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Prólogo

Cuando profesores amigos tuvieron a bien encargarme la elaboración de un prólogo para este nuevo trabajo del IEPRI, pensé que se trataría de un paréntesis académico en medio de los avatares diarios de la tarea legislativa y territorial. No hubo tal paréntesis, todo lo contrario, la lectura de estos trabajos se convirtió en un estímulo oportunísimo para alimentar y afianzar nuestras convicciones en defensa de esta paz posible y esquiva. Por esa razón y por la utilidad de este análisis multifacético, debo agradecer vivamente y recomendar con énfasis la consulta de este trabajo absolutamente útil en momentos en que se debate en Colombia si la paz construida a lo largo de seis años de conversaciones y diseñada para ser estable y duradera se hará trizas o sobrevivirá a los embates cotidianos, sistemáticos, organizados e ideologizados de actores del conflicto que, entronizados en el poder, trabajan juiciosamente en la demolición de los cimientos de la paz para volver a construir en Colombia su narrativa de “guerra justa”, la perspectiva eterna y funcional de la dialéctica “amigo-enemigo” y la consolidación de poderes hegemónicos que, revestidos de ideología, defienden poderosos intereses económicos y se rebelan contra la verdad para cubrir con sus impunidades las acciones violentas que en círculos históricos viciosos les han permitido acumular sus poderes nacionales y territoriales.

Debo confesar que escribo estas líneas con la precariedad de visión del soldado a quien desde la trinchera le piden que en medio del fuego cruzado analice las circunstancias del conflicto. Los días de este prólogo son los mismos en que el nuevo gobierno de Colombia —en estricto cumplimiento del propósito anunciado por el partido de gobierno de “hacer trizas la paz”— congeló los diálogos con la insurgencia del ELN en momentos en que teníamos listo un protocolo de cese el fuego bilateral. Luego abandonó ese proceso, permitiendo que las tensiones internas en esa guerrilla se decantaran por las facciones y expresiones más violentas y, a renglón seguido, la emprendió contra el Acuerdo de Paz con la guerrilla de las FARC, con lo cual debilitó una a una las instituciones que construimos como bases estructurales del postconflicto, poniendo al frente de entidades como el Centro de Memoria Histórica, la Agencia de Desarrollo Rural y la propia oficina del Alto Comisionado para la Paz a personas claramente hostiles al proceso. Incluso, transformó el lenguaje, cambiando las palabras e inaugurando una versión criolla de la neolengua orwelliana en la que la paz se llamó “legalidad”; el posconflicto, “consolidación”, y los desplazados, “migrantes internos”.

La mayor embestida del Gobierno contra la paz ha sido el ataque sistemático a la Jurisdicción Especial de Paz (JEP), la presentación de las llamadas “objeciones presidenciales”, el desconocimiento de los fallos de las Cortes y la generación de un clima de inseguridad jurídica para quienes dejaron las armas con el objetivo perverso de estimular las disidencias, reincidencias y “emergencias”, como bien las caracteriza Mario Aguilera en este texto.

Son disidencias y reincidencias cada vez con mayor grado de degeneración y “narcotización” que las aleja progresivamente de cualquier interlocución política. Este propósito perverso permitiría a los ideólogos de la “guerra justa”, ensangrentando de nuevo el territorio, afirmar ante la comunidad internacional que “la paz nunca existió”, completando así el ciclo negacionista que inició con el desconocimiento del conflicto y justificando el retorno de la “mano dura”, propia de los regímenes caudillistas, totalitarios y neofascistas que en el mundo imperan como amenaza contra nuestra utopía democrática o contra la “paz liberal” a la que hace referencia Ricardo Vargas.

Afortunada decisión del editor al compilar en la voz de diversos autores el análisis de fenómenos trágicamente entrelazados, como las economías de guerra derivadas del fenómeno global del narcotráfico y su consecuente y fracasada “guerra contra las drogas”; el fenómeno paramilitar, su reconfiguración armada posterior y los rebrotes de las organizaciones sucesoras del paramilitarismo; el asesinato sistemático de los líderes sociales, incluso en crecimiento contracíclico en la “paz caliente” descrita por Francisco Gutiérrez, y el fenómeno endémico de la criminalidad urbana relegado por cuenta de la prevalencia del conflicto armado, como bien lo demuestra Carlos Mario Perea.

Todo aquel interesado en la construcción de la paz debe estudiar con detalle estos análisis. Subyace en todos ellos la evidencia de un Estado débil, en el mejor de los casos con una “presencia diferencial”, como la descrita por Fernán González o simplemente un Estado inexistente. Un Estado que en 200 años de vida republicana nunca ha logrado copar todo el territorio. Con el agravante funesto de que en distintas épocas de estas “violencias que persisten”, aparatos estatales se han hecho parte como actores violentos ilegales, deslegitimando y desnaturalizando la razón de ser de cualquier Estado de derecho y de cualquier institución llamada a ordenar el comportamiento social para evitar las expresiones “naturalmente violentas” que nos obligan a reivindicar a Hobbes y, más recientemente, a Yuval Noah Harari.

Quiero resaltar apenas como estímulo a la lectura completa de los textos ofrecidos por los investigadores del IEPRI, la precisión con la que el profesor Ricardo Vargas deja claro que el principal desafío para la creación de una paz liberal es “transformar realidades dependientes de la economía del narcotráfico y otras fuentes como recursos naturales (minería ilegal, petróleo, gasolina, maderas) y que han servido como economías de guerra y como objeto de codicia”.

El llamado del profesor Vargas a construir “procesos relacionados con institucionalidad, legislación […] dinámicas de participación” se inscribe en el reclamo de otros investigadores, como Paul Oquist o Daniel Pécaut, a propósito del debilitamiento institucional como causa principal de la persistencia de nuestras violencias.

La juiciosa revisión del investigador Víctor Barrera sobre la evolución del fenómeno paramilitar —que tituló “Paramilitares o no. Esa es la cuestión”— no podía ser más oportuna en momentos en los que el ministro de Defensa Guillermo Botero reactivó viejas circulares y directrices de “conteo de cuerpos” como éxitos militares, amenazando con la repetición de la ignominia de los llamados “falsos positivos”, política pública que desafortunadamente coincide con el incremento del asesinato de los líderes sociales y de exguerrilleros desarmados y reincorporados (el día que escribo estas frases van 114 asesinados).

Lo anterior presagia una nueva “adaptación” de estos grupos sucesores del paramilitarismo que, como bien describe Barrera, “[no se debe] aceptar la tesis según la cual estamos ante un fenómeno puramente delincuencial sin contenido político, pues persisten fuertes dinámicas de control territorial y regulación social por parte de varias de estas organizaciones”. Se trata de reglas básicas que son, por supuesto, violentas y que reeditan las prácticas descritas hace tanto por María Victoria Uribe en Matar, rematar y contramatar.

La promesa que hicimos a la sociedad colombiana el 26 de noviembre de 2016 en el Teatro Colón de construir “una paz estable y duradera” se ve dramáticamente confrontada con el análisis de los profesores Francisco Gutiérrez y María Mónica Parada, quienes demuestran cómo la invitación que hicimos a los líderes sociales a expresarse con mayor libertad, a hacer uso del legítimo derecho a la protesta y a alzar su voz en el posconflicto armado para resolver ahora sí los conflictos sociales a través del diálogo, ha sido ahogada por las balas de grupos violentos cuyos autores intelectuales no son identificados y cuyos asesinatos y atentados terminan cubriéndose con el espeso manto de “bandas criminales asociadas al narcotráfico”, cuando no se achacan a “líos de faldas”.

Con razón se pregunta Gutiérrez Sanín, por qué mientras “casi todas las modalidades violentas bajaron hasta 2018, la probabilidad de que asesinen a un líder social ha subido sin parar. Algo no cuadra aquí. Mientras que los actores ilegales o los cónyuges furiosos han decidido matar a los líderes sociales, en cambio las otras categorías de colombianos han quedado a cubierto”.

¡Está claro que a los líderes los matan por ser líderes! Por hacer parte de un tejido social vivo que se expresa, denuncia y defiende sus derechos. Están desarmados frente a actores armados violentos de todas las orillas, pero cuyos crímenes en todos los casos (incluidos aquellos causados por guerrillas, disidentes, reincidentes y narcotraficantes) son cometidos bajo la mirada o la ausencia de mirada del Estado.

Sin embargo, y a pesar de esta lista grande de dolores, comparto con los investigadores del IEPRI y con los lectores, la certeza de que la paz en Colombia es posible. Podemos evitar la espiral de las “violencias que persisten”. Me anima la profunda convicción de que el proceso de paz con la guerrilla de las FARC —pensado no para las FARC, sino para todos los colombianos, ese proceso ejemplar para un mundo necesitado de que en alguna parte la paz tenga éxito— ha echado profundas raíces en la sociedad colombiana, y miles, millones de colombianos, están activos en la defensa de la paz posible, en la defensa de una sociedad de derechos y libertades, de una sociedad donde se recupere el valor de la vida y donde, además, sea posible profundizar y radicalizar una democracia en paz.

El trabajo de los investigadores del IEPRI y la tozudez de investigadores como Francisco Gutiérrez son prueba viva y esperanzadora de que ¡la paz tiene quien la defienda!

Roy Barreras

Senador de la República. Copresidente de la Comisión

de Paz del Congreso de Colombia

Exnegociador plenipotenciario en el Acuerdo de Paz

con las guerrillas de las Farc y el ELN

Violencias que persisten

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