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Capítulo 3

El pegamento

Una de las primeras cosas que aprenden los niños a hacer con sus manos es a pegar objetos. Resinas vegetales y ceras de abeja se han utilizado como adhesivos desde tiempos prehistóricos. Los antiguos egipcios sujetaron y decoraron sus muebles con pegamento de origen animal. Cuando hoy se nos rompe algo, siempre habrá una goma adecuada que nos saque del apuro. La usamos con la mayor naturalidad, sin pensar que su acción adhesiva deriva de las mismas fuerzas que hacen posible la enorme diversidad que vemos a nuestro alrededor. Ni las piedras, ni el aire, ni el agua, ni las flores, ni animal alguno podrían formarse si electrones y protones no se atrajesen en el átomo. O si los quarks no estuvieran unidos por invisibles elásticos en el interior del núcleo. Tampoco existirían el Sol ni las demás estrellas, ni el sistema solar ni la Tierra, esta especie de carruaje que nos lleva por los cielos, si no hubiese atracción entre los objetos que tienen masa.

Hasta donde sabemos, la cohesión que hace todo esto posible se origina en cuatro fuerzas fundamentales. Ellas son la gravitacional, que forma estrellas y agujeros negros y mantiene unido nuestro sistema solar, la eléctrica que hace posible los átomos, la fuerte que forma los núcleos atómicos y la débil que produce la radiactividad. Cada una tiene su importancia en el mundo que habitamos y sin cualquiera de ellas todo sería muy diferente.

La manzana de Newton

Dicen que dicen, que Isaac Newton contemplaba la Luna bajo un manzano cuando de pronto, ¡zas!, una manzana cayó al suelo. No sobre la cabeza de Isaac, como dicen algunos que dicen que dicen, sino directamente al suelo. Si todo cae, pensó, ¿por qué entonces la Luna no? ¿Qué tiene de especial este espejo de los enamorados? Si fuese el fruto de un árbol gigantesco y un ángel cortara el tallo que la sostiene ¿caería también la Luna hacia la Tierra?

Como es difícil hacer cosas con la Luna en la práctica, hagámonos preguntas más bien sobre la manzana de un manzano común y corriente. Por ejemplo, ¿podemos colocarla en órbita alrededor de la Tierra? Veamos. Si imaginamos que un ventarrón la arranca del árbol, no va a caer verticalmente sino un poco más allá en la dirección que sopla el viento. Si el ventarrón es más fuerte, cae más lejos. Aumenta y aumenta la velocidad del viento y la manzana llega más y más lejos. Observando esto nos entusiasmamos, tomamos la manzana y la lanzamos con más fuerza todavía, con lo que llega más lejos aún. Tan lejos, que supongamos que tirándola hacia el Norte desde la cumbre del monte Aconcagua, en la Cordillera de los Andes, llega al Lago Titicaca en Perú. Aumentamos aún más la velocidad inicial y llega a República Dominicana, o Canadá, o Groenlandia. O, siempre lanzándola hacia el Norte podría llegar, dando la vuelta vía Indonesia, al Polo Sur, a Tierra del Fuego ¡o a la misma cumbre del cerro Aconcagua donde inició su viaje!

O… seguir, seguir, sin tocar el suelo, dando dos, tres o más vueltas completas alrededor de la Tierra, como lo hace la Luna. De hecho, bastaría que se moviera a poco menos de treinta mil kilómetros por hora (28.444 para ser más exactos) para que quedara en órbita. Si no hubiese aire que la frene, eso sí, pues el roce con el aire afortunadamente impide que haya manzanas en órbita a la altura de nuestras narices. Podría haberlas sin embargo fuera de la atmósfera, y no sería raro que cáscaras de manzana estén ahora mismo girando por ahí, producto de algún astronauta descuidado, que peló y comió distraídamente su manzana en la nave para luego tirar los restos al espacio…


Newton advirtió que la Luna, la manzana, Júpiter o el Sol están todos sometidos a una fuerza entre ellos que depende sólo de la distancia y de la masa de los objetos. Si por ejemplo la Tierra estuviese al doble de la distancia del Sol, la fuerza que la mantiene orbitando disminuiría a la cuarta parte. Si, por otro lado, duplicáramos su masa, se duplicaría también la fuerza.

El descubrimiento de esta ley le permitió unificar en forma casi milagrosa la enorme diversidad de órbitas que se observan en el cielo: la de los planetas en torno al Sol, las lunas que giran en torno de planetas como la Tierra o Júpiter, las fugaces visitas de los cometas. Sus ideas aparecieron en 1686 en el libro Philosophiae Naturalis Principia Mathematica, escrito en latín y difícil de leer, no tanto por el idioma mismo como por sus aspectos técnicos, por la abundancia de complicados argumentos geométricos.

Es la famosa teoría de gravitación de Newton. Todo atrae a todo. Entre los ejemplos que usa para ilustrar el poder de su teoría de gravitación, se encuentra la primera explicación correcta de las mareas, ese subir y bajar de la inmensidad del océano que dejó perplejos a tantos desde la antigüedad. Imaginó Newton un canal con agua rodeando la Tierra, y demostró que bastaba la atracción de la Luna sobre sus aguas para producir la característica doble oscilación diaria que se observa en los grandes mares. Cuando el libro fue presentado al rey James II, Sir Edmund Halley, gran admirador de Newton, acompañó una carta en que explicaba en lenguaje sencillo la teoría de las mareas. El escrito fue luego publicado bajo el título La Verdadera Teoría de las Mareas, y constituye un ejemplo temprano y bien logrado de divulgación científica.


En su libro Newton también hace notar que la Tierra, por su rotación diaria, debe ser como una esfera achatada en los polos. El efecto es difícil de medir, por su pequeña magnitud: apenas hay una diferencia de 43 metros entre los diámetros ecuatorial y polar. Fue comprobado cinco décadas después por mediciones que realizaron expediciones especiales enviadas de París a Finlandia y Perú.

Las ideas de este genio inglés explican también algunas cosas que intrigan a los niños (a los adultos que perdieron su capacidad de asombro no les llaman la atención). Por ejemplo, permite entender cómo asiáticos y americanos pueden convivir sobre el planeta con sus cabezas apuntando al cielo en direcciones opuestas, o por qué un vaso cae al suelo si no tiene apoyo, y se quiebra. Es una inmensa variedad de aconteceres reducidos a una sola ley, explicables haciendo uso de una sola y simple ecuación matemática. Es una síntesis fenomenal, quizás la más grande que conozca el género humano.


No sabemos si la anécdota de la manzana es verdadera o no lo es. Ilustra, en todo caso, la forma inesperada como aparecen las ideas, sean éstas modestas o geniales. Andar tras la inspiración creativa es como buscar un objeto perdido, las llaves de la casa, por ejemplo. Uno las busca y las busca, sin resultado. De pronto, cuando ya no las está buscando, aparecen. A este respecto, Albert Einstein dijo una vez que “la invención no es producto del pensamiento lógico, aun cuando el producto final está asociado a una estructura lógica”. El mismo Einstein relata que luego de pensar y pensar infructuosamente un año entero el eslabón clave que faltaba para armar su teoría de la relatividad, se le ocurrió inesperadamente, mientras conversaba con su amigo Michele Angelo Besso, colega de la oficina de patentes en Berna, Suiza.

Según Newton, los objetos se atraen por acción de la fuerza de gravedad siempre que tengan masa. Sin ir más lejos, entre quien lee y este libro hay una atracción, aunque pequeñísima por lo reducido de las masas. Si logro que el texto crezca hasta ocupar suficientes páginas para juntar unos respetables 600 gramos (no lo sé aún, porque recién me ocupo del capítulo tercero), su masa sería todavía una diez millonésima de millonésima de millonésima de millonésima de la masa de la Tierra. La fuerza “libro-lectora” es menor que la fuerza “Tierra-lectora” en la misma proporción, y por eso ella está ahora tan cómoda y mantiene sin esfuerzo a distancia este atrevido escrito. Claro que si estuvieran solos en el espacio sideral, y sólo hubiera un lector y su libro flotando a 40 centímetros de distancia, éste se acercaría un centímetro en unas horas, lento pero seguro. Luego de una paciente espera, en el tiempo que toma leerlo, mi lector tendría al libro encima, gracias a la mutua atracción gravitacional de que son objeto.

De elefantes y neutrinos

Masas atraen a masas. Bien, pero ¿de dónde sale esta cosa tan extraña, la masa? No lo sabemos a ciencia cierta. Los planetas la tienen, porque están hechos de electrones, protones y neutrones. Los protones y neutrones tienen masa porque están hechos de quarks; los quarks tienen masa porque… bueno, aquí se detiene esta cadena de “porques”. Ojalá supiéramos de dónde vienen las masas de los quarks, cuyos valores no parecen tener ninguna relación unos con otros. Por ejemplo, para completar la masa del quark topón se necesitaría sumar la masa de unos doscientos mil electrones, mientras que completar la del botón se requiere veinte veces menos.

¿Por qué esos números? Misterio. Si a uno le dicen que para hervir el agua hay que calentarla hasta cien grados Celsius, eso se entiende bastante bien en términos de moléculas que se mueven de un lado para otro, que aumentan su velocidad con el calor. En cambio, si le dicen que para formar un electrón, un topón o un botón se necesitan estas masas y no otras, eso no se comprende. Al menos… por ahora.

Sea por lo que sea, los cuerpos tienen la masa que tienen. ¿Sabemos entonces sus valores? Sí, bastante bien salvo en un caso: el del misterioso neutrino. Difícil de medir por su pequeñez, menor a una millonésima de la masa del electrón, creemos que su masa no es cero por cierto comportamiento de los neutrinos que vienen del Sol. Esta observación merece un breve comentario aparte.

Siempre que decimos que algo vale cero (cuando esto no es obvio), debiéramos decir, más bien, que su magnitud está por debajo del mínimo valor que ha podido medirse. Por ejemplo, afirmar que hay cero elefantes recostados sobre este libro no es cuestionable. Afirmar, en cambio, que no hay estrellas en el cielo en determinada dirección por el solo hecho que no las veo a simple vista, no es prudente. Sólo puedo decir que yo no veo ninguna. Es casi seguro que si uso un catalejo o un telescopio aparecerán varias. Y si usando el telescopio encuentro un sector más pequeño donde no se ven estrellas ¿puedo decir entonces que allí no las hay? Tampoco; sólo puedo afirmar que con ese telescopio no las veo. De hecho, cualquier astrónomo bien informado jamás diría que no hay nada en algún sector del cielo, pues ¡sabe que hay materia oscura que no se ve ni con los mejores telescopios! Entonces es cauto y, teniendo presente la potencia de su telescopio, dice que si hubiera estrellas, su luminosidad (brillo intrínseco) sería menor que tanto (valor dictado por la sensibilidad del instrumento que usó).

Algo similar ocurre con los neutrinos. La incertidumbre sobre su masa ha incitado en los últimos años a numerosos grupos de investigadores a medirla. De tanto en tanto, algún grupo anuncia que ha medido una masa diferente de cero. Por ejemplo, en 1985, John Simpson, basado en sus experimentos con tritio (núcleo atómico formado por un protón y dos neutrones), propuso para el neutrino electrónico una masa de un treintavo de la masa del electrón. En menos de seis meses sin embargo, cinco grupos diferentes cuestionaban la proposición de Simpson, argumentando que en sus laboratorios no se reproducía esa evidencia. Seis años después, cuatro nuevos experimentos parecían darle la razón a Simpson, mientras otro afirmaba descartar la sugerencia con un noventa y nueve por ciento de certeza.

Proposiciones como la de Simpson parecen chisporroteos en un fuego que no logra prender. ¿Por qué tanto interés en el tema? La masa del neutrino es importante, porque estas partículas son numerosísimas en el Universo. Para tener una idea aproximada, basta saber que mientras se lee esta frase atraviesan el cuerpo del lector (sin dejar rastro, no asustarse), un millón de millones de neutrinos provenientes del Sol (esta estrella produce unos doscientos sextillones de neutrinos cada segundo, un dos seguido de 38 ceros). Aún cuando se necesitara un millón para juntar la masa de un solo electrón, los neutrinos son tantos, pero tantos, tantos, tantos, que por pequeña que sea esa masa, ella bastaría quizás para explicar la materia oscura del Universo, uno de los grandes misterios de la cosmología actual. Además, su masa podría ser causa de que el Universo un día deje de crecer y comience a achicarse, como nos pasa a los humanos, sólo que, en el caso del cosmos, no sería la vejez sino la atracción gravitacional interna la causante del cambio.

Es probable que algún día sepamos con certeza si el neutrino tiene masa o no la tiene, y quizás hasta se haga realidad el sueño de obtener la masa de todas las partículas a partir de algún principio fundamental. Como avanzamos paso a paso, sólo podemos continuar a la espera de que alguien de pronto descubra estos secretos que la naturaleza esconde con tanto celo.

El gusano en la manzana… ¿o mariposa?

Aparte de especificar cómo se atraen los cuerpos con masa, Newton nos legó una fórmula matemática para averiguar su trayectoria cuando actúan esa u otras fuerzas. Es la famosa “segunda Ley de Newton” que se lee “efe igual eme por a (F = m · a)”.

Fuerza igual masa por aceleración. Constituye una herramienta poderosa para contestar con precisión preguntas como las siguientes: ¿qué órbitas son posibles para planetas y cometas ante la atracción del Sol? ¿Qué curva describe en el aire el ombligo de un bañista que se tira a la piscina desde un tablón? ¿Con qué ángulo respecto de la horizontal tiene que lanzar un futbolista la pelota para que llegue lo más lejos posible? O, si el Sol y su séquito de planetas giran a novecientos mil kilómetros por hora en torno al centro de la galaxia, distante doscientos cuarenta mil billones de kilómetros, ¿cuál es la masa total de la galaxia? Respuestas: las órbitas posibles son las que se forman por la intersección de un plano con un cono: el círculo, la elipse y la hipérbole; la curva del ombligo del bañista es una parábola; el ángulo es de 45 grados si dejamos fuera el freno del aire; la masa de la galaxia equivale a unas cien mil millones de masas solares. Estas respuestas se pueden precisar más y más según el contexto, aunque como veremos más adelante la teoría de Newton tiene un ámbito de aplicación fuera del cual no entrega ni explicaciones ni predicciones adecuadas.

O, ¿con qué velocidad debo lanzar un cohete hacia arriba para que se escape de la Tierra y no vuelva? Curiosamente, la respuesta a esta última pregunta no depende de la masa del cohete. Una pulga, una manzana, un elefante o una nave espacial deben alcanzar la misma velocidad para escapar de las garras del planeta madre: cuarenta mil trescientos kilómetros por hora. Si es menos, el objeto vuelve a la Tierra. Si es más, se escapa para siempre. Por supuesto que, escapándose de la Tierra, el elefante en fuga puede ser atrapado por la atracción de otro planeta o del mismo Sol. De hecho, controlando cuidadosamente la velocidad en cada momento, fue posible enviar, gracias a lo que nos enseña esa famosa segunda ley, una nave espacial no tripulada a Marte, la que aterrizó con metros de precisión en un lugar predeterminado el 28 de mayo de 1971. O recorrer Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno, como lo hicieron las naves Voyager en 1977.


Y la luz, ¿puede escaparse? La pregunta la hacemos porque la luz es distinta, se dice que no tiene masa, y por tanto la segunda ley parece no afectarla. Que escapa está claro, pues si no fuese así no veríamos ni la Luna, ni el Sol, ni cuerpo alguno en el espacio, ¿verdad? Pero, ¿podemos atraparla entonces?

En sus estudios sobre el electrón, el físico holandés Hendrik Anton Lorentz descubrió a principios del siglo veinte que la masa de esa partícula no es la misma si está quieta o en movimiento. Fue una sorpresa, ya que en el acontecer de la vida diaria no hay indicios de que la masa de un cuerpo varíe. Un pájaro volando ¿tiene más masa que uno quieto en su nido? Una manzana de 200 gramos ¿tiene mayor masa cuando se mueve?

Aunque resulte extraño, así es. A 10 kilómetros por hora, la masa de una manzana resulta cerca de un centésimo de millonésimo de millonésimo de gramo mayor que cuando está inmóvil, algo insignificante, imposible de detectar. Sin embargo, si se moviese a nueve décimos de la velocidad de la luz, la masa nos parecería más del doble. Y si la velocidad es el noventa y nueve coma nueve por ciento de la velocidad de la luz (1.078.173.594 kilómetros por hora), sería para nosotros veintidós veces más masiva. Quiero subrayar que sólo lo sería para nosotros, para los que la vemos pasar (suponiendo que la vemos pasar, a esa enorme velocidad), pues para el gusano adentro, la manzana está quieta, y para su estómago sigue siendo una mezquina manzana de doscientos gramos. El asunto tiene que ver con el movimiento relativo. Para uno la manzana pasa, ¡zum!, pero para el gusano pasa uno ¡muz! (en la dirección opuesta) y es el humano en cambio el más gordito. Si la velocidad relativa es el noventa y nueve coma nueve por ciento de la velocidad de la luz, el gusano no me vería de setenta kilos, sino ¡de tonelada y media!

¿En qué quedamos entonces? ¿Cuál es la masa de un electrón? Bueno, esto ya es materia de definición. Si uno quiere usar lenguaje técnico, distingue entre “masa en reposo” y “masa en movimiento” de un objeto. La primera es una especie de masa intrínseca, que no cambia mientras el electrón sea electrón: es toda su masa cuando el electrón está quieto y define su energía interna, su emececuadrado. La segunda, siempre mayor que la masa en reposo, tiene un agregado que parte de cero y aumenta progresivamente con la velocidad.

La masa en movimiento se agranda y agranda sin límite a medida que la velocidad se acerca a la de la luz. A la velocidad de la luz misma, si el objeto pudiera alcanzar este grado de rapidez, se haría infinita, mayor que lo más grande que uno pueda concebir. En los inmensos aceleradores de partículas que hay en EE.UU. (Fermilab) o Suiza (cern), los protones se aceleran hasta que su velocidad roza la de la luz, impedidos de alcanzarla por este crecer ilimitado de la masa.

De acuerdo con ello, pensamos que las partículas con masa nunca pueden llegar a viajar a la velocidad de la luz. Hasta ahora sólo conocemos objetos que lo hacen a velocidades menores, aunque en 1967 Gerald Feinberg propuso que quizás existan partículas con velocidades superiores a la de la luz, los llamados “taquiones”. Para ellas la de la luz seguiría siendo una velocidad límite, pero no un máximo sino un mínimo. Sin embargo, no sabemos si en realidad existen, pues hasta ahora nunca se logró detectar un taquión.

Si nada puede viajar a la velocidad de la luz, ¿cómo lo hace la luz misma? El secreto está en que su masa en reposo es nula. Según la teoría de la relatividad especial de Einstein la masa en movimiento llega a ser infinita a la velocidad de la luz sólo si la masa en reposo no es cero. Si ésta es cero, en cambio, no hay problema para que una partícula tenga esa velocidad y de hecho tal partícula tendrá siempre esa rapidez.

La teoría de Hendrik Lorentz sobre la masa era incompleta. Einstein nos enseñó a interpretar correctamente el concepto de masa variable. En 1905 propuso que (en sus palabras) “la masa de un objeto es una medida de la energía que contiene”. Unas décadas antes, James Joule había establecido la equivalencia entre el calor y la energía del movimiento. Aunque hasta entonces no se conocía la relación entre ambos, estas propiedades empezaron a pensarse como dos formas de una misma cualidad. Según esta visión el calor de una estufa eléctrica, por ejemplo, proviene del movimiento de los electrones que recorren el calefactor chocando con los átomos que lo forman y haciéndolos vibrar con mayor violencia. El color rojizo que adquiere es una manifestación de este vibrar frenético, es energía en forma de radiación que entregan las vibraciones al medio ambiente. Los átomos de la superficie del calefactor, a su vez, chocan con las moléculas del aire circundante aumentando su rapidez. Si ponemos las manos cerca, estas veloces moléculas golpean los átomos de la piel haciéndolos vibrar más fuertemente, movimiento que afecta las terminaciones nerviosas, que finalmente percibimos como la sensación de “calor”.

Asimismo, calentar agua al fuego no es más que transferir energía de movimiento y radiación desde los veloces iones atómicos que conforman la llama a los átomos de la olla, y de éstos, a las moléculas de agua. En el termómetro con que nos tomamos la temperatura, el mercurio se dilata porque el calor del cuerpo aumenta la amplitud de vibración de los átomos del metal líquido necesitando así más espacio.

El calor es “energía de movimiento”, y la temperatura no es otra cosa que una medida de su “cantidad”. Después de Joule, vemos al calor como una forma más de energía. Después de Einstein, vemos también la masa como una forma de energía, transformable en calor o en movimiento. De esta noción surgieron los reactores nucleares para generar energía eléctrica, y las temibles bombas que tanta angustia han causado a la humanidad.


Ya que nos hemos referido a la variación de la masa con la velocidad no resisto la tentación de mencionar otros dos efectos sorprendentes que aparecen en la teoría de la relatividad. Así como la masa crece, las distancias se acortan y los intervalos de tiempo se agrandan con la velocidad.

Por ejemplo, si mi lector pasa frente a la librería a doscientos sesenta mil kilómetros por segundo, este libro le parecería la mitad del ancho que alega el librero que tiene. Si por otro lado la manzana con su gusano pasan dos veces ante mí al 99,9 por ciento de la velocidad de la luz, mientras para ellos transcurre una plácida y alegre semana, para mí habrán transcurrido 22 y el gusano ¡debiera ser ya una mariposa la segunda vez! ¿Cómo puede ser esto? El gusano se mira y se ve todavía orgullosamente gusano. Yo en cambio lo miro y lo veo mariposa. ¿Es mariposa y gusano a la vez? Curiosa paradoja que dejo planteada como un abre apetito para que mi lector se aventure en otras lecturas de este tema, cuyos detalles escapan las posibilidades del breve paseo por el sendero que juntos estamos recorriendo.

La danza de Mercurio

Newton y Einstein, Einstein y Newton. Son dos nombres que van juntos en la historia de las ideas, dos figuras geniales. Dos seres que, siempre a partir de los hechos, de lo que uno ve a su alrededor y otros han finamente medido en sus laboratorios o mirando al cielo, desarrollaron teorías sorprendentemente simples, hermosas y eficaces. Dos personas que creyeron en la existencia de una verdad y la buscaron en la soledad de su intelecto y con la fe de que la naturaleza está misteriosamente sometida a la lógica y a la razón. Por lo demás, es lo que procuramos los que trabajamos en estas cosas, sólo que Einstein y Newton, Newton y Einstein… lo hicieron tanto mejor que el resto.

¿Suerte? Es cierto que la tuvieron, que vivieron en tiempos especiales que clamaban por que se hiciese lo que hicieron; pero esto no basta. No sólo se necesita estar bien ubicado en la historia y tener talento matemático sino que además se requiere la habilidad para elegir problemas importantes, y la pasión y perseverancia para buscar tenazmente su resolución. Sabemos que lo hicieron ellos y no otros, porque fueron en su tiempo los mejores. ¿Únicos en la historia? No, quizás algún niño de hoy conforme mañana un buen trío con ellos. ¿Por qué no?

La teoría de la relatividad especial es una formulación de las leyes de movimiento que incorpora en forma natural las diferencias que se perciben sobre masas, distancias y tiempos cuando unos se desplazan respecto de otros. La mecánica de Newton (sus famosas tres leyes) se obtiene de esa teoría cuando las velocidades son pequeñas en comparación con la de la luz. Es una aproximación excelente en la mayoría de los casos; por ejemplo, para que la corrección a la física de Newton alcance un uno por ciento, la velocidad relativa entre el que observa y el sistema en que ocurren las cosas debe ser un séptimo de la velocidad de la luz, más de ciento cincuenta millones de kilómetros por hora, ¡harto grande!

A la sombra del asombro

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