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LA UNIDAD RECOBRADA

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La finalidad del purgatorio es que uno pueda volver a ser él mismo. A lo largo del camino, veremos que el viaje de Dante es un verdadero recorrido de reconstrucción humana para recobrar la unidad de la persona; lo que antes estaba dividido, desarticulado, se va ensamblando poco a poco. La palabra «diablo» —como dijimos en el Infierno1 deriva de la raíz griega dia-ballein, que significa meterse por medio, separar, dividir. El infierno —que empieza cuando la vida terrenal excluye la misericordia— es el reino de la división, de la separación. División de los hombres entre sí y división del hombre dentro de sí mismo: hemos visto a los condenados insultarse reiteradamente y hemos observado sus miembros destrozados. Por el contrario, el purgatorio es el camino hacia la recomposición de la unidad perdida.

En primer lugar, de la unidad de la persona. El yo infernal es un yo dividido, como muestra de forma ejemplar la figura de Bertrán de Born, que tiene la cabeza separada del tronco y la sujeta por el pelo «como si fuese una linterna» (Infierno XXVIII v. 122), «y eran dos en uno y uno en dos» (v. 125). Se trata de una imagen poderosa para ilustrar la división, la separación entre cabeza y corazón, entre juicio y deseo, entre entendimiento y amor. Desde este punto de vista, el camino de Dante es un recorrido que recompone pacientemente esta unidad, que conquista progresivamente un conocimiento nuevo que nace de la coincidencia entre inteligencia y amor, que culminará en el encuentro con Beatriz.

De la reunificación de la persona deriva el restablecimiento de la relación con la realidad, el rescate de la capacidad para ver las cosas por lo que son y, por tanto, para usarlas de forma adecuada según su naturaleza.

En el ámbito de esta reconquista renace también el instrumento por excelencia para expresar la relación con las cosas: la palabra, la capacidad de nombrar las cosas con verdad. A propósito de este tema, en los últimos cantos del Infierno2 vimos cómo el pecado destruye también la palabra, la posibilidad de comunicar, acabando por encerrar a los hombres en una soledad invencible. Sin embargo, desde las primeras frases asistimos aquí al renacer de la palabra, a la resurrección de la poesía: «Resurja, pues, aquí la muerta poesía» (Purgatorio I v. 7). Y Dante le dedicará un amplio espacio al valor de la poesía, a su historia y al modo de emplearla, sobre todo desde los cantos XXII-XXIII en adelante. Lo veremos a su tiempo, pero me parece importante apuntarlo ahora.

Finalmente, en el abrazo de la misericordia que se da en el purgatorio vuelve a ser posible la unidad de los hombres entre sí. Y, de hecho, las almas purgantes siempre se mueven en grupos armónicos y rezan, e incluso hablan a una sola voz.

Por último, aunque en primer lugar por importancia, ¿qué hace posible este recorrido que restablece la unidad del hombre consigo mismo y de los hombres entre sí? El misterio de la Encarnación. «Y el Verbo se hizo carne» (Jn 1,14). La palabra verdadera, la que nombra a las cosas con verdad, se ha convertido en un hecho del que el hombre puede tener experiencia. Todo aquel que se encuentra con Jesús de Nazaret, la Palabra hecha carne, vive con él una experiencia cargada de fascinación, de un atractivo poderoso; y, por tanto, una experiencia que cambia la capacidad de juicio, que mueve la inteligencia, que vuelve a unir el afecto y la razón. Y la pertenencia común a esta experiencia es el origen de una unidad posible entre los seres humanos que, de otro modo, tenderían siempre a dividirse y a pelear entre sí. «Como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros» (Jn 17,21).

Recapitulando, podemos volver al comienzo de todo nuestro camino con Dante: la palabra «deseo».3 Lo hemos repetido muchas veces, no me alargo: el deseo es el impulso primario de toda la aventura de Dante y de toda existencia humana. Pero, siguiendo este dinamismo del deseo, ¿cuál es la particularidad del Purgatorio? Por decirlo sintéticamente, el Purgatorio es el canto de la purificación del deseo.

¿Qué quiere decir esto? Para entenderlo, partamos de una afirmación de Dante que puede resultar desconcertante, pero que es extraordinariamente cierta: el amor es una fuerza que puede llevarnos a los actos más sublimes pero también a cometer pecados. De hecho, explica Virgilio en el canto XVIII, el corazón de la reflexión de Dante sobre el amor y la libertad: «es el amor en vosotros semilla de toda virtud y de todo acto merecedor de castigo» (Purgatorio XVII vv. 104-105). El amor es la semilla de toda virtud, pero también de todos los actos que merecen un castigo. Entonces, ¿qué es el pecado? El pecado es un acto de amor equivocado, defectuoso, inadecuado.

El acto de amor defectuoso, ese que se convierte en pecado, puede estar equivocado por tres motivos: «porque su objeto sea malo o por excesiva o escasa intensidad» (Purgatorio XVII vv. 95-96). En estos versos, Dante condensa el otro criterio que utiliza para clasificar los vicios. Los de las tres primeras cornisas, en efecto, son pecados «porque su objeto es malo», porque el amor se fija en un objeto erróneo: los soberbios aman su propia gloria olvidándose de que dependen; los envidiosos se alegran de la infelicidad ajena; los iracundos desean infligir un mal a otros. En la cuarta cornisa se expía la pereza, es decir, el amor a Dios que adolece de «escasa intensidad», de poca energía, de desgana. En las tres últimas encontramos a los avaros, los glotones y los lujuriosos, pecadores que han amado con «excesiva […] intensidad» —de forma exagerada, sin orden ni concierto— objetos que de por sí serían buenos, como los bienes materiales, la comida o el cuerpo humano.

En todos estos casos el pecado nace de un defecto del amor, que equivale a decir que nace de un defecto del deseo, es decir, de un deseo reducido que se obsesiona con un objeto insuficiente, pequeño con respecto a su magnitud; o bien de un deseo que persigue un objeto bueno con una energía desproporcionada, demasiado débil o excesiva. Por ello, el purgatorio es el tiempo que se ofrece a los personajes de Dante, al igual que a cada uno de nosotros, para comprender que ningún objeto —ni el dinero, ni el éxito, ni siquiera el amor de una mujer o de un hombre, ni siquiera los hijos…— basta para satisfacer nuestro deseo. El tiempo de la purificación del deseo sirve para devolverle de nuevo anchura, su alcance ilimitado y su ardor, por tanto, para que vuelva a tender al único objeto adecuado que es Dios mismo, el Misterio infinito. Por ello, la «purificación del deseo» coincide con volver a ser nosotros mismos.

Para ello necesitamos acudir a Cristo, el Misterio encarnado, el único objeto adecuado del deseo humano, necesitamos que él salga a nuestro encuentro, que se haga presente en nuestra vida; y que nosotros estemos disponibles para correr el riesgo de seguir ese signo que nos lo hace presente. Caminar con él hace que el deseo no se corrompa, no se reduzca, y le permite a cada uno encontrar de nuevo su unidad, una unidad de inteligencia y afecto, de palabra y realidad. Y esto significa encontrarse al final «purificado y dispuesto a subir a las estrellas» (Purgatorio XXXIII v. 145).

1 Cf. Dante Alighieri, Infierno, op. cit., p. 39.

2 Cf. especialmente ibídem, pp. 307; 314-316.

3 Ibídem, pp. 36-40.

Purgatorio. Divina comedia de Dante Alighieri

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