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Capítulo 2

Lo más pequeño

¿Cómo es posible la enorme diversidad que nos muestra la naturaleza? Así como mis versiones de la Biblia, El Quijote y los miles de páginas de literatura y ciencia especializada en mi biblioteca se basan en apenas 27 caracteres, ¿no será que el caballo y la flor son diferentes formas de combinar unas pocas cosas más pequeñas? Suena prosaico. Sin embargo, preguntas como éstas han dominado la tendencia a explicar, a buscar principios fáciles de recordar y fecundos para entender los secretos de la maravilla que nos rodea.

La pulga en el estadio

La búsqueda de simplicidad a través del peregrinaje de los siglos ha sido sorprendentemente exitosa. Nos ha llevado a la célula cuando nos preguntamos por los seres vivos, a átomos y partículas elementales cuando se trata de la materia inerte. En los diversos niveles explicativos en que nos situamos hemos encontrado unidades básicas adecuadas para armar la complejidad que nos admira y que usamos como peldaños en una escalera desde cada uno de los cuales se nos muestra una determinada perspectiva de la realidad.

El nivel más elemental, donde aparece lo más pequeño que existe, es el que uno busca cuando se pregunta de qué están hechas las cosas en último término. Desde tiempos remotos ha habido respuestas a esta pregunta. Por ejemplo, los indios creían que los ingredientes primarios de la naturaleza eran el fuego, el aire, el agua, la tierra y el espacio vacío. Aunque primitiva, la noción no deja de ser razonable. Cuando se muele una piedra, parece tierra. Cuando se tritura una hoja de lechuga sale agua, y si la dejamos descomponerse por un tiempo, se convierte en tierra. Cuando la hoja está seca, con facilidad se quema y, al menos por un tiempo, se convierte en fuego, despidiendo calor. Lo mismo ocurre con la generalidad de los seres vivos. Por otra parte, el aire, el viento, no tienen en apariencia nada en común con el fuego, la tierra y el agua, por lo que merecen un status aparte. Finalmente, para que el fuego, el aire, el agua y la tierra se materialicen se requiere de espacio vacío que puedan ocupar. Así se completa el hermoso quinteto elemental propuesto por los antepasados de Mahatma Gandhi.

Otra creencia muy antigua se atribuye a Demócrito de Abdera, quien hace 2400 años opinaba que “lo único que existe son los átomos y el espacio vacío”. La palabra griega “ατοµοζ”, que significa indivisible, es usada por Demócrito para expresar que al partir algo en pedazos cada vez más pequeños, eventualmente se llega a granitos minúsculos que ya no se pueden dividir más. Según él, todo lo que existe está hecho de estos granitos indivisibles y eternos, que difieren sólo por su forma y tamaño. Los átomos del agua serían así esferitas que ruedan unas sobre otras; los del fierro, en cambio, tendrían forma irregular, por lo que se traban unos con otros dando rigidez a ese material.

Siguiendo a Demócrito, ¿en cuántos pedazos se puede partir un objeto? Para formarse una idea basta tomar una hoja de papel y dividirla en mitades cada vez más pequeñas. Doblando y cortando, se puede llegar sin problemas hasta la décima división. Los trozos alcanzan a tener entonces un medio centímetro por lado (nótese que se necesitan dos cortes para obtener cuatro cuadrados a partir de uno más grande). Para continuar se puede usar una tijera, con ayuda de la cual no es difícil llegar hasta unas dieciocho divisiones. ¿Y después? De allí en adelante se necesitan instrumentos cortantes especiales, el uso de microscopios cada vez más poderosos, etc., etc. Si intentó el experimento, es probable que, con las primitivas herramientas de que disponía, Demócrito haya llegado a apenas veinte divisiones. Para alcanzar el tamaño del átomo dividiendo más y más se requerirían unos sesenta cortes. De la hoja original quedaría apenas una pelusa, una especie de cadena atómica cuyo largo sería el espesor original de la hoja, aproximadamente un millón de átomos, uno al lado del otro. Sin duda lejos de lo que pudo lograr el visionario filósofo griego.

Que hay átomos, que la celulosa que compone el papel finalmente está hecha de tres unidades básicas: carbono, oxígeno e hidrógeno, no nos cabe duda. Pero, ¿está todo hecho de átomos? ¿Podemos explicar la luz del Sol, la voracidad de los agujeros negros, la radiactividad o los colores de las flores en términos de esas ciento y tantas especies de esferitas primordiales que hoy conocemos y llamamos átomos? No. Explican mucho, pero no todo.

Lo que hoy llamamos átomo, aunque muy pequeño (en la cabeza de un alfiler hay unos cien trillones de ellos, un uno seguido de veinte ceros), no es exactamente la unidad indivisible que concibió Demócrito. Cristóbal, un niño de seis años, me lo definió así: “El átomo es como un melón con un montón de cosas raras adentro”. No estaba tan equivocado. Desde principios de siglo sabemos que nuestro átomo tiene partes, tiene una estructura interna, y se puede dividir.

Está compuesto por una minúscula esferita casi quieta y de muy alta densidad que llamamos núcleo, y luego una o más partículas miles de veces más livianas y en movimiento veloz, a las que llamamos electrones. Si el átomo fuese un estadio de fútbol, el núcleo sería como una pulga de tamaño. Así de pequeño es. Sabemos también que el núcleo atómico está a su vez compuesto de protones y neutrones, los que a su vez están compuestos de quarks, los que a su vez… ¡No! Aquí parece terminar la cosa.

No se entiende bien la inmensa variedad que somos capaces de percibir si se ignora el interior del átomo. Tampoco se comprenderían muchas enfermedades si los biólogos sólo supieran de células y no de su interior. O algunos problemas de la sociedad, si la pensamos como una colección de familias sin considerar la constitución interna de éstas. El átomo, la célula, la familia, son “unidades compuestas”, útiles conceptualmente para describir algunas propiedades de la materia, los organismos vivos y la sociedad, pero ineficaces para entender una multitud de fenómenos que sólo se explican teniendo presente su constitución y estructura interna.


¡Quark!…topones y botones

Hablemos entonces con más detalle del interior del átomo. Entrar en él es como internarse en el país de las maravillas de Alicia, ese mágico personaje de Lewis Carroll. Hay en este minúsculo objeto miles de sorpresas y complejidades que ni se soñaron hace cien años. Su comportamiento es, en muchos aspectos, radicalmente diferente al esperado si uno se guía por lo que ha percibido con los sentidos. Aunque las leyes naturales que imperan son las mismas, no es tan extraño que sus manifestaciones no lo sean, por la inmensidad que nos separa. Por ejemplo, yo peso cerca de cien quintillones de veces más que un electrón (un uno seguido de 32 ceros), y mido más de mil billones de diámetros nucleares. Son diferencias enormes, caracterizadas por números inmensos. Los objetos que vemos y tocamos involucran, sin excepción, la participación de millones de millones de millones de electrones y núcleos. Así como la muchedumbre a la salida de un estadio de fútbol hace cosas que uno no esperaría de los individuos aislados, por fanáticos del deporte que sean, las multitudes de partículas que forman los objetos de nuestro tamaño se nos muestran de diferente manera que cuando se encuentran solas. El cotidiano nuestro, y el microscópico, son en este sentido dos mundos enteramente diferentes.

¿De qué están hechos los átomos? ¿Cuáles son las unidades básicas que los componen, como los ladrillos en una construcción, y cómo se unen para formar cosas más grandes? Veamos. Ya mencioné a electrones y núcleos. Al electrón lo conocemos desde hace poco más de un siglo, y después de estudiarlo muchísimo estamos convencidos de que es una partícula indivisible. El núcleo en cambio está formado de protones y neutrones, y éstos a su vez lo están de quarks, que hasta donde sabemos son indivisibles. A partir de quarks y electrones podemos entonces armar los átomos y las cosas materiales que vemos. ¿Y cómo se pegan? La “goma” que mantiene unido al núcleo está formada por misteriosos objetos que llamaremos “gomones” (en inglés se les llama “gluons”), y quienes unen núcleos y electrones son los más familiares “fotones”.

Quarks, gomones, fotones. Son algunas de las palabras extrañas que forman el vocabulario que asociamos a los objetos más pequeños que existen. La primera fue introducida por Murray Gell-Mann, Premio Nobel 1969. Hacia 1963 había una sensación de desaliento por la existencia de centenares de partículas cuyo número crecía día a día, aparentemente elementales, pero que se sospechaban divisibles, aunque sin saber cómo lo serían. Gell-Mann propuso ese año que protones, neutrones y una cantidad de partículas similares (los hadrones), estaban compuestos por dos o tres constituyentes hasta entonces desconocidos, que llamó “quarks”. El nombre fue inspirado por la frase “Three quarks for Muster Mark”, que aparece en la última obra del famoso escritor James Joyce, Finnegans Wake. Sin embargo la enigmática palabra “quark” no aparece en el diccionario inglés, no se sabe qué significa originalmente ¡ni hay acuerdo sobre cómo se pronuncia! (Gell-Mann dice que Joyce la usó para evocar el sonido que emiten las gaviotas). En alemán quiere decir “cuajada”, pero este significado parece ser accidental. Qué exactamente inspiró el nombre, no lo sabemos. Se dice que Gell-Mann buscaba una palabra que sonara como “fork” (tenedor, en español), pero esto no es seguro. Quizás fue la dificultad de denominar lo misterioso, aquello cuyas propiedades se ignoran. Algo similar ocurre, por lo demás, con los apodos que nos dieron nuestros padres al nacer. Estas inocentes criaturas a las cuales echamos la culpa de todo debieron escoger nuestros nombres antes de conocernos el carácter. Por eso resultan Verónicas que tienen aspecto de Magdalenas, o Rodrigos que se comportan como Pablos.

Hasta donde sabemos, hay seis tipos de quarks. Se diferencian en el “sabor”, y son: el apón, el daunón, el extrañón, el charmón, el botón y el topón. Estos rarísimos nombres son mi traducción libre de los apodos técnicos: up, down, strange, charmed, bottom y top, respectivamente. Aunque en inglés significan cosas, estos términos son tan arbitrarios como mis adaptaciones españolas, y unas y otras dicen igualmente poco acerca de las propiedades de las partículas que designan. (Hay textos en español que los llaman: arriba, abajo, extraño, encantado, inferior o fondo, y superior o cima.) Algunos de los nombres tienen un origen histórico. Por ejemplo el top y el bottom ocupan los lugares superior e inferior en una tabla que los ordena. Y sólo por eso, su nombre. Pero, también se los ha llamado beauty (belleza) y truth (verdad), prueba de la arbitrariedad que caracteriza esta nomenclatura.

Además de sabor, los quarks tienen color: rojo, azul o verde. Mezclando estos tres colores se puede obtener una amplia gama del continuo del arco iris. Son de hecho usados como colores primarios en las pantallas de televisión, como se puede comprobar con el televisor encendido, poniendo una pequeña gota de agua en la pantalla, que actúa como lupa, ampliando los pequeños granitos de color que contiene. Aunque sería ridículo pretender que cosas tan pequeñas como los quarks sean coloreadas, los colores que se les han asignado tienen un dejo de significado nominal. Estas partículas no pueden combinarse de cualquier manera. Una de las reglas que hay que seguir para armar cosas grandes está expresada en este lenguaje de colores. Se trata que al mezclarlos resulte un objeto blanco o sin color. Por ejemplo, el protón está hecho de tres quarks: uno rojo, uno verde, uno azul, cuya combinación produce el blanco. (Se comprueba girando rápidamente un objeto que contenga los tres colores).

Partículas “light”

Los quarks forman una primera familia de ladrillos básicos de la materia. Una segunda familia son los leptones, cuyo nombre viene de “leptos”, palabra griega que significa liviano. El leptón más conocido es el electrón, unas setecientas veces más liviano que el más ligero de los quarks. Fue la primera partícula elemental en ser descubierta en el laboratorio. Su hallazgo se asocia al año 1897 y el trabajo de Joseph John Thomson, sucesor de Lord Rayleigh en Cambridge y Premio Nobel 1906 por sus trabajos sobre conducción eléctrica en gases. Es el grano de electricidad que circula por alambres y televisores. Su nombre viene de “ηλεκτρον”, palabra griega que significa ámbar, una resina que al ser frotada se electrifica. A este primogénito, se suman cinco hermanos: el muón, el tauón, y tres neutrinos, el neutrino electrónico, el muónico y el tauónico. Los nombres de los dos primeros se derivan de las letras griegas mu (µ) y tau (τ), mientras el del neutrino recuerda su neutralidad eléctrica.

La historia del neutrino merece destacarse. Supongamos que uno patea medio a medio una pelota de fútbol, la cual, en vez de salir hacia adelante, sale hacia un costado. Lo volvemos a hacer, y sucede lo mismo. ¿Qué pensarían? ¿Gato encerrado? ¡Neutrino encerrado! propuso Wolfgang Pauli en 1930, no para el ejemplo de la pelota, sino en relación a algunos disparos que suelen hacer los núcleos atómicos, y que se llaman “decaimiento beta”. Por ejemplo, de un átomo de carbono puede salir repentinamente un electrón, quedando detrás un átomo de nitrógeno. El proceso en sí es sorprendente, como si de la pelota de fútbol de pronto saliera un canario volando. Bueno, podría pensar uno, quizás alguien puso el canario adentro, la pelota reventó y el pájaro quedó libre. Son trucos típicos de los magos. Pero, ¿y si, aunque hubiese cambiado levemente de forma, la pelota no mostrara señales de haber reventado?

En el decaimiento beta uno espera ciertas cosas que no se cumplen; hay ciertas leyes de conservación, como la conservación de la energía, que parecen violadas. Son leyes muy antiguas, muy queridas, que no se abandonan así no más. Para salvarlas, Pauli dijo que debía existir una partícula nueva, sin carga eléctrica ni masa, que salía junto con el electrón como un fantasma invisible. Enrico Fermi aprovechó la aparente inocuidad del objeto para acuñar un italianismo: “neutrino”, el diminutivo de neutro (en español quizás sería neutrito). En una carta de 1934, George Gamow le dice a Niels Bohr, que “no me gusta nada esta cosita sin carga ni masa”. La audaz proposición de Pauli fue confirmada un cuarto de siglo más tarde, y en los años siguientes nos sorprendimos al descubrir que no había una, sino tres especies, asociadas a los otros leptones: el electrón, el muón y el tauón. Un poema de John Updike que he tenido la osadía de traducir del inglés, dice sobre esta partícula:

El neutrino es tan pequeño,

no tiene carga, no tiene masa,

de la materia hace tabla rasa.

La Tierra es sólo una torpe esfera

para él, a través de la cual pasa

como aseadora por una limpia estera.

Hay diferencias importantes entre quarks y leptones, aparte de la especial liviandad de los segundos. La más notoria es el tipo de goma que pega a sus miembros. Si dos leptones se alejan uno de otro, la fuerza que los une se torna más débil, como el sonido entre dos personas que se hablan cada vez más lejos. Los quarks, en cambio, no se pueden separar, porque la fuerza crece con la distancia: mientras más los separamos, más cuesta distanciarlos. No conocen la libertad. Hasta la fecha los quarks sólo han sido encontrados en parejas o grupos de tres.

A las dos familias ya nombradas se suma entonces una tercera, la de las diversas gomas que pegan. Sabemos que el átomo es posible porque electrón y protón se atraen; que el sistema solar se mantiene unido porque el Sol y los planetas también se atraen, aunque por razones distintas. Hoy entendemos estas atracciones entre objetos como un intercambio de partículas mensajeras, las que en lenguaje técnico se llaman “bosones de gauge” (pronunciado “geich”). Lo de bosón es en honor a Styendra Nath Bose (hindú, 1894-1974) y lo de gauge es por razones técnicas, por el tipo de teoría que describe mejor a estas partículas. Los miembros de la familia son el fotón (el cuanto de luz que transmite la fuerza entre cargas eléctricas), los gomones (ocho de ellos, asociados a los quarks), el gravitón (asociado a la atracción entre masas) y las partículas W+, W– y Z (importantes en la radiactividad). Ya tendremos ocasión de hablar de estos objetos más adelante.

Antis y anti antis

Tenemos las familias. Pero con ellas no se agota esta sociedad. Existen además las antifamilias. A quarks y electrones se asocian, por ejemplo, antiquarks y antielectrones. A cada partícula, una antipartícula.

El prefijo “anti” sugiere antagonismo, que es cierto en el siguiente sentido: si por ejemplo un electrón se encuentra con un antielectrón ¡ambos desaparecen! Lo mismo ocurre con las otras parejas de partícula-antipartícula. En el encuentro fatal no desaparece todo, desde luego, pues a algún lugar tiene que ir a parar, por ejemplo, la energía que tenían la partícula y su anti. El rastro que queda luego de la aniquilación puede ser una pareja de fotones, u otras partículas, que salen disparados en direcciones opuestas. El antagonismo entre las parejas es sin embargo recíproco, en igualdad de condiciones, siendo el electrón tan anti antielectrón, como el antielectrón, anti electrón (¡Uf!).

Los antis forman lo que llamamos la antimateria. La historia de su descubrimiento es un ejemplo de la fuerza con que se impone una teoría afortunada y bien hecha. Hacia 1920 se sabía que toda partícula aislada tiene una cierta cantidad de energía interna que la acompaña por el sólo hecho de existir. Albert Einstein en su teoría de la relatividad especial había demostrado que la masa no era más que una forma de energía. Cuando la partícula está quieta, el valor de esta energía es su masa “m” multiplicada dos veces por la velocidad de la luz “c” (m · c2, el famoso “emececuadrado”). Si se mueve, la energía aumenta de cierta manera que no nos interesa ahora, pero aumenta, se hace mayor. Lo que importa es que es un número siempre positivo, y que puede crecer cuanto uno quiera.

Tratando de conciliar las ideas de la relatividad con la entonces naciente mecánica cuántica, Paul Dirac publicó a comienzos de 1928 un trabajo que tuvo gran impacto. Como lo describe Werner Heisenberg, “creíamos haber llegado a puerto (en la construcción de la teoría del átomo) y el trabajo de Dirac nos ha arrojado al mar nuevamente”, o, en una carta a Wolfgang Pauli ese año, “el más triste capítulo de la física moderna es y sigue siendo la teoría de Dirac”. En su obra, Dirac derivaba una ecuación, la hoy famosa Ecuación de Dirac, que admitía no una sino dos soluciones para la energía del electrón: la que ya nombramos, positiva, y otra igual, pero de signo negativo. Para sus contemporáneos, esta novedad en cierto sentido ensuciaba la hermosa teoría cuántica recién creada.

Es como si en un mundo feliz, en que todos viven contentos con sólo números positivos que surgen de contar sillas, partir manzanas y reflexionar sobre la longitud de un círculo, algún geniecillo por allí descubre que la ecuación equis-cuadrado-igual-uno (x2 = 1) tiene dos soluciones: la positiva, 1, y una nueva, que distingue con una rayita y llama negativa, –1 (multiplicar –1 por –1 da el mismo resultado que multiplicar 1 por 1). De pronto se abre todo un universo fascinante, el de los números negativos, que ¡duplica todos los números existentes! (salvo el cero). O, como si una civilización que nunca exploró el mar advierte de pronto que no sólo hay pájaros sobre el océano, sino además toda una fauna bajo su superficie, que antes no conocía.

Dirac halló una literal duplicación de posibilidades para el electrón. Por ejemplo, a electrones quietos, con su energía habitual positiva emececuadrado, habría que agregar la existencia de electrones también quietos pero con energía negativa (–m · c2). Si se mueven, lo mismo. Por cada posibilidad existente, una nueva. El dilema fue entonces determinar si estas soluciones matemáticas, fruto de estudiar ecuaciones matemáticas abstractas, eran algo más que eso, si correspondían a alguna realidad material. Y si existían, ¿cómo era posible que no se las hubiera observado?

A fines de 1929 y en mayo de 1931, Paul Dirac publicó dos nuevos trabajos en que sugería que estos hipotéticos objetos están en todas partes, que hay un incontable número de ellos ocupando las infinitas posibilidades de energías negativas, como peces en un mar sin fondo. Lo que llamamos vacío en realidad está repleto de ellos, tan lleno que para darnos cuenta habría que sacar uno y ver el agujero que queda. Es como advertir que uno está en una habitación hermética porque en una de las paredes existe un portillo que deja pasar la luz. O darse cuenta de que hay mucho ruido porque de pronto el barullo se suspende por un lapso breve. O notar que uno está sumergido en el agua, porque se produce una burbuja de aire, de ausencia de agua.


Dirac pensó originalmente que la burbujita compañera del electrón era el protón. Cuando expuso esta idea ante un auditorio que incluía a Lev Landau, acto seguido éste le envió a Niels Bohr un telegrama de una palabra que decía Quatsch (¡tonterías!). Pero ya en 1931 Dirac anunció que, de existir una antipartícula del electrón, debía ser en todo como éste, salvo su carga eléctrica, que sería la misma pero de signo opuesto. La realidad material de la nueva partícula fue confirmada apenas un año después, en 1932, cuando Carl Anderson detectó su presencia en medio de una lluvia de partículas cósmicas. Como nombre se adoptó el de “positrón”, en atención a su carga eléctrica de signo positivo. Por su trabajo, Paul Dirac recibió el Premio Nobel 1933.

Otro “anti”, el antiprotón, fue descubierto por Emilio Segré y Owen Chamberlain en 1955, y el antineutrón sólo un poco después. Así, poco a poco nos hemos familiarizado con la realidad de la antimateria y a diario experimentamos con ella en los laboratorios. Por ejemplo, en grandes aceleradores de partículas como el que hay en CERN, cerca de Ginebra, se producen antiprotones a razón de unos 20 millones cada segundo.

Hay total equivalencia entre partículas y antipartículas, aún cuando en nuestro universo la abundancia de cada especie no es la misma. Afortunadamente para los terrícolas, la materia predomina vastamente sobre la antimateria por razones que se desconocen. Si no fuese así, nuestra existencia no sería más duradera que el tiempo que toma la aniquilación mutua entre electrones y positrones, ¡típicamente, un diez milésimo de millonésimo de segundo! Ni un suspiro siquiera.

El Arca de Noé

Si contamos las partículas de las tres familias nombradas, quarks, leptones y bosones de gauge, son sesenta. ¡Bastantes! Y a este número sólo hemos llegado en las últimas décadas. Baste con notar que hacia 1950 se conocían apenas cinco: el electrón, el positrón (o antielectrón), el muón, el neutrino y el fotón. Es cierto que también se habían ya descubierto el protón, el neutrón, el pión y un par más que en ese entonces se creían elementales; pero hoy sabemos que son partículas compuestas, formadas por quarks.

Sesenta. Son muchas. ¿Todas? ¿Está completa la lista? Según algunos, sí. Según otros, no. Hay quienes creen que hay más, difíciles de ver, como la propuesta en 1964 por Peter Higgs de la Universidad de Manchester, Inglaterra, y que, haciendo gala de poca imaginación hoy se la llama “Higgs” (consuelo: higón hubiese sido peor). Leon Lederman, Premio Nobel 1988, un enamorado de esta invención, escribió un libro entero, de 434 páginas, sobre esta partícula a la cual llama “partícula Dios”. Echándolo a la broma algunos dicen que las actitudes frente a la Higgs se dividen en tres clases: los “ateos” no creen que existe, los “agnósticos” piensan que existe pero no es fundamental, mientras que el tercer grupo, los “fundamentalistas”, piensa que existe y es fundamental.

Si fuese real, esta partícula no se destacaría por su abundancia en el ambiente natural que nos rodea. Para verla habría que producirla artificialmente. Como ocurre con la antimateria. El positrón, por ejemplo, es muy escaso, pues como hemos dicho, allí donde aparece en una fracción pequeñísima de segundo se aniquila con alguno de los abundantes electrones que hay por todos lados. Aunque se presume también de muy corta vida, unos dos diezmilésimos de millonésimo de billonésimo de segundo, la dificultad de comprobar la existencia de la partícula Higgs se debe sin embargo a una razón muy distinta. Tiene una masa enorme, más de un millón de veces la del electrón. Tan grande, que producir esta partícula en el laboratorio requiere de un acelerador gigante de unos treinta kilómetros de circunferencia o más. Sería una especie de supercarretera de dos vías donde viajan protones en ambas direcciones y a velocidades cercanas a la de la luz, con una energía decenas de millones de millones de veces la de los electrones en los átomos. La Higgs sería como la chispa que resulta de uno de los choques frontales en dicha carretera. En su libro, Ledermann promueve la construcción del SSC (Superconducting Super Collider), un proyecto destinado a este fin, cuya vida fue sin embargo corta, como la partícula que buscaba. Apenas se levantó un poco del suelo, el proyecto volvió a caer estrepitosamente debido a un artero ¡no! del Congreso norteamericano. ¿Razón? Su inmenso y creciente costo, miles de millones de dólares, el equivalente a varios grandes hospitales.

También el gravitón, mencionado más arriba, el mensajero de la fuerza de gravedad, es hipotético. A pesar de cuidadosos experimentos, ha evadido en forma obstinada a los que lo han querido atrapar. Otra partícula elusiva es el monopolo magnético, predicha por Paul Dirac y jamás observada. Otras, todavía, son los fotinos, gominos, winos, zinos, gravitinos, squarks y sleptones, que según la Susi (la teoría de SUperSImetría), deberían existir, y que tampoco han sido habidas en parte alguna…

Es desconcertante que, sin contar las hipotéticas, haya aún tantas partículas elementales. Sobre todo, si se tiene presente que para sustentarnos, para construir casi todo lo que nos es esencial para la vida, bastan apenas los quarks apón y daunón, el electrón, el fotón, el gravitón, y algunos gomones. Con estos elementos se hacen los ciento y tantos átomos que conocemos, la luz y la gravedad. ¿Qué más queremos? ¿Para qué el resto? ¿Será por hacer más compleja la diversidad?

En el Génesis, Noé, con sus seiscientos años y mucha sabiduría, por orden de Yahvé introduce en el Arca a su familia y ejemplares de cada especie de fieras, reptiles y aves, “de dos en dos”. ¿Cuántos fueron en total estos “animales elementales”? No lo sabemos, aunque no cabe duda que fueron al menos sesenta. ¿Para qué tantos? ¿Por qué no haber aprovechado para olvidarse de las fieras, por ejemplo? Misterio. La sabiduría de Dios y la que han de dar largos seiscientos años de vida nos superan ampliamente…

Puntos y comas

Uno se pregunta también si no se podrá simplificar aún más el cuadro, si no habrá una forma de ver la creación como una combinación de objetos más básicos que quarks, leptones y bosones de gauge. La historia muestra que cuando se descubre una partícula que parece ser la más primitiva y todos se lanzan a estudiarla, las cosas suelen complicarse. Al aumentar la resolución de los instrumentos, al mirar con más cuidado, se ven otros objetos hasta entonces insospechados y la complejidad crece. Siguen luego nuevas ideas, todo se vuelve simple una vez más sobre la base de otra variedad de entes que se consideran, ¡ahora sí que sí!, las unidades más básicas. Pero no, el proceso vuelve a repetirse una y otra vez.

Por ejemplo, hasta fines del siglo diecinueve las unidades básicas consideradas por los físicos y químicos de la época fueron los átomos: el hidrógeno, el oxígeno, el oro, el cobre, etc., un centenar de ellos. Pronto parecieron demasiados, excesiva variedad. Entonces, en 1911, se descubrió que se trataba de meras combinaciones de apenas dos partículas: electrón y núcleo. Todo se simplificaba al bastar un par de elementos para armar lo que nos rodea: los sólidos, los líquidos, el aire y otros gases.

Sin embargo, el estudio más detallado del núcleo atómico a partir de ese año fue mostrando la existencia de otros objetos minúsculos, como el protón, el neutrón, el positrón, el neutrino, el pión, el kaón, la lambda, la sigma, la omega, la eta, la xi, etc. Llegaron a ser tantos, que agotaron todas las letras de los alfabetos y se hablaba hacia 1960 del “zoológico” de partículas elementales. Eran centenares. Algunas caían del cielo en la llamada “radiación cósmica” y otras surgían de los violentos choques frontales al interior de los grandes aceleradores. Enrico Fermi llegó a decir que si hubiera sabido que tenía que aprenderse el nombre de tantas partículas, habría estudiado biología. La cosa se había puesto fea de verdad.

De la inicial simplicidad que ofrecía el dúo electrón-núcleo se llegó a una verdadera selva de partículas supuestamente elementales. Apareció entonces la idea de los quarks, con los cuales se pudo “armar” la mayoría de los ejemplares del zoológico aquél. Pero los quarks también resultaron bastantes y los leptones mantuvieron su número e independencia existencial, con lo cual seguimos con sesenta; quizás ya no un zoológico completo pero sí una jaula de buen tamaño.

Entonces, nos volvemos a preguntar, ¿son éstos los objetos más básicos? Y en último término, si lo fuesen, ¿por qué son como son y por qué son tantos? Quisiéramos poder decir, “salen de esto”, o “salen de esto y de aquello”, mencionar uno o dos principios bien fundamentales, y ojalá tan simples que podamos explicárselos a un niño. La respuesta “porque Dios lo quiso así” posiblemente es la última de las últimas, pero ya pertenece al ámbito de la religión. ¿Cuál es la última que puede dar la ciencia?

Hace poco se encendió una luz de esperanza. Por ser indivisibles, las partículas elementales son como puntos en el espacio, puntos matemáticos, sin extensión. Son sesenta misteriosos puntos y la teoría que los describe es una teoría de puntos matemáticos. La nueva idea fue reemplazar esos puntos por objetos extensos, pero no como esferitas sino más bien como minúsculas cuerdas. Mientras los puntos no tienen forma ni estructura, las cuerdas tienen longitud y forma, extremos libres como una coma (,), o cerradas sobre sí mismas como la letra “o”. Si el punto es como una esferita inerte de chicle sin diámetro, la cuerda es el chicle estirado y con él se pueden hacer círculos y toda clase de figuras. Está lleno de posibilidades.

¿La longitud de la cuerda? Pequeñísima. Tan pequeña, que en proporción, su relación de tamaño con el núcleo atómico es equivalente a la de un átomo ¡con el sistema solar completo! Hemos llegado a tamaños verdaderamente pequeños. Recordemos. El núcleo era al átomo como una pulga es a un estadio; ahora una cuerda es al núcleo como un átomo es al sistema solar. En centímetros, un milésimo de millonésimo de millonésimo de millonésimo de millonésimo de millonésimo de centímetro. Uno se pregunta si a estos niveles importa la diferencia entre un punto y una coma. Según la teoría de cuerdas importa, y mucho. Por su extensión, a diferencia del punto, la cuerda puede vibrar. Y hacerlo de muchas maneras, cada modo de vibración representando una partícula diferente. Así, una misma cuerda puede dar origen al electrón, al fotón, al gravitón, al neutrino y a todas las demás partículas, según cómo vibre. Un gran avance en la búsqueda de lo más básico y fundamental.

Recordemos las propiedades de una cuerda tensa, como la de una guitarra o un violín. Supongamos que produce la nota Re. La cuerda se afina estirándola o soltándola, con lo cual el Re se desplaza un poquito hacia el Mi o hacia el Do vecinos. Cambiando la tensión, varía el sonido. Otra forma de cambiar este último es variando la longitud. Si se aprieta la cuerda en su centro contra la madera del instrumento y se hace vibrar una de las mitades, el sonido que se produce es una octava más alto, un Re más agudo. Si luego se divide una de las mitades nuevamente en dos, apretando en su centro, el sonido será todavía una octava más arriba. Y así sucesivamente. La mitad siempre sube una octava el tono. ¿Y si en vez de dividirla en dos, o cuatro partes iguales, se la divide en tres? Entonces, el tercio suena como la nota La en la octava superior.

Al dividir la cuerda en dos, tres, cuatro, cinco, o más partes iguales, se generan las notas de la escala musical que conocemos, o técnicamente, los armónicos de la cuerda. En general, el sonido de una cuerda de guitarra o de piano es una mezcla de armónicos. Según la mezcla, la calidad (timbre) del sonido. Si distinguimos el tono de estos instrumentos es por la “receta” de la mezcla en cada caso, por las diferentes proporciones con que cada armónico entra en el sonido producido. Pero, también es posible hacer que una buena cuerda vibre en uno de esos armónicos en particular, para lo cual hay que tocarla con mucho cuidado. Los violinistas lo saben, y en algunas obras como los conciertos para violín y orquesta de Nicolo Paganini, usan este recurso de “armónicos”. Así, la naturaleza, con su gran sabiduría y cuidado para hacer las cosas, produciría electrones, fotones, gravitones, haciendo vibrar su materia más elemental, esa única y versátil cuerda, en las diversas (infinitas) formas que la cuerda permite.


De sesenta a una. De . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . a quizás sólo (,) u (o). Gran progreso. Entonces, ¿por qué seguir hablando de electrones, fotones, quarks, y las demás? Buena pregunta. Para que una teoría sea adoptada como la mejor, debe pasar varias pruebas. No basta con que simplifique los esquemas y sea bella. La teoría de las cuerdas está en su infancia y ha mostrado ser enfermiza. Surgen problemas, y se la deja de lado; se solucionan los problemas y una avalancha de trabajos resucitan la esperanza. Desde que fuera sugerida por Yoishiro Nambu, Holger Nielsen y Leonard Susskind en 1970 este vaivén ha ocurrido más de una vez.

Un problema serio que aqueja a la cuerda está ligado a su pequeñez. Mientras más pequeño algo, más difícil de ver. Y estas supercuerdas, como se las llama en sus versiones más recientes, son tan super pequeñas que no hay esperanzas de hacer experimentos que nos acerquen a su tamaño. Sin experimentos no podemos comprobar sus predicciones ni saber si son correctas o no. Exagerando, es como una teoría que afirmara que Dios tiene barba. ¿Quién la consideraría seriamente?

También hay problemas con los conceptos mismos. Por ejemplo, para formular la teoría de cuerdas se necesitan 26 o, en el mejor de los casos, 10 dimensiones: espacio (son 3), tiempo (1) y otras seis (o 22) más, que parecen estar enroscadas e invisibles para nosotros. Por qué aparecieron estas dimensiones adicionales a las cuatro que nos son familiares, espacio y tiempo, y por qué se atrofiaron en algún momento, no lo sabemos.

Además, la teoría ofrece decenas de miles de alternativas aparentemente posibles que no sabemos si son reales, si corresponden a miles de posibles universos distintos, o si sólo hay una realmente posible. Algunas de estas versiones predicen la existencia de 496 fuerzones, partículas como el fotón, que transmiten la fuerza entre 16 diferentes tipos de carga como la carga eléctrica. Afirmaciones como éstas, no comprobables por la imposibilidad de hacer experimentos, plagan la teoría de cuerdas. Para consolarse, hay quienes afirman que estos problemas surgen porque esta teoría se adelantó a su tiempo, fue hallada por accidente, y no existe aún el aparataje matemático para formularla adecuadamente.

Otro intento de simplificar las cosas, más matemático y abstracto, es el de los principios de simetría. Hay una simetría cuando se le hace algo a un objeto sin que éste cambie. Por ejemplo si usted lleva este libro de una habitación a otra de su casa, su texto sigue siendo igual de bueno o malo. Hay una simetría de contenido ante el desplazamiento del libro. Si lo invierte para mirarlo al revés ya no se podrá leer fácilmente, pero la forma externa no ha cambiado: es una simetría de forma ante un medio giro. Si lo deja de leer ahora y lo retoma mañana, tampoco hace diferencia en el contenido, de donde se desprende una simetría con respecto a cambios en el tiempo.

Simetrías como éstas parecen tener mucha profundidad en la naturaleza, y de ellas se desprenden leyes tan fundamentales como la conservación de la energía. De hecho, existe un antiguo e importante teorema que enunció, en 1918, Emmy Noether. Ella demostró que hay una relación entre simetrías continuas y leyes de conservación de alguna magnitud básica. Simetrías continuas son las que resultan de operaciones sin restricción de magnitud. Por ejemplo, si en vez de girar este libro en media vuelta lo rota un poquito, o un cuarto de vuelta, o algo diferente a media vuelta o vuelta entera, su contorno ya no se ve igual: no es una simetría continua. Importa la magnitud del ángulo de giro. Un plato redondo, en cambio, se puede girar en cualquier ángulo, y su contorno se ve siempre igual; hay una simetría continua. La simetría de contenido que se deriva de desplazar el libro es continua, pues no importa que lo lleve al cuarto del lado, lo mueva un centímetro, o sea su compañero de viaje en un largo paseo a la galaxia Andrómeda: el libro siempre sigue igual. La conservación de la energía, esa magna e inamovible ley descubierta el siglo diecinueve y enriquecida por Einstein con su emececuadrado es, por ejemplo, una consecuencia de la simetría continua de atrasar o adelantar (en el tiempo) todo lo que ocurre en el Universo. Versiones más abstractas del teorema de Noether permiten deducir la conservación de la carga eléctrica, y la existencia de algunos mensajeros de las fuerzas fundamentales de la naturaleza.


Fantasmas en las esquinas

Lo cierto del caso es que, a pesar de algunas luces y pequeños éxitos, por ahora lo único firme y coherente es que el mundo se puede armar a partir de 60 objetos puntuales cuyo origen desconocemos. Si se alcanzara algún día el objetivo de obtener todas las partículas y sus propiedades a partir de principios de simetría o de alguna cuerda única, por ejemplo, habríamos encontrado un nuevo nivel donde se concentra lo más elemental. Ya no serían los átomos, ni tampoco las partículas puntuales mismas, sino las simetrías o la cuerda. ¿Habríamos terminado? Es más que probable que no, pues nos preguntaríamos entonces de dónde salen esas simetrías o esa cuerda, y con alta probabilidad su estudio en detalle nos mostraría que en realidad hay más complejidad que la que aparecía a simple vista. La historia (¡la sabia historia!) muestra que éste es un cuento de nunca acabar, y pareciera que cada vez que simplificamos las cosas, nuevos niveles de complejidad aparecen como fantasmas que están siempre acechándonos a la vuelta de cada esquina.

Si en el ámbito de los objetos primarios con los cuales están hechas las cosas hay diferentes niveles donde situarse, también los hay en las teorías mismas que describen su comportamiento. Por ejemplo, la vieja mecánica de Isaac Newton es una maravilla que explica un ámbito vastísimo de la realidad. El electromagnetismo que formuló James Clerk Maxwell con gran elegancia doscientos años después, es otro portento que unifica la electricidad y el magnetismo, y abarca una inmensidad de fenómenos en este ámbito, incluida la luz. Son teorías fabulosas y de gran valor estético. Tan hermosa es la teoría de Maxwell, por ejemplo, que de tiempo en tiempo aparecen verdaderos fanáticos vistiendo una camiseta con la inscripción “Y Dios dijo”, seguido, no de “hágase la luz”, sino de las cuatro ecuaciones de Maxwell. Sin embargo, estas teorías son sólo aproximaciones con un ámbito propio, particular, de aplicabilidad. Más tarde surgieron la teoría de la relatividad de Einstein y la mecánica cuántica, también hermosas y sorprendentes conquistas, que alcanzan niveles aún más básicos y amplios que sus predecesoras. ¿Son teorías finales? No lo sabemos.

¿Hemos ganado al fin algo al ir, en constituyentes básicos o en teorías que describen su comportamiento, de un nivel de organización a otro más fundamental? Desde luego que sí. Nadie puede negar la importancia que ha tenido en biología y medicina el descubrimiento de la célula y lo que hemos aprendido sobre ella. O, para entender gases, líquidos y sólidos, el descubrimiento del átomo. O, para entender las estrellas y la historia del Universo, el descubrimiento del protón y el neutrón. En cada nivel de tamaños hay un piso básico, elemental, que sirve como alfabeto para construir la riqueza que de allí hacia arriba percibimos. Descubrir ese piso, levantar la alfombra que lo cubre, ha sido históricamente un progreso siempre notable y fecundo.


A la sombra del asombro

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