Читать книгу Violencias que persisten - Francisco Gutiérrez Sanín - Страница 7
ОглавлениеEl viernes 24 noviembre de 2016 se suscribió el Acuerdo de Paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Sin duda, ese acto de clausura encarna un punto de inflexión en la atormentada historia guerrera de Colombia. Más de una razón marca la ruptura. El Acuerdo protocoliza el desarme del ejército insurgente más poderoso de la historia del conflicto armado y abre paso a su agrupamiento en torno a las banderas del partido Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común. No se trata simplemente de un proceso más de paz: el tránsito de las FARC hacia la política cierra un ciclo de desactivación de la guerra iniciado algo más de una década atrás, cuando los grupos paramilitares negociaron con el gobierno de Álvaro Uribe su desarme y reincorporación.
Sin embargo, casi tres años después de la firma del Acuerdo de La Habana, el panorama no es nada halagüeño. La implementación de los acuerdos de paz ha tenido múltiples inconvenientes: existe un sistemático asesinato de líderes sociales y de exguerrilleros, los cultivos de coca aumentaron de manera significativa, persiste la actividad del ELN, se expanden las estructuras disidentes de las FARC, la criminalidad urbana aumenta y subsisten estructuras criminales fortalecidas por sus articulaciones con los carteles internacionales de la droga. Es, sin duda, un panorama complejo que plantea la pregunta de si estamos ante un coletazo del conflicto o si, más bien, presenciamos una nueva fase de la confrontación, de menor cobertura regional y con fuertes conexiones con las economías ilícitas, quizás con más visos criminales que políticos.
La preocupación es si dentro del cierre del presente conflicto se está incubando el germen de uno nuevo. ¿Acaso se repite aquella constante histórica del siglo XIX según la cual el cierre de cada guerra civil, mediante la expedición de una nueva carta política, genera una corriente reaccionaria acompañada de renovados alzamientos armados? ¿Vuelve a operar la cadena trágica de un cierre de la violencia partidista que crea las condiciones para que irrumpa la violencia de inspiración marxista, impulsada por los procesos revolucionarios de los años sesenta del siglo XX?
Es el cometido que se traza el presente libro, avizorar lo sucedido en el escenario del conflicto dando cuenta de las principales violencias que se resisten a desaparecer, pese a la tentativa de la paz de La Habana. De allí su título, Violencias que persisten. El escenario tras los acuerdos de paz.
El libro busca ponerse de cara al interrogante más acuciante y perturbador que, hoy por hoy, ronda la conciencia pública del país: ¿por qué no podemos construir la paz?, ¿de qué está nutrido el conflicto violento colombiano que vuelve y se recicla, sin importar las iniciativas de paz que se le interpongan en el camino?
Las violencias y los actores que constituyen ese nuevo ciclo violento —sea porque emergen o sea porque se renuevan— constituyen el objeto de estas páginas, en todos los casos mirados en conexión con su trayectoria histórica. Se los considera siguiendo un trayecto en dos momentos. En primer lugar, los contextos que hacen posible el reciclaje de las violencias: el narcotráfico, a cargo de Ricardo Vargas, y la ciudad, por Carlos Mario Perea. En segundo término, los actores y sus víctimas: los líderes sociales, escrito por Francisco Gutiérrez y María Mónica Parada; las organizaciones sucesoras del paramilitarismo, por Víctor Barrera, y las disidencias, por Mario Aguilera.
Al libro lo preside un prólogo del senador Roy Barreras y lo cierra un epílogo del General (r) Óscar Naranjo. En los dos casos se trata de personalidades que cumplieron un papel destacado en las negociaciones de paz: el primero, exnegociador plenipotenciario en las negociaciones con las FARC y el ELN y actual copresidente de la Comisión de Paz del Congreso de la República; el segundo, exvicepresidente de Colombia y exnegociador plenipotenciario del gobierno colombiano en las negociaciones con las FARC.
El lector tiene entre sus manos un libro colectivo. No obstante, lo cruza una serie de nudos comunes: el homicidio y la violencia; el narcotráfico y las dominaciones territoriales que posibilita; el carácter criminal o político de las nuevas expresiones violentas. En lo que viene en esta presentación, se dará cuenta de estos tres nudos ciegos, mostrando las formas como hacen presencia en los contextos y en los actores expuestos en el libro. Tales nudos están en la trama de las violencias que persisten y, por tanto, en el núcleo de nuestra imposibilidad de alcanzar la paz.
Primer nudo: homicidio y violencia
Pese a los notables descensos que haya experimentado el homicidio, su ocurrencia sigue siendo una preocupación. El libro aborda el tema en dos artículos, uno sobre la ciudad y otro acerca del asesinato de líderes.
En torno a la ciudad, Carlos Mario Perea da cuenta de una gran paradoja: en contravía del sentido común —que asocia el homicidio a la guerra en los campos—, la ciudad produce la mayor cantidad de muertes violentas. No es un acontecimiento propio de tiempos recientes, es un rasgo del conflicto nacional a lo largo de los últimos cuarenta años: entre 1980 y 2018, el 58 % de los homicidios fueron producidos en las calles de las ciudades. Sin embargo, de la ciudad no se habla cuando se aborda el conflicto violento: en un país altamente urbanizado, que hace de sus calles el contexto donde se producen las mayores cifras de homicidios y crímenes contra el patrimonio, la ciudad no hace parte de las preocupaciones de la paz.
Carlos Mario Perea recalca que la ciudad tiene sus propias violencias, obedientes a dinámicas de buen grado distintas a las del conflicto armado. En la calle, ciertamente, se ponen en juego formas conflictivas de habitar la ciudad, modalidades propias de criminalidad, aparatos armados que controlan espacios y una violencia que cruza los intercambios de la vida diaria. La prueba de la diferenciación entre violencia de la ciudad y violencia del conflicto armado reside en que la ciudad de hoy sigue siendo un prominente escenario de las violencias que persisten.
Por otra parte, el recrudecido asesinato en los últimos años de líderes sociales, hombres y mujeres, constituye una anomalía, señalan Francisco Gutiérrez y María Mónica Parada: mientras el conjunto de los indicadores de la victimización disminuye de forma sostenida, el asesinato de líderes sube de modo consistente. El fenómeno se verifica en medio de la “paz caliente”, un contexto que propicia al menos tres situaciones: reordenamientos de las estructuras del poder local, lo cual estimula el recurso a la violencia como modo de obstaculizar las demandas de otros actores; el reacomodamiento de los actores violentos, cada uno pugnando por asegurar un control social funcional a sus intereses; y la transformación de los repertorios de violencia, adoptando nuevas modalidades en función de los contextos y los actores que la ejecutan.
El asesinato de líderes sociales no es nuevo, señalan los autores. Fueron blanco reiterado de la guerra en razón de la asociación de las organizaciones sociales con la amenaza de la izquierda, la tenaza entre terratenientes y paramilitares a fin de sortear los conflictos por la tierra y el respaldo del Estado a las coaliciones contrainsurgentes, tantas veces traducidas en despojo.
Se trata de todo menos de casos aislados asociados a situaciones familiares —el embeleco de “los líos de faldas”—, como tampoco de la acción de fuerzas oscuras animadas por intereses particulares. En los casos en los que se ha logrado establecer la identidad del perpetrador, más de la mitad de los asesinatos han sido cometidos por grupos sucesores del paramilitarismo.
Ese rostro le pone motivos a un fenómeno que ya cobra la magnitud de desastre humanitario. Se inserta en la lucha feroz por los territorios dejados “sin dueño” por la reinserción de las FARC, en la proliferación de los diversos sucesores del paramilitarismo y en las violencias contra los actores empeñados en volver realidad las transformaciones que acompañan el proceso de paz.
Segundo nudo: economías ilícitas y control territorial
El texto completo, en sus cinco artículos, está atravesado por la realidad de “enclaves” donde actores ilegales disputan al Estado el control territorial. Es una realidad tanto en campos como en ciudades. Carlos Mario Perea muestra la existencia de estructuras que ejercen dominaciones territoriales violentas sobre las periferias y los centros urbanos. Las modalidades de la dominación varían de modo sustancial de una ciudad a otra —el autor habla de tres formas—, pero, en todo caso, armando un orden que garantiza la apropiación de rentas ilícitas y la regulación de la convivencia en las vecindades de las barriadas.
Ricardo Vargas indica que el principal reto del Estado es recuperar el control de los territorios cocaleros, de unos años hacia acá en expansión: la espiral se inicia en 2013 y remata cinco años después con la astronómica suma de 208.000 hectáreas dedicadas a su siembra. Dicho incremento no está asociado de manera simple a la suspensión de las fumigaciones; se conecta más bien a la expansión global por la que atraviesa el negocio mundial de la cocaína. El intento de control estatal de esos territorios tiene larga historia —lo testimonia la trayectoria de los programas de desarrollo alternativo—, limitados en tanto se prioriza la reducción de cultivos en sí misma sin que medien soluciones de fondo frente a una estructura agraria excluyente y un campesinado empobrecido.
A propósito del Acuerdo de La Habana, señala Ricardo Vargas, se repite una historia ya probada pero no tenida en cuenta: el tema del narcotráfico vuelve y se construye como una política de resultados de corto plazo —atender por algún tiempo los ingresos de los campesinos—, sin que se generen condiciones de sostenibilidad en las regiones afectadas por el problema. Además, una política de seguridad para esas regiones y sus líderes sociales ha de ser acompañada del afianzamiento de una institucionalidad básica y del fomento de oportunidades reales de inclusión social.
La pugnacidad por el control territorial en algunas zonas constituye un factor de explicación del asesinato de líderes sociales. Como dicen Francisco Gutiérrez y Mónica Parada, la “paz caliente” reconvierte los actores territoriales sobre sus experiencias bélicas anteriores, pero tras la búsqueda de adaptaciones que les permitan navegar los cambios introducidos por el Acuerdo de Paz y el retiro de la insurgencia armada. Haciendo uso de sus antiguos lazos sociales y políticos, el asesinato de líderes forma parte de una tentativa de regulación y control de la vida de las localidades donde operan.
Víctor Barrera y Mario Aguilera abordan este mismo nudo, esta vez desde el ángulo de los actuales actores armados. Para Víctor Barrera, las organizaciones sucesoras del paramilitarismo son un fenómeno nuevo, no una mera prolongación del paramilitarismo que terminó tras su negociación con el gobierno de Uribe. De allí el calificativo de “sucesoras”.
Las organizaciones actuales se prolongan en los territorios donde operaron sus antecesores, en parte del personal que las compone y en la tendencia a moldear órdenes sociales —aunque lo hagan en contextos más restringidos—. Empero, carecen de tres características esenciales que imprimieron su fisonomía al paramilitarismo clásico: la vocación contrainsurgente, los nexos orgánicos con el Estado y los vínculos profundos con las élites regionales. De modo distinto, hoy día enfrentan una recia confrontación con el Estado, derivando en las demandas de mercado como lógica de sus modos de operación.
Mario Aguilera, por su parte, recuerda que fueron las guerrillas las que primero impulsaron la configuración de órdenes sociales en zonas de retaguardia. Ciertamente, el intento de moldear órdenes sociales es una tendencia de los aparatos armados —incluyendo los delincuenciales—, con variación en sus alcances y en sus niveles de violencia. La diferencia del orden guerrillero estriba en su tendencia a instituir órdenes con trazos alternativos que desafían la institucionalidad; órdenes que respaldan la organización y la protesta local, que amparan ocupaciones de tierra o impulsan la protección del medio ambiente.
Las actuales estructuras disidentes, en particular aquellas que se reclaman herederas del ideario de las FARC, aspiran a instaurar un orden más allá del control de las economías ilícitas. En efecto, se han dado a la tarea de robustecer las diversas variables de gobierno y control en sus zonas de influjo, tratando de restablecer los rasgos alternativos que tuvieron los órdenes sociales de las antiguas guerrillas. En Putumayo, muestra Mario Aguilera, las juntas de acción comunal comienzan a ser presionadas por las disidencias de Gentil Duarte, a fin de que incluyan normas que protejan el medio ambiente; en Casanare, la disidencia del Frente 28 anunció juicios y castigos para los políticos corruptos; en el Guaviare, el Frente Primero, a la par que vuelve a regular la pesca y la caza, activa las “guardias campesinas” para proteger los líderes y ejercer la denuncia contra agresiones provenientes de agentes del Estado; en Caquetá, el Comando Conjunto Manuel Marulanda amenazó a las autoridades de Puerto Rico por el cobro del servicio de alumbrado público en zonas rurales. El proyecto de revivir la guerrilla tiene una consistencia preocupante, concluye Mario Aguilera.
Tercer nudo: ambigüedad entre criminalidad y política
La definición del perfil de los actores armados —¿criminales o políticos?— es, sin duda, una de las grandes preocupaciones del libro. Entender su naturaleza es crucial en el propósito de descifrar el contenido de las violencias que persisten. Esto ayuda a entender sus relaciones con el conflicto violento y el Acuerdo de Paz, así como sus comportamientos y la dirección en que los ponen en marcha.
Víctor Barrera y Mario Aguilera se adentran con profundidad en el nudo ciego. En el primer caso, los sucesores del paramilitarismo no pueden concebirse como un fenómeno meramente criminal desprovisto de contenido político, argumenta Víctor Barrera. Son, sin duda, estructuras criminales, se orientan con mayor decisión a la lógica de los mercados ilegales y de la acumulación de rentas, pero también sostienen actuaciones políticas, en la medida en que persisten en mantener un control territorial e imponer algún orden social. Su decisiva participación en el asesinato de líderes sociales lo revela.
Por supuesto, no todas las estructuras funcionan de la misma manera. Víctor Barrera identifica tres modelos organizativos: franquicia, parroquialización y expansión híbrida. El más sobresaliente es el último, encarnado en el Clan del Golfo: han logrado una gran cohesión, capacidad militar y adaptación territorial, expandiéndose mediante la contratación de servicios en el mercado criminal. En la actualidad tienen presencia en 225 municipios, donde demuestran su fuerza mediante paros armados y el choque con fuerzas enemigas, como el ELN. Pese a que muestran algún antagonismo con el Estado, no abandonan los nexos con las élites locales, y aunque ejercen violencia contra civiles, también intervienen en la regulación de conflictos comunitarios.
Mario Aguilera ilustra la otra cara de las actuales estructuras armadas. Después de repasar los rasgos de las disidencias de la primera paz parcial con la insurgencia (1989-1991), se concentra en los rasgos de los disidentes o rearmados de las FARC luego de la firma de la segunda paz parcial (2016). En su concepto, existen tres tipos de disidencias: las que reúnen “indicios políticos notorios” —articuladas bajo el mando de Gentil Duarte y las que se podrían articular alrededor de Iván Márquez—; las que muestran “indicios políticos débiles”, que podrían mutar: bien en sumarse a un proyecto político amplio similar a las antiguas FARC o bien bandolerizarse en la obtención de beneficios económicos; y “las organizaciones criminales” interesadas nada más en la apropiación de recursos procedentes de las economías ilícitas.
La diferencia entre uno y otro de los tres tipos se complementa con el examen de los perfiles de los comandantes, sus análisis frente al Acuerdo de Paz y los motivos del rearme, los lazos sociales y familiares con las zonas en las que operan, los elementos de memoria con los que se identifican y los diseños tácticos y estratégicos que guían sus acciones. Está en marcha un proceso silencioso de reconfiguración, dice Mario Aguilera, que bien podría constituirse en una amenaza a mediano plazo.
Y ¿la paz?
Queda esbozado el nuevo ciclo violento en que deriva el país tras la firma del Acuerdo de La Habana. Un narcotráfico en expansión tanto en el país como en los mercados globales, el abrevadero de donde se extrae buena parte de los descomunales montos de dinero que demanda la financiación de los nuevos actores violentos. Una ciudad con violencias y criminalidades históricas, escenario de actores que implantan dominaciones territoriales en los centros y las periferias de varias ciudades. Tanto el campo como la ciudad incuban contextos propensos a la reproducción de las violencias. Le sirven de testimonio elocuente los actores puestos aquí en consideración: los líderes sociales brutalmente aniquilados, los sucesores del paramilitarismo afianzados y en expansión, y las disidencias de diversos cortes en crecimiento y recomposición política.
En todos los casos, a fin de avanzar en la construcción de una paz que por fin impida el incesante reciclamiento del conflicto, se hace imprescindible revisar las miradas y las estrategias con las que se están intentando exorcizar esas violencias que persisten. Sobre el narcotráfico, propone Ricardo Vargas, es necesario sofocar la mirada que ha impuesto la guerra como modelo hegemónico de tratamiento del problema —la mirada de Estados Unidos—, tanto como revisitar la larga y sinuosa historia ya acumulada con los programas de sustitución de cultivos ilícitos. Respecto a la ciudad, plantea Carlos Mario Perea, es preciso otorgar toda atención a la singularidad de sus violencias reivindicando el derecho de la ciudad a la paz. Un país libre de violencias, dotado de mecanismos que impidan la aparición de nuevos ciclos, provendrá de la combinatoria de la paz en el campo con la paz en la ciudad.
Impedir la continuidad del asesinato de líderes y lideresas, y aplicar justicia sobre los cientos asesinados, demanda una comprensión distinta de las motivaciones y los actores que están detrás de las ejecuciones, argumentan Francisco Gutiérrez y María Mónica Parada. Más allá de las vagas referencias a fuerzas oscuras, es posible identificar regiones particulares y actores específicos comprometidos en terciar la solución de los conflictos hacia la satisfacción de sus intereses.
Otro tanto vale para las organizaciones sucesoras del paramilitarismo. Según Víctor Barrera, la enorme cantidad de términos acuñados para describirlos —de neoparamilitares a saboteadores armados— pone al descubierto la precaria comprensión de las dinámicas que sobrevinieron con las muchas dificultades de la reincorporación civil del paramilitarismo.
Sobre las disidencias, igual hay que ir más allá de la mirada criminalizante en que se pretende encasillarlas; de modo distinto, expone con suficiencia Mario Aguilera en el capítulo final, sobre la explotación de economías ilícitas —en mucho, el narcotráfico—, se haya en curso una potente corriente repolitizadora de la confrontación armada. Frente a los dos casos, de sucesores y de disidencias, tan solo una adecuada comprensión de las fuerzas y los contextos en juego hará posible el diseño de estrategias de paz capaces de confrontar el espectro de actores que compone este último ciclo violento.
La paz no deja de estar en entredicho. Este libro le hace la apuesta política a no bajar la guardia en su búsqueda y construcción. Lo hace poniendo a disposición de los lectores un saber sobre los actores que componen la más reciente trama de violencia, una trama siempre cargada de dolor y muerte.
5 de septiembre de 2019