Читать книгу A la sombra del asombro - Francisco Claro - Страница 8

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Capítulo 1

Diversidad

Sentado frente a la ventana, observo el pequeño jardín asoleado, con su terraza en sombra. Veo las sillas blancas de plástico, los maceteros de arcilla rojos, el patio de cemento, la pelota de fútbol, de cuero, en un rincón; veo las hojas de los más variados verdes en los árboles. Veo el cielo azul y el agua de la manguera que lo salpica todo. En este momento, un sorprendente picaflor, quieto en el aire, sostenido apenas por la invisible esfera de su veloz aleteo, extrae ávidamente el néctar de un abutilón. Veo los cables de electricidad en la calle, el metal de la reja en la ventana, la lámpara de bronce de mi abuela sobre un extremo de la antigua mesa en que trabajo, el cuaderno de papel a mi lado, el procesador de palabras en que escribo, mis dedos que se mueven sobre su teclado. Me veo a mí mismo viendo y me pregunto ¿cómo es todo ello posible? ¿Por qué tanta diversidad?

Estas simples preguntas, y otras como ellas, han acompañado a las culturas desde sus inicios y surgen en la mente de cada ser humano muchas veces a lo largo de su vida. Todos han buscado respuestas, aunque algunos en forma más dedicada que otros.

Un ejemplo de esta actitud, rico en anécdotas, personajes y descubrimientos, lo provee la historia de la astronomía, esa antigua práctica de abrir una ventana del intelecto hacia lo más grande, hacia aquello que siempre ha fascinado y sobrecogido al ser humano: el cielo. Es también el origen del largo peregrinaje seguido por las culturas más antiguas en el sendero de las preguntas.

Allá arriba…

El asombro ante lo que vemos al mirar hacia arriba es tan antiguo como la humanidad. El Sol, las estrellas fijas y las fugaces, la Luna y sus fases, los cometas, los eclipses, el movimiento de los planetas en el cielo, despertaron siempre admiración, curiosidad y temor. Lo atestiguan silenciosos monumentos de épocas remotas como Stonehenge en Inglaterra, Chichén Itzá en México, Angkor Vat en Camboya, los Moai en Isla de Pascua, Abu Simbel en Egipto.

Desde tiempos remotos las civilizaciones sobre la Tierra tuvieron cada una su propia visión del cosmos. El Inca se consideraba descendiente del dios Sol. Para los aztecas el joven guerrero Huitzilopochtli, símbolo del astro rey, amanecía cada mañana con un dardo de luz combatiendo a sus hermanos, las estrellas, y a su hermana, la Luna, para que se retirasen y así imponer su reinado diurno. Moría en el crepúsculo para volver a la madre Tierra, donde renovaba su fuerza a fin de enfrentar un nuevo ciclo el día siguiente.

Para las tribus primitivas de la India, la Tierra era una enorme bandeja de té que reposaba sobre tres inmensos elefantes, los que a su vez estaban sobre la caparazón de una tortuga gigante. Para los antiguos egipcios el cielo era una versión etérea del Nilo, por el cual el dios Ra (el Sol) navegaba de Este a Oeste cada día, retornando a su punto de partida a través de los abismos subterráneos donde moran los muertos; los eclipses eran provocados por ataques de una serpiente a la embarcación de Ra. Para los babilonios la Tierra era una gran montaña hueca semi sumergida en los océanos, bajo los cuales moran los muertos. Sobre la Tierra estaba el firmamento, la bóveda majestuosa del cielo, que dividía las aguas del más allá de las que nos rodean.

El Sol nos ilumina y nos calienta de día. La Luna alumbra la noche. Los planetas se mueven lentamente sobre el fondo inmutable de las estrellas, describiendo trayectorias aparentemente circulares. El ritmo de las estaciones nos trae los coloridos cambiantes de las flores y las hojas de los árboles, e impone a las siembras que nos alimentan el rigor implacable de sus ciclos. Produce la migración de los pájaros y la aparición o desaparición de insectos y otros animales. El ciclo diario despierta a gallos, lechuzas y murciélagos en diferentes horarios. La regularidad de las fases lunares es la de las mareas y coincide misteriosamente con la del período menstrual femenino. ¿Cómo no fascinarse ante todo esto?

El sobrecogimiento que produce el espectáculo celestial en una noche clara y transparente, lejos de las luces de la ciudad, ciertamente incita a la reflexión y hace surgir una multitud de preguntas, como ¿hasta qué distancias hay estrellas? o ¿habrá por allí algún otro planeta habitado? o ¿las estrellas se mueven o están fijas en el cielo? o ¿para qué tanta cosa cuando a nosotros nos basta para existir el sistema solar? Miles de preguntas, algunas ingenuas y otras muy serias, que uno quisiera contestar, y que han despertado el interés de tantos por el estudio del cielo.

Aunque las preguntas nacidas de la curiosidad natural guiaron la búsqueda, también hubo siempre fines prácticos tras el afán por conocer mejor qué es todo aquello y cómo funciona. Penetrar los secretos del cielo constituyó, desde las primeras civilizaciones, una importante fuente de poder. La navegación orientada por las estrellas dio ventajas en la guerra sobre las aguas, mientras la agricultura apoyada en el conocimiento de los ciclos naturales permitió una mejor subsistencia en la Tierra. El selecto grupo de personas que tuvo alcance a estos secretos fue venerado por las sociedades primitivas, fue el protegido de los jefes de las tribus y, posteriormente, de los príncipes y de los reyes.

La conjunción de diversas motivaciones hizo entonces al ser humano escudriñar el cielo desde los albores de la civilización. Fundada en actitudes centrales a su ser, nació así la astronomía, ese fruto de la paciente contemplación del cielo y de un acucioso registro y análisis de lo que allí ocurre. Los avances fueron sostenidos, aunque lentos al principio. Hace cinco mil años la gente de Mesopotamia ya reconocía una serie de constelaciones, a fuerza de mirar e imaginarse formas de objetos y animales. Las constelaciones son grupos de estrellas que, al unirlas con trazos imaginarios, forman figuras en el cielo. Los antiguos dieron nombres de animales a estas agrupaciones. Por ejemplo, a una la llamaron “león” (actual Leo).


Las inundaciones del Nilo en Egipto se asociaban con la aparición antes del amanecer de la estrella Sirio, el quinto astro en luminosidad en el cielo después del Sol, la Luna, Venus y Júpiter. Su estudio llevó a concluir que el año dura unas seis horas más que 365 días (la cifra correcta incluye cuarenta minutos adicionales). De esta observación surgió también la invención del primer calendario de 365 días.

Por su parte, la civilización Maya, habitante de la península de Yucatán y partes de las actuales Guatemala y Honduras, consiguió un desarrollo comparable con la astronomía. Lo prueba su famoso calendario, elaborado hace por lo menos veinte siglos, que se basó en un ingenioso estudio de los desplazamientos de la Luna y la Gran Estrella noh ek (Venus) respecto del Sol. El año de esta cultura difiere del actual en menos de cinco minutos, en tanto que el calendario romano, de la misma época, se equivoca en unos once minutos al año.

Los rizos de Ptolomeo

En Grecia ya se sabía bastante de astronomía algunos siglos antes de Cristo. No sabemos cuán difundido y aceptado era este conocimiento, pues en el siglo tercero fue destruida la legendaria biblioteca del museo de Alejandría, lugar donde se guardaban preciosos documentos de la Antigüedad. Dicen que alrededor del año 280 antes de Cristo, Aristarco de Samos escribió que la Tierra era un cuerpo esférico que, como los demás planetas, giraba en torno al Sol y en torno a sí mismo, tal como hoy sabemos que ocurre. Por la misma época, Eratóstenes, bibliotecario del museo, midió la circunferencia de la Tierra, obteniendo un valor que difiere en sólo unos ochenta kilómetros del valor correcto (apenas un dos por mil de error). Para obtener este número se cuenta que Eratóstenes contrató a un paciente caminante para que midiera en pasos la distancia entre Alejandría y Syene (hoy Aswan, en el extremo sur del río Nilo). La distancia es de 800 kilómetros, lo que implica que el paseo (cerca de un millón de pasos) tomó varios días. El método de Eratóstenes consistió en medir en ambos lugares y a la misma hora, la longitud de la sombra de una estaca clavada en la tierra. Si en Syene el Sol estaba justo arriba, la estaca no proyectaría allí sombra alguna; en Alejandría, en cambio, por la curvatura de la Tierra, habría una sombra que delataría justamente la magnitud de esa curvatura y, por tanto, la circunferencia del planeta.


A pesar de las enseñanzas de Aristarco y Eratóstenes, la creencia predominante entre los griegos era que la Luna, el Sol y los demás astros que pueblan el cielo giran sobre esferas perfectas en torno a la Tierra, el centro absoluto e inmóvil del Universo. La Luna sobre la esfera más cercana, luego Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter y Saturno, este último seguido de las estrellas fijas. Finalmente el inmóvil primum mobile (Dios), la razón primera que alentaba el movimiento armónico de todo este esférico concierto celestial.

Es la concepción geocéntrica del cosmos, sistematizada en la cosmología aristotélica y elaborada en la tradición analítica del pensamiento griego. Constituyó el paradigma cosmológico que dominó imperturbado al Viejo Mundo hasta el siglo XVI. Lo conocemos con todo detalle gracias a Claudius Ptolemaeus (Ptolomeo) quien, en el siglo II, escribió una monumental obra enciclopédica de astronomía. Su nombre original La Colección Matemática cambió luego a El Gran Astrónomo, para distinguirla de un conjunto de textos de otros personajes, como Euclides y Menelaus, agrupados bajo el título El Pequeño Astrónomo. En el siglo IX, los árabes la llamaron finalmente como la conocemos hoy, Almagest, o El gran tratado. Consta de trece volúmenes que tratan del sistema geocéntrico, los planetas, el Sol y las estrellas fijas, de los eclipses, de geometría y trigonometría, de la construcción de instrumentos y observatorios astronómicos.

Exhausta con la contundencia del Almagest y anestesiada por las corrientes predominantes en la Edad Media, la astronomía se durmió en Occidente por catorce siglos para despertar luego sobresaltada con una osada proposición de Nicolaus Koperlingk de Thorn (Copérnico). Este hombre, estudioso de teología, filosofía y astronomía, propuso un Universo centrado en el Sol, con los planetas describiendo círculos perfectos en torno a él, ya que ante toda falta de uniformidad “el intelecto retrocede con horror”. Se iniciaba así la llamada “revolución Copernicana”, pero sin su gestor. Copérnico publicó sus ideas en 1543. Según una carta de la época, sin embargo, “…vio su obra llevada a término precisamente el día de su muerte”. Su trabajo se titula “De Revolutionibus Orbium Coelestium”, escondido presagio de la magnitud de la revolución conceptual a la que dio origen.

Al publicar sus convicciones, Copérnico fue fiel a dos principios que orientan el avance de la ciencia. Uno, que si vamos a preguntarnos sobre los objetos en el cielo, lo primero es mirar hacia arriba y ver qué nos dice la observación de lo que allí hay. Podemos imaginar o discurrir acerca de lo que no es fácil o posible de observar. Sin embargo, si el comportamiento imaginado contradice lo que se observa, debe ser abandonado. Es el principio de sometimiento al fenómeno, a lo que ocurre y puede medirse: el comportamiento de la naturaleza, si uno quiere conocerla, siempre manda.

El otro principio es el de simplicidad: de dos explicaciones, la más simple es siempre la mejor. Pero no tan simple que viole el primer principio. Einstein dice: “Todo debe ser lo más simple posible, pero no más simple”.

Al respecto, una primera idea que surge al mirar el cielo con ojos de niño, es que los astros están todos fijos sobre una esfera transparente, como pintas sobre un globo de cristal, que gira una vez por día en torno a la Tierra. Ese modelo da cuenta del día y la noche, es verdad, pero es demasiado simple. Un poco más de observación muestra que el Sol, la Luna y los siete planetas más visibles cambian de posición con respecto a las estrellas. La primera corrección al modelo de esfera única agrega entonces una esfera por cada astro: una para el Sol, una para la Luna y una para cada uno de los siete planetas más brillantes. El modelo de Universo se parece entonces a una gran cebolla de capas móviles, con la Tierra al centro.


Una observación aún más fina muestra, sin embargo, que los planetas describen órbitas que parecen rizos en el cielo. ¿Cómo conciliarla con el modelo de simples esferas centradas en la Tierra? Ptolomeo logró explicar el movimiento rizado en base a pequeñas órbitas circulares en torno de otras más grandes. Círculos que giran en torno a círculos. Era una explicación complicada, sólo para expertos en geometría esférica. Catorce siglos más tarde Copérnico advirtió que, centrando las esferas en el Sol, se podía explicar lo mismo manteniendo la simplicidad, al costo, eso sí, de abandonar el postulado de la inmovilidad de la Tierra. En su modelo, llamado heliocéntrico (helios en griego significa Sol), sólo la Luna gira en torno de la Tierra, mientras ésta rota en torno a un eje y en torno al Sol, como lo hacen los demás planetas.


Sabemos que sabemos que sabemos:

una depresión superada…

Mientras el modelo heliocéntrico de Aristarco no causó mayor impacto en su tiempo, el enunciado por Copérnico cayó en tierra fértil. No hacía mucho, Colón había navegado hacia el Oeste sin precipitarse al supuesto abismo lleno de voraces monstruos en que habría de terminar la Tierra si fuese cuadrada. Sin saberlo, había descubierto, en cambio, un nuevo continente lleno de insospechados habitantes y riquezas. Juan Sebastián Elcano, al mando de 17 sobrevivientes europeos y cuatro indígenas, había regresado de la primera vuelta al mundo, aunque sin su líder, Hernando de Magallanes, muerto en la expedición. La imprenta de Johann Gutenberg tenía ya cien años de rodaje, permitiendo la diseminación de todo lo que ocurría y de los textos de la antigua sabiduría griega. La hibernación medieval, con sus innegables virtudes y defectos, llegaba a su fin, y Europa se abría como una flor llena de perfumes de los más variados y controversiales aromas. En esta atmósfera de novedad, un atrevido modelo cosmológico, concebido en el centro mismo del continente, no podía pasar inadvertido. De hecho inició un proceso de profunda transformación de la imagen que el ser humano tiene sobre sí mismo y su entorno, comparable a un gran terremoto, del cual aún hoy día se escuchan réplicas.

En el Génesis, relato bíblico de los orígenes del Universo y de la vida, el ser humano aparece claramente privilegiado sobre el resto de la creación. Surge como la coronación de esa sublime semana de Dios, cuando ya los astros, las aguas, las plantas y los animales han sido creados y declarados “buenos” por El. El hombre es hecho “a imagen y semejanza” del Creador mismo. ¡Qué maravillosa expresión de este privilegio es encontrarse en el propio centro del Universo! Qué cosa más natural que los astros ejecuten su singular danza en torno de este ser especial, como las abejas alrededor de la reina del enjambre, o los súbditos de un reino en torno a su soberano. Ser el centro geométrico del Universo otorgaba una prueba objetiva, palpable, verificable por todos, de ese protagonismo del ser humano.

Y he aquí que surgen en el Renacimiento algunos rebeldes que delatan esta pretensión como falsa. Primero Copérnico, con cautela, lo hace el mismo día de su muerte. Luego Giordano Bruno, un hombre de vida tumultuosa que muere en la hoguera por sus desórdenes, y finalmente Galileo Galilei, a quien la Iglesia ordena el silencio. Es interesante notar que, desafiando la costumbre de la época de hacer todo escrito docto en latín, Galileo escribe en italiano, permitiendo así que sus rebeldes ideas lleguen al pueblo.

Aún cuando hoy mismo no faltan quienes creen que la Tierra es plana, el tiempo y los avances de la astronomía nos han convencido de que habitamos uno de nueve planetas esféricos mayores que giran en torno al Sol; que este astro es una estrella como la mayoría de las demás, una entre cien mil millones sólo en nuestra galaxia, la que a su vez no es más que una entre otros cuantos millones de millones de galaxias que pueblan el Universo visible. No somos el centro geométrico de nada. ¡Qué depresión!

No, no hay razón para estar deprimidos. Muy por el contrario. Somos tan extraordinariamente especiales que, a diferencia de otras formas de vida que habitan el planeta, hemos aprendido cosas acerca del Cosmos, de su inmensa variedad y riqueza. Hemos aprendido que no somos su centro geométrico, y más aún, que ¡el Universo que habitamos ni siquiera tiene un centro! Lo singular de nuestra especie es que tenemos curiosidad y la capacidad de satisfacerla. Podemos aprender, pero más importante aún, sabemos que hemos aprendido…, y hasta sabemos que sabemos que hemos aprendido…, y que hay mucho más por aprender.

El verdadero lugar de la belleza

La fascinante historia de la astronomía muestra la íntima relación entre religión y ciencia, entre la búsqueda de un significado para los misterios del Universo y la búsqueda de un sentido para la vida personal. La vinculación más estrecha se dio en las antiguas culturas como la maya, la egipcia, la griega, y tantas otras, para las cuales los astros eran los propios dioses. Los sacerdotes en ellas solían ser los astrónomos mismos, los que conocían las fases de la Luna y predecían las tormentas. La sabiduría natural y la religiosa se reforzaban mutuamente, dando autoridad una a la otra.

Hoy podemos aceptar que los agujeros negros, las estrellas, los planetas y los átomos han sido en último término creados por Dios, pero a la vez estamos convencidos de que, en su naturaleza material, toman parte en un baile cósmico sin categorías ni privilegios especiales, todos sometidos a las mismas leyes. Si unas estrellas son más grandes que otras, unas más brillantes que otras, o más influyentes sobre la vida en el planeta que otras, ello es explicable en términos de principios universales que valen para todas por igual. No hay leyes especiales para el Sol, diferentes de las que rigen a Alfa Centauro, Cygnus X-1, o cualquier estrella en el más distante de los lugares del Universo, o de las que rigen para el núcleo atómico. Hasta hemos debido sacrificar nuestra esperanza de eterna perdurabilidad, al reconocer que si se agota la energía que emiten las estrellas también se agotará algún día la del Sol, y es difícil imaginar cómo podría así continuar la vida en nuestro entorno y el resto del Universo (no hay para qué preocuparse todavía, esto ocurrirá en miles de millones de años más).

La ciencia moderna ha transformado nuestra visión del Cosmos. La Luna no es ya Artemisa, diosa de la caza y la fertilidad, ni los grandes planetas, otros dioses. Hombres han caminado sobre la Luna y complejas naves espaciales se han posado en Marte y analizado sus suelos, o han fotografiado de cerca a Júpiter y Saturno. Asumir estas realidades ha sido difícil, pues pareciera que les quitan a los objetos del cielo su encanto original.

Pero, ¿es verdadero encanto el que se apoya en la ignorancia? Así como las religiones han debido aceptar lo que nos ha enseñado la observación del cielo con instrumentos modernos, o el escudriñar con preguntas cada vez más incisivas las cosas que nos rodean, sean vivas o inanimadas, los que amamos la belleza debemos buscarla donde ella verdaderamente se encuentra. Las imágenes religiosas o románticas que provoca la Luna surgen en el fondo de su extrema belleza natural, y son capaces de arrebatar el espíritu tanto hoy como hace mil años.

Del por qué al porque al por qué

El sendero de las preguntas es rico en variedad y formas de presentación. Puede abarcar lo que hay en el cielo y también lo que nos rodea. Además, diferentes personas responden según su diversa actitud intelectual.

A las preguntas bastante abstractas que a menudo se hacen los adultos, como, ¿por qué hay tanta variedad en lo que nos rodea?, los niños pequeños de todas las culturas suelen contestar simplemente “porque sí”. (Ellos también se hacen preguntas, desde luego, pero sólo ante asuntos muy simples y concretos, como por ejemplo “¿por qué la abuela tiene la cara arrugada?”). “Porque la naturaleza es muy variada, produce infinitas formas y colores, y el hombre coopera a enriquecer esta diversidad”, es probable que conteste algún mayor. Esta respuesta no está del todo mal, aunque hay que reconocer que dice poco y explica menos.

¿De dónde salió eso que llamamos naturaleza? ¿Qué son los colores? ¿Por qué hay objetos con forma propia y otros sin forma, como el agua? ¿Por qué las plantas crecen y se reproducen, y los maceteros no? ¿Qué es la luz? ¿Por qué vemos? ¿Qué nos permite a nosotros pensar y a las hormigas no? ¿Por qué nos hacemos preguntas? Estas son las cuestiones que nos interesaría dilucidar si nos ponemos a pensar seriamente sobre lo que nos rodea; explicarlas hasta el nivel más profundo que podamos alcanzar. Y, ¿cuál es ese nivel?

Imaginemos el siguiente diálogo en una sala de clases. El profesor quiere hacer razonar a sus alumnos. Señala a Alberto y le pregunta:

P: ¿Por qué ves, Alberto?

A: ¡Porque tengo los ojos abiertos, señor!

P: No, esa respuesta no me sirve. A ver, Lucía, contéstame la pregunta. ¿Por qué ves?

L: Veo, señor, porque estoy mirando.

P: Cierto, pero tampoco ganamos mucho. A ver tú, Cristóbal, ¿por qué ves?

C: Veo porque… en mis ojos se forma una imagen de lo que miro.

P: Eso está mejor, aunque un poco circular tu respuesta. Dime, ¿por qué se forma una imagen en tus ojos?

C: Porque a la retina llega la luz de las cosas que estoy mirando.

P: Pero, ¿por qué las cosas tienen luz?

C: Perdón señor, en realidad es luz del Sol reflejada en las cosas, en las paredes, en las sillas.

P: Bien, bien, pero entonces ¿por qué el Sol emite luz y no las sillas y las paredes? ¿Cómo las luciérnagas tienen luz? ¿Qué tienen el Sol y las luciérnagas de especial?

C: La luz, señor, es una onda electromagnética. El Sol emite luz porque en su interior ocurren reacciones nucleares que calientan los gases del exterior, produciendo algo como una inmensa hoguera. Esto no ocurre en el interior de las sillas en este cuarto. La luciérnaga, en cambio, la emite porque, cuando la luciferasa se acerca a la luciferina, bueno, …esteeeeehh…

P: Oye, ¿dónde aprendiste tanto, mono sabio? Tu respuesta es buena, al menos respecto al Sol. Pero, ¿qué pasó al final? ¿Por qué cuando la luciferasa se acerca a la luciferina se produce luz?

C: No sé, señor.

P: Entiendo. En todo caso, ¿por qué las hogueras emiten ondas electromagnéticas?

C: En las hogueras hay cargas eléctricas que se mueven y chocan entre sí cambiando sus velocidades, y los cambios de velocidad de las cargas siempre producen ondas electromagnéticas, señor.

P: Muy interesante. Y, ¿por qué las cargas eléctricas aceleradas emiten ondas electromagnéticas?

C: Son las leyes de la naturaleza, señor.

P: De buena forma te la sacaste. Entonces dime, ¿por qué hay cosas con carga eléctrica?

C: Porque están hechas de cargas eléctricas muy pequeñas.

P: Bien, pero estas cosas más pequeñas, ¿por qué tienen ellas carga eléctrica?

C: “Eeeeeehh...” (silencio).

Las explicaciones engendran siempre una nueva pregunta, van transformando una en otra, como si fuéramos avanzando por los eslabones de una larga cadena. Partimos de “¿por qué vemos?”, y llegamos a “¿qué pasa cuando la luciferasa y la luciferina se juntan?” o, “¿por qué hay cargas eléctricas?”, y allí topamos. Llegamos a la orilla del conocimiento. Una orilla que presenta multitud de frentes.

Que además se mueve. Hace ciento cincuenta años, cuando no se sabía siquiera la conexión entre la luz y las cargas eléctricas, o no se conocía aún la luciferasa, nuestra cadena habría terminado algunos eslabones más atrás. La cadena es hoy más larga que ayer.

Bien, pero, ¿qué hemos ganado? ¿Hemos avanzado algo agregando eslabones? ¿En qué se diferencian después de todo, si unos y otros no son más que eslabones?

Se diferencian en su posición en la cadena. En ésta hay un orden: unos eslabones están antes que otros. La cadena “visión – luz – onda electromagnética – cargas que cambian su velocidad – carga eléctrica” termina igual que la cadena “cáncer a la piel – radiación solar – onda electromagnética – cargas que cambian su velocidad – carga eléctrica”. De hecho, ambas cadenas comparten los últimos tres eslabones. Otro ejemplo es la cadena “oro – cristal – átomo – carga eléctrica”, que comparte con las anteriores sólo el último eslabón.

Estas cadenas se fusionan como las ramas de un árbol, terminando en un tronco único que se entierra en lo desconocido. Una variedad de preguntas sobre nuestro entorno y lo que vemos o nos sucede cotidianamente terminan en una sola, más fundamental y general. La carga eléctrica, como raíz, lo es de un árbol impresionantemente frondoso, que crece con lentitud desde su base. La propia existencia material de lo que nos rodea y hasta de nosotros mismos no sería posible sin esa y otras propiedades básicas de lo más pequeño.

Cada avance en el terreno de lo desconocido, cada nuevo eslabón que se agrega al final de la cadena, cada crecimiento del tronco, levanta al árbol entero. Al avanzar de un eslabón a otro, las preguntas se van haciendo más generales, más fundamentales, más importantes. Por ello, reemplazar una pregunta por otra en la secuencia explicativa no nos deja donde mismo, nos hace avanzar.


Lo que sabemos sobre cómo son y cómo funcionan las cosas ha sido el fruto de pararse frente al vacío de lo desconocido, y, como un ciego, remover la oscuridad con el bastón. El raciocinio, la imaginación, el laboratorio, las matemáticas, el lápiz, el papel…, son las diversas facetas de ese báculo.

Existen fuerzas, como la curiosidad, o la capacidad de asombro, que nos impulsan a saltar de un eslabón a otro y acercarnos al peligroso vacío final. Nos mueve también la intuición de que en el recorrido hay belleza, hay orden, hay sorpresa, hay verdad, hay regocijo.

La pregunta es tensión; la respuesta, descanso, como una ola que se forma y luego revienta volviendo por un momento las aguas a la calma. Cada respuesta engendra una nueva pregunta, más desafiante, más general, más preñada de posibilidades; en suma, una promesa de mayor plenitud, si es contestada. Algunos conciben este trajín del espíritu como la búsqueda de una pregunta (Leon Lederman dice: “Si el Universo es la respuesta, ¿cuál es la pregunta?”), mientras otros lo entienden como la pesquisa de una respuesta. Pero en todos quienes se inquietan por saber hay tensión, hay pasión por lo desconocido, hay una sensación de gestación intelectual que gratifica y da esperanza.

Junto a nuestra preocupación por interpretar, por entender lo que ocurre en la naturaleza, ha habido siempre un afán por elaborar cosas con ella. A la flor de la fucsia hoy se agrega el horno de microondas. Nos sorprende el arco iris en una tarde de invierno y nos aflige el smog de las ciudades. La mezcla de lo cándido y lo mordaz, de lo puro y lo adulterado, del espectáculo que deslumbra por su belleza y el que angustia y preocupa. En nuestro huerto no sólo crece el conocimiento sino también la tecnología, como un nuevo árbol cargado de promesas. Y de amenazas. Si crece muy rápido, sin que tengamos tiempo para alejarnos buscando la perspectiva, sin que nadie se preocupe de buscar su armonía con el resto, quizás crecerá deforme, monstruoso, será un engendro que podrá atacar a los demás árboles y destruirlos.

Belleza, promesas y peligros, una trilogía que invade nuestra realidad y nos obliga a reflexionar ante cada paso que damos.

Dulcinea y sus secretos

¿Se acabarán algún día las preguntas sobre el Universo que nos rodea? A quienes pretenden que existe una última pregunta, y una última respuesta que no engendrará más preguntas, se les suele llamar reduccionistas. Para ellos hay un eslabón terminal donde acaban todas las cadenas posibles: la raíz desnuda que nutre toda la frondosidad de preguntas a que puede dar lugar nuestra curiosidad.

Esta respuesta final podría ser una simple y magna ecuación matemática, origen de todas las que conocemos hoy y muchas más que aún no descubrimos, y de la cual se pueden derivar las propiedades y el comportamiento de todo el Universo material. Nos contestaría por qué hay carga eléctrica, por qué el electrón tiene masa y la luz no. Sería una teoría explicativa última, perfectamente fecunda. Sería una teoría de todo.

El escepticismo que uno siente frente a esta postura tiene raíces históricas. Teorías que han inflado el ego de generaciones a la larga han probado ser falibles. El ejemplo más ilustrativo es el Universo mecanicista de Isaac Newton. La sorprendente eficacia de sus tres leyes de movimiento y de su ley de gravitación universal hizo pensar hacia fines del siglo dieciocho y durante el diecinueve que el Universo entero, incluyendo lo pequeño y lo grande, lo inanimado y lo vivo, podía explicarse usando sólo esas leyes y algunos agregados de menor importancia.

Pierre Simon Laplace personifica bien esta actitud. Matemático de gran genio, adquirió fama por cierto descubrimiento en álgebra y por haber explicado, usando la mecánica de Newton, por qué la órbita de Saturno parece agrandarse, y la de Júpiter, achicarse. Tal era su admiración por esta teoría que llegó a afirmar que, para quien poseyese una máquina de computación suficientemente grande, con ayuda de los conceptos de Newton “nada sería incierto; tanto el futuro como el pasado estarían presentes ante sus ojos”. Es el determinismo extremo, que no deja lugar a ningún acto de libertad genuina, dominado por ese “demonio de Laplace” capaz de averiguarlo todo. Don Pierre Simon tiene que haber tenido un temperamento especial. Fue senador, conde, marqués, y hasta ministro del interior de Napoleón, aunque éste al mes y medio lo despidió “por traer el espíritu de los infinitesimales a la administración pública” (en sus trabajos científicos usaba el cálculo infinitesimal de Newton y Leibniz…).

Cien años después William Thomson Kelvin, otro hombre notable, profesor universitario que llegó a ocupar el cargo de canciller de la Universidad de Glasgow, caballero y barón, famoso por sus estudios sobre el calor, dijo en 1900: “No queda nada nuevo por descubrir en física ahora; lo único que resta es hacer mediciones más y más precisas”. Muy poco después el átomo se resistía tenazmente a esta apreciación y exigía, en el primer tercio del siglo XX, una nueva teoría, muy diferente a la de Newton, que hoy llamamos mecánica cuántica. Incluso fuera del ámbito atómico, las ideas de Albert Einstein obligaron a modificar las famosas tres leyes y declararlas erróneas para el caso del movimiento muy veloz, o muy cercano a un cuerpo de gran masa.

Este y otros ejemplos muestran que el optimismo que uno sienta ante cualquier teoría del Universo está basado en lo que se sabe en el momento, pero ignora fenómenos que puedan descubrirse mañana, o genios que encontrarán teorías aun más generales en un futuro desconocido, el cual, históricamente, ha demostrado siempre llegar con sorpresas totalmente inesperadas. Si bien los avances nos dan la sensación de acercarnos a una teoría final, jamás sabremos si hemos llegado a ella o no; podemos creer que sí, pero no podemos descartar la posibilidad de estar equivocados. Si en doscientos años esto ha ocurrido más de una vez, ¿cuántos casos se acumularán en los próximos mil?

Coincidente con la postura de Laplace, una forma moderna de reduccionismo extremo es el que afirma que todas las cosas que existen, incluidos las estrellas, el Sol y los planetas, la Tierra y su clima, los virus, las bacterias, las pulgas y los elefantes, hasta nosotros mismos, son explicables a partir de una teoría final de las partículas más pequeñas y de las fuerzas que ejercen unas sobre otras. La muerte de una flor, por ejemplo, sería en último término el resultado de la acción de los extraños quarks y electrones, sería abordable a través de una cadena de porqués que terminaría, por ejemplo, en la existencia de esas partículas y la forma como se relacionan unas con otras.

Una postura más cauta es basarse en niveles explicativos. Si bien nadie duda de que la flor está hecha de electrones, protones y neutrones, ningún botánico en su sano juicio iría donde un científico experto en estas materias para que le explicase cómo la abeja o el picaflor se orientan para encontrar las flores maduras. Es cierto que en el mundo moderno los físicos, por ejemplo, han demostrado ser extremadamente eficaces para solucionar problemas ajenos a su especialidad, como la determinación de la estructura de la molécula de ADN, los movimientos oculares erráticos que afectan a algunos enfermos de esquizofrenia o las fluctuaciones en la bolsa de comercio. Sin embargo, cuando abordan estos temas, no hacen uso de sus conocimientos acerca de los electrones, sino más bien aprovechan esa habilidad para hacer modelos, para encontrar los aspectos esenciales de cualquier problema, destreza obtenida tras un largo entrenamiento. O aprovechan su manejo de las matemáticas, su método analítico, su capacidad de acceder a la bibliografía relevante, etc.

En una flor hay unos cien mil trillones* de electrones interactuando entre sí y con otros tantos protones. Es un número tal de objetos que carece de sentido la pretensión de derivar su crecimiento a partir de una única ecuación que rija el comportamiento de esta inimaginable multitud de partículas. Parece más sensato intentar una explicación usando como unidades básicas las células que componen la flor, y las complejas moléculas químicas que les sirven de nutrientes. Las células constituyen un nivel básico de explicación, los electrones, protones y neutrones, otro. La conexión entre estos dos niveles no es hoy muy clara, pues aún no se ha demostrado que la célula viva se rija exclusivamente por las leyes físico-químicas que conocemos.

Quizás una analogía ayude a comprender mejor esta idea de niveles explicativos. La extraigo de un ámbito muy distinto, el de la creación humana. Supongamos que queremos estudiar la persona de Pablo Neruda a través de su obra, en poemas como:

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.

Escribir por ejemplo: “La noche está estrellada

y tiritan, azules, los astros a lo lejos”.

El viento de la noche gira en el cielo y canta.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche…

Si bien es cierto que este trozo está formado de versos, los que se componen de palabras, que a su vez están formadas a partir de sólo 27 letras diferentes, no sería sensato pretender que un estudio de la frecuencia con que aparece la letra j en esos versos, o el efecto que produce su combinación con la letra e, nos permitiría adentrarnos en el sentido profundo del poema mismo. Las letras y sus combinaciones en parejas o tríos constituyen un nivel explicativo radicalmente diferente del que ilumina el contenido de un texto.

Más útil sería conocer la frecuencia con que aparece la palabra “noche” en la obra del poeta, saber cómo la combina con otras palabras, o en qué contextos la usa. Más iluminador aún sería estudiar los grandes conceptos que marcan sus escritos, el contexto histórico en que los ha vertido sobre el papel, o las circunstancias particulares de su vida personal.

Si bien las letras son necesarias para armar palabras, y éstas lo son para construir versos y poemas enteros, la información que estas unidades nos dan es diferente. Situarse en ellas es ubicarse en un nivel determinado para hacer el estudio. Hay que saber escoger el que corresponda según los fines explicativos que se persiguen. El Quijote es una magna obra literaria, compuesta por unos dos millones de palabras que son armadas usando apenas 27 símbolos diferentes. Bien, pero ¿a quién se le ocurriría estudiar la pasión de este personaje por Dulcinea del Toboso en el nivel de las meras letras, cuando uno encuentra en el texto frases como “…pienso y tengo por cierto de acabar y dar felice cima a toda peligrosa aventura, porque ninguna cosa desta vida hace más valientes a los caballeros andantes que verse favorecidos de sus damas”?

Si queremos conocer algo acerca de lo que hoy se sabe, o si nos interesa echar una mirada al abismo de lo desconocido, debemos familiarizarnos con los diferentes eslabones de las cadenas de preguntas, enfocándolos desde la perspectiva que corresponda. Nuestros sentidos perciben un mundo restringido, sin embargo, lo que limita el acceso a las explicaciones últimas. Tenemos intuiciones desarrolladas acerca del funcionamiento de lo que nos rodea, del acontecer cotidiano, del vuelo de los pájaros, del crecimiento de las plantas, del correr de los ríos. Pero no tenemos ideas acertadas sobre lo que hay en el interior de las cosas más pequeñas, o en las profundidades del cielo. Debemos penetrar estos laberintos en primera instancia inaccesibles, saber qué hay en los espacios a los cuales nuestros sentidos no llegan. Sólo entonces podemos hablar acerca de cómo son y cómo funcionan las cosas, de lo que se entiende y de lo que queda por explicar.

* Ocasionalmente usaremos las palabras “billón” para un millón de millones, “trillón” para un millón de millón de millones, etc.

A la sombra del asombro

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