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EL CÁNTICO DE LA MISERICORDIA
Оглавление«Por donde salimos para ver de nuevo las estrellas».1
Hemos acompañado a Dante y Virgilio en su viaje para sondear el abismo del mal, el propio y el del mundo, el mal que los hombres hacen cuando tergiversan el deseo que los constituye. Cuando, en vez de acoger la belleza del mundo como ocasión para levantar la mirada y dirigirla a su Hacedor, fijan la vista en un objeto deseado —el dinero, una mujer, el poder, la fama…— y acaban por clavarse ahí, reduciendo a un objeto limitado el alcance de su humanidad, que está hecha para el infinito; y con ello arruinando también lo que es bueno, cualquier relación y la posibilidad misma de comunicarse con otros.
Pero Dante y Virgilio salen del infierno «para ver de nuevo las estrellas», y nosotros vamos con ellos. El último canto del Infierno ya nos dejó a los pies de la montaña del purgatorio, sin que el camino de los dos protagonistas hubiera cambiado de dirección: lo que parecía un descenso se reveló como el inicio de una subida. Es como si Dante nos dijera que el solo hecho de mirar a la cara el mal y de llamarlo por su nombre puede constituir ya el comienzo de un cambio, el alborear de la salvación. Pero con la condición de realizar una inversión: tanto Dante como Virgilio, al llegar a la cadera de Lucifer, volvieron su cabeza hacia donde antes estaban sus pies y viceversa.2 Se convirtieron, cambiaron de posición y recobraron su postura original, la que el hombre tenía en el paraíso terrenal. Y así, de esta manera pudieron comenzar su ascensión hacia el paraíso.
Antes de seguirlos en su recorrido por el purgatorio, quiero señalar algunas observaciones introductorias para que también nuestro camino existencial con ellos pueda resultar interesante y que la lectura de la Comedia sea una ocasión para comprender el carácter dramático de nuestra vida y nos ayude a entender mejor para qué estamos en el mundo.
Para empezar, de los tres cánticos el Purgatorio es el que más fácilmente podemos sentir como nuestro. Porque es nuestra y cotidiana la pregunta dramática que impulsa todo el recorrido: ¿se puede volver a empezar? El mal existe, eso es indudable, y a veces parece invencible; por más que nos esforcemos recaemos siempre en él, pero ¿es esta la última palabra? ¿No se puede volver a empezar? En la respuesta a esta pregunta estriba la diferencia entre Judas y Pedro que vimos al comentar el último canto del Infierno: el primero, clavado para siempre en su traición; y el segundo, arrepentido, salvado y rescatado.3
Se trata del problema que se formula en el célebre pasaje evangélico de Nicodemo, que de noche va a ver a Jesús y, en un momento determinado, le pregunta: «¿Cómo puede nacer un hombre siendo viejo? ¿Acaso puede por segunda vez entrar en el vientre de su madre y nacer?» (Jn 3,4).4 ¿Se puede nacer de nuevo? ¿Cómo se puede empezar de nuevo sin sucumbir al peso del pasado? ¿Cómo podemos levantarnos cada mañana sin vernos aplastados por el mal que hemos cometido y sufrido?
La respuesta de Jesús a Nicodemo es lapidaria: «El que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios» (Jn 3,5). Es decir: solos no podemos, hace falta alguien que nos vuelva a levantar. Hace falta un gesto de misericordia. Hace falta alguien que mire el deseo bueno que Dios ha puesto en nuestro corazón y se dirija a él, en vez de fijarse en el mal que aparece en primer plano, como hacemos muchas veces entre nosotros, con nuestros hijos, con el marido o la mujer: «Siempre estás igual, haces siempre lo mismo, nunca haces esto o aquello…».
La primera palabra que hay que tener presente, el pilar que sostiene la arquitectura de todo el Purgatorio, es la «misericordia». O el «perdón», que remite a lo mismo. Pero prefiero hablar de misericordia porque se hace eco del grito: «Miserere» («Ten piedad») del primer canto del Infierno y del terceto final del Himno a la Virgen en el último canto del Paraíso (Paraíso XXXIII vv. 19-21):
En ti la misericordia, la piedad, la magnificencia, se reúnen con toda bondad que se pueda encontrar en la criatura.
La misericordia es la clave del Purgatorio porque es la experiencia que vive Dante en la relación con Beatriz, mucho antes de pensar en la Comedia. De hecho, en la Vida Nueva escribió: «Digo que cuando ella aparecía dondequiera que fuese, ante la esperanza del admirable saludo, no me quedaba ya enemigo alguno; antes bien, nacíame una llama de caridad que me hacía perdonar a quien me hubiese ofendido; y si alguien entonces me hubiera preguntado cosa alguna, mi respuesta habría sido solamente: “Amor”, con el rostro lleno de humildad».5
No se puede decir mejor. En un momento determinado de la vida, acontece un hecho inesperado que tiene una consecuencia extraordinaria: «Me hacía perdonar a quien me hubiese ofendido». Y a quien me preguntaba cómo era posible eso —prosigue Dante— solo podía responderle balbuceando la palabra «Amor». No es una definición teórica, una idea o una fórmula: la misericordia es un hecho que se experimenta en la propia vida. Un hecho con el que uno se topa y que parece humanamente imposible porque supera cualquier medida humana.
Quiero subrayar este carácter «imposible» de la misericordia con un pasaje de don Giussani6 muy querido para mí:
Dan ganas de decir que la palabra «misericordia» debería arrancarse del diccionario, porque no existe en el mundo de los hombres, no hay nada que corresponda a ella. La misericordia está en el origen del perdón, es el perdón afirmado en su origen, que es infinito, es el misterio del perdón. La misericordia no es una palabra humana. Es idéntica a Misterio —es el Misterio del que proviene todo, en el que todo va a terminar— en cuanto se comunica ya a la experiencia del hombre. […] El concepto de perdón, con una cierta proporción entre faltas y castigos, es de alguna manera todavía concebible para la razón; pero no en cambio este perdón sin límites que es la misericordia. Recibir el perdón, en este segundo caso, nace de algo que es absolutamente incomprensible para el hombre, nace del Misterio, es decir, de la misericordia. […] Porque la vida de Dios es amor, caritas, gratuidad absoluta, amor sin contrapartida, humanamente «sin motivos». Desde el punto de vista humano parece casi una injusticia o una irracionalidad, precisamente en la medida en que, para nosotros, no parece tener razón de ser. Porque la misericordia es algo propio del Ser, del Misterio infinito.7
No quisiera que sonara exagerado afirmar que la misericordia es imposible para los hombres. De hecho, lo afirma también la Biblia en los versículos 11-12 del Salmo 85: «La misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan; la fidelidad brota de la tierra, y la justicia mira desde el cielo». Para nosotros es imposible que la misericordia y la fidelidad a la verdad se encuentren, porque estas dos realidades nos resultan alternativas. Cualquier padre o profesor lo sabe: cuando intentas ser misericordioso, queda comprometida tu fidelidad a la verdad; y cuando quieres ser fiel a la verdad, no puedes ser benévolo con el otro. Efectivamente, por un lado nos parece que para ser bondadosos con los demás tenemos que ser menos claros, menos firmes en afirmar la verdad; por el otro, cuando intentamos ser fieles a la verdad, nos volvemos duros, no conseguimos acoger la diversidad, nos cuesta aceptar que el otro tenga una manera propia de entender la realidad, distinta de la nuestra, y nos enrocamos en defender lo que nos parece justo.
Pero las palabras del salmo bíblico no hablan de algo imposible, sino que constituyen más bien un anuncio: «La misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan» es la promesa que el texto sagrado hace a los hombres. El salmo identifica esta conciliación imposible con un acontecimiento futuro, el cumplimiento de la promesa de Dios a su pueblo. Los cristianos afirmamos que esta promesa se ha cumplido en Jesucristo: en él se realiza lo que, de otra forma, sería imposible. Dios manifiesta su acción en la historia haciéndose compañero del hombre en Jesús, que es misericordia y perdón.
La diferencia entre infierno y purgatorio reside en esto.
De forma ingenua, tendemos enseguida a pensar que los condenados han sido «peores», que han cometido pecados más graves; y que las almas del purgatorio también pecaron pero un poco menos, que sus culpas no fueron tan graves. En cambio, no es así. La diferencia de fondo no está en la gravedad de los pecados cometidos. Por citar un ejemplo palmario, Bonconte da Montefeltro se pasó la vida matando a gente, como su padre Guido, pero Guido está en el infierno y Bonconte en el purgatorio. ¿Por qué? «Por una lagrimita» (Purgatorio V v. 107). Bonconte se arrepintió y su padre no. La diferencia determinante entre los condenados y los purgantes no está en la gravedad del pecado, sino en la actitud que la persona asume ante su pecado. Los condenados son hombres y mujeres que se han obstinado y cerrado en su propio error; las almas del purgatorio son pecadores que, desde lo hondo de su mal, han alzado la mirada, han reconocido sus errores, han pedido perdón y han aceptado la misericordia de Dios. Cada uno de ellos podría hacer suyas las palabras de Manfredi, que sintetizan maravillosamente lo que estamos diciendo (Purgatorio III vv. 121-123):
Horribles fueron mis pecados, pero la bondad infinita tiene brazos tan largos que toma en ellos a quien a ella se vuelve.
Lo esencial no es pecar un poco menos o ser algo más bondadosos, sino aceptar el perdón que se nos ofrece. Y, dado que es la clave de toda nuestra experiencia humana, quiero que nos detengamos en ello, sugiriendo tres imágenes —una cinematográfica y dos literarias— que han sido fundamentales en mi historia, en mi comprensión tanto del arte como de la vida.
La primera imagen es una secuencia de La misión, una película sobre las reducciones jesuíticas en el Paraguay del siglo XVIII.8 El protagonista de la historia, Mendoza —interpretado por un soberbio Robert de Niro—, asesina a su hermano en un duelo por celos y, encarcelado, no habla, no come y quiere morir. Sin embargo, el sacerdote que acompaña a los presos le convence de que es posible volver a empezar y, así, acaba entrando como novicio en la Compañía de Jesús. Pero todavía no ha experimentado en sus carnes el perdón, aún no ha pasado página de verdad; es más, parece que su elección de una vida religiosa fuera una forma de penitencia para expiar el mal cometido. Esta dinámica queda reflejada en una escena inolvidable en la que Mendoza trepa por una pared escarpada, llevando a hombros una pesada red que contiene toda la chatarra que le recuerda su vida pasada, su vida de soldado y, por tanto, su delito. Siempre he visto en esta escena el peso del pasado del que nunca logramos liberarnos, que sigue frenándonos, que nos impide volver a empezar libres de ataduras y con el corazón en paz. En la cima están los guaraníes, aquellos a los que él daba caza como comerciante de esclavos, mirándole con preocupación. Al verle sufrir de tal manera, uno de ellos se le acerca de repente, coge un cuchillo y corta la cuerda que sujeta esa carga, que se precipita por el despeñadero. Y Mendoza rompe a llorar. Es la escena de llanto más bonita que he visto jamás, se trata de un llanto liberador. Este ser perdonado representa verdaderamente el «renacer de lo alto», la posibilidad de volver a empezar.
La segunda imagen pertenece a un texto muy querido para mí, Miguel Mañara, del escritor lituano Oscar Milosz9. Se trata de una obra de teatro que reinventa poéticamente una historia real: la de don Miguel Mañara Vicentelo de Leca, un noble español del siglo XVII que, gracias primero al amor de una joven y después al dolor por su muerte —casualmente, es la misma dinámica que vivió Dante—, pasa de una existencia disoluta a una vida de santidad.
En el corazón del relato, Milosz escribe un diálogo fundamental con el abad del convento en el que don Miguel ha solicitado entrar.10
EL ABAD: Conozco vuestros delitos, don Miguel de Leca; pero necesitáis que la negra confesión atraviese vuestra boca como la suciedad del vómito. El arrepentimiento del corazón no es nada si no sube hasta los dientes, e inunda de amargura los labios…
DON MIGUEL: No he trabajado en seis días. No he hecho obra alguna. Y el séptimo día, mi trabajo fue blasfemar, escupir sobre la tierra y sobre Dios. No he honrado ni a mi padre ni a mi madre. Mi padre me ha maldecido y mi madre ha muerto de dolor. He mentido. Mil veces he dicho: amo, mientras todo mi corazón se reía con una sonrisa perversa. Y el mentiroso puede retirar todo lo que ha dicho; pero ¿cómo podría retirar yo lo que he hecho? He robado. He robado la inocencia. Sé que el penitente restituye, pero yo no puedo restituir. He matado. Mis víctimas están negras como mi pecado ante el rostro de Dios y sucias por mi lujuria. He deseado la casa de mi prójimo, he llevado el fuego de mi deseo a la casa de mi prójimo. Y es una casa que no se reconstruye con dinero. He hecho todo esto. Todo esto he hecho, padre…
EL ABAD: No hace falta hablar más de esas miserias, de esas locuras, mi querido niño grande, ¿comprendes? Son historias que hay que dejar a quienes el orgullo de sus pecados atormenta todavía. […] ¿No comprendes, hijo? Lo que ocurre es que piensas en esas cosas que ya no existen y que nunca han existido, hijo mío.
Es absolutamente extraordinario. El abad no hace la vista gorda ante el pasado de Miguel, no le dice: «No pasa nada, ha sido culpa de las malas compañías, de la sociedad…». No. El abad obliga a don Miguel a nombrar sus culpas una a una, según vimos ya en el primer canto del Infierno y volveremos a ver en repetidas ocasiones en el Purgatorio; cada cual debe confesar su culpa, expresar a viva voz su pregunta, su propia fatiga, su error. Pero, después de confesar sus pecados, Miguel sigue atado a ellos, pensando en ellos, hablando de ellos, y el abad le corta en seco, cambia completamente de registro: «Lo que ocurre es que piensas en esas cosas que ya no existen y que nunca han existido, hijo mío».
En esto consiste la misericordia, en la experiencia del perdón que permite pasar página y volver a empezar de nuevo. Independientemente de lo que hayas hecho, cualquiera que sea tu error y tu culpa, la bajeza de la que hayas sido cómplice, puedes volver a empezar. Porque debajo de todo tu mal, de tus pecados y de tus errores sigue latiendo el corazón que Dios ha creado, y ese corazón conserva la impronta de Dios, que es el deseo de bien, de verdad y de belleza.
La tercera imagen pertenece a un poema de Pascoli, «Los dos huérfanos», que representa la opción contraria, la ausencia de alguien que nos perdone.11 Se trata de un diálogo entre dos hermanos que han perdido a su madre. Es un texto muy duro porque refleja cómo es la vida cuando falta la posibilidad de perdonar.
«Hermano, ¿te aburro ahora, si te hablo?».
«Habla: no puedo dormir». «Escucho
como un roer…». «Quizá sea una termita…».
«Hermano, ¿has oído ahora un lamento
largo en la oscuridad?». «Quizá sea un perro…».
«Hay gente en la puerta…». «Quizá sea el viento…».
«Escucho dos voces suaves, suaves, suaves…».
«Quizá sea la lluvia que cae bellamente».
«¿Escuchas esos toques?». «Son las campanas».
«¿Tocan a muerto? ¿Dan las horas?».
«Quizá…». «Tengo miedo…». «También yo». «Creo que truena:
¿qué haremos?». «No lo sé, hermano:
estate cerca, estemos en paz: seamos buenos».
«Sigo hablando, si te gusta.
¿Recuerdas, cuando por la cerradura
entraba la luz?»…
El diálogo es muy tierno: el hermano menor tiene miedo de todo y el mayor intenta darle respuestas alentadoras, razones para no temer, pero no sirve de nada, y al final no tiene más remedio que admitir que él también tiene miedo.
Este miedo de los hermanos, que es también nuestro, nace de la oscuridad; en la «selva oscura» todo asusta porque todo resulta una amenaza desconocida. Todo es desconocido porque falta un significado que ilumine el valor de las cosas. «¿Recuerdas, cuando por la cerradura entraba la luz?». Es una imagen estupenda: antes también dormíamos con el cuarto a oscuras, la situación era la misma; sin embargo, por la rendija de la cerradura entraba una luz, pequeñísima pero real, que testimoniaba que al otro lado de la puerta estaba mamá. No la podíamos ver, pero indudablemente estaba presente.
[…] «Y ahora la luz está apagada».
«Incluso en aquellos tiempos teníamos miedo:
sí, pero no tanto». «Ahora nada nos conforta,
y estamos solos en la noche oscura».
«Ella estaba allí, detrás de esta puerta,
y se escuchaba un murmullo fugaz,
de cuando en cuando». «Y ahora madre está muerta».
«¿Recuerdas?». «Entonces no estábamos tan en paz
entre nosotros…». «Nosotros somos ahora más buenos»,
«ahora que ya no hay nadie que se complazca
con nosotros…», «que ya no hay nadie que nos perdone».
Antes también tenían miedo. Las circunstancias no eran distintas, pero la presencia de su madre daba sentido a todo. ¿Cuál es la raíz de la tristeza, del dolor y la soledad? Que «ya no hay nadie que nos perdone». No hay nada más importante en la vida que saber esto. Una vez un alumno me escribió: «Solo necesito un lugar que no tenga miedo de lo que soy, que no me desprecie». El mundo es un lugar bonito, podría ser un lugar bello. Pero ¿bello por qué? ¿Porque no hay que esforzarse? ¿Porque no hay que trabajar? No. Bello porque es un lugar donde hay Alguien que no tiene miedo de nuestros límites, de nuestros errores, que no desprecia la nada que somos, que nos mira con misericordia y nos perdona.
El Purgatorio es el viaje que hace Dante en busca de la experiencia del perdón. Pero no de un perdón genérico, sino del perdón de esa persona que sabe perdonarle. Dante va en busca de Beatriz.
1 Infierno XXXIV v. 139.
2 Cf. Dante Alighieri, Infierno, Universidad Francisco de Vitoria, Madrid 2020, pp. 346-347.
3 Ibídem.
4 Las citas bíblicas están tomadas de la versión oficial de la Conferencia Episcopal Española, BAC, Madrid 2011.
5 Vida Nueva XI, Obras completas de Dante Alighieri, BAC, Madrid 2015, p. 542.
6 Luigi Giussani (1922-2005), sacerdote milanés que dio vida al movimiento de Comunión y Liberación.
7 Luigi Giussani, Stefano Alberto y Javier Prades, Crear huellas en la historia del mundo, Encuentro, Madrid 2019, pp. 188-189.
8 La misión, dirigida por Roland Joffé, Reino Unido, 1986.
9 Oscar Milosz (1877-1939), escritor, lingüista y periodista franco-lituano.
10 Oscar Milosz, Miguel Mañara, Encuentro, Madrid 2009, pp. 43-45.
11 Giovanni Pascoli, I due orfani, in Primi poemetti, Utet, Turín 2008, pp. 317-319 (ed. or. Zanichelli, Bolonia 1907); cf. traducción española en Luigi Giussani, Mis lecturas, Encuentro 2020, pp. 44-45.