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MALOS Y DEFORMES

Cuando Mary W. Shelley publica en 1818 Frankenstein o el moderno Prometeo, no sólo ha nacido uno de los grandes monumentos de la literatura gótica, sino también la primera novela que podría calificarse propiamente de contemporánea, en la que los problemas filosóficos de siempre son tratados desde un punto de vista netamente moderno, radicalmente científico. No es extraño, pues, el rápido predicamento que el libro alcanzó en nuestra cultura y a todos los niveles, ni sorprenden las múltiples versiones en diferentes formatos, imitaciones, pastiches e incluso plagios de los que llegó a ser objeto, al punto de que la historia de la criatura de Frankenstein se convirtió en uno de los primeros clichés de la cultura de masas contemporánea.

Tópico perfectamente identificable tanto por su monstruosidad física —la que sólo es posible cuando uno está construido a partir de pedazos de otros seres humanos— como por su tremendismo moral, religioso e intelectual, pues si el monstruo está creado desde cero y por otro hombre, ya no es propiamente humano, sino un ser desdichado y sin esperanza: «Debiera ser vuestro Adán y, sin embargo, me tratáis como al ángel caído y me negáis, sin razón, toda felicidad»5. El juego de analogías no puede detenerse ahí pues, evidentemente, la pregunta que surge de inmediato, y tiene no pocas resonancias platónicas, es la que se refiere a nuestro propio origen. Si en verdad hay un dios que nos ha creado a su imagen y semejanza a partir del barro, ¿qué ha hecho entonces?, ¿un ejército de criaturas que son imperfectos émulos de la divinidad? ¿Es el doctor Frankenstein un imitador de Dios? ¿Y quién es entonces el propio Dios?

Tanto es así que, pasado prácticamente un siglo desde la primera aparición de la obra, esta seguía pesando tanto en la mentalidad colectiva de Occidente que se convirtió en uno de los primeros temas del recién nacido cinematógrafo. De hecho, el primer cortometraje homónimo y basado en el personaje, dirigido por J. Searle Dawley, data de 1910 y pronto se vería seguido de otros dos largometrajes mudos: Life without soul (Joseph W. Smiley, 1915) e Il mostro de Frankenstein (Eugenio Testa, 1921). No obstante, el icono popular en torno a la figura del monstruo no es otro que el encarnado por Boris Karloff en la primera versión sonora, un auténtico clásico del cine repleto de momentos inolvidables, realizada por Universal Pictures en 1931 y dirigida por James Whale, quien a la sazón inspiró con sus bocetos el soberbio maquillaje que Jack Pierce diseñó para la criatura. Tan grande fue el éxito cosechado por ella que el mismo equipo creativo, en 1935, repetiría con una continuación, The bride of Frankenstein, que sin alterar los efectistas patrones visuales de la primera, trataba de profundizar con escaso éxito en los entresijos dramáticos y filosóficos de la historia.

No ha perdido fuerza la idea de Mary Shelley en el presente, si bien se ha readaptado, en la misma medida en que la ciencia, tras el descubrimiento del ADN y el aporte de la investigación genética, ha establecido que los elementos básicos de la vida son otros diferentes. Los «frankenstein» del presente son hombres que manipulan códigos genéticos, crean quimeras y, cual nuevos dioses, juegan con los misterios últimos de la vida. E incluso pretenden resucitar a los muertos. Así, allá donde Viktor Frankenstein, en un brutal ejercicio de casquería, trataba de coser los pedazos de los cadáveres que robaba en los cementerios, mucho después el Herbert West de Re-Animator (1985) pretendió lo mismo inyectando a los cadáveres un extraño fluido fosforescente en el tronco encefálico. Y donde el pueblo enardecido ante la monstruosidad trataba de incendiar el torreón en el que el científico alojaba su laboratorio, los héroes inexpresivos de la serie B cinematográfica, como Chuck Norris, terminaron por enfrentarse a la bestia resucitada a trastazo limpio en películas como Furia silenciosa (1982). Diferentes coberturas, diversos mensajes, distintos medios, la misma idea. Siempre idéntico mito cultural una vez tras otra: la fascinación ante la muerte, ante la finitud, ante la evidencia inasumible de la nada.


La productora Universal, al adquirir los derechos cinematográficos de Drácula, Frankenstein, La Momia o el Hombre Lobo, hizo uno de los más pingües negocios de toda su historia. El éxito de estas producciones de bajo presupuesto –pero excelente realización– fue tan grande que incluso llegó a ponerlos en pantalla por parejas.

Sea como fuere, a la par que el hombre crea al monstruo, comienza a triunfar otro mito literario: el del hombre que por su ambición creativa potencia al monstruo que todos llevamos dentro fomentando el lado más oscuro y oculto de la propia personalidad. La tragedia, por supuesto, se desencadena cuando ese terror interno escapa al control del lado luminoso, gana terreno y se adueña por completo del ser mismo del individuo. Nos referimos, por supuesto, a El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde, novela de Robert Louis Stevenson aparecida en 1886 y que también, muy pronto, caló en la cultura popular para hacerse un hueco propio e inmortal. Al poco tiempo de publicarse el libro de Stevenson, ya estaba siendo representado con fulgurante éxito en los teatros londinenses, irónicamente en las mismas fechas en las que el terrible Jack el Destripador cometía sus famosos crímenes, por lo que no es extraño —nada es casual— que a menudo la representación en el imaginario popular de la figura de Jack, impulsada desde los rotativos de la época, sea coincidente con la que se ha otorgado al personaje bipolar de Jekyll-Hyde.

En cualquier caso Stevenson, y quizá ahí resida la clave de su éxito, propone la primera lectura netamente moderna, en clave psíquica, del conflicto entre el bien y el mal que reside en el interior de cada uno de nosotros, explorando la idea del hombre como un ser capaz al mismo tiempo de las mayores bondades y de las más terribles atrocidades. Lectura muy influyente, también sobrerrepresentada con posterioridad, y cuya primera versión cinematográfica considerada fidedigna6, de enorme carga icónica, apareció en 1931 de la mano de Rouben Mamoulian en la dirección y de un excepcional Fredric March en el papel del doctor. Una parafernalia filosófica la del binomio Jekyll-Hyde que encaja a la perfección con el naciente género detectivesco que eclosiona en aquel Londres de finales del siglo XIX, y cuyo paradigma indiscutible, seña de identidad universal, es el gran personaje de Arthur Conan Doyle, Sherlock Holmes, que se presenta al público en 1887 con la publicación de Estudio en escarlata, y que asienta un modelo de novela detectivesca posteriormente reeditado, a lo largo del siguiente siglo, en otras versiones de investigador criminal cerebral que también gozaron de gran popularidad como sucedió con el Hércules Poirot concebido por Agatha Christie, el Harry Dickson de Jean Ray o el Maigret de Georges Simenon.

JACK Y HOLMES: LA VIDA COMO IMITACIÓNDEL ARTE

Como señalábamos, resulta singularmente interesante que, a la par que Hyde ejecuta sus correrías sumergido en el smog londinense y que Sherlock afina su Stradivarius en la madrugada silenciosa de Baker Street, en 1888, Jack el Destripador aparezca como el paradigma del asesino en serie moderno. No es ni lejanamente el primero de la historia, por supuesto, pero posee rasgos que lo hacen tan único como inquietante: es un asesino sistemático urbano, de sociedad industrial y avanzada, que emplea estrategias criminales creativas inéditas, capaz de poner en jaque a las autoridades obligándolas a realizar inusitados despliegues de medios para facilitar su captura, que copa los medios de comunicación con sus andanzas y que, con sus cartas, canaliza el interés masivo de la opinión pública en un sentido propiamente moderno, despertando una ola de admiración, sorpresa, indignación e imitación mediática.

No menos relevante es que apenas cuatro años después aparezca un depredador terriblemente parecido al otro lado del Atlántico, en Chicago, de la mano del tremendo H. H. Holmes (sobrenombre escogido —¿casualmente?— por Herman Webster Mudgett). La realidad supera a la ficción. En ambos casos, el asesino inició un modelo creativo impenetrable para sus perseguidores, jugó con los cuerpos policiales y el sistema de justicia a su antojo y todos se vieron desbordados por los acontecimientos… Y si Mudgett fue capturado por haber cometido varios errores de bulto y bien pudo escapar impune de haber controlado su ambición, Jack lo logró realmente de modo que nunca se pudo poner una cara y un nombre reales al asesino de Whitechapel.

No puede sorprendernos que esta nueva tipología de asesino generase, de súbito, un nuevo enfoque de la cultura de masas y provocase un golpe de timón en la ciencia. La sociedad ávida de las historias morbosas de este tipo a las que se había acostumbrado tras los larguísimos culebrones periodísticos que provocaron estos casos —y otros, no olvidemos que el periodismo de sucesos está germinando y creciendo con gran vigor—, comenzó a demandar un nuevo género de entretenimiento del que son resultado directo relatos como The Lodger, una libre adaptación de los crímenes del Destripador publicada en 1913 por Marie Belloc-Lowndes. Piénsese que Jack ha mantenido un singular pulso epistolar con Scotland Yard que ha dado pie a la proliferación de cientos de falsas cartas que periódicos y semanarios publicaron con extraordinaria avidez a fin de prolongar el tenebroso y lucrativo serial, o que Mudgett, desde su celda y asistido por un editor, ha sido capaz de editar y vender sus memorias, Holmes’ Own Story (1895), que luego se verían complementadas y debidamente aquilatadas por el libro sobre el caso que publicó Frank Geyer, el detective que siguió su pista por medio Estados Unidos: The Homes-Pitezel Case (1896).

Pero falta redondear el género. Dar una forma final, cerrada, al formato narrativo que impactará en la mentalidad colectiva y la marcará durante décadas. Eso es lo que aporta —recordemos— la excepcional novela de Bram Stoker, Drácula, que ve la luz en 1897. Una historia estilísticamente muy novedosa al tratarse de una pieza de estructura collage en la que el lector avanza y retrocede constantemente a lo largo y ancho de un rompecabezas de cartas, anotaciones de diarios y recortes de prensa que, una vez recompuesto, ofrece una panorámica completa de la historia. Una novela, en suma, escrita utilizando técnicas y procedimientos estrictamente contemporáneos que han sido reconvertidos y utilizados miles de veces con posterioridad. Pero con su personaje, el terrible vampiro depredador procedente de los Cárpatos, Stoker ha prefigurado también el modelo del antihéroe moderno por antonomasia: audaz, amoral, castigador, perverso, implacable y omnipresente en la vida de los personajes a pesar de que prácticamente no aparezca personalmente en la historia. Exactamente igual que ese nuevo tipo de asesino que encarnan tipos como Jack el Destripador o H. H. Holmes y cuyos rasgos la prensa de la época subrayó hasta la extenuación.

A todo esto, la aparición de estos tipos, los serial-killers, en el centro mismo de la cultura occidental, erróneamente considerada por los etnocéntricos antropólogos de la época como la cima de la civilización humana, ha hecho a muchos científicos del momento entender que no comprenden absolutamente nada y que sus explicaciones de la mecánica del crimen —o de la «mente criminal» como a muchos les gusta decir de manera bastante absurda e injustificada— son baladíes y escasamente operativas. Vayamos a un caso concreto: si existe un personaje, y una historia, que encarne con precisión todos los elementos que la ciencia del momento ha aglomerado en torno a la idea de la mente criminal, del ser generado para el crimen, ese no es otro que El fantasma de la ópera, nacido de la mano de Gaston Leroux en 1910. Nada tiene esto de raro si se recuerda que Leroux fue periodista antes que escritor, conocía bien el tema de los sucesos y sus clichés periodísticos más habituales, había realizado interesantes reportajes sobre las cárceles francesas y estaba perfectamente familiarizado con las explicaciones pseudocientíficas del crimen de aquel momento.

Tales explicaciones, en realidad, son reformulaciones de teorías antiquísimas y devaluadas que van y vienen cíclicamente y de las que nunca ha terminado Occidente de liberarse, pues reaparecen una y otra vez con la misma base argumental, pero enmascaradas tras nuevos envoltorios. Así, Johann Kaspar Lavater, en sus Fragmentos fisiognómicos, editados entre 1771 y 1773, recuperó la vieja teoría hipocrático-galénica de los cuatro temperamentos, que vendrían determinados por el predominio de uno de los cuatro humores (sangre, bilis amarilla, bilis negra o atrabilis y flema) sobre el resto. De este modo, el sujeto sanguíneo sería vital y despreocupado; el colérico —aquel en el que predomina la bilis amarilla—, se mostraría voluntarioso e iracundo; el tipo melancólico —predominio de la bilis negra— tendería a la tristeza y el ensimismamiento; y el flemático sería por lo general tranquilo. La gran aportación de Lavater a esta teoría, a todas luces pseudocientífica pero de enorme éxito cultural (la cara es el espejo del alma), fue la de estimar que podía determinarse no sólo qué clase de temperamento poseía un individuo examinando su apariencia externa, sino también los patrones básicos de su personalidad y, por tanto, elaborar así predicciones certeras acerca de su conducta.

Los planteamientos de Lavater influyeron sobremanera en el anatomista germano Franz Joseph Gall. El punto de partida de Gall es la afirmación, elaborada desde un punto de vista opuesto a cualquier clase de dualismo, de que el cerebro humano es el órgano productor del espíritu. Un órgano peculiar conformado por el agregado de otros muchos, cada uno de los cuales poseía una facultad psicológica concreta. Sostenía, así, que las diversas facultades mentales de los órganos cerebrales se encontraban en relación directa con el tamaño de los mismos. Este tamaño quedaba reflejado en la constitución ósea del cráneo y, por consiguiente, podía relacionarse la personalidad de los individuos con su estructura craneal. De esta manera, la frenología procuraba, a través del examen concienzudo de la superficie craneana (craneoscopia), diagnosticar la personalidad. De hecho, Gall, quien llegó a trabajar intensamente con población carcelaria, es señalado como el primer antecesor claro de la Antropología Forense moderna.

La falsa idea de que los cráneos de los criminales tenían ciertas particularidades especiales, enraizó con enorme vigor en la psiquiatría decimonónica y fue tenida en cuenta incluso por neurólogos y patólogos de primer nivel como el célebre Pierre-Paul Broca. De tal modo, en 1869, Wilson realizaría un estudio sistemático sobre 464 cráneos de criminales convictos. También Thomson, un médico de prisiones escocés, quien en 1870 publicó el resultado de sus observaciones sobre la configuración craneana de más de cinco mil presos. No fue menos el propio Cesare Lombroso, quien basaría en el análisis craneoscópico buena parte de su influyente teoría acerca de la mentalidad criminal.

La vuelta de tuerca definitiva en esta dirección fue proporcionada por un burócrata parisino, Alphonse Bertillon. Escribiente en la prefectura de París, Bertillon tenía una noción clara de qué estaba hablando al plantear su sistema de medida corporal (la antropometría), que comenzó a utilizar masivamente a partir de 1882 en el seno del Departamento de Identificación Judicial, fundado y dirigido por él mismo tras no pocas vicisitudes, para la identificación y catalogación de los delincuentes. Al fin y al cabo, era hijo y hermano de fisiólogos y, por consiguiente, un estrecho conocedor de las técnicas fisiológicas, médicas y estadísticas más comunes, así como de los principales elementos teóricos de la fisiognomía y la frenología. Pero Bertillon fue mucho más lejos que sus predecesores al cruzar el límite impuesto por el mero análisis craneoscópico y proponer un examen integral del individuo, para lo cual se ayudó de técnicas fotográficas.

La idea de partida era sencilla: existen ciertas partes del cuerpo humano que no sufren alteración alguna durante el curso completo de la existencia adulta del sujeto y, por tanto, si se catalogan concienzudamente, el individuo queda perfectamente identificado con respecto al resto. Cada una de las medidas corporales y su relación de proporcionalidad con respecto al resto, así como el color de los ojos, la forma de las circunvoluciones de los pabellones auditivos y cualquier otro elemento imaginable de la apariencia externa del delincuente, eran así cuidadosamente recogidos en una ficha personalizada a la que, obviamente, se adjuntaban fotografías de frente y de perfil del individuo. Con el tiempo, y gracias a la inestimable aportación del trabajo en el campo de la dactiloscopia de pioneros como William Herschel y Francis Galton, las fichas personalizadas de Bertillon incluyeron también las huellas dactilares de los detenidos, convirtiéndose en uno de los elementos centrales de la práctica policial moderna7. Así, la aportación de Bertillon al quehacer policial fue tan apreciada que muy pronto el método se extendió por todo el continente y cruzó el Atlántico. Su utilidad, por lo demás, resultaba incuestionable en la medida en que permitía un exhaustivo control de la población delincuente y penitenciaria, evitando el anonimato del que en épocas anteriores se habían servido muchos criminales sistemáticos a quienes, simplemente, les bastaba cambiar de ciudad o de provincia para continuar en el desempeño de sus actividades delictivas8.

Lo cierto es que el método Bertillon sólo comenzó a ser remodelado o reemplazado cuando las técnicas de observación y clasificación dactiloscópica fueron plenamente perfeccionadas, proceso que concluyó alrededor de 1914. Fue este triunfo el que debió de animar a Bertillon a publicar en 1896 su Signaletic instructions, including the theory and practice of anthropometrical identification, obra que, sin embargo, despertó enorme controversia científica en la medida en que se hacía eco de un buen número de elementos tomados de las, ya entonces discutidas por parte de la comunidad científica, aportaciones de Lavater y Gall. Lo cierto es que en aquella obra, construida desde los cientos de miles de datos estadísticos que Bertillon había podido reunir a lo largo de años, se establecían conclusiones que iban mucho más allá de la incuestionable utilidad práctica del sistema de medida antropométrica, al sostenerse la tesis de que entre los criminales existía una taxonomía de rasgos físicos específicos que permitía diferenciarlos de entre el resto de las personas «de bien» y, más aún, que en función de dichos rasgos se podía determinar hacia qué tipo de delitos sentía el sujeto especial propensión en cada caso.

La piedra angular de esta y otras pseudociencias afines fue el célebre concepto de índice cefálico, tenido durante mucho tiempo como un término de entidad científica incuestionable. A partir de él se elaboraron las premisas centrales de la craneometría, cuyo motor y principal artífice fue el sueco Anders Retzius (1796-1860). Este indicó que midiendo la anchura de un cráneo que pudiera considerarse normal o tópico en una raza, luego multiplicándola por cien y al fin dividiéndola por la longitud, se identificaba el anteriormente reseñado índice cefálico de la raza analizada en cuestión. Retzius, cuya valoración científica como anatomista no fue cuestionada durante décadas, diseñó mediante el estudio de cráneos conceptos célebres como los de «dolicocéfalo» y «braquicéfalo». A partir de sus trabajos, muy influyentes, dividió las razas en función de su índice cefálico. Sus teorías, que contaron con incontables seguidores en todo el mundo, algunos de la talla del antes citado neurólogo francés Pierre Paul Broca, se vinieron abajo cuando se probó que no es posible identificar a un pueblo con un cráneo, porque el propio concepto de «cráneo tipo» es absurdo y que, más aún, dentro de una misma familia las formas craneales más básicas no sólo no son hereditarias sino que además cambian de una generación a la siguiente.

LA MALDICIÓN DE LOMBROSO

Pero mucho antes de que el fin de la credibilidad científica de la craneometría fuese una realidad, llegó Cesare Lombroso. Médico, darwinista y conocedor de estas metodologías precoces empleadas en la detección y examen del delincuente, comenzó a pensar hacia 1871 en las bases de lo que luego sería su popular teoría criminológica. En el transcurso de ese año pudo observar con detenimiento el cráneo de Villella, un celebérrimo bandido y asesino, perseguido durante décadas por la justicia transalpina. En el transcurso de su trabajo, determinó que aquel hombre mostraba obvias deformidades craneanas, así como ciertos rasgos anatómicos propios de los simios. Villella era un ser atávico, primitivo, deforme… Y quizá por ello también criminal. El hallazgo comparativo resultó casual en la medida en que Lombroso estaba buscando criterios de base que permitieran establecer relaciones y diferencias entre el delincuente, el hombre salvaje, el sujeto normal y el enfermo mental, y no había pensado todavía en considerar una teoría criminogenética. En todo caso, dio un giro a sus primeros planteamientos para manifestar en sus Memorias sobre los manicomios criminales (1872) que existen preclaros puntos de contacto entre delincuentes y locos, si bien cabría considerar a los primeros como seres claramente deformes y anormales, cercanos al hombre primitivo e incapacitados para la vida en sociedad, por lo que el Estado debiera plantearse la creación de instituciones especiales para criminales que permitieran no mezclarlos arbitrariamente junto con otros enfermos mentales y, al mismo tiempo, estudiarlos con detenimiento y precisión a fin de prevenir sus actos.

El perfecto ejemplo de cómo funcionaban en la práctica esta clase de argumentaciones teóricas lo tenemos aquí mismo, en España, donde nos encontramos con el caso Juan Díaz de Garayo y Ruiz de Argandoña, el afamado Sacamantecas de Vitoria, a quien su aspecto lo elevaba al rango de paradigma del criminal por naturaleza, de nacimiento y sin posibilidad de eludir un destino prefigurado por fuerzas cósmicas. Su cráneo era deforme y brutal. Rostro ancho, frente abombada, cejas prominentes, occipucio muy retrasado y puntiagudo, mandíbulas enormes, pómulos exageradamente marcados, ojos hundidos… Piénsese que por aquel entonces el mero hecho de tener las cuatro muelas del juicio era considerado un rasgo de primitivismo y tendencia criminal, de suerte que poco más que el garrote vil podía esperar a un individuo deforme como Garayo. Quienes llegaron a verle tras su detención, sin duda instalados ya en el prejuicio inevitable de los malsanos crímenes que había cometido, miraban a un hombre pero no veían otra cosa que a un animal. Tal fue el caso del afamado doctor alicantino José María Esquerdo y Zaragoza, convencido seguidor de Morel, quien lo visitó varias veces en la cárcel. Su visión del reo se cimentaba sobre juicios del estilo: «Hemos dicho, señores, que Garayo es imbécil. […] Mientras nuestra desgraciada especie ofrezca monstruosidades como la que nos ocupa, fuerza es atemperarse a los hechos»9. Sobre apreciaciones de este estilo se pavoneaba Esquerdo en los círculos del saber, conferenciando por doquier, con argumentaciones a menudo rayanas en la más completa demagogia, sosteniendo que un tipo como Díaz de Garayo le podía parecer completamente normal a cualquiera sin experiencia psiquiátrica o demasiado pacato y moralista.

Pero es que, además, Lombroso era un firme partidario de la eugenesia, también muy en boga entre los intelectuales de su tiempo y defendía, por tanto, que las conductas y patologías psicosociales también se heredan. Por ello dedicó gran parte de su tiempo a visitar prisiones a fin de estudiar craneológicamente a diversos delincuentes, vivos o ya ejecutados, para posteriormente cotejar los resultados obtenidos con la anatomía craneana de simios y fósiles humanos prehistóricos, o informes acerca de la vida y costumbres de los hombres primitivos que arrojaban las expediciones antropológicas tan populares en la época. Llegó con ello a la conclusión de que el delincuente era, básicamente y con total independencia de su sexo, un individuo dotado de rasgos morfológicos y conductuales arcaicos, aquejado de un síndrome hereditario al que dio en llamar atavismo. Es decir: no era la sociedad quien hacía al delincuente, ni tan siquiera la enfermedad mental como tal, sino que el criminal nacía ya para serlo.

Según las estimaciones de otros fervientes eugenesistas como Galton, a lo largo de las generaciones los caracteres sufrían a menudo una fase involutiva en la media de las poblaciones. La selección natural deficiente propiciada por la artificiosidad de las sociedades humanas, que al no estar sometidas al control de la naturaleza permitían la supervivencia de los no aptos, daba pie a la perpetuación de rasgos indeseables y empobrecedores de la calidad genética de la especie que, cada cierto tiempo y por deriva génica, se popularizaban en una población dada. Esto permitía explicar, en su opinión, por qué entre los seres humanos de cualquier lugar, clase y condición, predominaba la mediocridad física e intelectual sobre el talento. Los individuos más aptos eran siempre una inmensa minoría. Desde este punto de vista, Galton entendía que los procesos de herencia debían ser manipulados mediante una adecuada política eugenésica, a fin de incrementar la aparición de los rasgos genéticos más adaptativos y deseables, y propiciar una disminución de aquellos otros que empobrecían la herencia. Precisamente, la investigación de Lombroso se centró en el estudio de aquellos rasgos que Galton pretendía erradicar puesto que en ellos, sostenía, se encontraba el fundamento de la conducta criminal. De hecho, estimaba que en cualquier población humana sobrevivía una minoría de sujetos en los que estas taras filogenéticas se manifestaban de modo más preclaro y que, en puridad, podía considerarse que aquellos individuos no eran otra cosa que indeseables efectos involutivos del proceso de selección natural.

Lo cierto es que Cesare Lombroso presentó el grueso de su aportación a la comunidad científica con la publicación de su célebre L’Uomo Delinquente (1875). Una obra que goza del relevante reconocimiento historiográfico que la eleva a origen de la Criminología y la Antropología Forense modernas, y que sigue vigente gracias al inestimable concurso del arte, la literatura y el ensayo, que asumieron en muchos casos sin reservas los argumentos en ella expuestos. Sirva como ejemplo la presentación que de Bray y Sempau realizaron del general Mercier, a todas luces el «malvado nato» de la historia, en su reconstrucción del célebre Caso Dreyfus: un hombre al que se califica nada menos que de acartonado, con cara de vieja octogenaria y ojillos de ratón ocultos entre los pliegues de párpados enormes. O las descripciones que los novelistas afines al género negro componían al referirse a los criminales de sus novelas:

Cuando vi por primera vez a Domingo —continuó Syme— sólo le vi la espalda y comprendí que era el hombre más malo del mundo. Su cuello, sus hombros, eran brutales, como los de un dios simiesco. Su cabeza tenía cierta inclinación, propia más que de un hombre, de un buey. Y al instante se me ocurrió que aquello no era un hombre, sino una bestia vestida de hombre.10

Sea como fuere, la supervivencia en el presente del ideario lombrosiano no es atribuible a su mero contenido científico, a todas luces superado desde hace décadas aunque existan todavía contumaces interesados en resucitar el cadáver, sino a sus sugestivos elementos ideológicos que, de un modo u otro, ya sea dentro de la misma ciencia, pasando por la consideración política y educativa, o sobreviviendo en la mera tradición popular, permanecen todavía entre nosotros. No lo olviden: la cara es el espejo del alma, los malos siempre lo parecen y, además, no pueden evitar ser malvados porque estaría en su naturaleza.

Eso es precisamente lo que ocurre con el fantasma que Gaston Leroux diseñó para destruir en la ficción el encanto de la ópera Garnier. Contra la falsa opinión difundida —y aceptada por la mayoría del público— en la primera adaptación cinematográfica sonora del personaje realizada por Arthur Lubin en 1943, y que muestra al fantasma como una trágica víctima del destino que se vuelve malo porque «es herido» física y moralmente, la obra de Leroux plantea que Erik es un monstruo de nacimiento, hijo de un albañil de Rouen que le detesta y una madre que le teme por su fealdad y su crueldad, al punto de que pronto se ve obligado a abandonar el hogar familiar. Tras correr diversas peripecias, habiéndose revelado como un prodigio musical durante el tiempo que trabaja como monstruo circense, el deforme Erik se instala en los sótanos de la ópera de París, desde los que chantajea a sus gerentes para ver cumplidos sus planes por siniestros que estos puedan llegar a resultar. El personaje de Gaston Leroux, como corresponde a un malvado monstruoso y pervertido por naturaleza, a un malo lombrosiano de manual, no se redime, no desea eludir su destino sino que, antes al contrario, hace del defecto una virtud y un estilo de vida porque su naturaleza le predestina: esa misma biología adversa escrita en su rostro es, vuelta hacia adentro, corrupción espiritual.

Más fieles al original, y creadoras de un cliché del personaje más perdurable en el cine posterior, fueron las dos primeras versiones mudas de la historia de Leroux: Das Phantom der Oper (Ernst Matray, 1916), y The phantom of The Opera (Rupert Julian, 1925). Muy destacable en la segunda es la excepcional y estremecedora imagen que Lon Chaney Sr. creo del personaje, otro icono de la cultura popular por derecho propio. Resulta curioso, por lo demás que las adaptaciones teatrales de la ficción de Gaston Leroux, generalmente en la forma de tediosos musicales que pretenden emular con escaso éxito el tópico de la bella y la bestia, hayan optado por seguir el esquema romántico y en gran medida pervertidor del espíritu original de la obra de Leroux que exhibe la versión de Lubin. Excluiremos de la lista de fiascos musicales, sin embargo, a la peculiar cinta de Brian de Palma, El fantasma del paraíso (1974), no sólo por la calidad de su banda sonora, sino también por su vibrante concepción artística y cinematográfica que la convierte en una joya visual que actualiza el clásico de manera más que digna y lo introduce en la mentalidad y el concepto de las nuevas generaciones. Una de las mejores películas del siempre discutido De Palma. De hecho, muchas de las visiones músico-teatrales del fantasma de la ópera montadas a partir de 1980 tienen más que ver con la percepción de Brian de Palma que con la de Lubin.

Lo cierto es que el cine muy a menudo se ha decidido por el esquema de la versión de Rupert Julian, más fiel y consecuente con la idea del binomio maldad-monstruosidad que palpita en el original. Así por ejemplo, el fantasma de la ópera Garnier pronto se reconvirtió en el escultor y asesino despiadado de Mistery of the Wax Museum (Michael Curtiz, 1933), historia más conocida entre el público gracias a la inolvidable versión de 1953 dirigida por André de Toth y protagonizada por el colosal Vincent Price. Paradójicamente, y como curiosidad añadida, digamos que esta película fue una de las primeras realizadas en 3D de la historia, pero como De Toth era tuerto, no podía experimentar en primera persona el efecto que trataba de conseguir con sus planos. Sea como fuere, ambas reeditan la historia del asesino deforme que mata más allá de la mera venganza, precisamente, porque su deformidad no aceptada e incapacitante le ha convertido en un ser desgraciado, amargado e inmoral, lo cual le impulsa al crimen irremediablemente.

Lo cierto es que estas imágenes solidificaron y se impusieron en la cultura popular de la primera mitad del siglo XX con una fuerza inusitada, al punto de que muchos malos, asesinos, criminales e incluso delincuentes comunes de la ficción comenzaron por hacerse un hueco en el mundo del espectáculo, en la literatura y en el corazón de los espectadores a través de sus deformidades físicas más o menos tremendas. Así, proliferaron por todas partes los hampones marcados con cicatrices, los delincuentes cojos, mancos, quemados o tuertos e incluso, por qué no decirlo, los actores y actrices que se vieron abocados al limbo de los papeles secundarios, o al rol de «malos de la película» —los célebres «actores de carácter»—, a causa de sus físicos singulares, vulgares, dotados de ciertos conjuntos de rasgos o particularmente poco agraciados.

Cabe decir que con toda probabilidad la más interesante, por psicodélica y revisionista, variante del personaje del monstruo asesino vino de la mano de Robert Fuest y sus dos películas sobre el terrible doctor Phibes (1971 y 1972), un monstruo criminal encarnado de nuevo por Vincent Price y situado a medio camino entre la fealdad intolerable del fantasma de la ópera de Leroux, las arteras estratagemas manipuladoras del doctor Mabuse y el artista atormentado de Los crímenes del Museo de Cera. Como curiosidad, indiquemos que Phibes tuvo mejor suerte que sus antecesores pues introdujo un elemento tan novedoso como insólito en la historia de los monstruos: el triunfo. El plano final de El retorno del doctor Phibes, en un émulo perfecto de Caronte cruzando la laguna Estigia, muestra cómo el protagonista se pierde en la oscuridad de un misterioso y negro río subterráneo, remando sobre un bote para no regresar, tras haber consumado su venganza. Tan sorprendente como impagable.

5SHELLEY, M. W. Frankenstein. Madrid: Ediciones Orbis, 1989, p. 140 (Trad.: Manuel Serrat Crespo).

6Las primeras versiones cinematográficas de 1912 y 1920 no se consideran «auténticas» al tratarse de versiones de las diversas adaptaciones teatrales del libro de Stevenson que a menudo integran elementos de otras obras y personajes. Del mismo modo, la conocida versión de 1941, dirigida por Victor Fleming y protagonizada por Spencer Tracy, a menudo es considerada por los especialistas una simple revisión fílmica de la película de 1931.

7El interés de Galton por el método fotográfico-antropométrico de Bertillon fue tan grande que, a lo largo de 1894, es muy probable que viajase a París para conocer al investigador francés y recibir información de primera mano. En todo caso, ni Galton ni Herschel fueron capaces de encontrar un sistema aceptable para la catalogación de las huellas dactilares, hallazgo conseguido por uno de los discípulos de Galton en materia dactiloscópica, el criminólogo inglés Edward Henry (SCOTT, H. [comp.]. Enciclopedia del crimen y los criminales. Barcelona: Editorial Ferma; 1964, p. 64, 75-76).

8Con anterioridad a la propuesta de Alphonse Bertillon, los delincuentes de cualquier especie eran marcados como el ganado con toda suerte de tatuajes por la propia policía a fin de tener una especie de control del individuo en el caso de ser reincidente. Esta es una de las razones de que la práctica del tatuaje a fin de cubrir las marcas policiales proliferase entre los criminales y, con ello, el tatuaje en sí mismo se convirtiera en un estigma social y un indicativo de la criminalidad [Pérez Fernández, F. El atavismo en el albor de la psicología criminal: Cesare Lombroso y los orígenes del tatuaje. Revista de Historia de la Psicología, 2004; 25, 4: 231-240.].

9El concepto de alienación o imbecilidad moral fue acuñado en 1835 por Prichard para referirse a aquellos individuos que carecen de sentimientos, autodominio y sentido ético. Esta denominación perduró durante prácticamente todo el siglo XIX hasta que, finalmente, Koch creó para describir a estos sujetos notoriamente antisociales la acepción de inferioridad psicopática. En Estados Unidos la clasificación tomó la forma de personalidad psicopática, que fue finalmente la que se impuso hasta mediado el siglo pasado. (Para más detalles véase, ESQUERDO Y ZARAGOZA, J. M. Locos que no lo parecen. Garayo el Sacamantecas: Conferencia [primera y segunda] dada en la Academia Médico-Quirúrgica Española. Madrid: Imprenta del Hospicio. Imprenta y Estereotipia de El Liberal, 1881).

10CHESTERTON, G. K. El hombre que fue Jueves. Madrid: El País, 2003.

Mentes criminales

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