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ОглавлениеMENTE CRIMINAL Y CULTURA POPULAR
Cuando en 1919 ve la luz El gabinete del doctor Caligari, de Robert Wiene, no sólo está naciendo una joya del cine expresionista, sino que también se alumbra al cinematógrafo un nuevo tipo de criminal: el de Cesare, asesino contra su voluntad, hipnotizado, que mata sin querer preso de irresistibles fuerzas internas que no puede controlar. Es el primer modelo en celuloide del psicópata moderno: ese asesino terrible, temible, con el que es imposible razonar y al que nada conmueve porque no es dueño de sí, sino presa de indescriptibles diablos interiores que le inducen a la destrucción sistemática y despiadada de sus congéneres.
La idea, por supuesto, aunque efectista no era ni mucho menos novedosa o exclusiva en el mundo del arte y la cultura popular. Con el devenir de los años y el desarrollo de los modelos científicos en la comprensión de la vida psíquica hemos entendido, al fin, que las leyendas de monstruos sedientos de sangre (vampiros, hombres lobo, ogros, quimeras, minotauros, etc.) son mucho más reales de lo que suponíamos. De hecho, como muestra la antropología contemporánea, toda leyenda, al igual que todo mito, no es otra cosa que la explicitación del pensamiento mágico del ser humano: la invención de una respuesta, primero individual y colectiva, por cultural y compartida después, de carácter «racionalizador», para dar cuenta de aquello que no se comprende o se explica por los medios convencionales. No es que la respuesta en sí sea cierta, pero el hecho de que exista reconfigura la realidad, la fija, sitúa cada cosa en un lugar bien definido y le da un aspecto ordenado y, por tanto, tranquilizador para el sujeto. Precisamente por ello, toda leyenda en su fondo tiene un poso de verdad, un sedimento de hechos que deben ser encontrados y analizados para que pueda ser comprendido el papel que la historia, que se construyó para explicarlos, desempeña en el seno de una cultura.
Pensemos en el célebre príncipe de Valaquia, Vlad III, conocido en el mundo entero como el Empalador —Tepes— o como Drácula —‘dragoncito’ o ‘dragoncillo’, al heredar el apodo de su padre, Vlad Dracul, el Dragón. Se estima que nació en Sighisoara, al sur de Bistrita, en noviembre de 1431, si bien unos meses después la familia se trasladaría a Tirgoviste, sede del principado. La amenaza constante de los turcos sobre Valaquia se cobró precio en la adolescencia de Vlad y uno de sus hermanos, Radu, pues a partir de 1442 fueron rehenes del sultán Murad II en Gallípoli, y empleados para mantener bajo control a su padre. Fue en estos años, durante los que pasó gran parte de su tiempo custodiado por los temibles jenízaros del sultán, cuando Vlad presenció cientos de torturas, adquirió gran habilidad con la espada y se forjó su terrible personalidad. No menos afectado de la experiencia salió Radu —apodado el Hermoso—, pues se haría afín a la causa de los turcos.
Valaquia, por otro lado, vivía enfrentada a otros peligros no menores que la amenaza turca, pues junto al peligro que suponían los húngaros el reino hervía de nobles sajones y boyardos que conspiraban por el poder con enorme ferocidad. Así, la trágica muerte del padre de Vlad, se dice que asesinado por orden del rey de Hungría, Yanos Hunyadi, en 1447, y la posterior tortura y asesinato a manos de los boyardos de Mircea, tío de Vlad y heredero legítimo del trono, puso a Drácula del lado de los turcos, ya que estos eran adversarios tanto de húngaros como de sajones y boyardos. De este modo, puesto en libertad, se trasladó a Moldavia con sus parientes y reclutó un pequeño ejército con la finalidad de recuperar el trono. Sorprendentemente, traicionó a los turcos para aliarse con Hunyadi, librando diferentes batallas a su lado. Después de la muerte del monarca húngaro en 1456, tras la epidemia que sucedió a la batalla de Nandorfehervar1, Drácula regresó a Tirgoviste en olor de multitudes siendo coronado entonces como voivod o ‘príncipe’. A partir de ese momento, y para consolidarse en el trono, inició una campaña de limpieza étnica y venganza contra los sajones y boyardos valacos, arrasando ciudades como Sibiu o Brasov, torturando, mutilando y empalando personas por millares.
Tras ello, ya conocido como el Empalador, reemprendió su guerra soterrada contra los turcos, a quienes no pagaba los tributos desde hacía años. En 1462 el sultán Mehmet II decidió dar un escarmiento a Vlad Tepes y envió su ejército contra la pequeña Valaquia. Drácula solicitó ayuda a varios monarcas europeos, pero pronto descubrió que se encontraba solo ante la invasión. Fue tras vencer en varias batallas y adentrarse en Serbia y Bulgaria, que en una carta dirigida al soberano húngaro, Matthias —hijo menor de Yanos Hunyadi—, le informó de haber acabado con más de veinticuatro mil enemigos.
Preso de la cólera, negándose a aceptar que un pequeño reino como Valaquia le propiciara semejante humillación, Mehmet dispuso un gran ejército y una flota presta a remontar el Danubio. No obstante, la suerte acompañó a Tepes de nuevo, pues una intempestiva epidemia de peste ocasionó tantas bajas entre los hombres del sultán que no les quedó otro remedio que emprender la retirada. Sin embargo, Tepes subestimó la habilidad estratégica de los otomanos. Así, fue traicionado por su propio hermano Radu, quien al frente del grueso del ejército turco invadió Valaquia y se sentó en el trono de Tirgoviste. Tal y como Mehmet esperaba, Vlad se negó a combatir contra su propia sangre. Así, se refugió en Brasov y pidió refuerzos al rey de Hungría. Matthias sólo tenía dieciocho años, pero advirtió una ocasión propicia para eliminar a alguien de quien no se fiaba y prestó a Drácula una ayuda tardía y engañosa, pues al mismo tiempo que firmaba un tratado con los otomanos, utilizó los supuestos refuerzos para tomarle prisionero y confinarle por varios años en el castillo de Visegrado.
Vlad Tepes, el empalador. Imagen que la inspiración lejana de Bram Stoker, la admiración del tirano Ceaucescu y la cultura popular han asociado de manera indeleble al vampiro. Lamentablemente, no lo era.
No se sabe muy bien qué razones personales o políticas tenía el joven Matthias para desconfiar de un azote de los turcos como Tepes que, en todo caso, recibió tratamiento de monarca durante su cautiverio. A menudo, Matthias lo presentaba en las recepciones oficiales, pues su persona y su leyenda causaban gran impresión entre los visitantes. De hecho, se cree que el único retrato que se conserva de Drácula fue pintando precisamente durante su cautiverio. Más aún, se convirtió al catolicismo y llegó a tomar en matrimonio a Ilona, una prima del rey de Hungría, lo cual era provechoso para todo el mundo en tanto en cuanto Valaquia y Hungría se emparentaban por lazos reales y las desconfianzas mutuas se disipaban.
Tepes abandona Visegrado en 1473, trasladándose a Transilvania con un pequeño ejército. Por entonces Radu ya había fallecido y Valaquia estaba en manos de un gobernante títere. Drácula se instaló primero en Sibiu, desde donde siguió realizando diversas incursiones de castigo contra los turcos, como por ejemplo la batalla de Vaslui, acaecida en enero de 1475, junto al ejército del príncipe transilvano, Esteban Báthory. Lo cierto es que el Empalador recuperó su trono en Curtea de Arges, en noviembre de 1476.
Hay dos versiones acerca del final de Tepes y ninguna de ellas ha podido probarse. La primera dice que semanas después de su nueva coronación, un contingente turco le cogió desprevenido, con una pequeña escolta y logró darle muerte. Según esta versión, su cuerpo fue enterrado en algún lugar del monasterio de Snagov, pero su cabeza fue enviada a Constantinopla como regalo para el sultán y exhibida públicamente. La segunda explicación alude a una rebelión de sus propios hombres que, instigados por una traición y hartos de su crueldad, le asesinaron. Sea como fuere, los restos de un hombre que podría ser Drácula fueron exhumados de la iglesia del citado monasterio y trasladados al museo arqueológico de Bucarest, de donde desaparecieron tiempo después sin que se conozca su paradero, si bien se cree que fue por orden del dictador Ceaucescu, quien admiraba profundamente al personaje —¿vidas paralelas?— y se empeñó en publicitar sus andanzas hasta elevarlo al rango de héroe nacional, que fueron sacados del museo y enterrados en algún lugar de su villa de vacaciones en el mismo Snagov.
El temor reverencial que inspiró en sus enemigos y el fervor popular que suscitó en Hungría y Rumanía, unidos al hecho de que no se localizó el supuesto paradero de su cadáver hasta siglos después de su muerte, dieron pie a historias extrañas posteriores a la muerte de Vlad Tepes. Muchos dijeron haberle visto tras su defunción, otros arguyeron que no podía morir puesto que era inmortal, idea alimentada por el hecho de que su vida fue en gran parte tan oscura que parecía aparecer y desaparecer a su antojo, incluso cuando muchos le pensaban muerto desde hacía años. Sea como fuere, estas historias alimentaron exponencialmente las leyendas alrededor de la figura de Tepes. Ha sido no obstante la supuesta vinculación entre el novelesco conde Drácula, personaje creado por el dramaturgo irlandés Bram Stoker, y no su propia vida, la que lo ha transformado en un mito. De hecho, su crueldad no fue necesariamente mayor que la de cualquier otro gran mandatario de su época: el empalamiento, la quema y la decapitación, en ocasiones masivas, eran modalidades de ejecución muy comunes en la Centroeuropa del Medievo. No es razonable pensar, por tanto, que Vlad Dracul fuera por principio un monarca más violento, brutal, dogmático, tiránico, conspirador o agresivo que cualquier otro de su época.
En efecto, se insiste hasta el hastío en que el irlandés Bram Stoker se inspiró en el príncipe valaco para construir el personaje del vampiro por antonomasia, pero no parece que sea verdad más allá de las similitudes físicas y nominales. De hecho, Tepes fue un tirano homicida y brutal, pero jamás practicó el vampirismo ni existe constancia documental alguna de que así fuera. Lo cierto es que la conexión parece menos estrecha de lo que se presume y es, básicamente, una leyenda urbana difundida y acrecentada, más por apasionamiento que por malicia, por muchos de los seguidores y críticos de su obra. Hasta donde puede afirmarse sin caer en especulaciones difícilmente justificables, el dramaturgo irlandés era miembro de la orden ocultista conocida como Golden Dawn, siendo allí que se le da a conocer la existencia del personaje. Seguramente acicateado por la preexistente leyenda popular construida en torno a la vida del Drácula real, Stoker se limitó a utilizar poco más que el nombre y la apariencia física de Tepes para dar forma a su personaje. No olvidemos que el escritor jamás estuvo en Rumanía, conocía el país únicamente a partir de los escasos testimonios de unos cuantos libros de viajes, y las referencias históricas en torno a Vlad Dracul en la literatura científica de la época eran vagas, harto confusas y a menudo especulativas.
La verdad es que una vez madurado el personaje central, puede que con la ayuda de un misterioso catedrático de la Universidad de Budapest llamado Arminius Vambery, Stoker construyó su novela desde la antropología, prestando suma atención a las leyendas y mitos del folclore centroeuropeo, en las que la figura del vampiro y el sinfín de cuentos populares que protagoniza son una piedra angular. Se presume también que fue capital en la conformación final de la figura del celebérrimo vampiro de la ficción la historia de otra terrible asesina en serie real, esta sí estrechamente relacionada con la sangre y cercana en el tiempo a Vlad Tepes: Erszebeth Bathory. Además, una de sus inspiraciones literarias fundamentales, pues cuando Stoker comienza a escribir su novela en 1890 el tema de los vampiros no suponía ni mucho menos una novedad, fue Carmilla, de Sheridan le Fanu. Por supuesto, los propios rumanos no han hecho nada por deshacer esta singular cadena de equívocos a fin de montar un impresionante —y comprensible— negocio turístico alrededor de Tepes, sus nebulosos castillos y su oscura historia de crueldades y empalamientos masivos.
Los primeros eslabones literarios que conducen a la mitificación literaria —y cultural— del vampiro se producen a partir de 1797, cuando Goethe escribe La novia de Corinto y, casi de inmediato, Samuel Taylor Coleridge escribe el poema titulado Christabel. Sin embargo, puede decirse que el relato de adoradores de la sangre que inaugura la modernidad —titulado como no podía ser de otro modo El vampiro— fue creación de John Polidori, si bien estuvo atribuido durante mucho tiempo, de forma errónea, a Lord Byron. En la línea de los relatos góticos alemanes en los que se inspira, la historia de Polidori vio la luz en 1819, en las páginas del New Monthly Magazine, y obtuvo un éxito notable que influyó enormemente en muchas creaciones literarias posteriores sobre el tema del vampirismo, como las de Nicolai Gogol, Nathaniel Hawthorne o del antes referido Sheridan le Fanu. Así, este tipo de personajes e historias se hicieron enormemente populares y demandados por el público. Lo interesante es que los protagonistas de los relatos de Polidori y Le Fanu adquieren ya el proverbial aspecto de maldad y diabolismo que se hará tópico en relación a la figura del vampiro.
Era, por tanto, cuestión de tiempo que apareciese la primera novela de vampiros contemporánea, y no fue precisamente la de Bram Stoker, sino un folletín de creación literaria británica, editado por entregas, que se hizo muy popular y que con toda probabilidad el propio Stoker conocía muy bien: nos referimos a Varney, the vampire or the feast of blood, creación del escritor James Malcolm Rymer —aunque también mal atribuida por algunos especialistas a su coetáneo Thomas Preskett Press— que vería la luz entre 1845 y 1847. Un texto vastísimo que cuando se editó finalmente reunido en formato libro en 1847 demostró tener proporciones ciclópeas: doscientos veinte capítulos y más de ochocientas páginas a dos columnas. Muchos son los relatos de vampiros posteriores, e incluso contemporáneos, cuyos protagonistas adoptan características físicas y psíquicas muy similares a las de Varney, por lo que puede decirse que con él eclosionó el vampiro de ficción tal cual se ha popularizado en la cultura occidental. Además, Varney introduce un detalle que ha terminado siendo muy relevante en las historias de vampiros contemporáneas: el vampiro es un ser con conciencia moral, que se sabe maldito y sufre tanto por ello como por sus actos.
Sin embargo, es un hecho que en todas las culturas, con características definitorias y preferencias depredadoras muy particulares, existen vampiros. No hay lugar en el mundo en el que este tipo de leyenda —seres que chupan sangre, que absorben el alma, que parasitan la energía vital de sus víctimas, etcétera— no exista en alguna forma. Y no podemos atribuir este hecho a la casualidad sino, en todo caso, a la necesidad de razonar determinados sucesos que han tenido lugar y que nadie ha sido capaz de explicar o comprender: al pensamiento mágico al que antes aludíamos y que es parte intrínseca de la condición humana.
Los pueblos eslavos, origen de la visión propiamente occidental del mito vampírico, distinguían entre dos tipos de muertos: los puros, que fallecían por causas enteramente naturales, y los impuros. Mientras que el muerto puro alcanzaba el rango de influencia benéfica y protectora para la familia y el clan, el impuro, que era resultado de fallecimientos violentos, prematuros o habían sido en vida practicantes de la brujería, personas malvadas, alcohólicas, perversas o simplemente de poco fiar, se convertían en origen de toda suerte de calamidades y desgracias para sus allegados vivos. Se les atribuían las enfermedades, las epidemias, las muertes del ganado. Estos fallecidos malditos recibían el nombre de upir o nav, y se les creía capaces de mostrarse en forma de aves, como el cuervo, que a menudo chupaban la sangre de los vivos y cuyo graznido presagiaba la muerte. De hecho, el upir era un auténtico muerto viviente ya que el folclore eslavo anterior a la llegada del cristianismo no era animista y, por tanto, estimaba que era el propio cadáver del fallecido maldito el que volvía de la tumba y trataba de retornar al hogar. Por consiguiente, la única defensa posible cuando se sospechaba que un vampiro rondaba a la familia durante la noche tomaba la forma de todo aquello que impedía al muerto acercarse físicamente, como el encierro en el hogar, el fuego, las corrientes de agua o toda suerte de remedios disuasorios de índole físico-química, como los ajos o los amuletos.
Sin embargo, con el tiempo hemos asumido que, en efecto, los vampiros existen más allá de las creencias o la ficción. Cierto que no como en las historias de campamento o en los cuentos infantiles, pero sí de un modo mucho menos literario y tal vez por ello más descarnado y aterrador: pensemos en Richard Trenton Chase, el conocido como Vampiro de Sacramento, un demente que asesinó a cuatro personas para beberse su sangre y curarse —según él— de una inexistente dolencia que diluía sus vísceras y convertía su propia sangre en polvo. Antes se había hecho experto en degollar pájaros, conejos, ovejas e incluso vacas para mantener su angustiosa dieta… Si nos retrotraemos a épocas pasadas de nuestra historia, momentos en los que la ciencia era un ideal antes que una realidad, en los que el analfabetismo, el misticismo, los ritos esotéricos y las supersticiones eran norma de vida, comprenderemos perfectamente que estos vampiros, por incomprendidos, en realidad siempre fueron tipos como Chase. No es que con esta constatación se pretenda destruir la magia de los viejos mitos, entiéndase bien, pues descubrir la verdadera naturaleza del monstruo sólo ha servido para cambiar el misterio de sitio, para alumbrarlo con nuevos focos. Ahora la magia simplemente es otra porque lo desconocido ha cambiado de aspecto.
EL LADRÓN DE CADÁVERES Y EL LOBO FEROZ
Pensemos en este momento en el ambivalente Viktor Frankenstein, uno de los antihéroes favoritos de nuestra cultura en la medida en que es un hombre que, obsesionado por la búsqueda del bien mayor, crea un espanto del que para su desgracia se convierte en la primera y más apetecida víctima. Casi un arquetipo que explica en buena medida lo que somos como civilización. El Frankenstein de Mary Shelley es también el Fausto de Goethe: la paradoja que se alcanza en la cima de la ilustración en tanto que triunfo radical de la mente sobre la materia y de la ciencia sobre la moral. Saber es poder, en efecto, pero tal vez haya cosas que sea mejor no conocer jamás, porque no todo conocimiento tiene necesariamente que sernos benéfico. Viktor Frankenstein, ese hombre sediento de ciencia que, pretendiéndose un dios, se convierte en un necrófilo profanador de tumbas, en un ladrón de cadáveres y en un maltratador del descanso de los muertos.
También en los excepcionales relatos góticos de Robert Louis Stevenson —como El ladrón de cadáveres, posteriormente versionado para el cine en la extraordinaria película homónima de 1945— y otros autores aparecen estos personajes que saltan tapias de cementerios en mitad de la noche y excavan tumbas a la luz mortecina de viejos faroles. ¿Una simple invención? ¿Una parte más del juego de alegorías en el que se apoya toda ficción? Por supuesto que no. A finales del XVIII, en las islas británicas, se produjo una auténtica ola de asaltos a cementerios que llegó a preocupar muy seriamente a las autoridades. Las bandas de profanadores de tumbas se multiplicaban por todo el país a tal punto que los familiares de los fallecidos que podían permitírselo empezaron a proteger las sepulturas de sus seres queridos con cancelas y jaulas. Los motivos de este inusual proceder criminal no tenían que ver con lo religioso o lo esotérico, a veces ni tan siquiera con el robo de las posibles joyas con que se había enviado a los finados a su último reposo, sino fundamentalmente con la investigación médica.
En Gran Bretaña existía un problema científico de primer orden al no poder practicarse disecciones con cadáveres en las facultades de medicina, pues estaba prohibido legalmente proceder de tal manera con los restos de un ser humano a causa de la llamada Acta Médica. De hecho, incluso la práctica de autopsias era extraordinariamente rara por motivos religiosos y morales. Habitualmente se utilizaban para la enseñanza cuerpos de vagabundos o sujetos no identificados, que nadie reclamaba y que eran hurtados de la fosa común mediante pequeños sobornos a los funcionarios públicos. Pero cuando la persecución de estas prácticas se hizo más severa y los cadáveres comenzaron a escasear, el tráfico de muertos se convirtió en un pingüe y bien remunerado negocio que se extendió por media Europa: cuanto más fresco el cuerpo, mejor pagado por estudiantes y docentes. Y en Edimburgo, Escocia, a la sombra de esta historia truculenta, apareció otro inopinado Frankenstein, el doctor Robert Knox, quien se hizo especialmente interesante para los ladrones de cadáveres porque pagaba cada pieza excepcionalmente bien y sin hacer preguntas molestas. Un perfecto reclamo para el crimen. Cuando obtener muertos frescos se hizo harto complicado a causa de la contumaz prevención de los familiares y la obsesiva persecución policial, Robert Burke y William Hare, los Vampiros de Edimburgo, utilizaron la posada del segundo para asesinar a más de una decena de personas cuyos cuerpos vendieron puntualmente al cirujano Knox.
Como vemos, también aquí hay mucho más que literatura o leyenda, al punto de que la historia forma parte del folclore popular británico y se canta en coplas tabernarias, siendo la más conocida de ellas la que lleva el título de The ballad of Robert Burke. Y más lejos aún puesto que el modo en que Burke y Hare terminaban con la vida de sus víctimas se ha integrado de forma activa en el inglés popular de las islas británicas mediante la palabra burking —o «burkear»2.
Homólogo al de los vampiros es el mito del hombre lobo tanto en su origen como en sus manifestaciones folclóricas. No obstante, aunque actualmente convertido en un hermano menor del vampiro por razones de índole meramente comercial, el hombre lobo es un personaje mucho más antiguo y exitoso en la cultura occidental que el vampiro, pues su rastro literario es sondeable hasta las mismas bases de la civilización grecolatina y la idea de la metamorfosis, esto es, la conversión física de un ser de determinada especie en otro de especie diferente. Rica es la cultura occidental en leyendas de licántropos que ya eran particularmente populares en Grecia y Roma, y es precisamente por ello que los textos grecolatinos son una de las fuentes más antiguas y amplias a este respecto. No podemos olvidar, en tal sentido, que Rómulo y Remo, los supuestos fundadores de Roma, fueron según la tradición amamantados por una loba. Pero este tratamiento extensivo no se circunscribió tan solo al punto de vista de lo legendario o lo mitológico. Ya una figura en absoluto sospechosa como Heródoto de Halicarnaso (484-425 a. C.) fue uno de los primeros autores en tratar con tintes netamente legendarios el tema de la transformación de hombres en lobos, al narrar la incursión de castigo que el persa Darío realizó en Escitia.
Muy conocida, especialmente desde su representación cinematográfica3, es la historia de la Bestia de Gévaudan, supuestamente ocurrida en la región francesa de Auvernia y que funde y confunde lo real con lo ficticio al punto de que ambas cosas son ya indiscernibles: lo que fue descrito como un «lobo gigantesco» asoló a los habitantes de esta zona del macizo central galo hasta que el animal fue supuestamente cazado, pero nunca quedó claro que la resolución del hecho fuera este y los lugareños prefirieron seguir creyendo que la bestia era, en realidad, un hombre capaz de transformarse en lobo. Y no son pocos los asesinos que, alimentados por la superstición y las leyendas confusamente digeridas, se han creído capaces de convertirse en lobos para ejecutar sus correrías. Célebre es nuestro Manuel Blanco Romasanta, pero no el único ni el primero en ser juzgado por su condición de lobishome. Así, Jacques Roulet, el llamado Hombre Lobo de Angers, un mendigo juzgado y condenado por los tribunales de dicha localidad francesa en 1598 por canibalismo y licantropía. En su caso la debilidad mental era tan obvia que el parlamento parisino, en un gesto de inusitada modernidad, revocó la sentencia a muerte original para determinar que Roulet terminara sus días en un asilo para dementes. Y todavía antes, curiosamente en 1589, Peter Stubbe —puede que Stumpf, Stumpp, Stube o Stübbe, pues depende de las fuentes que se consulte— fue acusado y condenado a muerte por canibalismo y licantropía en la pequeña localidad alemana de Bedburg, culpándosele del asesinato de dieciséis niños, mujeres y hombres. Cabe destacar, no obstante, que en los dos casos referidos las confesiones de los acusados fueron extraídas mediante terribles torturas y, consecuentemente, no cabe esperar que resulten tampoco demasiado fiables.
De hecho, ya en fecha tan temprana como 1584, autores como Reginald Scot sostenían que la licantropía era un trastorno mental, atribuyendo a la superstición popular la idea de que realmente un ser humano pudiera transformarse en lobo o cualquier otro animal. Lo cierto es que los testimonios históricos de verdaderas epidemias de esta locura son variopintos y pueden ser rastreados en la literatura desde el siglo XVI hasta, prácticamente, finales del XIX. Sirva un dato: tan sólo en el período comprendido entre 1520 y 1630 los historiadores han podido registrar hasta treinta mil supuestos casos de licantropía sólo en Francia. Esto es interesante desde un punto de vista antropológico. Parece que mientras el este de Europa era el hogar de los vampiros, los bosques franceses se habían transformado en el territorio de los hombres lobo. Lo cual nos indica que el ser humano necesita de referentes socioculturales hasta para perder el juicio y que, a menudo, resulta más sencillo inventar una leyenda para explicar las razones por las que la gente enloquece que tratar de profundizar en el asunto por vías más áridas.
La idea de Scot fue posteriormente ampliada por otros autores ingleses como Robert Burton, quien en 1621 sostuvo que algunos llaman a la licantropía una especie de melancolía; pero él prefería denominarla locura. Nada tiene de sorprendente para la época este racionalismo británico al respecto del tema, pues en Inglaterra los lobos se habían extinguido muchos años antes de que ambos textos fueran escritos. De hecho, es fácil encontrar relatos de hombres lobo en el trabajo de los ensayistas de las islas si nos remontamos al período comprendido entre los siglos X y XIII . Ahora bien, a partir del siglo XVI, este tipo de historias tan sólo sobrevivió allí como argumento literario.
Pero, precisamente a causa de la abundancia de lobos en el continente, estos animales, en sus más feroces manifestaciones, coparon con su imagen la cultura europea hasta bien entrado el siglo XX. No es casual que la bestia que, según Perrault, trata de «comerse» a su Caperucita Roja sea un lobo, como tampoco es fruto del azar que lo sea también el monstruo que asedia al bueno de Pedro en el cuento popular ruso que luego haría mundialmente famoso en forma de poema musical el compositor Sergei Prokofiev. Al fin y al cabo, los lobos eran unos bichos peligrosos, tenidos por malos, encarnación del diablo, que mataban al ganado, esquilmaban los cotos de caza y, a la postre, llegaban a ser un peligro para los caminantes despistados4. No sorprende, por consiguiente, que las batidas contra ellos a fin de mantener controlada su población y mantenerlos alejados de las zonas habitadas se convirtieran en una costumbre que a punto estuvo de conducir a la especie a su extinción en todos los ecosistemas… ¿Cómo no creer que eran el peor de los monstruos? ¿Cómo no pensar que un hombre singularmente malvado y alejado de la mano de Dios pudiera acabar tomando su forma?
Jacinto Molina, alias Paul Naschy, fue durante décadas la imagen del hombre lobo patrio. Por desgracia, y pese a hacer por la difusión de nuestro cine más que muchos autores tenidos por «serios», siempre fue más admirado y reconocido fuera de España.
NACE EL CONCEPTO DE «MENTE CRIMINAL»
Lo cierto es que la irrupción de la ciencia en el ámbito de lo psíquico, cosa que comenzó a ocurrir de forma sistemática en el siglo XVII con la aparición de un nuevo tipo de médico, el alienista, provocó un giro radical en la cultura popular en la misma medida en que arte, cine, literatura y ciencia han seguido caminos paralelos. Las leyendas que se habían constituido como verdades populares pasaron a convertirse en supercherías ignorantes, pero lo que nunca se dijo es que la propia explicación científica de tales leyendas correspondía a una nueva mitología: la de la civilización moderna, ilustrada, apoyada sobre las ideas del progreso sin fin y del conocimiento ilimitado. La verdad es que nunca se ha podido explicar con exactitud qué es la «mente criminal» si es que tal cosa existe y con toda certeza se trata de otra leyenda, aunque en este caso científico-jurídica como corresponde a una cultura que, como la nuestra, ha convertido a la ciencia, la tecnología y el orden público en el centro esencial de su existencia y de su dinámica.
Siempre podemos preguntarnos por qué ha sido necesario crear el mito científico-cultural de la «mente criminal», y las respuestas que se suscitan prácticamente de inmediato a la cuestión son dos: En primer lugar, hemos comprendido tras una larga historia de persecución del crimen que la lucha contra el mismo es descorazonadora e ineficiente en sus propios términos. Siempre hay alguien dispuesto a delinquir por más duramente que se castigue el delito en la medida en que el crimen viene predefinido por la misma ley que trata de combatirlo. Y las razones por las que se cometen crímenes son variopintas y variables en función del fenómeno inherente a la estructura misma del sistema bajo el que se vive y los reglamentos que se establecen en su interior… Si hay reglas, siempre habrá quien las transgreda y esto es algo difícil de aceptar para quienes rigen los destinos del mundo, de una sociedad, de una institución, de una asociación o de una simple comunidad de vecinos.
En segundo término, aunque no menos relevante, nos encontramos con la consideración de que nos resulta ética y moralmente obsceno asumir la existencia de personas que conviertan el crimen en un modo de vida e incluso que lleguen a gozar con él. Consecuencia: preferimos creer que existe una «mente criminal», panacea sociológico-moral que explica el ser mismo del delito y justifica su persecución a ultranza antes que comprendernos y aceptarnos como seres potencialmente criminógenos… Preferimos creer que hay sujetos «naturalmente» criminales antes que asumir que todos podemos cometer crímenes en un momento dado, lo cual implica que en buena medida hemos fracasado científica y legalmente en la persecución del crimen. Bien manifestaba Foucault que es más sencillo criminalizar al individuo que asumir la imperfección incorregible —sostenida interesadamente en algún caso— de la sociedad.
Lo cierto es que aún no sabemos a ciencia cierta qué clase de entidad es eso a lo que llamamos «mente», y estamos lejos de saber cómo funciona con exactitud más allá de su base fisiológica en la medida en que sabemos poco acerca del modo en que tales procesos se convierten en «fenómenos mentales», así como de la manera en que lo propiamente mental —si es que existe más allá de su denominación— reconduce y reajusta lo fisiológico. De la misma manera parece una obviedad indicar que el crimen es algo definido socioculturalmente al punto de que ni en todas las sociedades, ni en todas las culturas, se comete el mismo tipo de crímenes ni los criminales siguen las mismas motivaciones e intereses. Y, en último término, la verdad es que no sabemos en qué cosa es el criminal distinto del resto de las personas, salvo por sus actos, que no son propiamente mentales. Sin embargo, ninguna de estas fallas científicas ha impedido el diletantismo pseudocientífico en torno a la «mente criminal», ni que la cultura popular a través de sus manifestaciones artísticas y culturales de masas se haga cargo de esta clase de explicaciones, las difunda y las integre en la comprensión que cada uno de nosotros tiene de la realidad: las leyendas cambian, pero la necesidad de explicaciones también permanece.
1Nombre que recibía en antiguo húngaro la actual ciudad de Belgrado, capital de Serbia.
2Burking, cuya primera acepción según el Diccionario Oxford significa «matar a la manera de Burke» en la medida en que fue el inventor del método, es una forma de asesinato a dúo. Un sujeto rodea el torso de la víctima previamente sedada o adormecida con los brazos, desde atrás, y le oprime el pecho con fuerza; entre tanto el otro, situado delante, le tapa la boca y la nariz con las manos.
3Nos referimos a la irregular superproducción francesa del año 2001 El pacto de los lobos, dirigida por Christophe Gans.
4Interesantísima, por esclarecedora desde el punto de vista antropológico, es la leyenda del santo irlandés san Columbano (559-615), quien fuera un gran caminante y fundador de monasterios en diversos lugares de Europa. El más importante de ellos fue el de Luxeuil (Francia), en el que pasó unos veinticinco años de su vida. Parece que una de las costumbres de Columbano era pasear sin rumbo fijo por los bosques adyacentes al monasterio recogido en oración. Durante uno de estos paseos se vio, de repente, rodeado por un grupo de doce lobos. Dice la leyenda que en ese momento se encomendó a Dios y los lobos, simplemente, se limitaron a olisquearle antes de marcharse. Por ello, una de las representaciones más habituales de san Columbano es la que le muestra rodeado por los lobos como ejemplo de cómo la gracia de Dios somete a las bestias por malignas que sean (La leyenda de oro para todo el año. Vidas de todos los santos que venera la Iglesia. Tomo III. Madrid: Librería Española, 1853, p. 429-432).