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Prólogo


Mari Carmen Díez Navarro es maestra, especialista en Educación Infantil, psicopedagoga y asesora de docentes. Ha sido coordinadora pedagógica en la Escuela Infantil Aire Libre de Alicante, miembro del Consejo de Redacción de la revista Infància de la Asociación de Maestros de Rosa Sensat y miembro de la Asociación Infancias. Ha escrito libros de poesía: Versos recién nacidos, Caperucita Roja y los 40 ladrones, Pitiflores, La hormiguita colorá...

Es autora también de libros sobre educación infantil en los que narra y analiza sus experiencias con los niños y niñas, tales como: La oreja verde de la escuela, Proyectando otra escuela, Un diario de clase no del todo pedagógico, Coleccionando momentos, El piso de abajo de la escuela, Poesías por alegrías, Mi escuela sabe a naranja, Los pendientes de la maestra, Diez ideas clave, La educación infantil y Caramelos de violeta.

Soy una ferviente partidaria de los grupos y de las cooperaciones con sus encuentros y sus desencuentros, sus descubrimientos radiantes y sus rutinas vacías, sus momentos nublos y sus momentos claros. Y es que me agrada estar con otros, ya sea para pensar, hablar, jugar, bailar o trabajar. De modo que con el tiempo he formado parte de bastantes grupos: una cooperativa, varias asociaciones, el colegio, el instituto, la universidad, el coro, la tertulia de amigas educadoras, el equipo de maestras de mi escuela, los grupos de baile, de excursionismo, de literatura, de asesoramiento docente. Después he profundizado en los fenómenos grupales y he sabido que aprender con otros es una experiencia relevante y significativa para los niños, y no solo en lo referente a sus aprendizajes, sino también en su vida afectiva y de relación. Así lo dije una vez:

“Me gusta contemplar cómo las personas aprendemos, admirar el placer que da la adquisición de saberes nuevos. Y sobre todo, me gusta verlo cuando estos traspasos de conocimiento se dan horizontalmente, o sea, cuando los niños aprenden de otros niños o con ellos. El asombro maravillado ante la pericia del hermano o del compañero de mesa enciende un especial brillo en los ojos del aprendiz, una repentina avidez por captar, un deseo que chispea y que busca que fructifique el crecimiento compartido. Cuando un niño aprende de la mano de otro niño, su aprendizaje es más natural, más significativo, más vital, más vinculado. El que enseña se siente capaz y generoso, el que aprende se convence de que saber con ayuda de un amigo es algo importante. Y los que miramos sentimos que la vida sigue y que es hermosa”.

Por eso, cuando me han propuesto escribir el prólogo de este libro, he aceptado, porque he visto que es un libro que bucea en las posibilidades reales del aprendizaje cooperativo en Educación Infantil, que confía en la potencialidad del apoyo mutuo y que sueña en la alegría de compartir con los demás saberes e ignorancias, habilidades y dificultades, curiosidades y emociones. Un libro que sabe que el tema grupal es complejo, como compleja es la naturaleza humana desde bien temprano y que no niega las dudas, los detenimientos y los desánimos que pueden acechar a los buenos maestros y maestras, que sueñan con lograr un clima amable y cooperador en sus clases.

El texto está estructurado en siete capítulos, precedidos por una introducción, escrita por Olga Manso Baeza y culminados por un epílogo, a cargo de Francisco Zariquiey Biondi, ambos coautores del texto. Ellos cuentan con cariño su común experiencia en la iniciación del aprendizaje cooperativo en el Colegio Ártica de Madrid y es un gusto percibir su entusiasmo. “La idea era sencilla: veníamos a poner en marcha una organización escolar que utilizaría la interacción entre iguales como herramienta clave para promover el aprendizaje de todos los alumnos. No solo el aprendizaje de aquellos contenidos más `académicos´ que, sin duda, se potencian dentro de las dinámicas cooperativas, sino también el aprendizaje de toda una serie de destrezas, valores y estrategias relacionadas con el trabajo en equipo, la convivencia y la gestión constructiva del conflicto.”

Desde el principio Olga nos avisa de la dificultad de hacer aprendizaje cooperativo en Educación Infantil, “No todo ha sido un “camino de rosas”. Los principios fueron difíciles”, pero a la vez nos anima con fuerza diciéndonos que vale la pena intentarlo, porque “aunque cuesta, compensa”. Para ello nos ofrece tres pistas: “cooperativiza lo que haces”, “entiende la cooperación como un medio y un fin”, y “mantén unas expectativas realistas y ajustadas respecto al desarrollo de esa competencia”. Por su parte Francisco nos habla de que hará falta “contextualizar los planteamientos pedagógicos”, y de que “será preciso compartir con otros lo que se descubra en nuestra práctica”.

El lenguaje del libro es claro, directo, cercano, casi coloquial a veces, pareciendo que los autores dialogan con cada lector, responden a sus preguntas, aportan consejos, indicaciones o pautas, y les plantean reflexiones, cuestionarios y retos. Todo ello para destacar la importante posición de cada maestro como guía de su grupo-clase y para demostrar que cualquier decisión adoptada respecto a la formación de los pequeños grupos en el aula, a su situación espacial, a los criterios de selección de los niños y las niñas, y a la estabilidad de los agrupamientos, ha de pasar por la observación del grupo y de cada niño, por el propio pensamiento, por el contraste con las teorías subyacentes y por la puesta en común con los demás maestros que trabajan con ese grupo en concreto.

Cuando en el texto se habla de conocer a los alumnos, no solo se alude a saber su nivel de desempeño y sus competencias para la cooperación, sino también a conocer su historia, su encuadre familiar, su contexto sociocultural, su manera de ser, su creatividad, su modo de moverse, sus actitudes emocionales, sus competencias, sus relaciones, sus habilidades y sus desajustes. Para lo cual los autores proponen diversas técnicas: escribir un diario de clase, un anecdotario, aplicar escalas de valoración, realizar sociogramas, entrevistas y dibujos. Porque como dicen ellos: “Resulta indispensable que se tenga claro que la competencia para cooperar del alumnado constituya un medio y un fin en sí mismo, lo que implica no solo cooperar para aprender, sino también aprender a cooperar”.

Si repasamos el recorrido del desarrollo evolutivo de los niños, veremos que han de elaborar una serie de procesos fundantes hasta constituirse en personas diferentes con su estructura psíquica, su identidad única y bien asumida, una suficiente autoestima y una seguridad básica que les permita mirar adentro y alrededor sin tambalearse. Saldrán de su núcleo familiar y del apego primario que los vincula a sus padres, que les han proporcionado afecto, cuidados e ilusión por vivir, y comenzarán a asistir a la escuela infantil donde habrán de compartir tiempos, espacios, juegos y aprendizajes con otros niños.

Allí, las miradas y el cariño de las maestras serán bienes preciosos y preciados, pero no les vendrán dados per se como en la familia, sino que tendrán que repartírselos con los demás niños, aunque no hayan aprendido aún a sentirlos ni como compañeros, ni como amigos. Un tránsito nada sencillo, si tenemos en cuenta que en las primeras edades al niño lo caracteriza un narcisismo muy arraigado, que por un lado le proveerá de la autoestima necesaria para elaborar su identidad y sostenerla ante las identidades de los demás y ante las diversas situaciones vitales, pero que por otro le dificultará momentáneamente el acercamiento al “nosotros”.

¿Cómo pasarán desde ese narcisismo evolutivo a la cooperación con los otros niños si en su interior la añoranza por estar con los padres está aún tan acentuada? ¿Cómo pensarán en ayudar a otros si están inmersos en la tarea de construirse a sí mismos? ¿Cómo pedirles que aprendan con los demás, que los ayuden y les permitan formar parte de su mundo afectivo, si todavía no experimentan el placer de compartir juegos, palabras y aprendizajes entre sí?

Los grupos de niños en las primeras edades son una especie de racimos de individualidades. Cada uno va siguiendo sus propias motivaciones, curiosidades e intereses. Su relación principal no es con los “iguales”, sino con la maestra, reproduciendo la díada madre-hijo, padre-hijo, o cuidador-bebé, que es la manera de relacionarse que conocen y que han vivido. De esta confiada relación de apego familiar que les proporciona la seguridad que necesitan, pasan a otra, semejante en algún sentido, que será establecer un nuevo apego, esta vez con su maestra o maestro. Y hasta que la trama no esté urdida y clara, no podrán avanzar hasta el posterior paso de interesarse por los demás.

Poco a poco, cada niño o niña se va fijando en que en el aula hay alguien más, además de la maestra y de ellos mismos, y va incorporando sus voces, sus caras, sus costumbres y sus preferencias. Hasta que un buen día descubre la alegría que da ver al compañero reírse, asombrarse o asustarse al mismo tiempo que ellos, o siente admiración al verlos correr, bailar o lanzar los coches por la rampa. Un horizonte nuevo se abre entonces, y al entrar a clase por las mañanas, además de buscar la mirada de la maestra, busca la del recién encontrado compañero que le proporciona un placer desconocido hasta el momento. Es entonces cuando se inicia una relación. Porque para querer compartir algo con otro hay que poder pensar que es parecido a nosotros y en este momento tan narcisista solo se llega a la valoración de los otros a partir de la curiosidad, del descubrimiento y del propio interés, ya que los congéneres nos ofrecen oportunidades, diversión, conocimiento y placer. Como se puede ver aquí, en uno de los momentos del proceso de Candela, una niña de cuatro años. “¿Sabes qué? Le he regalado a Jorge una estampa. Yo la tenía repetida y además estaba un poco estropeada, pero él la quería y se la he dado. ¡Se ha puesto muy contento! Y yo también…”

Los autores del libro nos dicen que los maestros tendremos que ir apuntalando los edificios en construcción que son cada uno de nuestros alumnos y ejercer de modelos socializadores, mostrándoles cómo colaboramos en el seno del equipo de maestros y con los padres. Que tendremos que ejercer de mediadores entre el mundo impulsivo que mueve a los niños a actuar “barriendo para adentro” y el mundo social que les mostrará las ventajas de vivir aprendiendo y relacionándose desde el apoyo y la colaboración. Y que, además, tendremos que ser “contagiadores” del deseo de estar con las otras personas, con la seguridad de que podremos aportarlas lo que tengamos y recibir de ellas lo que tengan. Serán esos intercambios útiles, agradables e ilusionantes los que invitarán a seguir aprendiendo y a compartir emociones, vivencias y amistades.

En el transcurrir desde el vínculo especial que los maestros forjamos con cada niño y cada niña hasta el momento de ir entusiasmándolos por vivir la cotidianidad, las relaciones y el aprendizaje con los compañeros y a crear vínculos duraderos entre ellos, hay todo un trecho a recorrer, que es precisamente el que se cuenta en este libro, en el que los autores animan, explican y aconsejan con todo lujo de detalles tanto la necesidad de incluir las diferentes subjetividades, las emociones, los valores y el tratamiento de los conflictos, como el modo de organizar lugares, agrupaciones, roles, tareas y normas para sensibilizar a los pequeños y motivarlos a compartir sus aprendizajes con los demás niños. Pero todo esto se tendrá que hacer despacio porque no es tan sencillo, ya que este proceso va a requerir acompañamiento, escucha, observación, conocimiento de cada niño, ley, afecto y palabras. Se tendrá que hacer despacio, pero con la confianza puesta en que podrá lograrse la cooperación deseada. Se tendrá que hacer despacio, porque lo humano tiene sus leyes y una de ellas es dar tiempo a los procesos.

A lo largo del texto se habla de inclusión, de pertenencia, de diversidad, de heterogeneidad, de dinámica grupal, de cooperación, de vínculos. Conceptos todos ellos importantes. El pedagogo Skliar propone para pensar la diversidad: “Comprender que estamos hechos de diferencias que habrá que sostener en su inquietante extrañeza”. Y propone las “Pedagogías de las diferencias, que son pedagogías plurales, de las singularidades y las multiplicidades, lo cual posibilita que los diversos puntos del entramado estén interconectados, sin necesidad de homogeneizarlos”. Trabajar según las Pedagogías de las diferencias supondría, pues, aceptar que cada cual sea diverso, aprovechar los aportes de la mezcla de unos y otros, aunar las singularidades en proyectos comunes, cuidar lo genuino, respetar lo particular.

En la escuela el esfuerzo por dar lugar a los deseos de cada niño, por hacerle sitio a cada identidad en crecimiento, por incluir lo individual en la trama del grupo, será un vaivén desde lo de cada cual hacia lo del colectivo, porque el niño se presenta en el grupo con su bagaje de experiencias, de saberes, de afectos, de deseos, de inseguridades, de vacíos, y necesita perentoriamente sentirse dentro, sentirse uno con los otros, sentirse aceptado, incluido, aun siendo diferente a los demás.

Me ha gustado que en el texto haya, además de abundantes propuestas prácticas, una parte teórica explicada y argumentada, porque considero que es imprescindible que lo que se hace se fundamente en lo que se piensa. Es decir, en una teoría que inspire y que esté suficientemente explicitada para entender por qué se eligen unas opciones u otras. Hablar de teoría es hablar de reflexiones hiladas y organizadas, de hipótesis que se enuncian intentando explicar algo, y que se exponen a ser contrastadas con la realidad. Es estar ante especulaciones que buscan ser comprobadas. La práctica alude a la aplicación de la teoría para comprobar su autenticidad y validez. Es algo así como poner a funcionar en la realidad aquellos pensamientos para ver si responden a lo esperado. Una sin la otra, no son mucho. Una sin la otra, pierden su razón de ser. Una sin la otra, quedan huecas, cojas, ciegas y hasta inútiles. Como dice la psicóloga Silvia Bleichmar: “Una práctica sin teoría deja a la gente totalmente desprotegida para pensar”. A lo que podríamos añadir: “Y una teoría sin práctica nos deja limitados a desconocer si hay alguna verdad o no en la formulación de los planteamientos”.

En este caso, hay teoría y hay práctica. Se hace un recorrido histórico sobre la evolución de los criterios pedagógicos que han dado pie a diversas metodologías y que resulta útil para comprender el momento presente. Se describen algunas líneas teóricas con sus correlatos pedagógicos, y se contrastan varios modelos educativos, sobre todo el escogido por los autores, que se decantan por el estilo constructivista y cooperativo (Piaget, Vigotsky, Bruner, Bandura, los hermanos Johnson), que incluye el respeto a las subjetividades, la aceptación de la heterogeneidad, la valoración de la interacción entre iguales, la inclusión en el contexto social, el impulso hacia la actividad y el avance que se produce al trabajar juntos cooperativamente con las miras puestas en que nadie se quede atrás, en aprovechar los recursos y en luchar contra las dificultades.

Toman los autores el concepto de andamiaje de Bruner y lo aplican al aprendizaje cooperativo, en el que el niño que hace de tutor construye un “andamio” con sus explicaciones y ayudas, sobre el cual el niño que hace de alumno, elaborará su propio aprendizaje. Y por esas asociaciones libres que te trae el pensamiento, a mí esto me ha hecho recordar a Álvaro, un niño de cuatro años, apasionado por los números, que organizaba al lado de la pizarra de la clase una especie de escuelita particular. Colocaba una gran caja de maderas en el suelo y les pedía a los que se acercaban a su rincón, que cogieran las maderas correspondientes al número que él escribía en la pizarra. Les decía algo así: “Si pongo un 8, hay que coger 8 maderas, y para no equivocarte, las tienes que contar. Pero si pongo 18, hay que poner más maderas, porque si el número 8 va con un 1 delante, es que va más cargado de maderas”.

Un día vi que Álvaro escribió los números del 1 al 20 en la pizarra y les hizo contar a sus alumnos en voz alta. Como le miré con cara de extrañeza, me dijo: “Es que algunos amigos se lían al contar y los he puesto a practicar”. Así de sencillamente. La verdad es que era muy bonito ver las caras alegres de los participantes y la de su pequeño maestro alentándolos con su actitud animosa. Todo un disfrute colectivo, del cual destaco: la espontaneidad de Álvaro, su buen trato a los compañeros (tanto si lo hacían bien, como si no) y su modo de explicar los números, que era simple, pero efectivo. Yo miraba y admiraba tanto la capacidad del niño por lo numérico, como su tenaz empeño por compartir lo que sabía. Y poco a poco, “la escuela de los números” se convirtió en un rincón estable y reconocido del aula, aprovechando todos, maestra y alumnos, el brillante recurso en forma de maestrico de matemáticas entusiasta y eficaz. ¡Qué buenos andamios ofreció Álvaro a los demás! ¡Y qué buena suerte para mí disfrutar de este magnífico espectáculo cooperador!

En el libro aparecen unos puntos fundamentales que quiero nombrar y que a veces son olvidados en el trajín del día a día en las escuelas: la gran importancia del mundo afectivo de cada sujeto, la fuerza de la diversidad y el valor de lo grupal en el proceso educativo. Porque lo realmente significativo para los niños es descubrir que no estamos solos, que somos diferentes unos de otros y que tenemos que aceptar nuestras diferencias y las de las demás personas que están a nuestro lado. Esos otros a quienes convendrá escuchar, observar, conocer, respetar y querer. Esos otros que pueden ser nuestros compañeros e interlocutores a la hora de aprender, de compartir y de disfrutar. Esos otros con los que lograremos hacer una bolsa común de conocimientos que nos ayudará a avanzar, a crecer y a vivir en amor y buena compañía.

Para ello sería conveniente emprender una dinámica de diálogo continuado en nuestros grupos de alumnos. Establecer la vía de hablar con los niños sobre lo que van preguntando, explicitando y mostrando tanto en sus palabras, como en sus comportamientos cotidianos acerca de sentimientos, reacciones y actitudes, les proveerá de una especie de alfabetización sentimental que les será muy útil para comprender qué emociones los conmueven, cómo se llama cada una de ellas y de qué modo les afectan, tanto a sí mismos, como a los compañeros.

Gestionar el universo emocional y empezar a manejarse en las relaciones con las otras personas son dos tareas complejas y cargadas de humanidad, que precisarán de un acompañamiento eficaz y afectuoso. Adentrarse en ellas supondrá reconocer en los niños la capacidad que tienen de observación, de expresión, de autonomía, de intuición y de introspección para ir avanzando en unos modos de relacionarse que logren ser curiosos, vitales, respetuosos y genuinos. Pero esto no se logra en un día, y ni siquiera en un año. Harán faltan al menos los cinco o seis primeros años para poder transitar desde el mundo intuitivo y mágico de los impulsos y el narcisismo, hasta el momento del inicio de la lógica, el descentramiento y la búsqueda de las primeras amistades.

La lectura de este libro propone a cada maestro una reflexión seria y esperanzada sobre la dinámica que se ha de proponer para trabajar hacia el logro de la cooperación entre los alumnos, ya que, según nos dicen los autores: “El aprendizaje cooperativo contribuye al desarrollo cognitivo, reduce la ansiedad, fomenta la interacción, promueve la autorregulación, permite la adecuación de los contenidos al nivel de comprensión de los diferentes alumnos, favorece la integración y la comprensión intelectual y el desarrollo socioafectivo, aumenta la motivación y mejora el desempeño académico”.

También sugieren, muy acertadamente, que sea cada maestro quien elabore su propio currículo de cooperación, según sea la edad de sus alumnos, su ritmo, su estilo, su talante más o menos decantado hacia el narcisismo o hacia la incipiente cooperación. Y según sea el propio docente, teniéndose en cuenta a sí mismo tanto en su formación como en su personalidad, y sus saberes sobre las dinámicas grupales y sobre el aprendizaje cooperativo. Por cierto, he encontrado muy interesante lo que se dice en el libro sobre la flexibilidad que ha de tener el maestro en estos menesteres de acercar a los niños a la cooperación. A esa flexibilidad en las actitudes y en sus concreciones le llaman los autores: ”diseñar a lápiz”, para representar que hace falta seguridad en la toma de decisiones, pero también capacidad para reconocer la realidad y adaptarse a ella cambiando las cosas que sean precisas.

Así que, siguiendo sus consejos, podríamos concluir que sí que se podría iniciar el aprendizaje cooperativo en Educación Infantil, pero sin prisas, rigidez o exigencia. Más bien con palabras que expliquen la realidad y aclaren tanto los buenos encuentros entre los niños, como los conflictos que puedan surgir. Con esperanza y dando tiempo a los niños para recorrer su socialización placenteramente. Con la ilusión puesta en el descubrimiento de cómo es cada uno, cómo afianzar su autoestima y cómo presentarlos como queribles a los demás. El resto vendrá casi solo, con las decisiones pertinentes, con la valentía para ir cambiando, con la observación bien orientada, con el deseo abierto.

Gracias Olga y gracias Francisco por este libro claro, cooperador y crecedero.


Mari Carmen Díez Navarro

Cooperar para crecer

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