aterrizar sobre el documento. Lacey se secó el ojo culpable con el dorso de la mano y un gesto agresivo.
«Tendré que cambiarme el nombre», pensó, mirando fijamente la palabra ahora deformada. «Tendré que volver a usar mi nombre de soltera».
Lacey Fay Bishop había dejado de existir. La habían eliminado. Aquel nombre pertenecía a la esposa de David Bishop y, en cuanto firmase en la línea de puntos, Lacey dejaría de ser aquella mujer. Se convertiría en Lacey Fay Doyle una vez más, regresando a la chica que había dejado de ser en la veintena y a la que a duras penas recordaba.
Pero el nombre de Doyle significaba todavía menos para ella que el que le había cogido prestado a David durante los últimos catorce años. Su padre la había abandonado cuando tenía siete años, justo después de unas encantadoras vacaciones familiares en el pueblo idílico y costero de Wilfordshire, en Inglaterra. No había vuelto a verlo desde entonces. Su padre había estado allí un buen día, comiendo helado en una playa rocosa, salvaje y azotada por el viento, y al día siguiente había desaparecido.
¡Y ahora ella había fracasado tanto como lo habían hecho sus padres! ¡Después de todas aquellas lágrimas infantiles por su padre desaparecido, de todos los insultos de adolescente enfurecida lanzados contra su madre, Lacey se había dedicado a repetir los mismos errores! Había fracaso en su matrimonio tal y como habían hecho sus padres, y la única diferencia, razonó, era que su fracaso no conllevaba daños colaterales. Su divorcio no dejaría a dos hijas desconsoladas y heridas a su paso.
Se quedó mirando aquella maldita línea. Le exigía que la firmara, pero Lacey seguía titubeando. Su mente parecía haberse quedado atascada en su nuevo nombre.
«Quizás debería dejarme de apellidos», pensó con sarcasmo. «Podría hacerme llamar Lacey Fay, como si fuese una estrella del pop». Notó cómo la histeria crecía en su pecho. «¿Pero por qué detenerme ahí? Por unos cuántos dólares, bien podría cambiarme el nombre por completo. Podría llamarme…». Miró a su alrededor en busca de inspiración y su mirada se posó en la taza de café todavía intacta que descansaba en la mesita que tenía delante. «Lacey Fay Cappuccino. ¿Por qué no? ¡La princesa Lacey Fay Cappuccino!».
Se echó a reír, echando la cabeza de brillantes rizos oscuros hacia atrás y carcajeándose en dirección al techo. Pero fue un momento breve, y la risa se cortó tan deprisa como se había iniciado. El silencio llenó el vacío apartamento.
Lacey firmó a toda prisa los papeles del divorcio. Estaba hecho.
Tomó un sorbo de café. Se había quedado frío.
*
Lacey se subió al metro repleto, tal y como hacía todos los días, en dirección a la oficina en la que trabajaba como ayudante de diseño de interiores. Llevaba tacones, bolso y no establecía contacto visual con nadie; era como cualquier otra persona de camino al trabajo. Excepto que no lo era, por supuesto, porque, de entre el medio millón de personas que estaban usando en aquel instante el metro de Nueva York durante hora punta, ella era la única a la que le habían entregado los papeles del divorcio aquella misma mañana… o así era como se sentía. Era el nuevo miembro del Club de los Divorciados Tristes.
Sintió cómo se avecinaban las lágrimas y sacudió la cabeza con fuerza, obligando a su mente a pensar en cosas felices. Ésta fue directa a Wilfordshire, a aquella playa tranquila y salvaje. Recordó el océano y el aire salado con un recuerdo repentino y vívido. Recordó el camión de los helados con su canción espeluznante y repiqueteante, las patatas fritas ―chips, papá dijo que allí se llamaban chips― servidas en pequeño envase de poliestireno con un pequeño tenedor de madera, y todas las gaviotas que habían intentado robárselas en cuanto se había despistado un poco. Pensó en sus padres y en los rostros sonrientes que habían mostrado durante aquellas vacaciones.
¿Había sido todo una mentira? Lacey no había tenido más que siete años, Naomi cuatro, y ninguna de las dos había sido lo bastante mayor como para detectar los pequeños detalles de las emociones adultas. Estaba claro que a sus padres se les había dado bien ocultar cosas, porque todo había ido a la perfección hasta que, de un día para otro, la destrucción había asolado sus vidas.
Pero habían parecido felices de verdad, pensó. Aunque, para el mundo exterior, seguramente David y ella también habían parecido tenerlo todo. Y lo habían tenido. Un buen apartamento, trabajos bien pagados y satisfactorios, buena salud; lo único que les había faltado habían sido aquellos malditos bebés que tan importantes se habían vuelto de repente para David. De hecho, su ruptura había sido casi tan repentina como la marcha de su padre. Quizás así eran los hombres; experimentaban un repentino momento de iluminación y, una vez tomada su decisión, se negaban a reconsiderarla, de tal modo que todo lo que se interponía en su camino debía ser derribado. A fin de cuentas, ¿por qué iban a dejar nada intacto?
Salió del metro y se unió a la riada de gente que recorría las calles de Nueva York, una ciudad a la que había considerado su hogar durante toda su vida pero que ahora se le antojaba agobiante. Lacey siempre había adorado lo llena de vida que estaba y todos los negocios que albergaba. Nueva York era como ella al cien por cien, pero ahora se sentía invadida por el deseo de experimentar un cambio radical. De empezar de cero.
Recorrió el último par de calles hasta su oficina y sacó el móvil del bolso para llamar a Naomi. Su hermana contestó al primer tono.
–¿Va todo bien, cariño?
Naomi había estado esperando ansiosamente los papeles del divorcio, por eso su prontitud al responder al teléfono a pesar de lo temprano que era, pero Lacey no quería hablar del divorcio.
–¿Recuerdas Wilfordshire?
–¿Eh?
Naomi sonaba adormecida, algo de esperar al tener en cuenta que era la madre soltera de Frankie, el niño de siete años más inquieto del mundo.
–Wilfordshire. Fue durante las últimas vacaciones a las que fuimos mientras papá y mamá seguían juntos.
Hubo un momento de silencio.
–¿Por qué me preguntas eso?
Al igual que su madre, Naomi había hecho voto de silencio en cuanto a todo lo relacionado con su padre. Había sido más joven que Lacey cuando su padre se había marchado y posteriormente había proclamado que no lo recordaba en absoluto, ¿así que por qué malgastar energía dándole importancia a su ausencia? Pero tras varios chupitos de más un viernes por la noche, había acabado confesando que lo recordaba vívidamente, que soñaba con él a menudo y que había dedicado tres años enteros de terapia semanal a culpar furiosamente a su abandono como causa del fracaso de todas sus relaciones como adulta. Naomi se había subido a un carrusel de relaciones apasionadas y tumultuosas a la edad de catorce años y ya no había vuelto a bajarse. Francamente, su vida amorosa dejaba a Lacey mareada.
–Han llegado. Los papeles.
–Oh, cariño. Lo siento muchísimo. ¿Estás…? ¡FRANKIE, DEJA ESO O YA VERÁS!
Lacey hizo una mueca, apartándose el teléfono de la oreja mientras Naomi le ladraba a Frankie la amenaza de matarlo si seguía haciendo lo que fuese que se suponía que no debía hacer.
–Lo siento, cariño ―dijo Naomi, volviendo a usar un volumen normal―. ¿Estás bien?
–Estoy bien. ―Lacey hizo un pausa―. No, en realidad no estoy bien. Me siento impulsiva. En una escala del uno al diez, ¿cómo de loco sería saltarme el trabajo y coger el siguiente vuelo a Inglaterra?
–Eh, ¿qué tal un once? Te despedirán.
–Pediré días personales.
Lacey casi pudo oír cómo Naomi ponía los ojos en blanco.
–¿Con Saskia? ¿En serio? ¿Crees que te dará días por asuntos personales? ¿La mujer que te hizo trabajar el día de Navidad el año pasado?
Lacey torció los labios en una mueca de consternación, un gesto que, según su madre, había heredado de su padre.
–Necesito hacer algo, Naomi. Me siento asfixiada. ―Se tiró del cuello del jersey; de repente se le antojaba la cuerda de una horca.
–Claro que te sientes así, y nadie te culpa por ello. Pero no hagas nada precipitado. Quiero decir, elegiste tu trabajo antes que a David. No vayas a jugártelo ahora.
Lacey hizo una pausa, frunciendo las cejas por la confusión. ¿Era así como Naomi interpretaba aquella situación?
–No elegí mi carrera antes que a David. Fue él el que me dio un ultimátum.
–Puedes decirlo como quieras, Lace, pero… ¡FRANKE! ¡FRANKIE, TE JURO QUE…!
Lacey había llegado a la oficina. Suspiró.
–Adiós, Naomi.
Cortó la llamada y alzó la vista hacia el alto edificio de ladrillos al que había entregado quince años de su vida. Quince años entregada a aquel trabajo, y catorce entregada a David. ¿Acaso no era hora de que se entregase un poco a sí misma? Sólo unas pequeñas vacaciones, un viaje a sus recuerdos. Una semana, o dos, un mes como mucho.
Con una repentina oleada de decisión, Lacey entró con paso firme en el edificio. Encontró a Saskia de pie en uno de los ordenadores, ladrándole órdenes a un becario de aspecto aterrorizado. Lacey levantó una mano para frenar a Saskia en seco antes de que su jefa pudiese decirle nada.
–Voy a tomarme algunos días por asuntos personales ―anunció.
Tuvo el tiempo justo de ver cómo Saskia fruncía el ceño antes de dar media vuelta y salir por el mismo camino por el que había entrado.
Cinco minutos más tarde, Lacey estaba al teléfono reservando un billete a Inglaterra.