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NATURALEZA Y ESTRUCTURA DEL PURGATORIO

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Pero ¿cómo es eso? ¿Cómo puede ser que Dante busque a Beatriz en el purgatorio? ¿Y qué pasa con todo lo que tenemos en la cabeza acerca del purgatorio como lugar de penitencias y castigos…? Antes de continuar, quizá convenga precisar qué clase de lugar es este.

Las nociones de paraíso e infierno son claras e inmediatas —participación en la vida de Dios o exclusión de su presencia, plena felicidad o condena eterna—, pero la idea de purgatorio es más controvertida. Tanto es así que la Iglesia ortodoxa y las iglesias protestantes no lo reconocen; e incluso en el ámbito católico la concepción de purgatorio que nos es familiar —un lugar de purificación donde las almas pasan un tiempo a la espera de entrar en el paraíso— solo se afirma plenamente en los primeros siglos del segundo milenio, como observa Jacques Le Goff en su célebre libro El nacimiento del Purgatorio.1 Sin embargo, el purgatorio no «nace» en ese momento. Es cierto que solo entonces se hace precisa su imagen, la predicación empieza a detenerse en la estructura del mismo, las penitencias, la duración de la pena, la estancia de las almas en él; pero el núcleo central de la idea del purgatorio es mucho más antiguo y se remonta a los inicios del cristianismo.

Su origen se remonta a la oración por las almas de los difuntos, que es tan antigua como la Iglesia misma (más aún, ya aparece en el Antiguo Testamento). Para Dante es un tema crucial, y tendremos ocasión de volver a él más veces; aquí nos limitaremos a lo esencial: si en la hora de la muerte todas las almas llegaran inmediatamente al paraíso, ¿tendría sentido rezar por los difuntos? Evidentemente, no. Orar por los difuntos incluye forzosamente la idea de que la oración puede contribuir a la purificación que el alma necesita para acceder a la bienaventuranza eterna.

Quiero aclarar un posible equívoco al respecto. En la concepción católica, el purgatorio corresponde a un tiempo de purificación, en función de un juicio que Dios ya ha emitido; es decir, no corresponde —como se oye en ocasiones— a una especie de suspensión del juicio divino, y entonces las oraciones servirían para «convencer» a Dios de que salve a un alma. De ser así, se negaría el papel de la libertad del hombre. La salvación o la condena tras la muerte no dependen de las oraciones de los demás, sino que son consecuencia de una libre elección de la persona. Esto se ve a lo largo de todo el Infierno y lo volveremos a ver en el Purgatorio: Dios juzga a cada alma en el momento de la muerte, ni un instante antes, ni un instante después. Hasta el último aliento hay tiempo para cambiar; después, no hay fuerza externa que pueda modificar lo que cada uno ha elegido libremente.

Sin embargo, tras este paso decisivo, aún queda camino por recorrer. Para explicarles a mis alumnos la naturaleza de este camino de purificación, que define la naturaleza misma del purgatorio, citaba siempre un ejemplo muy sencillo, que relato a continuación.

Imaginad que somos una clase estupenda, una panda de buenos amigos, todos para uno y uno para todos. En un momento dado, una de las amigas del grupo empieza a faltar al colegio. Descubrimos que se ha metido en una historia muy fea de alcohol, drogas, malas compañías… Obviamente estamos dolidos porque era de los nuestros, era una amiga, compartíamos grandes planes para el futuro. ¿Por qué habrá querido perderse así? Imaginaos que seis meses después esta chica viniera a decirnos: «¿Me aceptáis de nuevo entre vosotros? He hecho muchas tonterías, lo he pasado muy mal y me he acordado de que con vosotros se está bien. ¿Me aceptáis?».

Y nosotros ¿qué hacemos? Naturalmente, la perdonamos. Es más, como dice el Evangelio, organizamos una gran fiesta, sacamos una buena botella para celebrarlo. Nos daba tanta pena que no estuviera con nosotros que, ahora que ha vuelto, la perdonamos de corazón. El problema es que el tipo de vida que ha llevado le ha afectado al hígado y está enferma, y esto no depende de nuestro perdón. Nosotros la hemos acogido y perdonado, pero si quiere volver a la vida que tenía antes con nosotros tiene que ir al hospital para curarse y recobrar su salud.

Es un ejemplo que cojea, como todos los ejemplos, pero creo que capta lo esencial. El perdón es el gesto de Dios, y también el de los amigos que nos vuelven a acoger sinceramente; pero el paso por el purgatorio es necesario como un tiempo para reponerse, para recuperar las condiciones imprescindibles para poder gozar del paraíso. Ir al paraíso con dolor de hígado no es bueno, si uno va al paraíso es para disfrutarlo plenamente. Por tanto, el purgatorio corresponde a la estancia en el hospital, durante la cual uno se restablece para poder gozar plenamente de la vida. Y, en este período, lo sabéis muy bien por experiencia, el consuelo de los amigos —sus visitas, su apoyo— es fundamental.

A modo de confirmación, expongo algunas observaciones sobre cómo organiza Dante «su» purgatorio. ¿Cómo es el purgatorio de Dante? Es muy sencillo: se trata de una montaña con siete círculos, siete cornisas o gradas. En la parte baja de la pendiente Dante sitúa una zona a la que no da un nombre específico, pero que los comentaristas definen comúnmente como antepurgatorio; ahí una puerta custodiada por un ángel abre paso al purgatorio propiamente dicho. En la cima del monte, más allá de un muro de fuego, se encuentra el paraíso terrenal o jardín del Edén, desde donde las almas que han terminado su penitencia ascienden al cielo.

En sentido estricto, el purgatorio está precedido por un antepurgatorio, como antes del infierno había un anteinfierno. Pero esta similitud espacial solo sirve para sacar a la luz la diferencia entre los dos: en el anteinfierno están los ignavos, es decir, los que en vida nunca eligieron; en el antepurgatorio están los que solo se decidieron al final de su vida. Por eso, antes de que empiece su penitencia, tienen que pasar en ese lugar un tiempo proporcional al que han pasado en vida antes de convertirse. Enseguida nos viene a la mente el dicho popular «más vale tarde que nunca», pero así es…

Después, sobre cada una de las siete cornisas de la montaña se purifica uno de los siete pecados capitales, ordenados según el nivel de gravedad que la teología medieval les atribuía: soberbia, envidia, ira, pereza, avaricia, gula y lujuria. A continuación, Dante introduce un elemento más para clasificar estos pecados, que comentaremos en breve.

El paso de Dante y Virgilio por cada grada está construido según una secuencia rigurosa, que se repite fielmente: cuando Dante llega a una cornisa, presenta ejemplos —casi siempre tres— de la virtud contraria al pecado que se purga en ella; antes de salir, nombra a algunos de los personajes que fueron castigados por ese pecado; al final, proclama la bienaventuranza opuesta a dicho pecado. Tanto los ejemplos de las virtudes como los de los pecados están sacados alternativamente de la Biblia —Nuevo Testamento y Antiguo Testamento— y de la historia o la mitología antiguas; entre las virtudes el primer ejemplo incluye siempre a la Virgen.

Para comprender mejor lo que estamos diciendo, fijémonos en un par de casos.

Al entrar en la cornisa de los soberbios, Dante se topa con bajorrelieves que presentan escenas de humildad, lo contrario de la soberbia: el primero representa a María ante el anuncio del ángel, el segundo al rey bíblico Saúl y el tercero un episodio de la vida del emperador romano Trajano. Al dejar la cornisa, Dante ve una serie de grabados que representan imágenes de la soberbia castigada, entre las que figuran Lucifer, los gigantes de la mitología griega y el rey asirio Senaquerib, que se cita en la Biblia. La escena concluye con un canto que proclama «Beati pauperes spiritu» (Purgatorio XII v. 110, «Bienaventurados los pobres en el espíritu»).

La cornisa de los iracundos es introducida por otros tres ejemplos de la virtud opuesta a la ira, el espíritu de la paz: María cuando encuentra a Jesús entres los doctores del Templo de Jerusalén; un acto magnánimo de Pisístrato, tirano de Atenas; y el martirio que san Esteban acepta con alegría. Al salir de la cornisa, Dante cita a Procne, una figura de la mitología griega que, para vengarse de su marido, había matado a su hijo y se lo había dado para comer; a Amán, un personaje bíblico que ordenó una masacre de judíos; y a Amata, personaje de la Eneida que, en un arranque de ira, se había quitado la vida. Al final, la cornisa se cierra con la afirmación «Beati pacifici» (Purgatorio XVII vv. 68-69, «Bienaventurados los mansos»). Y así sucesivamente.

En todo esto hay un aspecto que siempre me ha fascinado: el bien se presenta primero. En cada cornisa se purga un pecado, una faceta del mal, pero, antes de encontrarse con él, Dante presenta el bien correspondiente. Es como si dijera que siempre, incluso donde se purga el mal, el bien nos precede. Y, por analogía, esta precedencia remite a la relación entre pecado y perdón: también aquí, por paradójico que pueda parecer, el perdón precede a la culpa.

Porque dentro de una experiencia amorosa —no solo la de Dios con los hombres, sino también en nuestras experiencias cotidianas— sucede siempre así. Entre padres e hijos, entre enamorados, entre maridos y mujeres, el perdón no viene después de la culpa, no es una concesión gentil de quien hace la vista gorda con respecto a lo que ha hecho el otro. ¿Qué es el amor? Es el acto, el juicio con el que tú le dices al otro: «Daría la vida por ti, ahora, sin necesidad de pedirte nada, sin pedirte primero que cambies. Vales el sacrificio de mi vida porque eres tú». Por eso el perdón está inscrito desde el origen en el acto del amor; decir «te amo» es decir «te perdono de antemano, te perdono los errores que puedas cometer». Por eso dice Dante de la Virgen (Paraíso XXXIII vv. 16-18):

Tu benignidad no solo socorre a quien pide, sino que muchas veces libremente se anticipa a la petición.

La «benignidad» —la misericordia, el perdón— «se anticipa»: va por delante, se da antes. Hay una palabra maravillosa que ha introducido en nuestro vocabulario el papa Francisco: el amor de Dios nos «primerea»,2 su perdón nos primerea; y esto sucede también en cualquier amor humano que sea reflejo del primero (estamos hechos a «imagen y semejanza suya»…).

La presencia de ejemplos de virtudes y pecados castigados y la conclusión con una bienaventuranza no son los únicos compases estructurales del Purgatorio, encontraremos otros a lo largo del camino. Aquí me limito a anticipar dos de ellos: una serie de repeticiones del número de versos en los distintos cantos y la presencia constante de oraciones procedentes de la liturgia. Las señalaremos cuando las vayamos encontrando.

En conjunto, creo que al terminar la lectura del Purgatorio nadie podrá evitar tener una impresión similar a la mía, que es la de haber recorrido una inmensa catedral. Una catedral de palabras en la que, al igual que en las de piedra, cada elemento tiene su papel, su función, cada uno se relaciona con los demás, remite a los que están a su alrededor, y el equilibrio de formas y referencias crea un espacio sagrado en el que se puede experimentar la presencia de Dios en la vida humana.

Para concluir estas notas sobre la naturaleza y la estructura del purgatorio, añado una última observación de método. Toda nuestra lectura de la Comedia se cimenta en la analogía entre la experiencia del más allá y la del más acá. Ahora bien, tengamos presente que entre estos dos planos hay una diferencia sustancial: en el caso de las almas de Dante, el partido está decidido; en nuestro caso no. Su libertad debe educarse, pero la elección decisiva ya se ha realizado; nosotros tenemos que hacerlo en cada momento. Como no vamos a estar repitiendo esto continuamente, cuando veamos similitudes entre su condición y la nuestra, dependerá de la memoria del lector conservar esta advertencia expresada de una vez por todas.

1 Jacques Le Goff, El nacimiento del Purgatorio, Taurus, Madrid 1989.

2 Véase, por ejemplo, «Nosotros, en español, tenemos una palabra que expresa bien esto: “El Señor siempre nos primerea”», Vigilia de Pentecostés con los movimientos eclesiales, Plaza de San Pedro, 18 de mayo de 2013.

Purgatorio. Divina comedia de Dante Alighieri

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