Читать книгу Mentes criminales - Francisco Pérez Fernández - Страница 10
ОглавлениеLa alusión a la figura de Mabuse que realizamos al final del capítulo precedente nos conduce a otro elemento importantísimo en la gestación de la imagen que la cultura popular contemporánea tiene del criminal, y no es otro que el heredado del psicoanálisis. Miremos un momento hacia atrás y recapitulemos: El mundo ha pasado por la impresión de Jack, por la sorpresa de H. H. Holmes e incluso por algún que otro caso que ya comienza a salpicar los diarios nacionales y locales de muchos países. Y digo que «ha pasado» en el sentido de «ha sido masivamente difundido e informado». Hemos comprendido por fin que los cuentos son reales y que los monstruos viven entre nosotros. Pero hay más: el mundo ha entendido que la mera explicación de la maldad como deformidad no basta porque, simplemente, muchos de estos criminales que empiezan a copar titulares y a sumir en la estupefacción a la policía de medio mundo, no tienen taras físicas observables e incluso pueden llegar a resultar sugerentes y atractivos para sus propias víctimas… Landrú, sin ir más lejos, era todo un Casanova y seductor impenitente de señoras maduritas a las que, metódico y riguroso, esquilmaba económicamente antes de quitarlas de en medio. Tal vez por ello resulta tan subyugante la adaptación de su historia que Chaplin realizó en Monsieur Verdoux, precisamente porque si algo resultaba inimaginable al espectador era ver el rostro del querido Charlot en el cuerpo y la persona de un terrible criminal… Su problema, el de estos criminales sistemáticos y retorcidos, se piensa entonces, debe de ser otro. Un hándicap moral. Una tara de conciencia que la ciencia no ha sabido ni podido explicar y que, por tanto, está más allá del conocimiento de las leyes y de sus márgenes de aplicación.
Freud resultó ser en buena medida, junto con Cesare Lombroso, uno de los grandes responsables de que las ideas populares acerca de la mente criminal trascendiesen la barrera de final de siglo y llegaran hasta nosotros en la forma que hoy las conocemos. Pero es necesidad historiográfica que el nombre de Freud aparezca vinculado al de Jean-Martin Charcot pues, de hecho, Freud llegó al hospital parisino de La Salpêtrière siendo un médico dispuesto a ampliar su formación y, tras pasar por las lecciones de Charcot, salió convertido en otra cosa muy diferente gracias no sólo al influjo de las enseñanzas del Napoleón de la Neurosis11, sino también al peso que ejerció sobre la juventud del estudiante la arrolladora personalidad del maestro. Un héroe de la ciencia, un dandi, un auténtico showman.
Comentaristas reputados como Louis Breger señalan que «[las teorías de Charcot] no sobrevivieron sin la fuerza de su personalidad y el control que ejercía sobre La Salpêtrière. De hecho, pocos años después de su muerte, ocurrida en 1893, ya nadie lo tomaba en serio. Por otra parte, no desarrolló ningún método eficaz de tratamiento»12. Nadie salvo el joven Freud. De hecho, fue gracias a las enseñanzas de Charcot y a sus experiencias con el hipnotismo que a Sigmund Freud se le ocurrió la idea a todas luces revolucionaria del fundamento inconsciente de la dinámica mental. O, por mejor decir, es gracias a Charcot que Freud establece las bases para esa refundación de la consideración de la mente patológica que supuso el psicoanálisis.
Sigmund Freud en la época en que comenzó a concebir y desarrollar el grueso de la teoría psicoanalítica.
Partamos de un principio elemental expuesto por el propio Freud: «Que la tendencia agresiva es una disposición instintiva, innata y autónoma del ser humano; además […] constituye el mayor obstáculo con que tropieza la cultura»13. El hecho es que, al parecer, los instintos de vida parecen querer imponer al ser humano la idea aristotélica de lo social y empujan a los individuos a unirse en grupos cada vez mayores en un proceso de constante crecimiento civilizatorio. El altruismo, la necesidad de ser amados y aceptados desde la más tierna infancia, sostiene Freud, nos impelen a integrarnos en una sociedad y una cultura, pero al mismo tiempo, los instintos agresivos y hostiles hacia quienes nos rodean son inevitables y contrarían esta iniciativa biológica. Así, en las sociedades humanas se produce un constante enfrentamiento entre Eros (o impulso de vida) y Tánatos (o impulso de muerte). En gran medida, es una expansión a escala general del mismo conflicto que todo individuo vive en el plano particular. Y el enfrentamiento virtualmente es irresoluble, pero no inocuo para la persona que debe pagar un precio psicológico por afrontarlo. Progresemos:
¿A qué recursos apela la cultura para coartar la agresión que le es antagónica, para hacerla inofensiva y quizá para eliminarla? […] La agresión es introyectada, internalizada, devuelta en realidad al lugar de donde procede: es dirigida contra el propio yo, incorporándose a una parte de este, que en calidad de superyó se opone a la parte restante, y asumiendo la función de «conciencia» [moral], despliega frente al yo la misma dura agresividad que el yo, de buen grado, habría satisfecho en individuos extraños. La tensión creada entre el severo superyó y el yo subordinado al mismo la calificamos de sentimiento de culpabilidad; se manifiesta bajo la forma de necesidad de castigo. Por consiguiente la cultura domina la peligrosa inclinación agresiva del individuo debilitando a este, desarmándolo y haciéndolo vigilar por una instancia alojada en su interior, como una guarnición militar en la ciudad conquistada.14
Entendiendo que el Bien y el Mal no son ideas de sustrato biológico, la verdad es que tampoco existiría una capacidad natural para separar lo bueno de lo malo. Son abstractos culturales que ni tan siquiera guardan relación con el propio yo en la medida, dirá Freud, que a veces lo bueno para el yo es precisamente lo malo para el mundo, y viceversa. Y si la inmensa mayoría de los sujetos se somete a esta tiranía de lo social es precisamente en virtud al otro mandato biológico, del Eros, que nos incita a ser queridos, a no quedar desamparados y expuestos a los peligros que implican la soledad y la exclusión del colectivo. Más todavía: nos sometemos por miedo a «ser castigados» por otros más poderosos que nosotros (aquí se encuentra el sentido de las leyes). Es en este dilema en el que nos vemos obligados a vivir que se presentan la mala conciencia y el sentimiento de culpa que, generalmente, nos evitan males mayores en la medida en que basta tan sólo con pensar algo inapropiado culturalmente o socialmente inaceptable, para que de inmediato desestimemos la idea de ponerlo en práctica.
¿Quiénes son entonces los criminales? ¿Qué les ocurre? Obviamente, desde el punto de vista freudiano el delincuente siempre es un sujeto patológico física o psíquicamente. Si no padece de alguna lesión que le imposibilite para comprender el mandato moral que la cultura ha introducido en él, entonces se trata de un individuo cuya personalidad no se ha generado y establecido adecuadamente a causa de circunstancias disfuncionales sufridas en algún momento del desarrollo. En efecto, el psicoanálisis freudiano introdujo en el estudio de la mente criminal el recurso a la comprensión de la infancia y la adolescencia del delincuente y, muy especialmente, la idea del trauma. Una idea, por cierto, que se ha transformado en un recurso intelectual, político e incluso artístico extremadamente popular con el paso de los años, al punto de que ya nos parece imposible comprender el mundo interno de las personas sin ella. Como se observa, no sólo por su éxito sino también por su eficacia interpretativa, el psicoanálisis freudiano introdujo una revisión ciertamente más inteligente, efectista y productiva de la idea clásica de la imbecilidad moral.
En efecto. Freud, desde el presupuesto de la gestación de la vida mental en instancias inconscientes y no controlables por el propio yo, permitió la cristalización definitiva de la imagen estructural de la personalidad y de un notorio determinismo psicológico. Cierto que la idea de la personalidad individual como estructura no era suya en lo elemental, pero fue con su novedoso punto de vista que encontró un excelente anclaje. De este modo, la personalidad del individuo se va gestando a lo largo del desarrollo, de suerte que, una vez alcanzado el estado adulto, esa estructura de personalidad se consolida como básicamente normal o básicamente patológica. Las diferentes conductas criminales, que en este sentido son contempladas siempre y en todo caso como «desviaciones» (o faltas de autocontrol motivadas por una mala génesis y asentamiento del superyó), se gestan por tanto en la interacción sujeto-ambiente durante las diversas fases del proceso de desarrollo. Esto implica que el crimen no es filogenético (el criminal no nace), pero sí ontogenético (el criminal se hace). Tal punto de vista destruye por completo los planteamientos eugenésicos y biologicistas, matiza el valor de las penas como afrontamiento de las actividades delictivas y enfatiza los aspectos preventivos para combatir el crimen.
Si no deseamos sufrir el azote de los delincuentes, se nos propone, lo coherente es que tratemos de luchar contra las condiciones que sabemos a ciencia cierta que pueden dar lugar a su aparición. Del mismo modo, el psicoanálisis anula la imagen del criminal irredento al que debiera encerrarse bajo siete candados —o algo peor—, reconociendo que bien puede ser responsable de sus crímenes, pero también que en la mayor parte de los casos puede ser recuperado para la sociedad mediante un seguimiento y tratamiento adecuados de su caso particular. En suma: una perfecta articulación del derecho moderno ilustrado y sus ideales humanitarios con un punto de vista médico-psiquiátrico.
Por supuesto, el posicionamiento de Freud y sus seguidores también es muy criticable y de hecho ha sido golpeado con extrema dureza y desde muy diversos frentes15. La primera gran crítica reside en lo meramente teórico y no deja de ser la misma que recibió en su día el maestro Charcot: ¿Existe «el inconsciente» tal y como Freud lo concibe? ¿Y funciona exactamente así? ¿No estamos simplemente jugando con las palabras para elaborar una teoría que no es más que sofistería? Luego vienen las dificultades prácticas en la medida en que, desde el psicoanálisis y otras posiciones psicológicas y psiquiátricas afines, la responsabilidad del individuo ante sus actos parece diluirse de forma inevitable y es poco dada, en este sentido, a sostener que el delincuente nace o que se hace. ¿Podemos decir que un asesino es responsable de sus crímenes si previamente hemos definido su personalidad como estructuralmente deformada? ¿Quién es culpable entonces? ¿Es el delito una resultante de las circunstancias que le han convertido en un ser mentalmente deforme o, por el contrario, depende del autor? ¿A quién debiera condenarse en tal caso?
Es evidente que en semejante tesitura la justicia decidió avanzar por la calle de en medio para proseguir, y así hasta el presente en la mayoría de los países democráticos, con la idea más práctica de M’Naghten; determinemos si el acusado es capaz de distinguir entre el Bien y el Mal (si es «psicológicamente competente», en suma) a fin de poder emitir un veredicto acerca de aquello que se le acusa. Ya se le tratará psicológicamente en prisión si es necesario y, claro está, si se dispone de los medios y recursos apropiados para afrontar dicho tratamiento16.
11Charcot guardaba cierto parecido físico con Napoleón Bonaparte que él mismo se empecinaba en cultivar (incluso posaba en la tópica actitud napoleónica en los retratos). Por ello, muchos de sus alum-nos, colegas y detractores le otorgaron este apodo. A unos les sirvió como expresión de admiración. A otros como pretexto para la burla.
12BREGER, L. Freud. El genio y sus sombras. Buenos Aires: Ediciones B Argentina, p. 118, 2001.
13FREUD, S. El malestar en la cultura. Madrid: Alianza, 1970, p. 63.
14Ibíd. anterior, p. 64-65. La cursiva es del original.
15Quizá la más dura de todas ellas proceda de la propia psicología. Autores de reputado prestigio como Hans Eysenck o Bhurrus Skinner —catalizadores de la corriente crítica contra el psicoanálisis— lo han calificado, entre otras cosas, de ambiguo y vago, de circularidad conceptual, de carencias insolubles en lo relativo a su control metodológico e incluso de ineficacia terapéutica.
16«Recuerdo —escribe un policía— al hijo de un profesor de música de Granada que asesinó a su padre clavándole una estaca en el corazón porque “una voz interior le había dicho que se trataba de un vampiro”. O a aquel muchacho que mató a su hermano porque “del televisor había salido una voz que le ordenó acabar con su vida”. Pero lo peor es que en España se cerraron los manicomios porque eran sitios “vergonzantes” y poco “progres”, y ahora muchos dementes pagan sus acciones, más o menos imputables, en psiquiátricos penitenciarios, a menos que la familia sea eso que se llama “pudiente” y pueda ingresarlo en una institución adecuada y, por supuesto, de pago. ¡Poderoso caballero!» (GIMÉNEZ, M. «Por mandato divino». En: Así son las cosas, n.º 118. Agosto de 2004).