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La Estatua de hielo y sal

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Los primeros rayos de sol empiezan a entibiar lentamente la playa, mientras el suave oleaje, apenas insinuado, roza la arena blanca. El lugar es hermoso como ningún otro a esta hora. Las piedras forman enormes jardineras naturales llenas de flores coloridas que, apenas abriéndose al nuevo amanecer, contrastan divinamente con el verdor de los arbustos y palmeras de la selva tropical. Pero este no será un día como los demás. Justo donde termina la línea del agua, emerge de la arena una enorme escultura de pálido rosa brillante, casi neón, con betas difuminadas en tonos azules que le dan un toque mágico. Se trata de una bellísima estatua con figura de mujer que no estaba allí el día anterior; algo que no parece de este mundo.

Como todas las mañanas, los corredores van apareciendo de a uno y de a dos por el sendero que se extiende paralelo al majestuoso escenario. En cuanto perciben la escultura se acercan asombrados para apreciar mejor la inesperada obra de arte. No pasa mucho tiempo cuando ya hay un nutrido grupo de observadores que comenta sobre la habilidad y rapidez del escultor para dar con aquel nivel de detalle y color. Otros se preguntan por el material utilizado. Nunca antes habían visto algo semejante.

Con la claridad del día se añade como ingrediente un brillo nacarado que impide que los transeúntes prosigan su camino. Alguno llamó a los medios y ya un par de fotógrafos compiten con los selfies de los transeúntes. Para cuando los medios presenten las noticias del medio día, ya las redes tendrían cientos de fotografías de la pieza de arte.

Un grito desgarrador interrumpe el disfrute del público.

—¡Miren! ¡Oh por Dios! –señala otra mujer mientras la gente acude a su lado.

Uno de los brazos de la escultura ha empezado a derretirse por el calor, dejando al descubierto una mano de carne y hueso. En uno de sus dedos, luce un enorme anillo de diamantes y esmeraldas.

La aglomeración provocada en un inicio se hizo casi ridícula al lado del movimiento que se dio a partir de ese momento. Los flashes de las cámaras, los periodistas preparando sus notas. La locura fue total.

La policía, por supuesto, no tarda en aparecer y restringir el acceso al área. Sin embargo, ya hay suficiente información en las redes para entorpecer toda la investigación y los noticieros especulan sobre un posible nuevo psicópata con habilidades artísticas. Solo saben que no fue un robo, a juzgar por el valor de la impresionante joya en la mano de la víctima.

—No me vas a creer cuál es el último tema de Facebook –le dice Esteban a su esposa mientras preparan el almuerzo.

—¡Ay no! Ya me imagino. ¿A cuál político corrupto agarraron ahora? –asumió Valeria sin pensarlo mucho.

—No, esta vez no. Tiene que ver con lo de la mujer esa que encontraron en la playa dentro de una estatua de hielo y sal.

—¡Cierto! ¿Todavía no saben quién era?

—Ni idea. Nada que ver. Lo que pasa es que hay dos bandos. Unos sostienen que, a pesar de todo, eso es arte y otros defienden la tesis de que el arte y el crimen jamás podrían estar mezclados.

—Bueno, no se puede negar que hay unas fotos bellísimas de la escultura. Si eso no es arte, no sé cómo se le puede llamar.

—¡Homicidio, Valeria! Es un crimen, mujer. No puede ser otra cosa –la increpó Esteban sin ocultar su disgusto.

—¿Ves? Ya estamos igual aquí en la casa. Y eso que yo cerré mi Facebook para evitar broncas.

—Lo siento. Tenés razón. Es que… es como contradictorio. Nunca había pensado que un crimen se puede ver lindo –y se quedó pensativo mientras picaba las zanahorias.

En la Clínica Esperanza, Jorge avanza por el pasillo que conduce a su consultorio. Siente que las piernas no le responden. Toda la fuerza que ha logrado reunir en los últimos días se empieza a desvanecer pensando en la posibilidad de no volverla a ver. Se detiene unos segundos mientras observa la pequeña placa en la puerta, sobre todo en la línea bajo el nombre: «Psicólogo clínico».

Su secretaria le mira desconcertada. Le conoce tan bien que sabe que algo le ocurre, pero no logra descifrar qué puede ser. Sin la acostumbrada cháchara de todos los días, pasa directo a su oficina y, aún sin soltar el maletín, cae rendido en el sofá donde ella estuvo tanto tiempo. Casi puede oler su perfume. La falta de sueño le aturde pero no lo suficiente como para adormecer su pesar. Toma su espesa y oscura melena entre las manos y jala con fuerza, como si el dolor le hiciera entrar en razón. Está convencido de que no había otra salida.

—Te recordarán justo como mereces: bella, perfecta, inmortal… como una obra maestra –exclama mientras saca del maletín un puñado de cinceles que empieza lentamente a acomodar, uno a uno, en la caja de madera tallada que se encuentra sobre la mesita del café.

Las hijas del sol de sangre

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