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INTRODUCCIÓN

Por más que el cine, la literatura o los videojuegos han convertido la figura del criminal, sea cual sea su variante, en todo un fenómeno de masas, no es el crimen un invento del presente. En todo momento y época pueden encontrarse testimonios y relatos, más o menos imbuidos de leyenda, que nos hablan de personas que por muy diversas razones han delinquido de todas las formas imaginables. Tal vez por esto, a pesar de los éxitos —y fórmulas triunfales— de la actualidad, el criminal ha cautivado al imaginario colectivo desde tiempos remotos, haciéndose protagonista real o figurado de millares de historias que han trascendido las fronteras del tiempo. En algún caso, incluso ha gozado de la consideración de auténtico héroe popular, tal cual muchos bandoleros desde Robin Hood a José María el Tempranillo. Sucede, sin embargo, que la modernidad ha erradicado el misterio —cuando no el romanticismo— de buena parte de los rincones del pasado para enfrentarnos a una realidad bastante más prosaica y, por qué no decirlo, mucho más dura: los criminales, sea cual sea su forma y condición, son personas como todas las demás, guiadas por idénticas motivaciones y tal vez nada divertidas.

Hace poco más de cien años que el crimen ha comenzado a ser un objeto de estudio propiamente científico. Es cierto que los resultados obtenidos, en algún caso, se han mostrado limitados pero no es menos verdad que empezar a conocer al criminal y sus variantes ha permitido idear estrategias para anticiparse a sus movimientos, desarrollar nuevos métodos para capturarlo y, en definitiva, comprender sus motivaciones y acortar su carrera delictiva. Por supuesto, el propio estudio del crimen o la aplicación de las nuevas metodologías policiales se han convertido, asimismo, en pretexto para la creación artística y la extensión de nuevos ámbitos creativos que han hecho las delicias del público. Así, para el espectador de hoy resultan tan convincentes los argumentos apoyados en evidencias criminalísticas y forenses —CSI, Bones, Dexter, etcétera— como lo eran para el espectador del siglo XIX los basados en fantasmas y rituales espiritistas.

Es verdad. El crimen ha sido un tema tabú durante largo tiempo. Víctima de un extendido prejuicio intelectual. Una afición para pervertidos, devoradores de noveluchas enfermizas y amantes de lo macabro o de la mala vida. Indigno de mentalidades refinadas. Tradicionalmente, los detalles que han rodeado a buena parte de los crímenes han hecho de los criminales poco más que «malvados indeseables» a los que solo cabía castigar por cualquier medio —a menudo tanto o más brutal que el propio crimen cometido. Subhumanos que, tal vez, sólo podrían resultar aceptables como atracciones de circo para personalidades vulgares e insensatas. Por esto, el crimen ha pasado mucho tiempo en el lumpen de la cultura popular, sometido a los designios de la creación de segundo orden, anónima y mal pagada, víctima de toda clase de censuras, críticas sociopolíticas y vejaciones ético-morales. Desde los escritores de novelitas de «a duro» a los autores de cine de género, pasando por los creadores de cómics e incluso algún que otro guionista de radio o televisión, el seudónimo, la personalidad disfrazada, ha sido una herramienta común en todo aquel que pretendía metas mejores y más elevadas y que, por ello, entendía que eso de las historias criminales era tan sólo algo con lo que matar el hambre temporalmente.

También, desde un punto de vista netamente intelectual, los prejuicios referidos han motivado que el crimen y sus vicisitudes, obviamente, hayan permanecido en el desconocimiento, envueltos en tópicos ridículos y atrapados en soluciones de refranero. Afortunadamente, esto ha cambiado gracias a la aparición de los medios de comunicación de masas, las mejoras educativas y la necesaria revisión de los vetustos —ocasionalmente muy torpes— tabúes morales y los argumentos pseudocientíficos que han atravesado de manera transversal nuestra cultura. El simple castigo o la detestable tortura no funcionan y nunca lo hicieron. Al fin se ha comprendido que conocer con precisión al criminal y sus variables es la mejor forma de controlarlo y, por cierto, que esto puede llegar a ser incluso un buen entretenimiento, una inmejorable vía creativa y un mejor negocio. cer con precisión al criminal y sus variables es la mejor forma de controlarlo y, por cierto, que esto puede llegar a ser incluso un buen entretenimiento, una inmejorable vía creativa y un mejor negocio.

Pero el móvil económico, a menudo, también puede ser un obstáculo en sí mismo. Otra verdad insoslayable es la de que en demasiadas ocasiones se ha hablado —y se habla— del crimen con escaso conocimiento, desde tribunas poco respetables, escasamente sensatas y, por cierto, casi nada respetuosas con los hechos o con el propio público al que pretenden alimentar. Guiadas de un afán morboso y amarillista que no esconde otra cosa que un incuestionable interés mercantil —o el simple e interesado desgaste del partido político de turno— por la vía de la consigna, la propaganda y el ascenso rápido y coyuntural de las audiencias. Esto, que ha conducido a muchos al tremendismo, el alarmismo y toda otra suerte de «ismos», ha contribuido sobremanera, y por simple exceso, al desprestigio generalizado de estos asuntos. Jamás ha sido buena cosa el extremismo para casi nada.

Así, y sin fundamentos, se ha hecho común asociar con el delito muchas de las manifestaciones de la cultura popular: libros de especial temática, juegos de rol, estilos musicales, videojuegos, cine de género. Un discurso atrabiliario y torpe que resulta tan infundado en términos argumentales como insinuar que los trenes son malos para la humanidad porque alguno descarrila. El hecho, lo veremos, es que no existe hasta la fecha ningún estudio serio y riguroso, alejado de cualquier atisbo de sesgo, que permita sostener el argumento de que ver cierto tipo de cine, leer una u otra literatura, jugar con una videoconsola, tirar unos dados o ser aficionado al rock duro sean actividades que puedan transformar a un sujeto cualquiera en un delincuente. Bien diferente es que el criminal de turno seleccione la lectura de un libro u otro porque se ajuste más o menos a sus delirios.

A esta clase de amarillismo, simplista, ignorante y absurdo nos referimos. En lo que a la dinámica mental respecta, el medio no parece ser el mensaje. Por ejemplo, este sensacionalismo hizo que cuando se descubrió el perfil que Jared Lee Loughner —autor confeso del famoso tiroteo de Tucson en 2011— mantenía en una conocida comunidad de internet, los medios de comunicación destacaran que entre sus libros favoritos se encontraban Mi lucha, de Adolf Hitler, y el Manifiesto comunista, de Marx y Engels. Obviando la extraordinaria contradicción ideológica, lo que tampoco se dijo, en un deliberado intento por conducir al espectador hacia cierto posicionamiento intelectual sobre el tema, es que en ese mismo listado aparecían otros textos como La República (Platón), El mago de Oz (L. Frank Baum), Fahrenheit 451 (Ray Bradbury), Peter Pan (James Matthew Barrie) o Siddhartha (Herman Hesse). En otras palabras: la supuesta motivación ideológica de Loughner tenía muy poco de consistencia y mucho de indigestión.

Anthony Burgess y Stanley Kubrick, cada uno a su modo, explicaron al público de forma inigualable lo precedente. Alex, el protagonista de La naranja mecánica, ponía fin a sus violentas salidas nocturnas con la audición del cuarto movimiento de la Novena Sinfonía de Beethoven. Sorprendente. Mientras que los versos de la Oda a la alegría de Schiller sirven para despertar el sentimiento místico y fraterno de buena parte de los mortales, en la mente de Alex vinieron a operar en la dirección inversa: obraban como colofón a una orgía de gamberrismo, sadismo, apaleamiento, violación y pillaje. Nadie en su sano juicio diría que Beethoven compuso la obra con aquellos fines —y si lo hiciera muy probablemente sería objeto de escarnio: la maldad no reside ni en la forma ni en el fondo de aquello que se transmite, sino en el uso particular que cada cual haga de lo transmitido.

No podemos condenar al cine o al videojuego de que haya delincuentes, del mismo modo que no podemos culpar al dinero de que existan los ladrones. Lo incomprensible es que si lo segundo nos parece intelectualmente tonto, no nos lo parezca igualmente lo primero. Existe una especie de mecanismo mental que nos hace imaginar extrañas correlaciones entre hechos y cosas que nada tienen que ver entre sí pero, sorprendentemente, una vez que establecemos tales conexiones también nos cuesta mucho convencernos de que son meras ilusiones racionales. Monstruos de la razón que dijo Goya. Lo interesante es que estas simplificaciones burdas son bases a partir de las cuales pretendemos explicarnos fenómenos complejos que, simplemente, no alcanzamos a discernir en toda su magnitud.

El descrito es un proceso psicológico muy torpe y ajeno al conocimiento, desde luego, pero es muy común. Se repite tan a menudo entre la gente y se extiende con tanta facilidad que en muchos casos la mentira se transustancia en verdad. Así, todos parecemos estar de acuerdo en el hecho de que la violencia en los medios de comunicación es un grave problema del que hemos de protegernos y, asimismo, tratar de proteger a los que estimamos más débiles psicológicamente. Pero nos cuesta entender que la anterior es una cuestión multivariable que no debiera ser confundida alegremente, ni mezclada sin más, con acontecimientos aledaños como la expansión del crimen en el seno de la cultura popular, su valor artístico y su significado antropológico.

De hecho, tanto legos como especialistas suelen sumarse a una tendencia, a todas luces excluyente y absolutista, que iguala toda violencia difundida para empaquetarla bajo las etiquetas de la maldad y la perversión. Pero las cuestiones relevantes permanecen siempre al margen del debate en la medida en que lo complican: ¿coincidimos todos en la misma percepción de la violencia? ¿La violencia es siempre violencia y nada más que violencia? ¿Decide el sujeto qué es —y qué no es— violento para él? La historia que enseñamos en los colegios a nuestros hijos, por ejemplo, nos dice sin ningún recato que hay «buena violencia» y «mala violencia» en función de quien la ejerza y con qué fines. Y la gente que grita contra la violencia no lo hace contra todas sus formas, sino contra ciertos aspectos de ella que considera molestos para sus intereses… Personalmente, yo no pondría mi seguridad personal en manos de muchos de los supuestos enemigos de la violencia que claman contra ella tras una pancarta. La honestidad debe llevarnos a concluir que, en efecto, la violencia es algo social y culturalmente definido que incluye, en última instancia, una buena porción de subjetividad.

Lo anterior propicia situaciones paradójicas —y extrañas— en las que individuos pacíficos, que se dicen y piensan «ajenos a la violencia», se muestran sumamente comprensivos con la invasión de un país de Oriente Medio, con la tortura, el asesinato en un exceso de celo policial de un pacífico ciudadano o con la pena de muerte. Por el contrario, no están dispuestos a tolerar en ningún caso la violencia terrorista o el asesinato discrecional ejecutado por particulares. Desde luego, la violencia y sus manifestaciones no son algo cerrado y conciso. Parece tener colores y en ello, qué duda cabe, también influye la reconstrucción de la realidad que se realiza en los diversos cauces de difusión de la cultura. Sin embargo, estas reflexiones no alcanzan el sustrato último de un problema que sigue resultando esquivo: ¿Cuál es el sentido último de la violencia audiovisual y escrita? ¿Cómo se manifiesta? ¿Qué efectos tiene sobre el espectador? ¿Por qué los medios de control ideológico se articulan en torno a la violencia y sus manifestaciones? Deberíamos situarnos en posiciones que nos permitieran distanciarnos de aquellos que intentan magnificar los efectos que los contenidos culturales violentos causan en el ciudadano, pero también de aquellos otros que pretenden considerarlos como simples e inocuas fuentes de información y entretenimiento. Simplificar equivale a no conocer.

La violencia en la cultura no es la simple representación más o menos realista de actos violentos o criminales que suelen ofrecernos los diversos medios de transmisión y reproducción cultural. Si el asunto fuera tan sencillo, igualmente sencilla sería su resolución. Bastaría con cambiar de canal, de película o de periódico, o simplemente con limitar legalmente la difusión de tales contenidos. En no pocas ocasiones ocurre que el mandamás de turno cae en esta idea pedestre del problema para olvidar que las dificultades van mucho más allá, pues la violencia es en la mayor parte de los casos presentada de manera implícita. Obviamente, para un padre sería relativamente fácil proteger a sus hijos de los contenidos explícitamente violentos de la televisión, pues son reconocibles con facilidad y basta con oprimir el botón del mando a distancia en el justo momento en el que se presentan o, sencillamente, con restringir el uso del aparato a los niños en determinadas franjas horarias.

Pero no es menos cierto que esto, a pesar de todo, no siempre se hace, ya que el asunto está sometido a una completa discrecionalidad: es común que los propios medios ignoren los reglamentos que se autoimponen farisaicamente. También que muchos padres decidan que un programa, una película, un tebeo o un videojuego con contenidos explícitamente violentos son perfectamente asumibles por los críos siempre y cuando no aparezca la sangre, se trate de dibujos animados, etcétera. Argumentan para justificarse que lo más fácil es decir a los chavales que «eso es de mentira». Por otro lado, no todos los niños están sometidos a los mismos patrones socializadores y educativos, por lo que no todos son capaces de racionalizar e integrar psíquicamente esa violencia criminal con la misma eficacia, ni se muestran resistentes a ella en igual medida.

Para algunos críos los dibujos animados violentos, o los videojuegos que parecen estimular patrones cognitivos y conductuales de agresividad, son un mero entretenimiento sin más. Entretanto, para otros pueden convertirse en modelos de acción sólidos. En los mismos términos podríamos referirnos a muchos contenidos de y para adultos. Precisamente por ello, el discurso relativo a la protección de los supuestamente «más débiles» está vacío y forma parte del debate político más que otra cosa, al igual que otros no menos huecos como el del supuesto interés general. Palabrería destinada simplemente a suscitar batallas ideológicas y delimitar libertades. En la mayor parte de los casos el medio no es el mensaje y la subjetividad del individuo toma un papel fundamental como intérprete y canalizador de los contenidos violentos.

Dada esta infinidad de matices, se asume desde los medios que la violencia explícita y fácilmente identificable de ciertos contenidos tan solo debe ser anunciada o limitada a ciertas edades: «esto puede herirle, queda avisado». Por lo demás, no es probable que la violencia directa sea tan peligrosa como se pretende, puesto que todos nos damos cuenta de que, sencillamente, «eso es violento», lo cual nos permite tomar partido ante ella e integrarla en la conciencia de un modo preciso y concreto. Las dificultades se nos presentan más claramente cuando nos referimos a la violencia implícita, pues no es reconocible con facilidad y no suele crear por ello alarma de especie alguna entre el gran público. Es subrepticia y ajena a la crítica. Podemos recurrir a la autoprotección —o la de aquellos que estimamos «psicológicamente débiles»— de cambiar de canal cuando las noticias nos muestran las crudas imágenes de los cadáveres desmembrados por un coche bomba en Tel Aviv. Pero la otra violencia, la implícita, es aviesa, suele pasar inadvertida y penetra en nosotros sin que obre sobre ella filtro psicológico alguno. No es identificable con facilidad y, en general, queda al criterio no siempre definido del espectador determinar si esos contenidos son peligrosos e inasumibles, o no. Así, por ejemplo, muchos podrían contemplar la agresión de un famoso ofuscado sobre un periodista como un ejercicio de la violencia, mientras que otros justificarían el acto como una razonable defensa del derecho a la intimidad.

En efecto, hablamos de esa violencia estructural y simbólica, consustancial al tejido de nuestras sociedades que se reviste de ideología, cultura, tradición o costumbre y en la que nos socializamos y resocializamos constantemente sin que nadie la critique o señale porque sus contenidos no hablan a las claras del crimen, por ejemplo. Es evidente que esta clase de violencia implícita no es difundida en exclusividad por los medios de comunicación de masas, puesto que se presenta de manera horizontal y vertical en todas las instituciones y, por supuesto, todas ellas trabajan para su legitimación. Sin embargo, los medios no pueden ser cínicamente exculpados como mero «reflejo» de la sociedad en la misma medida en que sus tentáculos llegan a todas partes y operan como correa de transmisión y poderoso catalizador de esa violencia simbólica.

Un hecho está meridianamente claro: el crimen y la violencia forman parte de nuestra concepción cultural del mundo —del ser social— y no van a desaparecer por mucho que nos esforcemos en defender un inocente optimismo antropológico. Antes bien, en tanto que fenómeno de entretenimiento masivo el crimen y el criminal tienen vida propia y, por cierto, cada vez más estética, ficticia, y por ello mismo alejada del crimen y del criminal reales. Este es precisamente uno de los primeros malentendidos que a menudo me veo obligado a zanjar ante mis alumnos casi en el primer día de clase: «el crimen real no tiene nada que ver con el crimen del cine o de la televisión, de modo que olvidaros de todo eso si queréis aprender algo». No se puede negar que la representación artística del crimen ha generado muchas nuevas vocaciones, pero tampoco que la mayor parte de los alumnos y alumnas que estudian criminología se muestran confusos cuando comienzan a descorrer el telón de lo real, que no es menos apasionante pero sí bastante diferente.

Y no obstante, en tanto que aficionado desde la juventud a estas manifestaciones culturales, no puedo negar que el crimen de ficción me resulta, en sí mismo, extraordinariamente apasionante en lo que tiene de nosotros, de explicación de lo que somos como seres humanos, de discurso creativo estéticamente perfecto y cerrado. Vivo y en evolución permanente. Ello justifica el esfuerzo de escribir este libro que ofrece una panorámica dinámica del asunto que, espero, resulte al lector tan interesante como a mí me lo parece.

Muchos han sido los amigos que me han ayudado con sus sugerencias y apoyo a lo largo del recorrido que ha culminado con la construcción de esta obra. Casi todos me advirtieron que me embarcaba en una tarea imposible por lo que tenía de enciclopédico, pero siempre rehuí este obstáculo diciéndome a mí mismo que este sería más un trabajo reflexivo que de carácter erudito o simplemente acumulativo, y espero haberlo conseguido tal y como me lo propuse. Sea como fuere, aún a riesgo de dejarme a muchos sin mencionar, no puedo eludir un recuerdo para David G. Panadero, por sus siempre amables sugerencias en materia de novela negra y giallo; Juan Ramón Biedma y Joanne Mampaso, quienes nunca pararon de animarme; Frank G. Rubio, cuya necesidad de sospechar de todo y de todos me hizo cuestionarme muchas cosas; a los compañeros y amigos del Departamento de Criminología de la Universidad Camilo José Cela por sus interesantísimas aportaciones y, por supuesto, a Francisco Pérez Abellán, quien comprendió —y suscribió— lo que pretendía hacer prácticamente desde que escribí la primera línea.

Sin embargo, y sin obviar el incondicional apoyo que siempre encuentro en mi familia y a todos los niveles, reconozco que el principal estímulo que me ha llevado a culminar este tortuoso proyecto —el más especial cuando menos— han sido mis hijos. En cierto modo siempre entendí que este trabajo debía ser una especie de camino de Pulgarcito. Un sendero de miguitas de pan. Una guía para que ellos, si alguna vez lo estimaban conveniente, pudieran adentrarse seguros, sin miedo a extraviarse, en el frondoso y oscuro bosque de la cultura popular por el mismo camino tenebroso por el que hace décadas lo hizo su padre.

De ellos depende.

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