Читать книгу Purgatorio. Divina comedia de Dante Alighieri - Franco Nembrini - Страница 9
EL PURGATORIO EN CINCO PALABRAS
ОглавлениеTIEMPO, PRESENTE, PACIENCIA, TRABAJO, LIBERTAD
Una vez aclarado todo esto, después de «misericordia» podemos considerar otras palabras que nos ayudan a entender mejor por qué el Purgatorio es el canto más parecido a nuestra experiencia terrenal, con el que podemos identificarnos más fácilmente.
Para empezar, el Purgatorio es el canto del TIEMPO. En el infierno no existe el tiempo. Todo está parado —hasta la terrible inmovilidad del Cocito—, nunca cambia nada, todo se repite eternamente. Y, de hecho, Dante no ofrece referencia cronológica alguna: todo es siempre igual de gris, no hay ningún movimiento natural que señale el transcurrir del tiempo. Volviendo al más acá, el infierno es la vida en la tierra cuando desaparece la esperanza, cuando nos convencemos de que «nada va a cambiar», de que «soy así» y no hay nada que hacer (o tú eres así, o los seres humanos son así, es lo mismo).
Tampoco existe el tiempo en el paraíso, tampoco allí cambian las cosas. Pero sería erróneo decir que en el paraíso «todo está cumplido»; es más adecuado afirmar que todo se cumple continuamente. Porque si el Infierno es el canto de la eterna inmovilidad, el Paraíso es el del perpetuo movimiento, el de una satisfacción renovada continuamente, el de la experiencia de un bien «que, satisfaciendo del todo, despertaba nuevos deseos» (Purgatorio XXXI v. 129). Es una forma extraordinaria de designar la experiencia de un deseo siempre satisfecho y siempre reavivado, de lo que sucede en todo amor verdadero que, mientras se satisface, a la vez se renueva.
A su vez, el Purgatorio es el canto del cambio. Se empieza de una forma y se termina de otra. Como en la vida de cada día. No es casualidad que, desde el inicio del recorrido de Dante, todo esté jalonado de anotaciones astronómicas que indican el transcurrir de las horas del día y de la noche. Al lector impaciente le pueden parecer pesadas las largas perífrasis que Dante emplea para indicar la posición de los astros; si quiere, puede saltárselas, pero debe saber que para el poeta tienen un valor esencial, ya que indican que estamos en camino, que las cosas cambian, que avanzamos hacia la felicidad. De igual modo tienen un profundo valor las referencias litúrgicas: el tiempo del Purgatorio, como el de la vida terrenal, es a la vez natural y sagrado, participa del ritmo de la creación, inscrito en los ciclos de la naturaleza, y del ritmo de la salvación, actualizado en los ciclos litúrgicos.
El Purgatorio enseña el valor del tiempo y, por eso mismo, afirma la importancia del PRESENTE. Ya lo comentamos al hablar del canto XX del Infierno,1 así que aquí me limito a retomarlo brevemente. Por paradójico que pueda parecer, todo el valor del tiempo se concentra en el presente. El pasado ya no existe y el futuro aún no existe; el único punto en el que podemos recuperar el significado del pasado y actuar para construir el futuro es el presente. Es aquí y ahora cuando el tiempo se vuelve real. Es en el presente donde se construye. Es también entonces cuando se entienden los frecuentes llamamientos que encontraremos a no perder el tiempo, a no entretenerse, a no distraerse.
Quiero subrayar además que en el ahora se juega por entero nuestra libertad, ya que toda nuestra vida, todas nuestras decisiones pasadas, se vuelven a poner en juego en el presente. En un gesto, en un momento de locura o de lucidez, todo lo que hemos sido hasta entonces puede ser rescatado o puede perderse. Por eso cada momento tiene un valor absoluto. Y por eso, como veremos en los casos de Manfredi o Bonconte, basta un instante de arrepentimiento sincero para salvarse, porque en ese momento, en el gesto de ese instante, se encierra todo el valor de la persona.
Huelga decir que vivir profundamente el valor del instante no es fácil. Lo fácil es distraerse, desviarse, olvidarse. Por eso es necesario no desanimarse, recomenzar, arrancar de nuevo una y otra vez. En este sentido, el Purgatorio es el canto de la PACIENCIA.
De hecho, el tiempo es el cauce de la paciencia de Dios: Él nos concede el tiempo para que podamos entender quiénes somos, es decir, qué desea en el fondo nuestro corazón, para qué estamos en el mundo y dónde reposa nuestra felicidad. En otras palabras: el tiempo es el espacio que Dios necesita para respetar nuestra libertad. Es como si estuviera fuera de la puerta, esperando, pero sin poder echarla abajo. Espera a que se abra una rendija y entonces entra, pero necesita que la rendija la abramos nosotros.
El tiempo es también el lugar de nuestra paciencia porque aprendemos a no dejarnos abatir por los errores, los fallos y las continuas recaídas. Porque aprendemos que el problema no es caer, sino levantarse aferrándonos a la mano que se nos ofrece una y otra vez.
Todo esto supone un TRABAJO, requiere un esfuerzo, una dedicación, una constancia. Si, por una parte, la salvación es un acto totalmente gratuito, un don —la presencia de Virgilio en la «selva oscura» es una sorpresa, un regalo inmerecido—, por otra, es también una tarea. «Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti», escribe san Agustín.2 Por tanto, el purgatorio es el tiempo del trabajo y el sacrificio necesarios para forjar una nueva personalidad; día tras día, poco a poco, cayendo y levantándose de nuevo, retomando el camino una y otra vez, contando con el tiempo y la paciencia, surge esa personalidad nueva. No porque la meta sea cierta el camino resulta menos fatigoso y dramático.
Porque en cada instante está en juego la LIBERTAD.
¿Qué es la libertad? Algo hemos dicho en el comentario al Infierno;3 aquí solo querría remarcar el punto central, el núcleo dramático de la libertad que experimentamos todos. Para ello hago uso de algunas líneas de don Luigi Giussani que resultan muy iluminadoras:4
Reflexionemos con un ejemplo. Si vosotros os encontráis en una zona de penumbra y os ponéis de espaldas a la luz, exclamaréis: «No hay nada, todo es oscuridad, sinsentido». En cambio, si os ponéis de espaldas a la oscuridad, diréis: «El mundo es el vestíbulo de la luz, el comienzo de la luz». Esta diversidad de posturas procede exclusivamente de una opción. […] La libertad no se demuestra tanto en el momento llamativo de la elección; la libertad se pone en juego más bien en el primer y sutilísimo amanecer del impacto de la conciencia humana con el mundo. He aquí la alternativa en que el hombre casi insensiblemente se la juega: o caminas por la realidad abierto a ella de par en par, con los ojos asombrados de un niño, lealmente, llamando al pan, pan, y al vino, vino, y abrazas entonces toda su presencia acogiendo también su sentido; o te pones ante la realidad en una actitud defensiva, con el brazo delante del rostro para evitar los golpes desagradables o inesperados, llamando a la realidad ante el tribunal de tu parecer, y entonces solo buscas y admites de ella lo que está en consonancia contigo, estás potencialmente lleno de objeciones contra ella, y demasiado resabiado como para aceptar sus evidencias y sugerencias más gratuitas y sorprendentes. Esta es la opción profunda que nosotros realizamos cotidianamente ante la lluvia y el sol, ante nuestro padre y nuestra madre, ante la bandeja del desayuno, ante el autobús y la gente que hay en él, ante los compañeros de trabajo, los textos de clase, los profesores, el amigo, la amiga… Esta decisión que he descrito la tomamos de hecho ante toda la realidad, ante cualquier cosa.
En mi opinión, se trata de una descripción absolutamente clara de lo que es la libertad: ese primer movimiento imperceptible de los ojos con el que decido adónde mirar. Es un movimiento mío, solo mío: «Solo yo» (Infierno II v. 3) asumo esta responsabilidad. Yo decido si acoger la propuesta de Virgilio o quedarme allí asustado. Yo decido si ceder al abrazo que se me ofrece, como Pedro, o quedarme atrapado, prisionero de mi equivocación como Judas. Soy yo quien decide cada mañana, en cada momento, si acepto la sugerencia de la realidad, el desafío que plantea, la fatiga y el sacrificio que requiere; o si prefiero defenderme, evitar el riesgo, quedarme parado en lo que ya sé.
Si el corazón humano es así, entonces podemos entender el Purgatorio como un gran camino de educación de nuestra libertad. Porque las dos opciones que acabamos de considerar no son equivalentes. De hecho, don Giussani añade: «Entre las dos posturas —la de quien, vuelto de espaldas a la luz, dice: “Todo es oscuro”, y la de quien, vuelto de espaldas a la oscuridad, dice: “Estamos en el umbral de la luz”—, una tiene razón y la otra no. Una de las dos elimina un factor cierto, aunque esté solamente apuntado, porque si hay penumbra, evidentemente hay luz».5 Por tanto, educar nuestra libertad significa trabajar para que sea cada vez más fácil, más habitual, dirigir la mirada a la luz, aceptar el desafío de la realidad, decir que sí a las circunstancias. Aunque esto nunca pueda darse por adquirido ni por descontado. Como veremos en el canto XXVII, Dante tendrá que luchar hasta el final, será presa del temor, de la tentación de mirar hacia atrás y de evitar el riesgo.
Siempre me ha conmovido profundamente el hecho de que las últimas palabras de Virgilio a Dante, cuando el maestro se despide del discípulo, sean expresión de una libertad conquistada (Purgatorio XXVII vv. 139-142):
No esperes ya mis palabras ni mi consejo; libre, recto y santo es tu albedrío, y sería un error no hacer lo que él te diga, por lo cual yo, considerándote dueño de ti, te otorgo corona y mitra.
Es espectacular. ¿Cuál es la madurez de Dante? ¿Cuál es el culmen de la obra educativa? ¿Que Dante se haya vuelto mejor? ¿Que cometa menos pecados? No, que sea libre. Ya no es esclavo de las circunstancias o de los instintos, sino capaz de juzgarlos y vivirlos a la luz de su verdadero deseo. Precisamente esto quiere decir «te otorgo corona y mitra», te corono señor de ti mismo.
1 Cf. Dante Alighieri, Infierno, op. cit., pp. 220-222.
2 Agustín de Hipona, Sermón CLXIX, 13 (traducción de Pío de Luis Vizcaíno, OSA).
3 Cf. Dante Alighieri, Infierno, op. cit., pp. 36; 76-77; 98-100.
4 Luigi Giussani, El sentido religioso, Encuentro, Madrid 2008, pp. 175-176.
5 Ibídem.