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En el reconocimiento de otras modernidades

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Silvia Rivera Cusicanqui, en Ch’ixinakax utxiwa, sostiene que en América urge el reconocimiento de otras Modernidades que la de la esclavitud para los pueblos indígenas. Modernidades dadas, históricas, que fueron escenarios de estrategias contrainsurgentes, de proyectos de emancipación y de ideas políticas propias8. En otras palabras, en América urge el reconocimiento de la historia moderna de cada uno de los pueblos que la conforman.

La historia americana no puede reducirse a la historia de los grupos colonizadores y los grupos subyugados que la reconocieron como propia por un mecanismo de dominación. Tampoco puede identificarse la modernidad americana con los aportes e imposiciones étnicas, culturales, económicas y filosóficas externas a los sucesos americanos. Todo lo que los pueblos originarios, europeos, africanos y asiáticos hicieron en América pertenece a la historia americana. Únicamente desde el reconocimiento de esta modernidad americana compleja, no dependiente de los aportes externos, sino responsable de su configuración, podremos destejer imágenes occidentales (y su lectura eurocentrada) del desarrollo como imitación, del racismo como rechazo y de la inferiorización de todo lo proveniente de los grupos humanos que no eran el colonizador dominante. Sólo así podrán releerse el mestizaje, la transformación de las naciones originarias en «grupos étnicos», la identificación de los africanos como «negros esclavos» y de los pobres como «víctimas».

En otras palabras, urge el estudio de las modernidades que en América son herederas de civilizaciones campesinas, de naciones nómadas y de desarrollos urbanos y nacionales, que perviven y se recrean en la actualidad, aunque fueron avasalladas, incendiadas y casi destruidas durante la invasión y la colonización europeas del continente. Modernidades que han dado pie a formas de re-organización social como la comunidad y sus políticas de autosuficiencia que incluyen la producción agrícola y el comercio, sistemas de género marcados por la aceptación, el rechazo o la adaptación a la supremacía del hombre, diversas adaptaciones religiosas al propio sentir comunitario y organizaciones familiares vinculadas a sistemas de género no prehispánicos pero ya tradicionales, que fluctúan de la familia nuclear (un verdadero instrumento de privatización de las relaciones sociales) a la familia amplia y a la familia reconstruida.

En el marco de esta urgencia, a la pregunta que estoy formulando sobre los supuestos epistemológicos y éticos de los feminismos de las mujeres de los pueblos de Abya Yala9, atañe la crítica al programa de una «modernidad emancipada», entendida como proyecto de autonomía individual desvinculada del núcleo formativo en un contexto de libre mercado, en el marco de un sistema que deja afuera a una multiplicidad de sujetos no contemplados (y por ende expulsados) de la teoría occidental10.

En particular, atañe la teoría de la historia pensada para resaltar al sujeto único de la universalidad —el hombre heterosexual blanco y con poder—. Esta teoría entra en crisis mediante el proceso de liberación de las mujeres y se resquebraja cuando, durante este proceso, se manifiestan valores no occidentales y fines ajenos a la modernidad emancipada, en la orientación de la convivencia humana.

Para entender por qué entra en crisis el pensamiento generado en Europa (y reproducido y agrandado por Estados Unidos y las clases dirigentes blancas-mestizas de las otrora colonias europeas, a través de esas elites universitarias y políticas al servicio de sus ideas) ante la posibilidad de recibir conocimientos que no provienen de su razón, es necesario recordar que el sujeto de la universalidad responde a las necesidades de los cambios en la percepción de quiénes son los sectores dominantes en la Europa de la crisis feudal, en el siglo XV. Después de seis siglos, este sujeto es el resultado de un largo proceso de disciplinamiento de la fuerza de trabajo, que principió en Europa con una verdadera campaña contra las culturas populares, tanto campesinas como de artesanos urbanos y rurales.

Se trató de una empresa antipopular que estuvo acompañada de la construcción de una misoginia activa, facilitada por leyes que dejaron de perseguir la violación y criminalizaron el conocimiento que las mujeres habían acumulado sobre su capacidad reproductiva. La transición a la modernidad (que podríamos llamar posfeudalismo), en Europa, implicó el hambre de millones de campesinos expulsados del campo, cientos de revueltas por la comida, la separación de la producción de mercancías de la reproducción del trabajo y la introducción del salario como instrumento de coacción para mantener a los pobres arraigados en un lugar. Después de la invasión de América, la modernidad implicó la construcción del racismo como instrumento de control de la población trabajadora.

Según Tzvetan Todorov, en La conquista de América. El problema del otro, el racismo implica la construcción de sujetos plenos —los amos— y no sujetos —los esclavos—, con unos sujetos intermedios, cuales las mujeres y los indios, que se ubican entre ellos y que deben ser controlados para que no se piensen de manera autónoma. Mujeres e indios son «sujetos productores de objetos», trabajadores necesarios para que el colonialismo sea eficaz: «Si en vez de tomar al otro como objeto, se le considerara como un sujeto capaz de producir objetos que uno poseerá, se añadiría un eslabón a la cadena —un sujeto intermedio— y, al mismo tiempo, se multiplicaría al infinito el número de objetos poseídos»11. Por supuesto, «hay que mantener al sujeto intermedio precisamente en ese papel de sujeto-productor-de-objetos e impedir que llegue a ser como nosotros: la gallina de los huevos de oro pierde su interés si ella misma consume sus productos. El ejército, o la policía, se ocuparán de eso»12. Quien sólo tiene la función de producir objetos (o servicios) no tiene por qué pensar a quién les servirán, ni tiene derecho a rebelarse o autodefinirse; es decir no puede ser considerado como un sujeto de la historia, alguien capaz de narrarla y, por ende, «hacerla».

Desde entonces, el sujeto de la historia es un ser antinatural, antipopular, misógino y racista que ha pasado por el disciplinamiento de la razón contra el cuerpo. Es un hombre que contra el colectivo humano asume la separación entre el cuerpo convertido en máquina y el alma racional o conciencia que lo puede gobernar, encadenando así sus instintos y su corporalidad, sus deseos y sus placeres, su modo de andar, de comer, de curarse, de expeler sus excrementos, de trabajar: es un hombre que no es cuerpo, que no es naturaleza, que no es bestia (con el que identifica también al pueblo o, más bien, a los «pobres», y a los «indios»), sino un «yo» o individuo de la sociedad mercantilista, competitiva y masculino-centrada.

Este sujeto de la historia niega a todos los demás seres la posibilidad del registro de una acción consciente inserta en el devenir de un pueblo. Por ello, pacta convenciones acerca de qué es y qué no es histórico. En particular niega que exista algo así como el «sujeto mujeres», que hoy propone la política feminista, y tiende a esencializar a las culturas indígenas para desposeerlas de las transformaciones históricas que protagonizan.

Las ideas de buena vida para las mujeres pensadas en las comunidades indígenas actuales, que son presentes y modernas, incluyen las ideas de economía comunitaria, solidaridad femenina, territorio cuerpo, trabajo de reproducción colectivo y antimilitarismo. Se sostienen en la resistencia a la privatización de la tierra y desembocan en la crítica a la asimilación de la cultura patriarcal de las repúblicas latinoamericanas y sus leyes, centradas en la defensa del individuo y su derecho a la propiedad privada. Así confrontan lo que subyace en el capitalismo monopólico hegemónico, esto es la difusión ideológica de que el capitalismo se impondrá en cada rincón del mundo, apropiándose de todas las tierras comunales e imponiendo una única economía salarial del trabajo.

Las que se originan en muy diversas comunidades indígenas, en el campo y en las recomposiciones del colectivo en los barrios marginales urbanos, son ideas de mujeres para el bienestar de las mujeres. Se sostienen en la defensa de las tierras comunes (bosques, aguas, campos) contra la pauperización de los indígenas y, en particular, de las mujeres indígenas que desarrollan la mayor parte del trabajo agrícola de subsistencia, mientras se sacuden de encima elementos cosmogónicos y prácticas tradicionales que las marginan en el seno de la comunidad.

Como acérrimas defensoras de los legados tradicionales de su cultura, muchas mujeres de los pueblos originarios, aunque cristianizadas desde hace siglos, dudan en ocasiones de que en sus comunidades «desde siempre» las mujeres fueron violadas, golpeadas y sometidas a la autoridad de algún jefe masculino. Por ello, cuando se reúnen por la noche, junto con los problemas que les causan los actuales intentos estatales de consentir la privatización de sus tierras comunales, la industria del turismo y la minería que les arrebatan sus territorios sagrados, la militarización creciente de sus países y la violencia armada que las acompaña, analizan también cuánto de su actual condición de dominación social y explotación doméstica por los hombres indígenas es fruto de una instrucción colonial que llega al presente.

Entre ellas, con su solo apersonarse a través de programas y controles civiles, el estado nacional rasga el tejido comunitario de relaciones de género duales, complementarias y, en ocasiones, bastante horizontales, imponiendo mensajes que desquician las instituciones tradicionales: una ley contraria a la trama comunitaria, una idea de autoridad que se sostiene en preceptos individualistas, una supremacía masculina que se escuda en el más asimétrico reconocimiento de la complementariedad de los sexos, una familia donde los padres tienen derecho al castigo de las hijas e hijos.

Finalmente, el doble mensaje más pernicioso que emite el estado es que la ley se deriva de los usos y costumbres y que éstos, lejos de ser una historia, un acontecer colectivo, en permanente redefinición y acomodo, son algo fijo, repetitivo y disciplinador.

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