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Sólo pensaba en trabajar, estaba harto de sufrir la triste canción de que, a pesar de su pobreza y escasez de medios, sus padres estaban dispuestos a darle una educación que le permitiera afrontar el futuro como un hombre de provecho. Había conseguido, tras fuertes discusiones familiares, empezar el bachillerato. Este hecho trascendental, cumplía las aspiraciones de su madre de brindarle la oportunidad de hacer un peritaje industrial. En la industria textil, un perito mecánico se podía ganar muy bien la vida, había observado la pobre mujer en sus largas horas en pie ante las máquinas tejedoras. Los oficiales y los auxiliares carreteaban las herramientas entre las largas hileras de máquinas, engrasando y ajustando engranajes, poniendo en peligro las manos y dejando, más de una vez, algún dedo perdido entre las ruedas dentadas, mientras el perito se paseaba con su bata blanca, dando órdenes y sólo interviniendo en los casos complicados que, en la mayoría de las ocasiones, resolvía llamando a los técnicos de la compañía inglesa que suministraba las maquinas tejedoras y sus recambios. En la industria textil, casi todas las trabajadoras sufrían varices y los operarios bronquitis o reuma. Aunque su hijo no acabara en el textil, soñaba para él un futuro con bata blanca, no con el pringue de la grasa en las manos y el polvo en los pulmones. Su padre, más práctico, pensaba en la mecánica, pero sin peritajes, que no servían para nada, gastar el tiempo y el dinero estudiando, para qué, cuando un buen mecánico de automóviles podía poner su propio taller y vivir como un señor. La mecánica era cuestión de práctica y eso, lo podía adquirir entrando de aprendiz en el taller de uno de sus amigos del ramo. En la escuela laboral, a la que había asistido durante la república, le habían enseñado hasta trigonometría y no quería que su hijo fuera más tonto que él, pero en realidad para que le había servido, un buen fresador se hace trabajando… pero no estada dispuesto a discutir con aquella mujer, que era terca como una mula y lo que se le metía en la magín, no se lo sacaban ni los de falange con aceite de ricino. Cuando llegara el momento ya se vería, pensaba el hombre con buen criterio.

Pero a pesar de todo, Martí tenía que escuchar, demasiado a menudo, amonestaciones por las pésimas notas, siempre acompañadas de la coletilla, del esfuerzo que significaba para ellos, llevarlo a una escuela de pago. No se daban cuenta que, en la escuela de los padres Escolapios, todo rezumaba olor a beatería mohosa, a mes de María y a rosario. Para Martí era una incógnita insondable, como un republicano represaliado podía llevar a su hijo a un colegio religioso, los institutos públicos eran más libres y la religión, aunque presente, no ocupaba el primer plano, como en su colegio. Además, la época del Cara al Sol ya había pasado y sus amigos decían que entre los profesores había más de un rojo infiltrado.

Pero las decisiones sobre la elección de la escuela corrían a cargo de sus padres y eso no iba a cambiar hasta que él alcanzara la independencia económica, cosa que solamente podría conseguir con el trabajo. Por eso soñaba con cumplir los catorce, para poder empezar a trabajar. Por eso y porqué sus amigos mayores ya empezaban a ir a la discoteca. Se vestían con traje y corbata, y los porteros hacían la vista gorda. Las mujeres eran su otro objetivo, por no decir su obsesión, soñaba con ellas y mojaba el pantalón del pijama, las deseaba locamente mientras se masturbaba, cuando las contemplaba en las revistas Play Boy, que sus amigos conseguían en las Siete Puertas, junto a la plaza del Comercio, cerca del puerto. Para ir a una discoteca, también se necesitaba dinero y con las exiguas diez pesetas que recibía como semanada, no se podía casi ni comprar dulces o un cigarro suelto, para fumar a la salida del cole. Tenía que trabajar y después ya decidiría que estudiar, desde luego que nada que tuviera que ver con la mecánica, como pretendían sus padres. Aeronáutica, para viajar por todo el mundo o derecho, para defender a los pobres, siempre indefensos ante el poder, o medicina, para salvar a los niños de las enfermedades que los mataban sin remedio, o periodismo, para decir la verdad de lo que pasaba en nuestro país, aunque para ello tuviera que escribir en el extranjero. No quería planteárselo, tenía tiempo para decidir, además primero había que acabar el bachillerato y le parecía un hito difícil de alcanzar en ese momento, después de todo, en su barrio casi nadie estudiaba. Pero acabaría estudiando, eso lo tenía claro, quizá no fuera listo, pero algo había sacado a su madre. Era terco como una mula.

Por aquellas fechas, un acontecimiento que hubiera resultado trivial en una situación de normalidad política, se convirtió en su despertar a la conciencia colectiva. Lo que hasta ese momento sólo era un sentimiento abstracto, concretado raramente en pequeños enfrentamientos con chavales de la OJE, se había materializado en algo definido, como un espíritu fantasmal que hubiera tomado corporalidad. En el barrio la mayoría de familias eran apolíticas, para nada importaba su pasado republicano y en algunos casos, su militancia política. Habían sobrevivido y el olor de la sangre todavía impregnaba sus fosas nasales. El miedo agarrotaba las conciencias y se servía con el postre en todas las comidas y sin embargo, algún comentario susurrado en la intimidad del hogar, rápidamente silenciado por la prudencia materna o alguna actitud obscena frente a las palabras radiofónicas del caudillo, hacían que Martí, como tantos otros jovencitos de aquel barrio, tuvieran dos certezas: que los malos eran los que habían ganado la guerra y que esta verdad nunca debía expresarse, ya que, de alguna manera indefinida, era peligrosa. Pero estas ideas, para un niño de post-guerra, estaban más cercanas al territorio de los sentimientos, que al de la razón.

El día de San Juan, algún capitoste de la fabrica textil que ocupaba la esquina de la bocacalle cercana a la casa de Martí, temiendo el apasionamiento de aquellas hordas por destruirlo todo, avisó a la brigada del ayuntamiento, para que viniera a incautarse de la leña que los niños de la calle habían estado recogiendo durante semanas. Como era tradición, muebles viejos, maderas de embalajes y hasta traviesas de ferrocarril o postes del teléfono, arderían esa noche para purificar la suciedad y renovar la vida que, como cada año en la noche de San Juan, coincidiendo con la llegada del calor, debía renacer. Cuando llegó la brigada y empezó a cargar el triste botín, los hombres que jugaban la partida en el bar o los que tomaban el fresco de la tarde sentados frente a las puertas de las escaleras de las casas, sobre todo los menores de treinta años a los que la guerra no había anulado completamente la conciencia, porque simplemente, nadie les había dado una, salieron en estampida hacía el camión y a voz en grito, armados con palos y cualquier utensilio contundente que hallaran a su paso, conminaron a los de la brigada a bajar los desvencijados muebles y demás trastos bajo la amenaza de pegarle fuego al camión entero. La primera reacción de los funcionarios, fue la advertencia sobre las consecuencias de aquellos actos, calificados por ellos como vandálicos, posteriormente ante la actitud firme de los improvisados piratas, pasaron a las suplicas, sobre los problemas que les podía acarrear, el no cumplir con su obligación, pero en cuanto aparecieron las llamas de algunos encendedores, empezaron a descargar los muebles, ayudados sin miramientos por todos los hombres de la calle, ante la amenaza del que parecía ser el capataz de la cuadrilla, de ir a dar aviso a la autoridad. Sillas, cómodas, armarios y todo lo que se encontraba en la caja del camión, seguramente algunos materiales, fruto de otras incautaciones anteriores, volaron en una improvisada pira. Aquel año la hoguera de San Juan se prendió más temprano que nunca y se extinguió más pronto que cualquier otro año ya que, al cabo de una hora de la revuelta incendiaria, un coche de bomberos acompañado de una patrulla de policía hacían acto de presencia para apagar la hoguera, ya en buena parte consumida, pero Martí aquella tarde festiva, había tomado conciencia de que cuando la gente perdía el miedo y se unía, podía arder cualquier cosa, más importante incluso que la hoguera de San Juan.

Me quedo con la cabra

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