Читать книгу Me quedo con la cabra - Félix Rueda - Страница 13
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Nunca hubiera creído que se iba a sacar el bachillerato superior con buenas notas, el ambiente de estudio ayuda mucho y Martí había conseguido formar un grupo de compañeros, que todas las noches estudiaba o, al menos, eso es lo que decía en su casa. En el caso de que no estudiara, tampoco tenía la sensación de perder el tiempo. Siempre llegaba más allá de las once de la noche, sus padres ya se habían acostado y él cenaba en la cocina lo que su madre le había dejado preparado. La pobre mujer, siempre se despertaba para preguntarle si necesitaba alguna cosa y él respondía parcamente con un: “no, sigue durmiendo”, sabía que la mujer lo hacía con la mejor intención, pero a su edad, le molestaba mucho que lo anduvieran controlando. Por otra parte, conocía lo suficiente a sus padres, para saber que si por la mañana cumplía con sus obligaciones laborales, no le pondrían impedimentos a su vida trasnochadora, algo que le costaba un terrible esfuerzo cada mañana cuando sonaba el despertador, pero lo vivía como una conquista alcanzada, que no quería poner en peligro y, aunque fuera haciendo un ejercicio de sonambulismo, cada mañana llegaba al trabajo a la hora establecida y después aprovechaba los rincones, los recados o los transportes para echar cabezaditas y recuperar la falta de sueño.
Martí tenía la convicción de que, si se hubiera dejado guiar por sus padres, nunca hubiera acabado el bachillerato elemental y su tío Tomás, al que debía, en buena parte, su situación actual, ya no estaba allí para ayudarlo. Aunque todos dijeran que un lío de faldas lo había hecho ausentar del país por tiempo indefinido, ya que un marido celoso había puesto precio a su pellejo, Martí estaba convencido de que su tío también andaba envuelto en política. Lo de los cuernos, bien pudiera ser cierto, a Tomás nunca le habían frenado los lazos legales cuando de una mujer se trataba, pero esa no podía ser más que una excusa, después de todo, antes de marchar a Alemania le había dicho―: En este país ya no puedo vivir, creo que seré más útil desde el extranjero. Espero poder volver cuando todo cambie. ―Sin haberle dicho nada concreto, Martí adivinaba un mensaje secreto en aquellas palabras, que sólo podían tener un matiz y seguro que no era el de los peligros del adulterio.
Paulatinamente, Martí había ido perdiendo su afición por las discotecas, a pesar de que su éxito con las mujeres había ido en aumento y ya tenía compañeras fijas con las que se encontraba los domingos en la puerta de los locales de baile y a pesar de que, en algunas ocasiones, al entrar en el local se dirigieran directamente a los rincones oscuros, donde los masajes extenuantes daban paso con cierta asiduidad a una inspección depurada de la lencería fina que cubrían los ajustados vestidos de sus compañeras. A pesar de que ya empezara a conocer la consistencia, la turgencia y la rigidez de algunos pezones y de que incluso, en algún accidente oportuno, su pajarito hubiera desfallecido después de mojar las manos inexpertas de alguna joven quinceañera más atrevida que sus amigas. Todo aquello lo dejaba insatisfecho, vacío, inapetente.
¿Se estaba convirtiendo en un intelectual y además misógino, para más “INRI”? No encontraba una respuesta para aquella pregunta, pero sabía que esperaba algo más, diferente, más intenso y profundo. ¿Sería culpa de sus compañeros trotskistas, que siempre andaban fanfarroneando de sus orgías, en las que todos con todos practicaban el sexo más desinhibido? Martí empezaba por no creer, ni siquiera, que aquellas orgías existieran en realidad. Seguro que se trataba de proselitismo erótico para captar adeptos, ya que andaban escasos de militantes. Después de todo, él siempre había visto a los trotskos quemados, detrás de las tías. Si tantas orgías montaban, seguro que no hubieran andado tan calientes. Pero incluso así. ¿Era lo que él deseaba? ¿Practicar el sexo más allá de los límites permitidos? Estaba seguro que no, pero esta duda todavía lo acompañaría muchos años y le traería más de un quebradero de cabeza.
Por el momento, la actividad que más ocupaba su atención era la intelectual: literatura, filosofía, política, éstas habían sido sus carencias durante buena parte de su vida y aquel era el momento de recuperar el tiempo perdido, incluso enfrentándose a aquel interminable Proust. Había empezado a escribir poesía y se había integrado en un grupo literario, al que habían llamado con el subversivo nombre de “El Topo Rojo”, en el que trataban de reeditar, sin éxito, las tertulias de café de sus admirados autores del veintisiete, pero todo aquello sucedió en un tiempo en que en España existía una burguesía ilustrada, que apoyaba con revistas literarias, aquellos movimientos estético-políticos. Sin embargo, ellos vivían en un desierto, en el que, ya no publicar, sino incluso pensar estaba prohibido. A ellos les faltaba una definición, un manifiesto, un movimiento artístico que los respaldara, un André Breton que guiara sus pasos, por eso acababan indefectiblemente hablando de política y bebiendo alguna copa de más. Era una buena manera de sentirse insatisfechos, sabiendo que la razón los amparaba y volver a sus casas de madrugada, tambaleantes y satisfechos de su insatisfacción.