Читать книгу Me quedo con la cabra - Félix Rueda - Страница 10
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Habían hablado durante horas y se sentían relajados. A veces los hombres necesitan materializar sus preguntas, respondiendo a ellas frente a un oyente, ya que, con el esfuerzo de formar un argumento, encuentran una explicación a todo aquello, cuyo propio subconsciente frenaba su aceptación, o mejor aún, ese esfuerzo moldea, le da una forma concreta e inteligible a todo aquello que permanecía en forma abstracta y aparecía más como un sentimiento, que como una idea. Es por ello, que tanta gente visitaba antaño al confesor y en la actualidad al psicólogo o psiquiatra y es por ello también, que un maestro empieza a entender realmente la materia motivo de su magisterio cuando trata de explicarla ante sus alumnos. La reflexión solitaria no deja de ser una forma de utilizarnos a nosotros mismos como oyentes.
Roberto había asumido la fuga de su amigo, frente a los demás, como una locura, pero en su fuero interno sabía que Martí era una persona razonable, al que él admiraba y solicitaba consejo, aunque nunca de una manera formal, sino más bien dentro de la intimidad de unos amigos que comparten sus problemas. Martí por su parte, había tomado una decisión drástica que cambiaría su vida y lo hizo con el entero convencimiento de que aquel, era el camino a seguir. Sin embargo, no había medido su capacidad para andar la senda en solitario, para combatir sus propios fantasmas y había sufrido, no sólo por despojarse del pasado, sino por el miedo a no ser capaz de construirse un futuro. El fracaso de una vida sin horizonte y el posible desastre de un horizonte sin la fuerza necesaria para forjar una nueva vida. Ambos por diferentes vías, habían encontrado, por así decirlo, bálsamo para sus heridas, pero era innegable que un cierto resquemor demostraba que las llagas todavía sangraban, como esos fuegos que aun pareciendo extinguidos, cualquier soplo de aire los reaviva para, al fin, devastar el bosque, en este caso, el alma de Roberto y sobre todo de Martí, el más fuerte de los dos, pero también el que se había impuesto la prueba más dura.
―Bebamos puesto que las heridas del alma sólo las cura Dios y como siempre hemos sido unos ateos empedernidos, no nos queda otro consuelo que aliviarlas con el vino y las mujeres y aquí sólo tenemos vino ―sentenció Roberto y ambos rieron mientras brindaban. Martí añadió―: Nos queda la cabra. La llamo Gilda porqué tiene las patas negras, como si llevara guantes y las mismas tetas puntiagudas que la Rita Hayworth. ―Roberto siguió con la broma―: No hay que desdeñar a ninguna hembra y más, si posee esas tetas que dices. A mí en tales ocasiones no me importa hacer de Glenn Ford.
Siguieron bebiendo hasta acabar dormidos en el sofá, frente a las brasas del hogar. Por la mañana sus cabezas les recordarían los excesos, pero en aquellos momentos se sentían felices, en parte por la borrachera, pero también por el reencuentro. Se habían emborrachado por la felicidad de redescubrirse, pero, además, era como si las copas las hubieran pagado otros a los que ya no volverían a ver. Doble felicidad, beber y hacerlo a costa de alguien a quien no tendrás que encontrar de nuevo, ni agradecer, ni pasar cuentas.
El frío del amanecer despertó a Roberto, el rescoldo del hogar se había apagado y la energía etílica que había calentado su cuerpo horas antes descendía con rapidez. Echó una manta sobre su amigo y subió al piso superior. Antes de entrar en su habitación, no pudo dejar de visitar la biblioteca. Estaba fascinado. Martí siempre había tenido una cierta tendencia autodidacta, pero a él, con sus conocimientos de arquitectura, aquello le parecía como si un peón de albañil, sin otra ayuda que su ingenio, hubiera levantado el Empire State Building. También le sorprendía la cantidad de volúmenes acumulados, por lo que él recordaba, Martí poseía en Barcelona una buena biblioteca, pero aquello estaba más cerca de una biblioteca universitaria, que la de un buen aficionado a la lectura. “Supongo que habrá tenido mucho tiempo para dedicarlo a los libros”, se dijo a sí mismo.
Entre los libros extendidos sobre la larga mesa, también había gran cantidad de manuscritos. Al principio una cierta prudencia frenó su curiosidad. Le parecía que, de alguna manera, era como violar la intimidad de Martí, como leer la correspondencia ajena sin el permiso del destinatario. A la primera oportunidad, le preguntaría si estaba escribiendo alguna cosa y que fuera él quien tomara la decisión de mostrarle o no, sus escritos. Pero el cotilleo es un mal intrínseco de la sociedad en que vivimos, de ahí el éxito de las revistas llamadas del corazón, en las que la única noticia es saber que hacen los demás. Decidió tomar el primer folio de uno de los montones para echarle una simple ojeada al azar, después lo dejaría en su sitio y otro día le preguntaría a Martí sobre lo que estaba escribiendo, pero con cierto conocimiento de causa. A lo mejor, no eran más que tonterías sobre el cultivo de la patata, o tratados de economía o, aunque lo dudaba porqué conocía a su amigo, un diario. En tal caso, todavía sería más grave la violación. En fin, le dolía la cabeza, empezaban a aparecer los primeros efectos de la resaca. Una ojeada rápida y se iría a dormir. Encontrar los nombres de sus amigos en el texto, despertó todavía más su curiosidad y empezó a leer.
LO NUESTRO SE ACABÓ
Aquel día, mientras Matilde hacía punto y miraba en la televisión un serial vespertino, Fernando parecía agobiado, andaba de un lado para otro sin motivo aparente.
―Matilde tenemos que hablar, tengo que decirte algo. He reflexionado mucho antes de tomar esta decisión.
―Fernando, ¿no puedes esperar? ¿No ves que ahora estoy atareada?
―Matilde no puedo esperar, estoy harto, ya no aguanto más, lo nuestro se acabó.
Matilde lo miró incrédula y continuó con su labor. Distraídamente, como si no quisiera darle mayor importancia al comentario, añadió.
―No sé a qué viene ahora esto, nuestra relación no tiene nada que envidiar a la de nuestros amigos, no entiendo muy bien que mosca te ha picado hoy, pero en cualquier caso Fernando, ya sabes que lo nuestro no se puede acabar. Recuerda, hasta que la muerte nos separe. Por algo nos casamos por la iglesia, para demostrar a la sociedad que nuestro amor no era sólo un trámite burocrático, sino una opción de por vida o más allá si cabe. Nuestro amor no es un artículo de consumo, nuestro amor es eterno. ―Y continuó satisfecha con su labor.
Fernando se situó frente a ella y alzando la voz, le soltó una retahíla atropellada, como un vómito incontenible debido a una indigestión por algo que no podía seguir tragando y que se situaba por encima de su estómago, pero también en éste.
―Matilde no existe nada que sea eterno, ni las personas, ni las montañas, ni los océanos, ni los planetas, ni las constelaciones, ni los dioses son eternos, y por supuesto, mucho menos nuestra relación.
Matilde lo miró sorprendida por la catarata verbal de Fernando a la que no la tenía acostumbrada y rompió a llorar―: ¿Cómo puedes decir esto? Éramos tan felices ―consiguió articular entre hipos.
―Matilde, no digas tonterías, resulta patético. Hace años que nos comportamos como unos conocidos bien educados. No existe entre nosotros ni el más mínimo vestigio de pasión. Hablas del amor, como quien habla de un limpiador para el baño. Para mí el amor es algo más que una relación amable. Si al menos hubieras mostrado alguna vez un poco de pasión.
―Fernando somos personas decentes, no animales. ¿Pasión? ¿Qué quieres decir con pasión? Nos hemos comportado como marcaban las reglas que juramos cumplir a la Santa Madre Iglesia y a veces, hasta te he dejado hacer un poco más.
―Matilde ya sabes que me casé por la Iglesia, sólo por tu familia, que nunca he creído un potorro en esos cuentos, o sea, que no me metas a la iglesia en lo nuestro como excusa, por Dios.
―Al menos, si no crees en Dios, no blasfemes. No seré la mejor católica, pero no me gusta que se utilice el nombre de Dios en vano. Lo que pasa es que a ti, como a la mayoría de los hombres, te hubiera gustado tenerme siempre espatarrada como una perra lujuriosa, siempre dispuesta a satisfacer tus instintos más bajos.
―No, Matilde, como una mujer normal y no como una perra frígida, que es lo que has sido siempre. Hacer el amor contigo es como hacerlo con un cadáver. Te has pasado la vida mirando al techo y pasando el rosario mientras hacíamos el amor. Nunca has pensado en tomar la más mínima iniciativa, nunca has pensado que quizás yo también esperaba algo de ti. Siempre ausente lanzando rogativas a la Virgen para que te perdonara por los pecados que estabas cometiendo.
―¡¡Blasfemo!! Que tú no seas creyente, no te da derecho a meterte con las cosas que son sagradas para los demás. A mí nunca se me ocurriría pasar el rosario, ni rezar a la virgen, ni nada por el estilo mientras estoy haciendo el amor. Soy una mujer moderna y nunca he creído que hacer el amor fuera pecado. Además, ya sabes lo que dicen: No hay mujeres frígidas, hay hombres que no lo saben hacer. Y si no, pregúntaselo a Roberto. ¡¡Uy!! Ves, cómo me haces hablar de más.
Fernando nunca supo si las palabras de Matilde habían sido dichas como un desquite por su anuncio de separación o si encerraban alguna verdad oculta y esa duda, fue como una losa que soportó sobre su frente durante el resto de su vida.
Roberto estaba sorprendido. Por una parte, no tenía la menor idea de que Martí tuviera aficiones literarias. Al principio de su reencuentro, ya le chocó su declaración de poeta frustrado. Pero ver su propio nombre en un escrito que lo relacionaba con Matilde, lo dejaba totalmente perplejo. Claro está, que el Roberto de la narración podía ser cualquiera, Roberto no era un nombre tan infrecuente, pero era demasiada casualidad que los otros personajes de la historia fueran también nombres de amigos comunes. De hecho, Fernando y Matilde nunca habían sido pareja. Él había tenido alguna historia con Matilde, pero no le parecía verosímil que fuera la que Martí había reflejado en el cuento. Aquellas relaciones nominales debían ser fruto de la casualidad. Como nombres de personajes para una narración, tampoco resultaban demasiado originales, hubiera podido elegir Zorba, Eleonor, Tirso, Anaís, pero que más daba, un nombre es un nombre y quizás buscaba que sus personajes tuvieran nombres reales, normales y corrientes, como la gente que él conocía. Más adelante intentaría averiguar, cual había sido la razón que había inducido a Martí a buscar tales coincidencias. Ahora estaba agotado y borracho. Lo más oportuno sería irse a dormir. Dejo el manuscrito en el mismo lugar en que lo había encontrado, aunque no se pudo sustraer a la tentación de leer el título del siguiente relato: La Felación. ¡Coño! Esto resultaba más interesante. Su primera intención fue cogerlo, pero su Pepito Grillo particular le hizo desistir. Ya estaba bien de fisgonear en lo ajeno. Salió de la biblioteca y se dirigió a su habitación, sin desnudarse se echó sobre la cama y se tapó con una manta. Estaba aterido de frío y aunque intentó reflexionar sobre todos los acontecimientos vividos aquel día, antes de conseguir hilvanar ningún pensamiento, ya dormía.